sábado, diciembre 27, 2014

UNA MUJER SOLA SIEMPRE LLAMA LA ATENCIÓN EN UN PUEBLO, de Natalia Figueroa: una gnosis poética

Uno de los pasos esenciales en la ruta de autoconocimiento que sigue imponiendo la escritura poética es el comprender la permanente tensión entre aquello profundamente propio (el espacio íntimo, el mundo de la infancia, el espacio del lar, la memoria) y aquello decisivamente ajeno (el mundo exterior, la experiencia del compromiso y la adultez, el destino y la muerte). La separación esquemática -contemplativa- o el quiebre absoluto de esta tensión (si es que no son asumidos como crítica irónica en sentido propio), acostumbran ser signos de no entender el carácter de la poesía como gnosis particularísima, en que el lenguaje no sólo revela el mundo, sino que de paso revela al límite de esa revelación: el indefinible ser que es el origen y fin de la percepción y la comprensión, el creador como expresión particularmente trágica del animal humano.
En un medio literario saturado de registros que se desean vanguardistas o espontaneístas, Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo (Santiago: Das Kapital, 2014), primer libro individual de Natalia Figueroa (La Serena, 1983), aparece como excepción, en la apuesta que asume por presentar decididamente a su escritura poética como vía de autoconocimiento, presentando para ello el registro del viaje. Una mujer sola..., en este sentido, logra cumplir el rol de bitácora, desplazando hacia el lector las tareas de construir el entorno afectivo de una experiencia que se desea entregar sin excesos líricos ni desarrollos explicativos. El viaje como tópico, si bien será claramente denotado a través del libro, también va a implicar una búsqueda interior (hacia un centro más hostil de explorar / que el espacio exterior) que, más allá de un carácter místico, asume para el hablante una voluntad de autodefinición como sujeto deseante. En este sentido, la experiencia infantil, familiar, se reúne en un mismo movimiento con el nuevo universo afectivo, desplegado en el curso de un viaje por Grecia. 
Lo nuevo en el abrirse paso por el mundo de lo humano -sea el plano de experiencia que sea- se presenta en los poemas como enigmas planteados e incognoscibles: la dimensión de lo vivido es un hecho que carga en sí, cuando no extrañeza o dolor, la huella de un pasmo radical. Estas vías, en todo caso, jamás llegan a expresarse en un efectivo despliegue emocional externo a la escritura: la habilidad de Natalia de concentrar, internar en el lenguaje cualquier pathos es característica de su escritura. El dibujo de la melancolía en su presencia más seca se deja ver bien en los retratos de personajes realizados en una técnica escritural que bien se podría homologar al retrato clásico en pintura -como en “Julia” o “Micky”-, pero también en la visión de sí misma en determinados momentos de la experiencia de vida, como en el texto que da título al libro, que presenta al lector desde ya el particular modo de separación radical, en que la experiencia será decisivamente puesta al frente, objetizada para la comprensión, para lograr transformarse en sustancia poética, idea e imagen acotadas en sí mismas. La experiencia trasciende como tal hacia la superficie del texto, opacando la voluntad -presente, pero delimitada poéticamente- del yo lírico.
Esta escritura poética dejará a lo afectivo su lugar no como forma externa -postiza-, sino en la potencia de la escena deseante. Esto es: lo nuevo, lo otro, el mundo, no pueden ser comprendidos intelectualmente, sino asumiendo el lugar de sí mismo ahí, en una economía del deseo que constituye la esencia del sentido de educación del viaje. Este paso del pasmo al deseo -visible en primer plano en “Camarines”, y que se hace el fundamento tácito de la experiencia de lo nuevo en el periplo griego- transfiere al instante decisivo la característica de una aceptación profunda, un amor fati que suspende la posibilidad del mundo como enigma: el hablante se entrega al mundo, en el mismo movimiento que usa el mundo para entregarse. En este sentido, el contacto del hablante con la vida animal se constituye como posibilidad de conocimiento más pleno y libre de enigmas. Los perros de “Calle del ángel” o los caracoles que se dan como personajes en pleno derecho a través del libro, son índices de la necesaria trascendencia desde la gnosis intelectiva y racional hacia una forma superior, que bien podríamos identificar como la poesía misma: al mismo tiempo, justificación ética y estética de la presencia de los otros y práctica propia de autoconocimiento.
Con un registro amplio dentro de una poética bien determinada -que sabe vaciarse tanto en la ironía como en una representación que se desea directa y sin pliegues-, Una mujer sola... resulta un libro de interés esencial para comprender que -al menos en el seno de un ámbito poético como el de nuestro país- la crisis de representación, que ha supuesto además la depreciación sostenida del valor de la experiencia en la cultura artística, no necesariamente ha erradicado las posibilidades de resistencia de la práctica poética como forma de conocimiento efectivo del mundo. 

lunes, diciembre 15, 2014

Fin de año (Requiem) en audio



audio fundido: Postnuclear Winterscenario n°1 (1991), de Jacob ter Veldhuis

Poema dedicado a Ximena Rivera.

escuchar aquí


martes, diciembre 09, 2014

OCASO DEL AMOR


En esa calle al fondo alguien parte, se van
otros lejos y unos se quedan –duele
cómo corren, cómo pasan. El suelo
crece bajo los pies, y hay animales
y están silenciosos. Ninguna ciudad ya
despierta o duerme. Se han encargado
de echarle alma a cosas que jamás:
ayer en la carretera se han muerto dos,
es diciembre y hay quien siente frío.

Ante el cielo ciego la mole y el trabajo,
las palmas húmedas -una nueva naturaleza,
las cosas en su llana superficie, todas porosas
anhelando a las otras, y mientras más sol,
más. Es el verano más violento en años,
ni alzar la vista ni salir sin cubrirse
de la luz, la absoluta luz. Imaginarse:
el encierro sin esto en los ojos, y aun de día,
la misma plenitud.

Más allá una cortina que sin demasiado viento,
baila -algo oscuro, leve de humedad,
insectos aplastados, una grieta desde un rincón
hasta perderse porque está la cama,
y sin hacer. Una taza en el velador,
hojas muertas, sin nada en la superficie
-todo lo que hay es eso, todo
se concentra en sí mismo. Los párpados,
cerrados y duelen -irritación, sed,
hielo en vez de nervios y sangre,
algo que no va de un lado a otro, sino
se queda, permanece, espera.

Todo tiene sustento en la humedad
y la temperatura –no en lo oscuro
o la luz. He ahí la vida, solamente
-este paso casi insensible, del sueño a la densa
vigilia. Y el peso de esa noche
pasada, cómo se anclaba al suelo,
las escenas incomprensibles
en un lugar arrasado por el agua.

Y un rostro pálido, irreconocible
-ayer la roja llama, una infinita gracia
bajo otra quimera, otra anclada
noche. Recién se inicia este año;
la densa, agobiante cortina cuando abres
los ojos -y esa absoluta luz. Todo
está dispuesto, cada uno de los aparatos
espera encenderse, darte los medios
para salir de una vez desde acá,
pero como en sueños un rostro pálido,
irreconocible. Muerta para siempre
toda idea de utilidad.

¿Algo que el día desee entregar
por su cuenta; es esto, sólo?
Repetición, todo esto es repetición
-mismo rostro, misma piel, a veces
pareciera cada gesto y seña real,
que se actúa mas no se finge.
La enfermedad engendra gestos forzados
de apariencia de salud; algo teatral, casi
como burla después del cruce
-siempre el mismo, repetida la trama-,
el mismo cruce de las carnes.
No hay desvío. Todo está
establecido desde antes.

Deshacerse, trascender la figura
del hambre. Se nos ha ido el amor;
todo se define en cifras de respiro,
en grados de sol sobre la piel del brazo,
la mejilla, el párpado, el entero
costado deseado. No hay formas eternas
de las cifras; el Ser aprende a temblar,
ofrecerse al vértigo mayor.
Nada es ya la desnudez.

domingo, octubre 19, 2014

FIN DE AÑO


  Réquiem


1

Se siente morir -entonces
vivir es imposible. No es
complejo cuando se corrompe
-bajo una luminosa necesidad-
aquello lejano: la carne ajena.

Para eso está el deber: sólo
para eso está el deber, la exigencia,
sacarse de encima el olor del carbono
sin la magia -la única magia-, el cáncer
que reproduce y da el aliento.

Pero ahora no hay cómo escapar.
La gata blanca quiere ir hacia ti,
tiene frio. Debería haberse
enfriado ella sola en el patio, pero
ni siquiera le dejaron eso.

Ahora se vacía, lentamente,
de toda belleza y deseo, de toda
hambre, pero observa ese frío,
observa esa memoria del calor,
el desamparo de tropezarse,

caer sobre el vientre, echar
roja la sangre, oscura por la carne
destrozada dentro, en el pasillo
de cerámica, en pleno invierno.
Observa la justicia del mundo,

entera, sobre el cuerpo de esa
que quiso -aún quiere- ser tu gata blanca.
Despierta, lúcida, absoluta-
mente doliente: su cola enrojecida,
toda mojada, como un dedo índice

que, milagro de agonía, apunta
hacia abajo.


2

No hay jerarquía del ser. Se mueve,
asume su espacio a saltos, asume
la cacería y la muerte de su presa,
el antiguo deber de la sangre
en la garganta muda.

Más allá de todo,
los ojos grandes del tiempo por encima,
la plena libertad de la justicia, sin
palabras, sin especulación, sin
la mínima necesidad.

Pura labor de limpieza,
horizonte impecable y libre de cuatro mil
años de códigos sucios y pobres.
Pura fortuna y prístina los trozos
de vísceras y el ahogo.

La voz ganada al fin
por el ser que se oculta, todo lo audible
un gemido ahora sin sentido alguno;
el don del mundo en todo su deslumbre,
sin remedio, sin pausa.

Es la muerte, sólo.
Mayor ceremonia que esta larga,
punzante dolencia, sería una estupidez,
sería inventar cosas que no existen.
Sería poesía.


3

Pero, Ximena, usted no se vació. Sólo
se llenó de su dolor, malamente
aconsejada por toda esta asquerosa
humanidad. Irnos es lo difícil,
ni imagina las estupideces,
el teatro patético, después.

Podría haber sido usted
la gata blanca. Al menos
se habría olvidado de hacernos
pagar, a todos, tan caro. Yo,
ahora mismo, pagando
con poesía, en vez de guardar
el silencio digno.

Quería entregarle una palabra
justa, la que le mostré dos meses
antes. Y poner su nombre
a algún lado de esa otra voz,
señalar la fe en el nombre
único, la fe en lo coherente
de la voz y la idea.

Sin sonidos sueltos. Pero eso
también era pagar. Da asco,
¿no? La poesía fue esa infección,
ese traslado entre hospitales,
la poesía fue esa criatura inmunda
que nadie pudo advertir.

Así que tan valientes con la palabra,
con esa religión y ese deseo, esa
expresión del cuerpo y el espíritu,
y todo termina aquí. Da asco comer,
dan asco todos esos papeles escritos,
y los otros, los manchados

en la canasta junto a la puerta.
Esos sí que deberían haber estado
en el centro del campo
de batalla. Sangre, orina, bilis,
restos de comida, vómito.
Pero eso, eso escrito...

No existe verdad alguna
acá. La palabra ha sido hace tiempo
despojada, emancipada
de su fidelidad a las cosas.
Todo es ya pura y triste
posibilidad.


4

Así que estoy escribiendo
como el ordinario, ese de la rosa,
falta que hable de esa vida
que viene después. Eso terrible,
eso inmortal... Pero está ese cuento
de cuando el Salvador despertó
a su primo. Y algo falta ahí,
escucha: Despiértate, imbécil:
mira lo que puedo hacer
contigo. Yo soy la resurrección,
¿y tú qué? Galilea desde el aire,
ayer, hoy, un pucho aplastado
sobre un plato con arena;
y el esplendor de Roma con olor
a podrido. Da lo mismo la época.
La belleza, la grandeza humana
agachan el moño fácil. Ni Rilke
ni el otro ordinario -el que pedía
más luz- llegaron al tono
adecuado. Por eso, por eso
precisamente, no por otra cosa,
Plaza Echaurren.


5

Así que la vida eterna, y compartimos
la verdad trascendente a partir
de la fe, y muerte, dónde está
tu victoria... Débiles mentales,
ancianos ridículos, ensuciando
las esquinas, ¿qué ven aquí?
Asómense:

La nada que no alcanza
a ser nada, colmada de gente
arrastrada como paladas informes
de carne y trapos todos los días,
todo el año. Mira este paisaje, Ennio,
transfíguralo en algo que no huela
a podrido y a fecas,

todos esos sirios
muertos por gloria de quién sabe
quién, los siervos de la minería
llenos la cabeza y los pulmones de plomo,
y esos despatriados con el sudor frío
cubierto de pulpos y algas, aún
con el mismo olor

de la sed, el hambre,
la arena sucia pegada a la piel
quebrada como de una rata seca.
¿Defenderlos de qué, heroicos
campeones del inconculcable derecho,
hablar de ellos para qué, si ya
sus nombres se escaparon de la carne?
¿Qué canción, qué

poema, qué humilde
relato en cien palabras da tu medida,
inmortalidad de basureros, mierdal
de los salvados? Ya lo intuyó la Fe:
corderos, descuerados y sin tripas,
dispuestos al sacrificio. Pero
hago trampa.

Tú lo sabes,
Ximena. Yo lo sé. Hacemos
poesía. Sabemos cuándo huele
a cuerpos muertos, y no a letra
muerta. Cuándo la náusea es
por lo que se come. Cuándo

por lo que se deja de tragar.


6

La fe del humilde.
La entera ausencia de razón.
El entero deslumbre del otro mundo en éste.

Pero creo en el asco.
Y si yo hablase en la más exquisita
de las lenguas, y no tengo asco
-no comer, no poder dormir, respirar
apenas, la náusea-, entonces nada soy; y si
fuese muerto en hoguera en testimonio
de la comunidad, y no tuviese asco,
entonces nada soy.

No hay dios.

Y es la vida nueva, la del enfermo,
como Juan de la Cruz, ardiendo ante aquello que es
y existe y se siente: es el asco
y no da tregua alguna a los pulmones
ni a las tripas.
Es real. Duele.

Nunca hizo falta filosofía, poesía,
libro alguno para explicar esto,
este asco.


7

En torno a la basura se crea
lo limpio. Crece la basura.
Crece en torno lo limpio, la catedral,
las murallas, el techo con calados.
Crece la basura. Crece la ciudad.
No se respira sino la peste, se recibe,
se deja de recibir, se recibe de nuevo.
La vieja base rítmica del arte:
respirar, dejar de respirar, infectarse
expulsar la infección, infectarse.
El pulso no cesa, se mantiene
idéntico a sí mismo, pero crece
la basura, crece lo limpio en torno.
Crece la ciudad.


8

La tradición de la comedia:
enanos, viejas feas, retrasados,
monstruos, músicos borrachos,
maricas, hércules, ciegos, mudos,
mostrar el culo, las tetas, doctores,
policías, políticos, madera y tela,
cobrar la entrada, aplastar a los ratones
entre las butacas de los teatros de tercera
con la suela del zapato. Silbar.

Aplausos.
Se acaba la poesía.



martes, septiembre 30, 2014

LA NOCHE DE LO HUMANO


Suave el humo de velas, el rumor
del aire en invierno afuera es pleno fondo
para que Diderot sirva en la copa a medias
de Madame a su izquierda.
Todo está tan, tan quieto. Entonces
la naturaleza no es idea segunda,
sino que se vale sola, sin necesidad
de destino o guía personal; a la derecha
Mademoiselle curva lenta la muñeca
para que caiga el vino, suave
a pausas precisas. La idea de Dios
es idea: mira el fuego, por ejemplo.
Las velas -3- en triángulo,
aletean su llama, no es idea: arde.
Todos en la sala -3- conocen
el destino y el fin de esto,
cuando ya no haya luz y todo
París se deshaga en la tiniebla.
Habrá que palpar, palpar todo
con los dedos, la palma
de las manos, ya que no hay
fuego que eterno dé lumbre.
Lo eterno es una idea. Es
como una torre encendiéndose,
una bandera nueva, un nuevo año
primero, piel contra piel los seres
pequeños en olorosa flor de vino
y canto, en la mayor muestra de fe
desde que el mundo existe: fe
verdadera. Ya que creemos
en el cuerpo, Madame, dice Denis,
rellena el vaso: la naturaleza
se reproduce encendiéndose.
La futura humanidad dara nuevas
señales de luz; ya no este lapso
tras lapso de aire que extingue
a parpadeos las llamas sutiles,
este insomne don de la pa-
ciencia extendiendo el tiempo,
dando al concepto la chance
de revelarse otro y nuevo
en la refracción parda y azul
de los ojos bajo la sugerencia
-sólo, casi- de lo visible.
Más cuando se cimbrea la lumbre
por el aliento de Denis. Es
la virtud, la virtud sin la culpa;
y todo imaginado cielo volcado
como firme mano rotunda, sobre
lo firme tendido, vivo a la espera
del tacto. Estamos al pie
de las más grandes épocas.
El beso ahora al anillo, al pie
del soberano, mas mañana
cuando rojo, rojo e himno y nuevo
cuerpo vivo bajo una bella idea
abierta, visible, la boca como quien
empezará a entonar jadeante la canción
del amanecer: lo preso entre coronas,
entre muros húmedos, rompiendo
en fortaleza su nombre primero,
previo a la idea de un nombre.
La realización será de la filosofía,
y con esta escritura barata, popular
e indecente, en que beben -3-
en la sala que se va de aleteos
a oscuras; los ojos también piensan
y a pares dan la medida del vino
en el ángulo de su encuadre
-como luna oscura en monte claro,
como mar que se extingue
sin canal, sin dimensión. Olor
a castaña. Toque de guindas.
Esta forma del cuerpo que se cimbra
a la luz es la viva, la más alta
que haya visto el mundo, no existe
creador que pueda hallarse en tal
reflejo. Nada se crea. Todo
permanece, quieto sobre el todo,
y un empuje, una torcedura
lo hace moverse para estéril
quedar al fin, luminoso
a la lumbre en el tejido joven
de esta, la realidad. Esto, en nosotros,
es el cambio del mundo: un cuerpo
le hace al otro cuerpo espacio
para su llamado sobre la manchada,
plegada sobre sí misma, sábana
del vacío.
Vivimos acá, y morimos
solamente, como se muere todo,
disperso y agotado por su propia
semilla desatada. Vacíos
los vasos, vacía la botella,
y ya hasta los criados se han ido.
Ya ni late París, agotado esclavo
de tiranos con máscara y sin rostro.
Ve Mademoiselle una torre ardida
y libres sus cautivos, ve
la libertad sin idea que la cubra:
sólo el nombre que pulsa
la lengua sobre el paladar,
el labio contra el labio,
el costado interno de los dientes.
Madame nada ve. Sólo escucha:
libertad, fraternidad.
Deseo. Futuro. No hay velas, sólo
cera, y así, como la cera,
la sangre al final, el amasijo
inmóvil, ya indiferenciado,
volcado en su sueño.
Pero en la ceniza ya lejos
de toda idea, sin luz
nombraremos -ni sonido-
una época sin la sombra de dios,
sin reyes ni murallas de ladrillo,
sin tiempo, sin trapos de colores
en la piel o en las astas. Ya viene.
Se siente, se espera, se abre paso.

                                   Ese será el comienzo.

martes, septiembre 23, 2014

Hacia la reconciliación de un mundo deshecho: ASUNTO DE OJOS, de Carlos Decap

Una lectura efectivamente política de la literatura emergente bajo la Dictadura -o acotando más críticamente, de la literatura que emerge determinada por las condiciones que la Dictadura puso- tendría que tomar en cuenta la distancia con respecto al poder en que se sitúa la figura del creador. Así, más allá de las miradas interesadamente simplistas, vemos diversas formas de entender la situación del arte en el juego de voluntades sociales y políticas generado por una época de crisis: perspectivas que, a veces, no resultan tan evidentes para quien busca mensajes directos o claves cifradas o contextuales. Así, la afirmación del arte como espacio de privilegio humano en medio de la ruina material, espiritual o simbólica no podría ser tomada solamente como un gesto de huida o refugio, sino como un gesto de resistencia, desde el instante en que el creador asume el lugar del arte como espacio de comunicación íntima -y hasta secreta- más que escenario de luchas sociales. Más aun en el caso en que ese espacio de privilegio se ve contaminado por el miedo y señalado por el acecho sublimado de la violencia política.
Hago esta introducción para que se entienda bien cuando digo que Asunto de ojos (Viña del Mar: Altazor, 2014) de Carlos Decap (Mulchén, 1958) afirma a través de sus páginas el privilegio profundo del arte como rescate de la posibilidad de lo humano, asumiendo que toda Gran Batalla por estos ideales está perdida de antemano. Lo de Decap es la señal íntima, la comunicación honda y última que es fundamento absoluto de acuerdo al epígrafe (resignificado) de Octavio Paz que parece explicar el título del volumen: Todo consiste en mirar / Y en ser mirado. La poesía se hace una señal de resistencia, una denuncia comprensible para aquel que se logre reconocer en el entorno social crítico en que surge. Por ejemplo, el breve poema “Fantasmas lilas”, del conjunto La ciudad y sus fantasmas, de 1986:

Estoy rodeado de fantasmas
Que habitan esta ciudad
Este montón de palabras rotas
Se les ve petrificados en algún muro de la calle
O redivivos en un sonido como de pasos
Arrastrándose a través del sucio cemento
También los hay que caminan
Tranquilamente por su centro
Inmutables al paso del tiempo.  

La ciudad, está claro, no puede ser otra que Concepción, la “ciudad lila”, color frío que simboliza tradicionalmente a Concepción en lo deportivo, y que resulta muy cercano a ese color morado que Daniel Belmar asoció a la ciudad en su novela; el azul del agua lejos de su connotación de mar para ser la mancha de humedad o el tinte del vino. El poema retrata con intensidad no tan sólo la desaparición física por la represión -de hecho, esa sería desde ya una lectura simplista-, sino en general el desvanecimiento del Otro, el fin del sentimiento de lo colectivo, fruto de una era de sospecha y clausura de la comunidad. Esta conciencia sitúa ya a la poesía en Decap como espacio de resistencia personal que no asume como su deber la denuncia obvia, sino que está forzado a apuntar a la crisis profunda de deshumanización de la que las tragedias políticas y sociales visibles son síntoma, siendo en este sentido notoria la relación de su poética con la de Jorge Teillier. Precisamente, vemos el mismo desencanto radical y el privilegio del patrimonio cultural común (sin distinguir necesariamente entre la literatura, el cine, la música docta y la popular) como recordatorio cómplice de una comunidad, que por otro lado es capaz de recrear perspectivas: el hablante se hace capaz de verse de lejos y entregarse a interpretar su situación, a partir de ese imaginario que se despliega como Libro de Libros, en el mismo rol de referencia ética y metafísica que la Biblia o el Corán tienen para los pueblos consagrados bajo su ley. Tan sólo así, con la mirada afectivamente intensa de la comunicación poética como redención reconciliada de un pasado, se podría superar el profundo trauma social y se lograría una mínima habitabilidad para las ruinas de un mundo ya deshecho.
Esto último, sin embargo, en el seno de poéticas que asumen la desaparición de modos de sentir y hacer (de vivir, en un sentido pleno), no puede sino desembocar a la concepción de esa cultura común como confirmaciones de la obsolescencia de su imaginario. En el caso de Decap, vemos la visita continua de este mundo habitable que pasa desde el cine de Fellini hasta la balada de radio, siempre contrapuesta a la situación pasmada del hablante, cuyo ánimo está preso por un ser ausente o por su propia escritura como actividad íntima. Esto lleva a que la realidad se asocie más a la evanescencia de la obra artística ya hecha que al entorno mismo del hablante. Por ejemplo, en el poema “Página de la realidad”, del conjunto Los territorios encantados, de 1985:

Joe Turner da vueltas por la casa
Su voz lo penetra todo
La trompeta de Gillespie
Pero no puede con el tecleo de la máquina de escribir
La niebla afuera y un poco a lo lejos
Aquí Joe y yo estamos salvados del frío
La realidad se serpentea en la página
Aunque nada me dice de ti
Tampoco nada dice de lo que hay tras la niebla
De lo que cae cada día en alguna parte del día
Pero el día se abre
La niebla se disipa
Justo cuando la voz de Joe
Apaga el tocadiscos.

Este carácter problemático de la realidad parece llevar al hablante, paradojalmente, a un nivel pleno de experiencia en instancias posteriores, como lo muestran los textos de la sección Poemas del cable, del libro Golpes de vista, de 2005, en que el viaje y el encuentro –reales o virtuales- del creador por los territorios señalados por la cultura moderna logran entregar a su “registro” una dimensión en que lo vivido y lo creado coexisten en una sola instancia, que bien se podría considerar una redención tanto de un mundo desaparecido como de la conciencia creadora. El texto es particularmente notable, desde el momento en que dentro de la fértil generación a la que pertenece Decap, el carácter problemático de la realidad tiende a no reconciliarse y a una visión irónica (en el sentido de negación intencionada) de un posible más allá de la experiencia escindida.
Esta escritura, desde el pesadillesco escenario de los primeros textos hasta la afirmación de la experiencia plena de los últimos, se ve siempre impregnada de una fe profunda en la posible reconciliación del mundo desde la voluntad creadora. La vocación humanista profunda que anima estos textos -y la poderosa empatía que despiertan- pone a Decap en ese difícil lugar de guardián del fuego que Rimbaud asumía como deber del poeta, y lo sitúan con ello en la situación inclasificable que distingue al creador que sabe hacer bien su oficio: más allá de escuelas, generaciones o “mapas”. 

viernes, agosto 22, 2014

NOVELAS, de Iván Teillier, un profundo acto de justicia

Gran parte de la literatura chilena se revela como una red de secretos a voces, que da cada cierto tiempo la oportunidad de redescubrimientos -que bien se pueden considerar lecturas únicas, habiendo enriquecido la perspectiva una suma sabia de años. Así, sobre la presencia literaria de Iván Teillier (Angol, 1940) no hubo en realidad un manto de silencio, aunque -sea por la poderosa personalidad de su hermano mayor Jorge, sea por la realidad política que puso a toda su generación entre la zozobra y la diáspora- siempre pareció quedar en ese pie de página que cierra el artículo fundacional de su hermano en los Anales de la Universidad de Chile de 1965 Los Poetas de los Lares, en que el mismo autor no se incluía. Hoy, quizá, recién podemos sentarnos a leer su obra más acá de la rareza bibliográfica, a través de la reunión de su obra novelística (Novelas, Santiago: Lecturas Ediciones, 2014), quedando a la espera su obra de narrativa breve (con dos libros, Herederos de la lluvia, de 1983, y Después de los relámpagos, de 1987), y poética (Una rama verde, de 1965, y El orden de los factores, de 1982).
Las cuatro novelas de Iván Teillier no serían en absoluto ejemplos de arte novelística si pensáramos en el modelo lineal chileno, que justifica a sus sujetos en estilos dominantes de acuerdo a la generación a la que pertenecen: su escritura entra en una zona difusa para la tecnociencia literaria que fue la riesgosa búsqueda formal tardía de los 60, la Novísima que describe casi irónicamente, y en que se incluye, Mauricio Wacquez en su artículo La última generación de la narrativa chilena. Marcados por las nuevas influencias literarias, les esperaba el limbo de la catástrofe política, que más que silenciarlos, resultó en una radical diáspora, no sólo geográfica sino escritural, y bien se sabe que la línea trunca es la línea del fracaso, cuando no interviene una instancia externa -editoriales españolas, camarillas universitarias, etc.- que puede legitimar el carácter genial de una forma única. El caso de Iván Teillier es, en fin, trágico en este sentido.
Trágico, ya que el notorio interlocutor de su mundo novelístico que no está en el campo narrativo, sino en el poético: se trata del hermano mayor, que ya en uno de sus poemas de El árbol de la memoria, de 1961, dedicado a mi hermano Iván, parece poner en escena el ámbito vital y geográfico que casi diez años después animará El piano silvestre: el tránsito, absolutamente naturalizado, entre el lugar de encuentro alcohólico y el espacio intocado por la urbanización, como dos escenarios de sociabilidad radical, se repetirá prácticamente como un eco en todas las novelas de Iván Teillier. El mundo que se ha tornado irreal a fuerza de lejanía que mostraba Enrique Lihn al referirse al libro de Jorge Teillier antes nombrado, parece retratar en un espejo inversor los espacios ficticios (Quelén, Puerto Madera) en que los personajes centrales de Iván Teillier, únicos con la posibilidad de recordar o imaginar el mundo externo a ese espacio de frontera, se debaten en la continua esperanza de irse de una vez.
El efecto de irrealidad teillierano, en este sentido, que no resulta especialmente violento en la poesía de Jorge (dada la raigambre romántica, de segunda naturaleza, de su cosmos literario), sí genera un efecto de extrañeza en la narrativa de Iván, que tiende a presentar existencias desasidas con respecto a la linealidad histórica y social que se supondría como su contexto. Este mundo de frontera parece haberse detenido, como si fuera una pura experiencia de memoria, y de poco vale que efectivamente sucedan hechos reales y contextos históricos precisos; la vida de los personajes centrales se define por el radical pasmo ante una realidad carente de sustancia palpable, y cuyo absoluto anclaje a un presente eterno la hace hermana del ensueño. En el espacio que abren las novelas de Iván Teillier, los adolescentes con ansia de cambio en sus vidas o el mundo, y los espíritus inquietos -aquellos que acceden a la literatura o el cine como evasiones necesarias ante un universo detenido y cerrado en sí mismo-, se enfrentan a una serie de otros personajes cuya adaptación a esa irrealidad es tal que los irrealiza a ellos mismos. Paradigma de esto es el anciano Hermes Dominion, figura del poder en las primeras tres novelas, quien parece resumir en sí mismo buena parte de las pulsiones más oscuras de este mundo ensoñado: la enfermedad eterna que le hace decaer sin cesar, la conservación persistente de un orden de cosas que jamás llega a subvertirse, la absoluta distancia con respecto a los seres cuya vida se rige por un esquema común de temporalidad -y su presencia y final parecen índices de un desplazamiento de todo este imaginario de frontera, característico de lo lárico, hacia la erosión y el olvido. La huida de estas comarcas, tal como lo era la evasión en la imaginación artística, es signo de redención.
Los efectos de esta irrealización en el dominio estilístico son profundos: el argumento se hace secundario ante el hacer y el sentir de los personajes centrales, o dicho de otro modo, las experiencias subjetivas de éstos no alcanzan a urdirse en el plano argumental característico de la línea central de la narrativa clásica. Este “defecto” -presente en buena parte de la novelística de Hemingway, Proust y Virginia Woolf, plenos habitantes de lo que Benjamin llama la desaparición del valor de la experiencia en su clásico ensayo sobre Leskov- saca a Iván Teillier de la tradición narrativa chilena, asignándole esa carga de línea fracasada que nos fuerza a releerlo sin relación de contexto generacional o histórico-cultural, sino en cuanto literatura. Acción que, sin fuerza, debiéramos hacer de vuelta a través de toda la línea de creación narrativa en el país, en pos de nuevas cartografías y nuevos panoramas en que no sólo estén presentes narrativas como la de Iván Teillier y se revaloricen escrituras específicas anteriores que quedaron en segundo plano -pienso en Alberto Romero y Marta Brunet, por ejemplo-, sino además se den juicios más certeros, fundados y analíticos sobre las “generaciones centrales” (la de 1938, la del 50, etc.), reasumiendo el papel de la experiencia creadora por sobre el impulso de adscripción a un contexto -impulso este que gusta de reproducir juegos de poder y relaciones públicas, en un medio tan pequeño y magro como el chileno.
No es exageración decir que la iniciativa de Lecturas Ediciones es un profundo acto de justicia. Iván Teillier fue uno de los escritores que vivió, incluso más que su hermano Jorge, la violencia extrema y soterrada de un campo literario mezquino y sobreintervenido por fuerzas externas a la creación artística: le correspondió al fin de sus días compartir el margen silencioso -sin esteticismos ni sofisticación intelectual- con una generación entera de autores bajo la bota del poder que existía y el látigo sutil y domador del poder que se nos vino.

jueves, agosto 14, 2014

ABRAHAM


Ya antes ocurrió esto: empuñabas
el mismo pedernal afilado, en alza
el brazo, y la voz del Sin Nombre
te dijo que no, que mejor la ofrenda
de antes, la que ya conocías.
Bellísimo ese día entre los días:
Isaac reconoció la carne inocente
del carnero; el humo olió como huele
la justicia, pura y muda plegaria tendida
en el aire. Recuerdas, sí, que esto ocurrió
ya antes: hoy ya Isaac tiene hecha
su vida y su casa; y junto a Ismael
en unos años te dejarán dormir
en la Cueva de los Profetas, y ya
no harás bulto, no repetirás
estos delirios cruentos, insanos,
de viejo agónico y senil, ahora
que tu mano se alza con el pedernal,
y ya no hay voz ni justificación
ni señales -ni la intuición siquiera.
No hay Dios, Abraham.
Y no hay paz ni fortuna ni sueño
en la noche después del brazo
que lanza el pedernal, encendido,
rugiente estrella maligna que cae
sin dudas ni pausa, fríamente
sobre el niño inmolado.

jueves, junio 19, 2014

La excelencia trágica de EROSIÓN, de Víctor López Zumelzu

Hace años ya, comentando Guía para perderse en la ciudad (Santiago: Ripio, 2010), apuntaba a que el modo elegíaco que aparecía allí no respondía sólo al reflejo de una anécdota, sino a una conciencia profunda sobre la desaparición de la posibilidad del mismo decir. Esto se producía por la postulación urgente y dolida de una dimensión interior del poema, que sabía dejar pendiente –en el espíritu auroral de la poesía clásica- la pregunta sobre la existencia al trastocar el estatuto de lo real. Lo real sabía presentarse a sí mismo como lenguaje, mas intentando todavía retratar una realidad intocada e inefable que sólo podía habitar la memoria. 
Erosión (Santiago: Alquimia, 2014), de Víctor López Zumelzu (Curacaví, 1982), cumple un papel en relación a Guía… que revela la contemporaneidad profunda de ambos libros que ya plantea el autor en el Prólogo. Profunda, porque Erosión logra quebrar el cerco de lo inefable –una marca patente en la obra anterior-, hacia una poética más abierta e indefensa. 
La indefensión abierta de la poética tras Erosión se fundamenta en el mismo baluarte de la cerrazón que guardaba en Guía… su anécdota como un secreto revelado a medias –como el luto cubre el dolor-; ambas obras se sostienen en la postulación de lo literario como una realidad segunda, virtual y que aspira a la trascendencia por encima de una cotidianeidad llana y vacía. La expresión Afuera la ciudad dibuja otra ciudad en la mente, reiterada e incluso tácita en algunos trechos de Erosión, llama precisamente a esta paradojal suspensión del juicio, en que las categorías de lo natural y lo creado, lo real y lo imaginado, se acaban resolviendo sólo en términos de lenguaje. Este carácter es común en ambas obras.
La indefensión del último libro constituye la variación, análoga a la superación del luto inclusive en la inevitable pulsión de muerte: en Erosión se hace presente un más acá de lo literario que no puede sustraerse, que –más aun- entra en relación erosiva con él, constituyéndose la potencia oscura de lo ausente en un trance intermedio entre lo decible y lo inefable. Esto se expresa no sólo por el privilegio de imágenes marcadas por lo transitorio y pasajero, sino a través del paso dolorosamente necesario tras la puesta en juicio de la “realidad”: el asumir que la palabra sólo podrá tocar una percepción netamente transitiva, externa, en su investigación, las formas, como lo señalan los mismos títulos de los poemas. El desplazamiento de sentido sabe derivar sin forzar una definición imposible: como decía antes, lo único que marca presencia es inefable y se aloja en la memoria, es, paradojalmente, lo ausente. Entre varias posibles artes poéticas –en un conjunto que acude compulsivamente a la justificación del propio discurso-, me parece que destaca por su sencillez “Sobre la forma del musgo”:

Musgo pequeño
adherido frágilmente
a las rocas
mirando el abismo

pronto desaparecerás
por eso es necesario
que te describa

El pensamiento es la cama
donde nos tendremos
& de a poco
muy de a poco
el ruido metálico del “ser”
se detiene,
los engranajes se desaceleran
& sólo existes tú
suspendido en el aire
conforme llega el frío 

Entonces, el trance del sentido termina en el mismo desaparecer del objeto afectivo; en consecuencia, la pulsión de muerte adquiere carácter de fuerza constructiva en la poética. “Sobre la forma de beber agua”, que hace aparecer una serie de imágenes en torno a lo fluido, no puede sino tomar al fin la figura de la sangre:

Después de llorar las pupilas se dilatan
la sangre baja por la nariz,
la sangre está llena de palabras, 
de dibujos, de hojas quemadas por la tarde,
de cosas que cortan
con su frío, con su piel,
a la orilla de un estacionamiento
donde alguien nos abre sus manos
& nos invita a probar
lo dulce, lo cruel, que reparte como una tenue luz su filo,
donde las sirenas de las ambulancias nunca arriban.

La fluidez de la sangre que se va –que señala una expectativa fatal- termina siendo el soporte de la poética misma, y su escena ideal de comunicación es un traspaso individual y afectivo que sugiere la fragilidad de lo eventual, de la anécdota. Ante la inminencia de la muerte como silencio –o al menos como lenguaje absolutamente injustificable, desierto de sentido-, la dialéctica entre el pensamiento y el dolor que aparece en “Sobre la forma del cielo” se resuelve sólo en una trascendencia imposible: la poética se hace lengua llana y la compleja voluntad del texto en el anhelo afectivo que reúne a lo presente con lo ausente:

El dolor es una alfombra de flores –dice el padre: por eso he cavado una fosa en el pensamiento para que te recuestes alrededor de mí para siempre.

El cúmulo de tensiones que constituye la poética de Erosión exige un manejo formal de lenguaje que López es capaz de ejecutar sin dudas y asumiendo los riesgos que supone una escritura fundada en la deriva de imágenes. Esta capacidad de manejar la extrema ductilidad de imágenes poéticas capaces de metamorfosis esenciales, sin exagerar efectos expresivos y sin decaer en la intensidad de tono, hace de López uno de nuestros autores más sobresalientes de nuestra nueva poesía chilena, y precisamente en cuerdas que en nuestro país no han sido muy tocadas y apreciadas. Gabriela Mistral ya advertía, refiriéndose a Requiem de Humberto Díaz Casanueva, en 1953: Había en nuestra literatura latinoamericana un hondón extraño, una lamentable ausencia, la del asunto y el tono trágicos. Esto nos creaba un vacío y denunciaba en nosotros cierta banalidad, pobreza e incapacidad para la zona enrarecida de un género que reclama la mayor excelencia espiritual.
Y muy probablemente, Erosión es uno de los pocos libros que nos pueden dar permiso ahora para usar palabras tan grandes y poco escuchadas en nuestra actualidad literaria.

jueves, junio 12, 2014

FINIS TÉRREA: APUNTES DE CARRETERA, de Alexis Figueroa; un salto al vacío.

Las constantes manifestaciones de la crisis que afecta a la literatura -y al lugar de las artes en el sistema social en general, en plena calamidad- han dado ya hace tiempo pie a respuestas de nervios destrozados. No es disminuir el calibre de la crisis el reconocer que la mayor parte de la producción en torno a la llamada transvanguardia se fundamenta cada vez más en el gesto de pasmo -tensionado hasta llegar a un histrionismo un tanto patético, lo cual no cuesta trabajo alguno- que en respuestas propiamente literarias. Y es que se olvida quizás que ésta no es la única instancia en la historia en que vuelcos históricos violentos han forzado cambios radicales en la forma de entender la creación artística.
Por suerte, a nuestro país no le han faltado poetas que efectivamente supiesen elaborar su resistencia ante las amenazas que se ciernen sobre los últimos restos del humanismo –casi ruinas que soportan aún el relativo prestigio de la creación artística-, haciendo resonar dentro de la misma escritura el crujido de la crisis. Inevitable es mencionar históricamente a Juan Luis Martínez y Gonzalo Millán como baluartes de una obra netamente crítica. La dictadura y el vértigo reordenador impulsado por los grupos que aspiraban a hacerse del poder político hizo que los referentes posibles de esta voluntad jamás pudieran ser entendidos orgánicamente, pudiendo recién venirse a leer con calma después que el campo literario tuvo sus posiciones de privilegio ya ocupadas en forma segura. Recién hoy se puede apreciar en perspectiva desde los 80 hasta ahora nombres que -sin el aparataje publicitario que tuvieron autores ligados a la Escena de Avanzada y a camarillas universitarias, y a menudo desde la provincia- supieron y han sabido mantener en alto una obra de genuina resistencia.   
Al referirme a Alexis Figueroa (Concepción, 1956), resulta inevitable reconocerlo como uno de los poetas más conscientemente críticos de los últimos treinta años en Chile. Desde Vírgenes del Sol Inn Cabaret (1986, Premio Casa de las Américas) hasta su último libro Finis térrea: apuntes de carretera (notas de un sobreviviente a la poesía personal) (Santiago: LOM, 2014), Figueroa ha construido una obra personalísima, que no evita las violentas tensiones que desde la (post-)cultura dominante se ejercen sobre la creación literaria -en su libro de 1986 ya asimilaba con extremo dramatismo la figura de la representación degradada del espectáculo para presentar un retrato fantasmal del nihilismo posmoderno desde el margen geográfico, simbólico y cultural que constituye Latinoamérica. En Finis térrea -en lo que podríamos llamar un gradual repliegue a través de los libros que median entre ambos- se ha desplazado hacia lo propiamente literario como sistema cerrado.
La conciencia de la gravitación del nihilismo sobre la creación continúa, eso sí, intacta, pasando al centro mismo de la atención. Para ello, Figueroa utiliza la referencia permanente al tópico del fin de la civilización, tal como lo ha realizado la literatura de anticipación científica -en una actualización radical del tópico clásico de la ruina. Así, la crisis se entiende no en su desarrollo, sino desde su día después; la figura del creador será inevitablemente marcada por la soledad, el despojo y el destiempo (que puede transcribirse como vejez o demencia). Mas paradojalmente tendrá el privilegio de una conciencia acabada con respecto al transcurso de la crisis, conciencia que lo convertirá, más acá de las víctimas, en investigador y contemplador de la virtual catástrofe, y, en último término, en el pensador que reflexiona sobre ella. La paradoja mayor -lo innecesario y vacío de tal conocimiento en un escenario sin el mínimo tejido social en que se lleve a cabo una comunidad, en que se pueda comunicar- termina pasando la interrogante al plano de la necesidad de la misma creación o, dicho de otra forma, la noción de poesía, arte o autor en cuanto tales.
Esto último se aviene bien con la escritura en que Figueroa se mueve más naturalmente, que pudiésemos llamar neobarroca más allá de la adscripción a canon alguno relacionado con tal concepto. Figueroa parte de una lírica elegíaca de construcción en general cuidadosa, que resalta la superficie sonora del lenguaje a través de una densidad medida de la imagen poética. Esto genera estructuras de imagen poética de apariencia directa que alcanzan a medias a cubrir una latencia crítica de creación de sentido:

Fueron labios pálidos.
Fue la forma del sonido.
Fue en la estación de invierno.
Fue con la primera luna.
Fue cuando la pupila se abrió en el teatro de la luz.

empieza el extenso poema Los nombres del mar, el que está construido casi íntegramente con la anáfora marcada por el pasado perfecto. La extrema confusión, lo inabarcable de lo contemplado –su pura continuidad-, no puede sino dar, paradojalmente, al hablante un estatus omnisciente y lúcido para intentar el salto al vacío hacia la imposible definición, remarcando su voluntad lírica. El aparece, por cierto, pero su indefinición llega hasta a sugerir un mero eco reflejo -Fue la voz, tu voz- entre imágenes que parecen asumir una efectiva deriva de referentes que lleva su movimiento directamente a una tabula rasa. En otros textos del libro -como en el poema en cursivas que se inicia (Así como la perla..., que parece ocupar el centro del volumen, la voluntad barroca de esta lírica llega a un significativo exceso, constituyéndose la figura de la perla en un símbolo complejo que no da un desarrollo bien cerrado, sólo dejando entrever posibilidades de desplazamiento al margen para una escritura que pareciera no ser ya capaz de definir una voluntad efectiva de representación. En este sentido, el fracaso de esta voluntad logra constituirse como triunfo en el esquema general del libro, desde el panorama del nihilismo radical de su escena ideal -postcivilizatoria, postsocial-, por más que en ocasiones se revele como un sofisticado y elaborado procedimiento gratuito.
Más allá del horizonte de un estilo particular, Finis térrea logra su efecto de volumen gracias a trascender toda estilística acotada. Resulta clave en ese sentido la proliferación de referencias y citas, desde las tácitas y extensas hasta las entremezcladas en el tejido textual: Figueroa sabe cómo presentar un sujeto poético en crisis;

¿Quién?
Quien antes crecía ahora está muerto.
¿Quién?
Quien antes reía y se gozaba ahora mide la ceniza.
¿Quién?
Quien antes fecundó ahora está seco.

empieza el primer texto titulado Más preguntas, interrogaciones cuya aparente indefinición apunta falazmente hacia un escenario tácitamente postcatastrófico en el segundo poema homónimo; falazmente, ya que la catástrofe que ha desplazado al sujeto-autor sólo ve el cataclismo social como reflejo. El cataclismo no puede ser sino un cataclismo personal: la soledad no es simplemente quedarse solo, sino algo más radical, acaso definido en Hielo -entre otros textos- como la muerte -suspensión, parálisis, o como sea, imposible enajenación- del objeto lírico. No es la destrucción, sino la enajenación de la sociedad postmoderna lo que late tras Finis térrea: tanto el Creador como el creador pierden toda necesidad, y el libro termina apareciendo como una elaboración fría de lenguaje.
El extremo oficio de Alexis Figueroa está precisamente en la paradoja como procedimiento de construcción de toda su obra: tras ese aparecer frío desde una máquina productora de sentidos -ya desde los coros electrónicos de Vírgenes del Sol Inn Cabaret-, somos testigos de una muestra -extrema en cuanto absurda- de fe en el poder redentor de lo humano tras la palabra poética. La obra de Figueroa sigue siendo, como toda empresa literaria realmente adelantada, un salto al vacío. 

viernes, mayo 30, 2014

Sobre Elogio del bar. Bares y poetas de Chile: un contundente refresco

Pensar en que se pudiera hacer un resumen mínimo de la relación entre literatura y alcohol en nuestro país bien pareciera tarea imposible hasta la aparición de Elogio del bar. Bares & Poetas de Chile (Santiago: Etnika, 2014), editado por el poeta Gonzalo Contreras. En casi 500 páginas el libro reúne, aparte de textos especialmente hechos para el libro por parte de 90 autores, dos selecciones amplias: una de poemas referidos al bar y la embriaguez, y otra de crónicas y comentarios ya publicados.
Entre lo más notorio de Elogio del bar está el amplísimo registro de experiencia: no es sólo el abanico generacional y geográfico –el libro incluye sin separación ni jerarquizaciones, junto a autores que ocupan el centro de nuestro campo literario, a escritores de provincia invisibilizados por el centralismo y a buena parte de los creadores que aún viven en la diáspora-, sino la diversidad de los mismos textos, que abarcan desde la anécdota personal hasta la especulación sociológica, pasando por la reconstrucción histórica de buena parte de la conformación de nuestra sociabilidad literaria. Esto así, en general, ya que como bien quedará claro al lector de Elogio del bar, la experiencia nocturna de la taberna fue en nuestro país el entorno más fértil de intercambio entre creadores literarios, constituyéndose en un espacio con un peso simbólico en sí mismo, del cual los otros –el café, el taller literario, la universidad, la militancia política, etc.- terminaron la mayoría de las veces siendo deudores, centros de elaboración posteriores a una síntesis única entre labor imaginativa y creación vital. La difícil aplicación infalible de lo ya dicho a nuestra época –en comparación a los días de un Pedro Antonio González, un Teófilo Cid o un Jorge Teillier- está, también, de algún modo presente en el libro, en las frecuentes elegías a locales emblemáticos –que es, por cierto, una sola elegía a un modo de vida y de experiencia literaria ya desaparecido.
Por ello, la cita permanente a nuestros santos bebedores –que incluye, aparte de los ya nombrados, a un amplio registro, desde Rubén Darío hasta los recientemente fallecidos Stella Díaz Varín, Aristóteles España y Mauricio Barrientos- resulta el rescate de una experiencia de creación y vida que deseó –penurias y festejos más o menos- generarse espacios de convivencia fuera de la institucionalidad normalizadora, cuyo peso desmedido en Chile desvía frecuentemente la atención de la práctica real de la disciplina literaria. En este sentido, más allá de la obvia ligereza de los textos del libro –y quizás por ello mismo-, Elogio del bar termina siendo tan refrescante, un alivio para quienes debemos encarar cotidianamente un ámbito literario cargado de exigencias más relacionadas con un mercado literario de vanas mercaderías simbólicas –frecuentemente un tráfico de egos y de una densa y nebulosa metaliteratura cuya utilidad sólo alcanza a la multiplicación del volumen de papel.
Es cierto que no hablamos de un libro de fácil distribución y lectura ágil –el enorme volumen y el mismo formato no corresponde en absoluto a la ligera brevedad a la que nos hemos acostumbrado en la publicación de poesía en nuestro país-; sin embargo, en eso pesa quizá la especial experiencia de lectura del libro: una gran caja de sorpresas en que anécdotas, trozos desconocidos de la historia y buena escritura saltan sin cesar a los ojos. Un avance más para Editorial Etnika, cuyo catálogo –centrado en la poesía, pero que incluye además la obra reunida de Claudio Giaconi- es uno de los fenómenos más ambiciosos y logrados de los últimos años en el ámbito de la edición independiente.

viernes, mayo 16, 2014

Sobre MAGENTA, de Fernando Ortega

Para los pocos que pudimos conocer Cian (autoed., 2012) de Fernando Ortega (Viña del Mar, 1983), la aparición de Magenta (Santiago: Libros del Pez Espiral, 2014) es una buena noticia, tanto al situar una escritura llena de riesgos en un circuito de lectura más expuesto, como porque, de algún modo, esta nueva unidad obligaba a ampliar los desarrollos del primer poemario. Allí ya se veía una voluntad abierta a desnaturalizar poéticamente la experiencia de la percepción, poniendo en una difícil estacada no sólo al arte como posibilidad de representación, sino al mismo autor como “demiurgo” de algo ya indefinible.
Magenta entrega la muestra amplia de registros poéticos que, siendo distintos, confluyen en su voluntad de síntesis y en la situación de radical despojo de la poesía como posibilidad de belleza. El libro se inicia con poemas de transparente evocación personal, en que Ortega parece hacer genealogía de la especial distancia que debe expresar con la realidad. La fría decisión del funcionario del cementerio y la búsqueda del hablante en los videos de Arrau de youtube, respectivamente, en los textos iniciales, tienen en común el especial trato con la muerte que puede abrir un enfrentamiento seco con la realidad, en plena conciencia de que la aparición o desaparición de entes en el mundo deja de ser algo personal para pasar a ser un tema de observación investigativa. El ajuste de cuentas con la poesía lírica difícilmente se puede expresar de modo más nítido.
Ver la experiencia propia con este desasimiento entrega pronto las señas de un nihilismo que bien aspectado técnicamente puede ser poderoso y sugerente:

Intento agarrarlas
como quien se saca una espina de tuna
pero en mi torpeza
las mato.

Pronto, otras hormigas ocupan
el lugar de las muertas
caminan lento entre mis dedos.

No importa qué tan fuerte las mire.

Sin embargo, varios textos de carácter experiencial parecen caer en una excesiva sequedad que los neutraliza, dejándolos sin efecto estético alguno. La habilidad de Ortega para síntesis poéticas breves y efectivas puede llegar a excesos en este plano que no parecen corresponder a lo mejor del libro.
Tal como en Cian, el punto fuerte de este libro es la crítica poética a la realidad aparente. Heredero, en este sentido, de Juan Luis Martínez, Ortega entrega textos de real poder inquietante, como Límites de migración específica o Tao, ya presentes en el libro anterior. El último de los textos nombrados sabe revelarse como una suerte de umbral de arte poética, asumiendo el riesgo de despojo que supone la permanente y asumida duda sobre lo percibido:

Los poetas chinos podían hablar de la nieve
con la propiedad de un habitante de la nieve.
Solían cantar en ella; imponerle colores.

Cómo llegar a la nieve
            desde mi cómoda habitación
si acaso pensar sirve, si el blanco sirve
y entonces cae el sendero.

Piedras que bordean el arroyo,
el sopor intimidado por su ruido fresco.

-Pero de qué nieve estamos hablando-
me dice un chino, tendido sobre un peñasco
y vemos el pasar del agua un día entero.

Piensa en un cuadrado blanco.

No es exageración, en este sentido, asumir una pulsión mística en la mejor escritura de Ortega, tal como se desprende de poéticas con análogos saltos al vacío estético -piénsese en Gonzalo Millán, por ejemplo. Desde esta pulsión resultan naturales ciertos rasgos de ironía que el autor sabe manejar con propiedad, sin caer en el ingenio de estirpe parriana, ya tan aprendido por el oído educado literariamente en nuestro país que hasta asombra verlo aparecer impunemente.
Si sumamos el manejo de tonos precisos y sin impostación, se puede plantear a Ortega como uno de los autores jóvenes de más proyección en un escenario poético nacional que parece a la espera de alguna sorpresa trascendente e imposible -como un adicto en fase terminal ya casi incapaz de reconocer escrituras realizadas. Con mayor motivo, además, corresponde felicitar a Libros del Pez Espiral, que en poco tiempo ha ido armando uno de los catálogos más desafiantes en el universo de las editoriales independientes.

miércoles, abril 30, 2014

Textos en Antología ELOGIO DEL BAR, editada por Gonzalo Contreras

Ya haré una nota más extensa sobre este libro. Por ahora, comido por el tiempo, comparto mis textos que ahí aparecen.

LAS NOCHES QUE HAN PASADO –Y LAS QUE VIENEN


El alcohol sirve para salir de sí mismo: una de esas imágenes líricas que siempre se han repetido -aunque también podría ser de otro modo, el sentirse más adentro, el cuerpo entero un estorbo para hacer cualquier cosa. ¿Hacer qué, y es de interés hacer algo en esas condiciones, a esa hora, con ese aire, en ese lugar? En esas condiciones, con una seña todo está a la mano: es dejarse ir, dejar hacer.
Como sea, salir de sí o entrar en sí mismo alguna vez no fueron esos espantosos delitos contra la sociabilidad moderna, castigados con la infamia, el ridículo o el calabozo: hubo tiempos en que fue requisito fundamental tener a los capaces de tales desplazamientos en honras particulares y calma, para que pudieran escuchar a esos dioses que nuestra ciencia ha desterrado a la inexistencia –y si existe ahora algo así como un dios es el que le habla al claro, responsable y lúcido varón y deja escritos ordenados, bien guardados y de papel fino. Pero sea Delfos o nuestro Sur arrasado y arrasándose, el escenario se repite: sin este tan vituperado delirio químico no fue posible construir comunidades, encontrar las palabras precisas con que se habla lo importante, lo vital, intentar conocer el futuro o el pasado remoto que siempre resulta ser como ese futuro en el desorden del ebrio santo.
Sobra decir por sabido lo que hizo el avance de la cultura occidental hacia su razón: dejarle al artista todas esas viejas reliquias del desvarío, para tener cómo escucharlas en las pausas de su incesante vida hacia el Bien y la Virtud, cuando no al desquiciado para no tener que escucharlas. Y por cierto, para usar esas reliquias del desvarío.
La razón –entendida como el acotado recinto medido por el que han caminado los señores filósofos, frío como invierno sin viento- no ha elevado revoluciones ni sabe cantar. Para cada avance de su heroico periplo, metió la discusión bares adentro, empujó las palabras y los conceptos para no decir lo que se suponía que debían decir, fundió y estiró las ideas en una juerga lógica que acabó en barricadas e himnos fáciles de memorizar, aprendidos a la sombra de los que la historia moderna insistió equívocamente en llamar cafés. Desde la aurora de esa razón hasta su fatal desfondamiento hacia la mitad del siglo XX, la botella y la jarra fueron vivas maestras en enseñar el camino para subir un escaño de libertad tras otro.
El alcohol fue, entonces, una amenaza más del orden establecido –y sus lugares blanco de una propaganda que no dejaba, y no deja, de tener sus seguidores bienintencionados. Claro, el exceso de alcohol intoxica, da una pausa a la mirada lúcida sobre la realidad, con el tiempo afecta los nervios y cada uno de los sistemas del cuerpo haciendo de la despreocupación pasajera la apatía permanente, y del castigo hasta justificado sobre la vitalidad desbordante de la vida activa un envenenamiento persistente y cruel: sin embargo, el celo inquisidor insiste en apuntar a esa sospechosa complicidad de los que en una mesa matan el tiempo, al ocio impune en que se sueña hablando, a la efusión libre de lo que el día se encarga de encerrar para que se haga productivo el animal humano. Fatalmente, con mínimas excepciones, productivo para otros –comerciantes de tiempo ajeno, amantes del día-: por lo general, los mismos que andaban con el evangelio de la productividad en la prédica.
Por eso es que no va a dejar de sonar mal la acusación de ebrios a los poetas –lejos peor que la platónica de mentirosos-, no porque deje de apuntar a una realidad bastante evidente (y es grosería hablar de algo tan obvio y pretender pasar con eso como inteligente, en especial si se habla desde el país mareado en que estamos), sino porque con eso se salta intencionadamente el papel de ese razonado desequilibrio que da el alcohol a la hora de juzgar algo tan imposible como el enigma nacional. Salir de sí mismo, por ello, termina siendo más que una trampa química, resulta una resistencia cuando un territorio encerrado en su propia ansia de productividad inerte no puede hacer otra cosa que seguir afirmando su nombrecito de cinco letras para llegar a ser algo más que una asociación más o menos cautiva de un par de agentes e infinidad de pacientes económicos. Es algo primordial y necesario lo que habla desde el desapego teillieriano y la proliferante ansia lihneana (ambos supuestos opuestos hermanados en su espaldarazo abierto a la supuesta lúcida razón infiltrada en la literatura por medio siglo de funcionarios más o menos responsables políticamente, en su sentido más pueril), algo más real y vital, como esa nada del organillo de Pezoa estratégicamente ubicada en la fonda a la que llegan los desplazados del campo y los pillos, algo de alcance más profundo y universal, como las tabernas rokhianas que alcanzan proporciones de locus cósmico en que se define el destino.
Las anchas espaldas de las Academias y sus aspirantes no dejan de hacer una gran muralla frente a cualquier sitio en que la magia de ese algo vivo e indefinible se haga fuerte y visible –y deje los cadáveres de estudio como eso que son: cadáveres de estudio. Pero el bar es el enemigo peor de todos: el precioso tiempo en que se forma la conciencia sociable –esa que se va haciendo conciencia social- es lo que está en disputa. Cada edad y época ha tenido su propia polémica entre ambas aulas, que son ambas formas de tomar en las manos el no sé qué que termina revelándose como la verdad de su respectivo tiempo. Y acá se hace la diferencia: cantar no es dictar clases.
Cantar no es dictar clases –y en que entre el armar palabras armónicamente y andar encontrando secretos haya esta analogía durante milenios yace, sin duda, una de las diferencias inquebrantables entre la taberna y la academia. Aquello que la filosofía del siglo XIX llamó desinterés o gratuidad para intentar establecer desde el escritorio la característica de las artes, se explica mejor cuando se palpa la dúctil sustancia del tiempo puertas adentro de los malos lugares, el abierto permiso a derivar y equivocarse –hasta a vivir equivocado, sabiendo que esa equivocación no lo es a la hora en que el mundo debe calcular cuánto ha dado quién en su permanente, tardío enjuiciamiento.
Hoy, en épocas de toque de cierre alcohólico y de cada vez más abstractos y vacíos deberes; hoy sí que nos falta Delfos, hoy sí que nos falta dejar la buena cabeza puertas afuera o adentro de vez en cuando. En una de ésas ya es tarde para andarse ordenando uno: quizá haya cosas más importantes, más luminosas o más oscuras que ponerse a ordenar. Y para eso no se puede estar así, tan sobrio y correcto, tan formal. Miren sólo en que andan ésos... 


 IN TABERNA


se vaivienen todos, se vaivienen, ¿qué celebran
si es que celebran –algún color hay
sobre el nombre del día aparte del rojo,
esta nada dejándose cegar en los ojos ajenos?
fácil, barata juerga –y ahora calma el alma.

el mañana es mañana al traer de nuevo
este vidrio, el espectro de la destrozada sociabilidad:
su canto. el logos serpentea serpiente,
con celo visible salva la atrevida tesis,
la idea en declive, el concepto en abismo,
vaciados –y se comulga rápido, pues no hay
para más, hasta la otra, y seguro que no faltará,
seguro que de nuevo, que otra vez.

y ante una nueva salud los ojos en los ojos
para el buen amor y el abierto paso
de las razones continuas, al son del pie,
el compás sobre el suelo. y el mismo fondo
de disco, los mismos carteles, el servicio
de siempre, cada vez más lejos el descanso
y para qué, para darse recuerdos, reírse.

se vienenciman, se deshacen, se entrampan
-y el vale no es jamás el que va a la mesa
con su número: una línea a la izquierda, arriba.

y el vértigo, el vapor de alientos -hoy
iba a ser un día tranquilo. ¿después,
ahora mismo, pagado y servido? sin fe
en nadie ya, dejan caer cada recuerdo
del adobe, las vigas, en dos doblada
cada percha y repisa, mientras abajo,
abajo, hay quien aún exige y exige:

la hora legal, la del estribo. desmemoriados
siguen bebiendo, encima cosechas enteras,
desplomadas, secas, sin etiqueta ni cera
falsa, sin párrafos para entendidos. ardía
la tarde hasta acabarse, de espaldas
cerraban los ojos –caían y caían,
sólo el aire. una sombra, un silencio,

aparecía el mundo.