jueves, noviembre 14, 2013

DESAFINAN CON EL FRÍO, de Rodrigo Hidalgo; OTRA narrativa de la transición

La depreciación de la experiencia como indicador de la crisis de la narración se deja sentir desde inicios del siglo XX, y la abdicación del narrador ante las artes profesionales del periodista o el cronista -o las académicas del ensayista solapado- es un tema de análisis que bien puede hacerse desde aspectos meramente formales. Sin embargo, bueno sea que nuestra afición por el estudio de objetos fijos no nos haga olvidar razones de fondo, que en nuestra época pesan fuerte: el sujeto que observa su vida circundante como digna de registro y recuerdo está, en general, obligado éticamente a hacerlo: en otras palabras, el mismo impulso narrador tiene su raíz en una escena de confrontación, por más que novísimos narradores crean que se trata de una mesa de café ubicada en la terraza precisa para mirar a la calle.
Por ejemplo, en Rodrigo Hidalgo (Santiago, 1976), con su opera prima Desafinan con el frío (novela; Santiago: La Calabaza del Diablo, 2013), es difícil no ver una confrontación con un marco histórico cuya supuesta cualidad de transición política se tradujo en un adelgazamiento anómalo de lo que podríamos llamar espesor vivencial; una época puesta entre la crispada experiencia dictatorial y el desolado (insensible e insensato) presente, un camino intermedio que palidece y no quiere ser contado, si no es desde la estricta perspectiva del periodista de segmentos marginales o el reelaborador experto de productos literarios comprobados en el mercado o la academia norteamericanos. La “literatura de la transición” es, desde esta perspectiva, la comprobación segura de ese mínimo espesor; confirmaba la entrada desenfrenada a la globalización por parte de nuestra economía neoliberal mostrando la nulidad perfecta de nuestra experiencia particular. Una buena pista de aterrizaje no debe tener obstáculos, y quien se meta en la losa no va a tener una muy buena pasada, como supo bien advertir “la nueva narrativa chilena” al evangelizar el deber de la derrota moral desde los medios culturales autorizados por el poder político y económico.
Por el contraste con lo anterior, resulta más inquietante la visita fría y desapasionada que Hidalgo hace a una constelación de personajes que parecen concentrar su deriva en estos años de la transición dando un retrato acabado de una época histórica despojada de sentido trascendente. Deriva, dado que sus proyectos de vida se ven minados por heridas históricas que saben no dejarse retratar con obviedad esquemática. Lo que se nos arroja en primer plano en las sucesivas analepsis -el idealismo desatado de Lukas, el despojo extremo y culposo de Bernardo, la mudanza de ciudad y de vida de Amanda, la vía al negativo desencanto de Gonzalo- no se expresa jamás como el reflejo espontáneo de figuras ya conocidas: sus decisiones contribuyen a dar un relieve existencial que carga de expectativa a los relatos que vamos asumiendo como la “actualidad” de la narración en la medida en que entendemos las anacronías de la novela. Ese entendimiento se hace gradualmente y sin esfuerzos mayores: Hidalgo logra con esto un desarrollo que da aún más contextura a estas vidas mínimas, que resisten cualquier jerarquía para darnos una imagen de cúmulo, que sabe precisar mucho mejor la variedad de experiencias que pueden configurar una época histórica, que si, por ejemplo, hubiera escogido un personaje como figura ejemplar. Los privilegios que entrega su situación en la novela son más bien para Bernardo -por ser el más ligado históricamente y, quizá por lo mismo, el más agónico- y para Margarita, cuya última frase funciona como título y, por tanto, como una de las claves de lectura de la novela. El frío que desafina las cuerdas del piano –objeto este también cargado de sentido- resulta hacer un eco del desamparo simbólico e ideológico sobre la sociedad chilena: es, de alguna forma, el frío de los gobiernos que dijera Violeta Parra, esta vez pensado a una escala que va mucho más allá de la necesidad económica.
La capacidad de escapar a toda esquematización en sus acciones da al cúmulo de personajes de Desafinan con el frío un realismo efectivo, si bien algunos muestren a veces signos de caricatura -en particular Lukas, al relatar el desarrollo de su espiritualismo, y, por otro lado, Amanda, cuando se extrema el lenguaje obsceno al describir su entorno y sus diálogos. Afortunadamente, la espesura de la trama de las acciones hace que estos momentos queden aislados.

Definitivamente es digna de celebrar una novela como Desafinan con el frío en el escenario narrativo chileno: sabe entretener efectivamente, sin convertirse en ensayo ni caer en chistes de crónica dominical. Libros La Calabaza del Diablo confirma, con esta publicación, su rol central en la necesaria región de resistencia dentro del campo literario chileno.

sábado, octubre 19, 2013

Profetismo al revés: LA NOCHE DEL ZELOTA, de Camilo Brodsky

La expresión imposible de la realidad moderna es uno de los fundamentos de la práctica poética, desde las conmociones profundas en el imaginario social que desde fines del siglo XVIII parieron este, nuestro mundo. La incapacidad de generar sentidos que alcancen una cota más allá de la perspectiva personalísima y cada vez más limitada de cada creador tiene que terminar desviando a la creación de las altas funciones que Schiller, en una revelación crepuscular, deja ver en su texto clásico Cartas sobre la educación estética del hombre. Ya desde ese momento, el “sello personal” del poeta que emerge desde la modernidad se definirá por el grado y dirección de su desvío con respecto a la trayectoria hacia una épica universal -un signo ausente que bien puede divisarse en la pálida aura de la creación artística. En otras palabras, en cómo configura su signo trágico.
El sello personal de Camilo Brodsky (Santiago, 1974) ya se dejaba ver en Whitechapel (Santiago: Das Kapital, 2009) en la gravitación hacia la violencia homicida, presentando el crimen irracional cometido en el seno de sociedades en descomposición. La noche del zelota (Santiago: Das Kapital, 2013) se plantea un campo de juego decididamente más amplio: el libro recorre la temática del genocidio, con una perspectiva abierta hacia un plano totalizador. Dicho esto, se hará necesario buscar, más que el logro del empeño -la posibilidad de postular una verdad-, el fracaso de éste -su validez trágica.
El libro lleva como hilo conductor la perspectiva alucinada de un zelota, que se hace capaz de vislumbrar, presenciar y vivir diversos hitos en la historia universal del genocidio. La elección de tal figura no es en absoluto inocente y va mucho más allá de la obvia asociación con el terrorismo contemporáneo: viviendo en una cultura fuertemente marcada por la esperanza mesiánica, el zelota se sabía a sí mismo como parte integral y activa de una experiencia redentora y trascendente íntimamente ligada a la práctica de la lucha ideológica y armada contra el Imperio Romano en su apogeo. No es inocente en absoluto la relación de tal situación con la postulación del intelectual militante en la época contemporánea, absolutamente marcado por un profundo malestar estético a la par que ideológico, sin paradigmas que seguir y obligado a una permanente relectura del cruce del pensamiento, la creación y la acción que constituye el problema político de nuestros tiempos. Es así como Brodsky hace al poema el lugar de reunión de tal cruce: la confluencia de la experiencia, de la inquietud política y de la inquietud estética produce imágenes poéticas que, si bien saben desarrollarse en plenitud y buen desarrollo en la mayoría de los textos, cargan una densidad mayor que los que se leían en Whitechapel hasta llegar a afectar la construcción misma de tales imágenes.
Se puede apreciar tal densidad, por ejemplo, en el poema Cabaret Voltaire, uno de los más interesantes en el libro a este respecto, que sitúa a Salvador Allende en la época y lugar del origen del dadaísmo y la estadía de Lenin en el exilio. La perspectiva se construye desde la contemplación y la meditación de un Allende consciente tras su muerte en La Moneda; y no duda en establecer una deriva construida desde una escena que parece plantearse la amalgama de las vanguardias políticas y estéticas. Sin embargo, el índice descriptivo de la figura de Allende, cargado de gestos triviales, frustra cualquier posibilidad de definir un punto de conciliación entre lo ético y lo estético, reunidos como signos trágicamente superpuestos y alienados uno del otro. El encuentro doloroso con la propia historia termina dictando que la analogía de las respectivas derrotas política, artística y personal acabará siendo la base de la construcción del poema.

-procesiones en sentido inverso al recorrido del poder:
de los nichos empotrados en los muros 
no se marcha hacia las Alamedas;
es de éstas a las tumbas que se avanza
a la necrópolis devenida en hogar 
natural de las ideas del compañero Presidente   

que insistimos,
puede estar tan sólo echando un ojo
-como de jubilado,
podríamos decir-
sobre la pelusa de nieve que comienza
a caer en torno al Cabaret Voltaire. 
    
Es en este mismo sentido que, al instalarse la creciente postulación irónica de la figura del autor tras la del zelota, se termina ironizando el carácter apocalíptico (de revelación esencial) que ésta última puede tener, al revelar que la visión se efectúa en relación opuesta. La perspectiva desencantada hacia el pasado, que salda cuentas con toda otra que pueda cargar de sentido a un futuro, es la que sostiene, conscientemente La noche del zelota. El oscurecimiento de la razón de la figura con la inefable (profética) visión futura, se hace una emoción distinta cuando la figura sufre un tipo absolutamente distinto de inefabilidad: el de la imposible comprensión del pasado. Este velamiento se refiere al signo ausente de la experiencia de la víctima, que ya vimos aplicado en Cabaret Voltaire, mas tiene una serie de variaciones muy distintas -la elaborada descripción con toques subjetivos en Julius y Ethel Rosenberg duermen..., las secas y no respondidas inquisiciones de Listas negras, la equilibrada lírica de 119 zelotas en la frontera, etc. 
En resumen, estos rasgos forman una poética elaborada que es capaz de expresarse en tonos y perspectivas distintas. Lo mismo podríamos decir de Whitechapel; sin embargo en La noche del zelota la composición equilibrada de los textos parece sacrificarse en desmedro de la contundencia del planteamiento conceptual tras el volumen. Cierto es que la preocupación por la melopeia no es una condición para este tipo de escrituras, pero en trechos de algunos poemas del libro parece haber una elección consciente de disonancia y ripio que, en general, no parece muy justificada -tan sólo, quizá, en la apuesta formal realmente decisiva del volumen: el extenso Yo sólo soy la sombra del obús que cayó sobre Celan [fragmento y borrador]. Por ejemplo, el final directamente no-vérsico, distintivo del resto del poema, de Julius y Ethel duermen... probablemente no se hace necesario o consecuente. Con todo, la disarmonía que termina presidiendo la poética del libro se hace un índice más de lo inefable, y por lo mismo no alcanza a ser un defecto, si bien nos señala a La noche del zelota como posible obra de transición hacia apuestas formales cada vez más lejanas a la forma-poema (lo que en Whitechapel ya se anunciaba).
Con La noche del zelota, Brodsky se confirma como una de las voces clave en una zona del ámbito literario chileno que sabe llevar al límite la relación de la obra poética con las problemáticas históricas contingentes, precisamente desde la perspectiva del despojo. El profetismo al revés del libro, por su parte, sirve como una respuesta consistente a una de las grandes tentaciones en las que sigue cayendo la escritura política de la transición: el escritor como vindicador del malestar histórico. Más consistente resulta ser esto: hacer sentir en el seno de la creación este malestar, entendiendo con ello el lugar subalterno de la literatura en el cúmulo de prácticas necesarias para restablecer a sujetos de cambio político ante los desafíos futuros.  

domingo, agosto 18, 2013

COMENTARIO SOBRE "A MANO ALZADA" DE GERMÁN CARRASCO

La impropiedad del poeta que produce crítica de otras disciplinas artísticas, opiniones políticas e, incluso, reflexiones de pura y dura coyuntura mediática, es una seña permanente de su función, no sólo dentro del medio literario chileno contemporáneo, sino, se podría decir, de la poesía moderna entera, al menos desde el momento en que por su labor propia difícilmente pudiera acreditar más validez o importancia que el más minúsculo periodista de folletín. En este sentido, ese ambiguo y siempre (¿mal-? ¿bien-?) intencionado espacio que es la “sección cultural” de los medios de comunicación de masas, resulta un compañero insoslayable para el artista, más aun para aquel que está forzado a las palabras para conseguir la validación y/o el puchero.
Germán Carrasco (Santiago, 1971) es, desde ya, uno de los poetas clave para un mínimo entendimiento cabal de la literatura de los últimos 20 años en nuestro país. En A mano alzada (Santiago: Ed. Cuarto Propio, 2013), vemos que Carrasco no sólo ha cumplido con amplitud y elegancia el viejo arte de la crónica, sino que lo hace sumando a éste un agudo sentido de crítica cultural y una gama de referencias que le demuestra como un digno hijo de su época: alguien para quien la cultura de élite y la cultura de masas (desde sus aspectos más abiertos hasta los más marginales) forman un paisaje, que por más complejo y fracturado que se presente, no está vedado ni a la sensibilidad ni a la inteligencia. No deja de ser significativo, con respecto a esto último, la permanente y radical situación de quien escribe: es uno de los procedimientos patentes el tomar en cuenta la experiencia personal, la absoluta vividez de quien desea evitar por todos los medios no ser una entelequia abstracta pendiente sobre la pantalla del mundo, sino una persona que pasea o habita en múltiples ciudades y paisajes, asentando con ello su perspectiva única, la absoluta conciencia de que el ojo observante se mantiene distinto a cualquier tipo de mirada englobante y objetiva: un Fuera de cuadro ético y estético.
Un libro con la corrección escritural como éste (en un país en que se acostumbra más bien un remedo pobre de la más humilde redacción periodística, incluso dentro de nuestros “profesionales de la literatura) y con tal amplitud de temas (que puede pasar desde la crónica netamente vivencial al inicio de la colección hasta los eruditos prólogos de volumenes de traducción del mismo autor), plantea de inmediato un problema que remite a la misma impropiedad a que aludía al inicio de este comentario: ¿qué público existe para este tipo de producción -más allá de aquel que conformamos los mismos productores? En el contenido mismo de estas crónicas coexisten permanentemente los guiños a una audiencia amplia, junto a datos muy específicos para el conocedor literario especializado, y hasta el comidillo interno del campo poético contemporáneo del país, vía alusiones bastante malintencionadas; más allá del interés para aquel que posee las claves culturales de tan vasto horizonte, es comprensible que el efecto producido en un público más amplio sea el de una sociedad de creadores en plena tensión al cual no se podría desear pertenecer, y más, al que tampoco está particularmente invitado. Este riesgo de A mano alzada, de acabar sacando su validez tan sólo desde su autoría, no es privativo de este libro; pero muy probablemente habría que reconocer un ominoso signo de la época: el dibujo del creador literario como un personaje que tiene permiso para escribir cosas incomprensibles.

En cuanto a la edición, tras una lectura completa da una inevitable sensación de descuido. La falta de las fechas de publicación es tan sólo uno de estos índices; más significativo es que al menos una cita extensa -la de Pasolini en Carabineros de Chile- no tiene indicación alguna.  

(aparecido en periódico El Desconcierto, número 13)

martes, junio 25, 2013

Sobre EL CASO LAS DALIAS, de Cristóbal Soto Calistro

Bajo el vestuario de una novela policial, Cristóbal Soto Calistro (Santiago, 1981) nos presenta en El Caso Las Dalias (Santiago: Libros del Perro Negro, 2012) una historia intimista de especial densidad y sutileza. Y valga este vestuario, ya que en toda escritura creativa de aliento -y particularmente en nuestro experimento cultural de mestizajes que es nuestra Latinoamérica-, la adscripción a un género es un gesto, más que ser la definición falsamente esencial que instala al autor en tal o cual sector de los escaparates o las vitrinas. Pero ¿qué se puede definir realmente con ese gesto, para que no quede como una vanidad -en su sentido pleno de ostentación vacía?
Según Chesterton, las historias de detectives extraían su valor esencial, entre otras cosas, a través de una renovación del género épico, tomando como imagen paradigmática la voluntad libre del héroe a través de un paisaje urbano en que lo misterioso, lo poético volvía a ser posible. Sin embargo, en El Caso Las Dalias se trata de una búsqueda interior, en que el narrador está lejos de buscar la verdad en un mundo exterior que nada tiene de ancho -y menos de misterioso. El narrador es un gásfiter, quien vive y trabaja en un mismo barrio de una ciudad cualquiera; y, por otro lado, aparte de lugares marcados por una función social ritual -los tribunales, el cementerio y, probablemente, el prostíbulo- la novela transcurrirá tan sólo en los estrechos límites cotidianos del barrio Las Dalias, en que cualquier extrañeza es tan sólo una extrañeza íntima. Y es ésta, precisamente, la niebla que el lector debería disipar a través del libro: el lugar de esta sombra no es la corrupción malsana de nuestras sociedades o la atmósfera perversa que es la huella del criminal perturbado, sino la del secreto íntimo que constituye la personalidad de aquel hombre común, tan fácilmente segmentable y administrable para nuestra sociedad de eficacia normalizadora y espectacular. La anécdota que nos abre hacia la posible relación de Camilo Quiroga -el narrador- con la muerte que abre el desarrollo de la novela (su paternidad no reconocida tras la aventura con una vecina casada), no es poco común, si bien la máquina del espectáculo cultural quisiera que constituyeran excepciones de genialidad o perversidad, en pos de una normalidad deseable.
Es en torno a este último punto que la prosa de Soto destaca en un objetivo esencial: la moderación expresiva es capaz de dar la medida de un entorno reconocible y cotidiano para un lector medio; por un lado se evita con éxito cualquier intención de cargar las tintas hacia un malditismo -y de hecho, no existe rastro de la vacía ostentación de marginalidad de cierta área de nuestra narrativa contemporánea-, y por otro, no se da la tentación de pausas digresivas que pudiesen apuntar a algún tipo de moral -Quezada centra su monólogo interior en emociones directas y reflexiones inmediatas. Con ello, la narrativa de Soto no se convierte en un puro gesto efectista ni en nodriza de un dispositivo reflexivo; con la superación de estos dos escollos basta para que destaque en el ya extenso escenario narrativo de nuestras editoriales independientes.

Con una correcta narrativa y retratos precisos, Soto sabe plantear con éxito una apuesta argumental que sabe llevar bien la densidad que implica administrar lo secreto en una obra narrativa -de hecho, la revelación del secreto coincidirá y no constituirá la resolución del misterio, lo cual hace saltar una posible lectura cerrada del libro. Afortunadamente para el autor, al acabar las 71 páginas del libro, se hace obvio el principal defecto de éste: su brevedad, que deja al lector esperando por una colección de relatos de tan limpia y precisa factura.    

sábado, abril 27, 2013

Una poesía social situada en una actualidad permanente: EL POEMA DE LAS TIERRAS POBRES, de Jorge González Bastías


Cierto es que se ha dado vueltas de página en la lectura que la literatura crítica no ha dejado obcecadamente de hacer sobre nuestra poesía de principios de siglo; y esto en algunos -entre los que me incluyo- constituye labor de justicia. Esto porque los cánones literarios, sea para la facilidad de quienes se cansan de leer o para la economía de los libros de texto, se construyen desde operaciones artificiosas, en que no están lejanas la negación y la esquematización de aquello que jamás podría ser esquematizado -nada menos que la experiencia cotidiana. Desde el centro productor de los cánones en nuestro país (nuestro ogro capitalino), estos procesos se han hecho sin dudas ni remordimiento: se dice que la poesía chilena moderna tiene que nacer desde un nicaragüense o de un santiaguino martirizado por un terremoto en una provincia, pero no puede salir de un bohemio nacido en Curepto (me refiero a Pedro Antonio González) y menos de nuestra siempre viva poesía popular que, desde su matriz campesina hasta sus formas urbanas, se planteó siempre conociendo mejor los suelos que pisaba que el aire de las academias y los altos conceptos universalistas e ilustrados. 
Por esto, el desafío de volver los ojos a Jorge González Bastías (Nirivilo, 1879) impone una dimensión ética: sacar a luz es, en la historia de la cultura latinoamericana, bastante más significativo que dar cuenta de las masacres o los grandes movimientos económicos. Los modos de vivir resultan mucho más indispensables para una visión clara de nuestro pasado -que siempre dará su eco en el futuro-, y si hablamos de González Bastías sacamos a luz, imbricada a su palabra, una experiencia social entera que fue relegada, como tantas otras, al pie de página para nuestra Historia modelada según el infinito progreso de nuestra producción económica.
El poema de las tierras pobres (Santiago: Soc. Impr. y Litogr. Universo, 1924; reed. Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2013) tiene, como ya lo sabe la gran mayoría de los que escucha, una profunda relación con la problemática que ya esbozamos. El libro busca retratar sin posible ambigüedad la catástrofe integral que sacudió a una de las pocas sociedades construidas en torno a la vida fluvial que ha habido en Chile, resultado de una combinación de factores que, desde nuestro 2013, hemos aprendido a ver como costos inevitables del desarrollo nacional -a todas luces un gesto facilista. Facilista, porque nos ayuda mucho el no ver la catástrofe con nuestros propios ojos, y el verlo desde nuestra vida urbana, experiencia que tiene la miseria casi como segunda naturaleza -en la ciudad latinoamericana, se sabe, la miseria es un componente necesario desde su misma fundación. Y esto es importante para elucidar desde dónde habla González Bastías en este libro.
La poesía chilena tiene un anclaje natural en la provincia lejana y marginalizada, pero decir esto implica de inmediato asumir la segunda parte de la historia: jamás la poesía chilena ha terminado de buscar situarse en los centros geográficos urbanos, que producen desde academias o medios editoriales (lugares de valoración) pequeños cánones provinciales que avanzan en procesión hasta el gran ogro capitalino. Esto no es simplemente un hecho externo a la escritura: la situación del autor al momento de armar el texto termina traspasando absolutamente su creación. Pienso en Pablo de Rokha, que tan sólo dos años antes de este libro había publicado en Santiago, donde ya vivía permanentemente, Los Gemidos; poemas que se refieren inequívocamente a la vida maulina como Retrato de mujer, Sensación del invierno sobre la tierra o Idilio, vacilan entre la crítica salvaje a la vida pueblerina (centrada en la ciudad de Talca) y la representación de la naturaleza como un flujo vital y como fuente primordial de belleza y verdad. Valga la redundancia que mencionaré en un par de líneas más cuando leemos a alguien como de Rokha que en su obra futura será un intérprete tan acabado de la miseria social y de la vida maulina: se hace difícil ver naturalmente a la naturaleza cuando toda la organización cultural es una máquina de representaciones que inventa perspectivas que no tienen necesariamente con la realidad sino una relación de analogía. Tanto el criollismo como el larismo son, a este respecto, dispositivos armados en virtud de ciertas necesidades sociales de momentos específicos, en que el mundo rural es forma de verdad y belleza: respectivamente viva y presente (en el criollista Mariano Latorre), o pasada y muerta (en el lárico Jorge Teillier).
González Bastías nos entrega algo radicalmente distinto, precisamente en una época axial entre ambas perspectivas de la vida rural, y podemos encontrar la causa de esta distinción en su biografía: él ya había tenido su paso capitalino, siendo colaborador privilegiado de las revistas literarias que estaban en primera línea de su época. En la señera antología Selva Lírica, del año 1917, parte de los poemas seleccionados -pertenecientes en su mayoría a Misas de primavera, de 1911- están cargados de una nostalgia idealizadora, en que ya está presente la pérdida, transmitida en las claves que serían recurrentes después en la perspectiva lárica: el recurso a la infancia como un pasado irrecuperable, la muerte de la amada o la mistificación de la naturaleza. La forma elegida da la medida de una voluntad de corrección y armonía expresiva, que revela a las claras la predilección de González por el Siglo de Oro español: la operación continúa siendo la comisionada por un país en pleno proceso de conocimiento de sí mismo, la dignificación del paisaje y la vida rural a través de su imbricación con los modos literarios más nobles que ratificaba la Academia, en sus años más notoriamente conservadores.
Sin embargo, en las Elegías sencillas, incluidas en la selección de 1917, vemos claramente el camino que conducirá a El poema de las tierras pobres. No es sólo que el ritmo se hace más natural, en el sentido de ajustado a la musicalidad oral, sino que además se aprecia ya el abandono de la dependencia de las formas españolas clásicas, propiamente enmarcado en el mejor concepto del mundonovismo -el adelantado por Francisco Contreras. Además, ya aparecen ahí rasgos fundamentales de El poema de las tierras pobres: el campesino anciano, el lento son del barquero (que será nombrado con el término menos universal, guanay, desde su Vera rústica, de 1933) que recorre el ambiente nocturno como el alarido sin voz que se oirá en los breñales de las tierras pobres. Y es que González Bastías no sólo estaba de vuelta en Infiernillo, sino que iniciaba sus responsabilidades públicas en el plano de la política local, donde, sea en el campo o en la ciudad, son escasos el desinterés y los ideales, y se tiene siempre de frente, sin posibilidad de disimulo, la injusticia cotidiana que, más que anomalía, es un rasgo esencial de nuestras pequeñas sociedades amarradas al capital y la ganancia fáciles.
Y es quizás esto lo que más llama la atención a quien toma en sus manos El poema de las tierras pobres con la falsa expectativa de leer a otro poeta mundonovista de provincia de principios del siglo XX: el corazón mismo del texto remite a injusticias concretas, en que el poeta toma esa voz que le falta al alarido doliente, sintiendo que los dolores de otros hombres se recogen en él. Y cuando toma esa voz, no hace la compleja labor de traducción que el modernismo le tendría que imponer, para hacer digna de belleza la queja. Escuchemos:

- Ochenta y cuatro años
viví en estos bosques,
y no ha sido el tiempo
lo que tiene torpes
mis brazos... mis brazos,
sierpes de los robles!

Negro, negro día.
El rostro de bronce
del juez me seguía.
Día como noche.

Tanto crimen, tantas
mezquinas pasiones;
tanta, tanta pena
sin que nadie llore!

En un calabozo
húmedo tendióme
de modo que siempre
estubiera inmóvil.

Sufría en la tierra
mi costado inmóvil
-más que por los hierros
por estar inmóvil.
Se llagó mi carne
inmóvil, inmóvil.
Perdí la conciencia
y fuí sombra inmóvil...

Pasa el viento, pasan
pájaros y flores.
(p. 16-17)

Sería largo nombrar cuántas convenciones de la época rompe en este trozo el poeta: baste con decir que en el intento por acercarse a la oralidad, el poeta es capaz de romper cualquier estrictez del esquema métrico y rímico, la elección de las palabras ocupadas alterna entre la total sencillez expresiva y el recurso poético ocupado en la medida justa para acabar concentrando todo el texto en ese inmóvil, que emparenta en una síntesis escalofriante la forzada cesantía, el pasmo de la miseria, el castigo de la ley y la muerte en un solo concepto. González Bastías cierra el trozo con un leitmotiv que, acelerando el ritmo del verso anclando el peso en el pasar, nos da a través de elementos tradicionalmente vinculados a la belleza de la vida natural (el canto y el color) tan sólo la experiencia del tiempo, que desplaza toda posibilidad de permanencia de lo bello y lo natural. Pero no es que todo acá sea fugaz e indefinible: escuchemos el comienzo del trozo, en que define el paisaje que permanece:

Pasa el viento, pasa.
Lleva los rumores
del árbol y el pájaro...

Nuestra tierra pobre
no ofrece alegría
para unas canciones.
Sólo ofrece un brillo
de agresivos cobres
tal la empuñadura
de un puñal deforme.

Pasa el viento, pasan
pájaros y flores.
(p. 15-16)    

Cabe recordar que los cobres aludían hasta hace poco a la moneda de baja ley. El tema, entonces, se impone con un eco absolutamente actual (pensemos en los valles cordilleranos bajo la sombra de la minería, en la zona austral tras la caída del negocio del salmón, en la salud de comunas enteras sacrificadas para que en ellas la producción de energía pueda desarrollarse, como en la provincia de Puchuncaví): se trata de la ruina ecológica de los modos de vida vinculados a la naturaleza realizada por obra y gracia del capitalismo. En un momento en que la poesía latinoamericana está recién empezando a descubrir, bajo el viento de la vanguardia europea y rusa, el arsenal de procedimientos con los que abrir camino a una crítica social auténticamente directa y combativa, González Bastías da un salto sobre el vacío, dejándonos un libro cuya potencia crítica no disminuye en nada su profunda verdad poética. Cuando Neruda, casi treinta años después, trabaja en verso libre, de manera análoga, el testimonio del sufrimiento popular en el Canto General, en la sección La tierra se llama Juan, nos es inevitable sentir un eco de Brecht, en años en que la posibilidad de tocar el tema social desde la voz del mismo sujeto se convierte en problemática urgente; en González Bastías tales procedimientos nos suenan con una frescura absolutamente distinta, y si quizá a algo nos llevan es a una zona olvidada y poco leída: el carácter manifiestamente popular y de crítica social de las comedias del Siglo de Oro español dedicadas a los abusos contra aldeanos y campesinos por parte de nobles y agentes de la Corona. Las analogías son numerosísimas, y quizás, terminemos -más allá de un estudio puramente literario- reconociendo gestos que en nuestra cultura civilizada son trágicamente recurrentes.    
Sin entregarse a gestos vanguardistas fáciles (si bien su conciencia del verso puede considerarse efectivamente revolucionaria), sin dar la nota fácil que supondría utilizar el canto popular (si bien deja ver mucho de su naturalidad expresiva), González Bastías descubre en cada ocasión su propio modo de resolver los problemas que le impone un tema inédito en su época: la miseria campesina; y no es otro el modo en que la poesía de verdad grande alcanza su misión de aparecer y hacer aparecer de forma siempre nueva, más allá de la máscara de aquello que el mundo cree ver todo el tiempo frente a sus ojos.
Este libro nos sugiere, entonces, una tarea fundamental: el deber de revisar nuevamente la historia de la literatura social chilena, más allá del forzoso e inevitable orden esquemático producido tras la hegemonía cultural planteada y alcanzada por el Frente Popular desde 1938. Una visión justa de obras como El poema de las tierras pobres no nos señala, sólo, una obligación de eruditos: nos planteará horizontes más amplios para pensar en la posibilidad de una literatura social que esté a la altura de nuevos desafíos en los tiempos difíciles que nos tocan. Quien lea a González Bastías, descubrirá una poesía que puede mirar y dar luz hacia nuestro futuro. 

domingo, marzo 31, 2013

La poesía como forma superior de conocimiento, sobre La Ciudad Que Habito, de Verónica Zondek

Desde que en nuestra historia como occidentales se amasa y reamasa el concepto de naturaleza, que la poesía se impuso la labor de buscar en ese espacio una verdad, anterior al modo de vida presente. Hizo falta un buen mareo –y la resaca correspondiente después de tanta Ilustración- para que el poeta pudiese descubrir de vuelta que en el ser humano se había espinado fatalmente esta segunda y más cruel naturaleza que es la vida enajenada de la ciudad moderna, que en su propia dinámica supo generar nuevas pertenencias y nuevos rituales, y ante la cual la otredad ya no era un problema de perspectiva. Lo otro terminaba injertado en el corazón de la conciencia creadora; vale decir, esa naturaleza verdadera e íntegra era otro signo entre infinitos otros dentro de la fluidez artificial de códigos que sustentaban exclusivamente lo que sería la poesía moderna, en su necesidad y en la desolación de su ser obsoleto ante un mundo que iba dando cada vez más anchas espaldas a la posibilidad humana.
Esto tiene como consecuencia ese lugar imposible del poeta: víctima y sujeto, héroe y pie de página, su única resolución está en la obra, en irse en esa obra. En los márgenes de un lenguaje que se hace estrecho, la conciencia de una poeta como Verónica Zondek (Santiago, 1953) en La Ciudad Que Habito (Valdivia: Ed. Kultrún, 2012) no puede sino presentarse íntegra, dolorosamente en esta pregunta sin respuesta sobre su lugar en el mundo: la pregunta es la obra misma. Porque claro, se da a leer el lugar, expreso y sin dudas (la ciudad de Valdivia) y el yo de esta poética ha dejado atrás todo pudor, como veremos; pero esta Valdivia no es Valdivia, y este yo yace íntegro, extendido, en el delicado juego de sentido que logra llevar toda concreción al estado abstracto de los nombres, los verdaderos –y no es otro, se sabe, el rol de transporte que cumple la poesía más alta.
Esta Valdivia no es Valdivia. Y quizá alguna vez pudo haberlo sido, pero valga la autorreferencia: los que pasamos crianzas en el sur, no necesitamos la historia de la Conquista para leer destruidas a ciudades como Concepción o Valdivia. Sabemos bien, por parte de padres y abuelos, que nada más en un siglo todo se fue al suelo dos veces, y tuvimos la experiencia de ver dentro del plazo de nuestras vidas como se iba al suelo de nuevo, e incluso sospechamos que antes que nosotros mismos nos vayamos al suelo, veremos a ese sur desplomarse de nuevo. Y siempre, sabemos, se va a refundar y reconstruir todo… ¿todo? Y es que el objeto que se refunda y reconstruye es precisamente esa entelequia de nombre y escudo de armas; porque los materiales ya no son los mismos, y hasta la fisonomía cambia –y no olvidemos el permanente terremoto inmobiliario, que a puñetazos no deja ni marca de historia, y sí no-marcas, no-lugares como heridas en cada ciudad de nuestro territorio. 
Pero un poeta es capaz de ver algo más esencial y misterioso –algo que suena como el joven poeta y filósofo, y viejo economista Karl Marx-: la ciudad es, más que una expresión de cantidad o una suma de materias, una relación entre personas, y persona acá puede también ser el aura del ancestro, personas pueden ser el humedal Angachilla o los pájaros diluvianos que se revelan lúcidamente como señas de eternidad: todo un tejido de existencia que refleja el texto como una espesa urdimbre de hilos comunicables entre conciencias vivas.  Esto hace que su construcción pueda perfectamente ser hilada por el poeta, y ya no como una genial obra ex nihilo, sino con vara de zahorí, en que la forma del tejido reproduce el trazado del subsuelo, lo que no se ve, o con el instinto con que se urde la telaraña, con esa misma falsa delicadeza y esa misma falsa gratuidad.
Por esto mismo, la visión del poeta no es alucinación: es más bien una revelación de las formas verdaderas. La osadía de la segunda persona con que Zondek enfrenta a Valdivia desde el inicio mismo del poema, es invocación de mago, esto es, exigencia ritual de revelación verdadera desde una distancia trascendente -no se le habla a una comuna con límites administrativos, sino que precisamente a Santa María la Blanca de Valdivia, con el correspondiente ritual de negación, primordial para un éxito en el llamado chamánico. Esta revelación no termina de tejerse, a través del viaje del poema, con la fusión abismal con un misterio que esconde en sí la posibilidad de un lugar radicalmente otro, del cual la ciudad, como todo lugar que esté cerca de nuestros orígenes (piense el lector en su caso), es una secreta imagen.
Y es que la poética de Zondek, como toda expresión efectivamente alta, se dedica a esconder más que a develar. No es otro el soterrado enigma del título: veo que está pleno de pliegues en los cuales su sentido se me trasmuta y cambia; ¿es ésta sólo una ciudad? ¿se puede habitar algo como la ciudad que me entrega este texto? ¿habita la hablante este lugar que me dice, o me está señalando precisamente que no, mediante un efecto abiertamente irónico?
Porque esta ciudad -sospechosamente tan víctima y tan testigo como el poeta que la invoca- puede ser también fuerza devastadora, en que la muerte de los habitantes puede bien sólo ser el ansia de limpieza de animales molestos por parte de esa madre trascendente cuyo bien y cuyo mal son tan enormes como la vida misma y la historia en su sentido más hondo -bien y mal, al fin, conceptos inútiles, que ya no se aplican. Todo sería tal vez más claro si alguna vez pudiéramos tener al mundo de frente, para entregarnos la posibilidad del juicio reposado. 
Pero el mundo no funciona así -jamás se pone realmente al alcance-, y un poeta lo debe saber y debe darlo a conocer a los otros. Con la conciencia real de que el yo y el otro son construcciones ficticias, Zondek nos impone esa concepción imposible de explicar bajo lógica alguna de un momento en que lo de afuera y lo de adentro, la historia y la existencia personal, la vida y la muerte, se transforman en viejas químeras de una ciencia acabada e inútil; en que esa extrema lucidez que el poeta se impone en el momento mayor de la creación termina como síntoma ante un mundo amante de los nombres en su forma escrita y gramaticable, pero no en la otra forma, la secreta, la que se escribió antes. Esta tragedia yace en el corazón del poeta moderno, al mismo tiempo en que yace en el corazón de la concepción moderna de ciudad: el exilio no es, entonces, el de la flaca y débil figura del poeta maldito (como quisiera la lectura más obvia), sino de toda una concepción del mundo que sólo posee a la palabra como refugio y memoria.
Se saluda este libro, entonces, no como un hecho estético o político -como quien intentase hacer geometría del mar, o medir una montaña por cómo se cae por su barranco-, sino como una nueva muestra, para los pocos que aún leemos estas cosas, de que la poesía puede llegar a ser y convocar un conocimiento superior. Es fácil ser escéptico en cuanto a esto, pero si no fuera por las catacumbas de los lectores de poesía, difícilmente podríamos seguir creyendo en esa noción íntegra y misteriosa del mundo, en que el uno, el otro o el todo; la ciudad, el país o el mundo; son palabras -ni más ni menos que eso- en una composición que da cuenta de sí a través de una voz que sabemos ya que no es nuestra. Esta inconsciencia trabajada y razonada rigurosamente es, sin ninguna duda, una victoria, y un signo de Verdad. Si le pidiéramos otra cosa a La Ciudad Que Habito, las palabras nos mentirían, como acostumbran cuando son usadas y saben que son usadas. Hay que leer, entonces, en silencio. 

domingo, marzo 24, 2013

XIMENA RIVERA (1959-2013)


Publica su primer y esperado libro en 1999: Delirios o el Gesto de Responder (Valparaíso, Gobierno Regional de Valparaíso), después de publicar colectivamente en numerosas recopilaciones, como Valparaíso/ Versos en la calle (ed. por Ennio Moltedo, Valparaíso, ed. municipal,1996), Breviario de las Poetisas del Litoral (Valparaíso, Universidad deValparaíso, 1996), Valparaíso/ Versos en la calle (ed. Juan Cameron, Valparaíso, ed. municipal, 1998), Historia de la Poesía en Valparaíso, de Alfonso Larrahona (Valparaíso, Ed. Correo de la Poesía, 1999). Le siguieron 18 Poemas de Agua (Santiago: Ediciones para el Olvido, 2005), Una noche sucede en el paisaje (Valparaíso: Ed. Cataclismo, 2006), Puente de Madera (Santiago: Balmaceda Arte Joven, 2010) y Poemas de Agua (Valparaíso: Hebra, 2012). Su poética se fundamenta en una investigación intensa y dolorosa con respecto a la posibilidad de comprensión del mundo, investigación en la que se recurre a mundos otros: la entrada de lo extraordinario, el sentimiento religioso, el delirio. La religiosidad esencial de Ximena impone un lenguaje que evoca el contacto directo e íntimo del diálogo, sin que la forma por sí sola pueda tomar una autonomía por sobre el lenguaje “de revelación”, en el que no faltan reminiscencias bíblicas y mágicas. Hay que considerar, asimismo, la fuerte presencia de la pasión iluminadora de un Rimbaud o un Hölderlin, aludidos y citados en su poética. Ximena habitó la mayor parte de su vida en la ciudad de Valparaíso,con una existencia absolutamente marcada por la poesía.