sábado, enero 31, 2015

APOTEOSIS DEL ARTE EN VALPARAISO


El artista sufre, debe sufrir:
es parte de su desarrollo estético.
Por ello, su sufrimiento
es distinto del sufrimiento de otros:

es más oscuro, lo aparta
de la sociedad en que vive.
Por eso se le otorgan espacios
especiales, porque

no hay espacios, no hay
jamás suficientes fondos.
No hay espacios.

Nadie se preocupa. No hay
respeto. Yo he ido a lecturas en que hay
sólo dos personas en el público.

Yo he ido a lecturas sin público.
No hay público. No hay cultura.
No hay educación. El país, la raza,

la municipalidad, la burocracia,
el señor de la oficina de partes,
en algún lugar está lo malo;

si sólo, si tan sólo, alguien con real
sensibilidad y cultura. Yo mismo
podría decidir las cosas mejor.

O al menos asesorar. Por ejemplo,
dedicar una cárcel a centro cultural,
pero con los internos todavía ahí.

Entonces convertimos al perkins lavando
los calzones en objeto estético,
y los gendarmes se capacitan

en el Teatro de la Crueldad.
Sacaríamos provecho de cada gota
de sangre, pero viéndola,

palpándola, usándola en per-
for-man-ces. No como allá.
No han puesto ni un café para ver

el polvorín, para sentir las ánimas
de generaciones de apaleos, asfixiados,
fusilados por equivocación, y los otros,

los violados y humillados por los mismos
internos. Deberían poner un barcito
con huesitos de preso y de vez en cuando

honrar a los ahorcados en las celdas
con un bungee cerro abajo. Seguro
que los hermanos Mellado me roban las ideas,

y arman algún colectivo con sus nínfulos
y putitas para sacarle plata al Estado.
Y estas son propuestas nobles y revolucionarias.

No les vayan con el cuento.
Sí, señores. Yo podría ser un salvador.
El artista debe salvar al resto.

El artista tiene que salvar
a Valparaíso. Sólo el artista
entiende en el fondo del corazón

el sufrimiento profundo de este puerto.
Sólo el artista entiende el bombardeo
español, el terremoto, las pilas de muertos

en la calle sin sepultar en 1905 por la viruela.
Sólo el artista es digno de encargarse
de sí mismo, denle oficinas y la caja

chica y la caja grande. El artista sufre,
ayúdenlo, el artista sufre. Gime
y muestra su miseria, denle

el micrófono para que nos ilumine,
para que su parkinson, su cáncer,
nos enseñe a nosotros y a los diputados

y a los senadores, cuánto merecemos
los que nos dedicamos a esto
en cuerpo y alma. Este puerto

nos necesita. Artistas al poder.
Elevemos nuestros sufridos corazones
para al fin tener el público

que merecen nuestras obras.
Para eso los capacitamos, les damos
gratis talleres para que después

nos elijan como la voz de nuestras
épocas. Elevaremos nuestro sufrir
hasta que el puerto sea sólo poesía,

pintura, música, escultura, grabado,
despliegue estético purísimo.
Será un mundo nuevo nuestro lindo

puerto. Eterno, bello, inmortal.
Sacaremos a los mecánicos de acá a la vuelta:
sonríen mucho y echan su talla

en voz muy alta. Los viejos del Hogar de Cristo
y del Ejército de Salvación se expondrán
de forma más privada a una piedad

artística completa y dirigida. La panadera
ya no dirá buenos días, no fiarán
en el almacén, tendremos eso especial,

eso que deseamos, algo como París,
Berlín, Venecia. Cada ciudadano un curador,
y todos hablando idiomas, y el artista

en su torre de marfil reconstruida.

Pero no: soñamos. No soñemos.
El artista sufre. No hay público. No hay

cultura. Nunca hay suficientes fondos.
No hay espacios. El artista sufre.
La ciudad entera no llega a su altura.

La ciudad es ignorante y no lo entiende,
y no lo arropa, y no le da de comer,
ni de beber, ni le entrega mujeres

ni drogas, y los taxis son carísimos.
Y eso no es lo peor. Pasa que
la ciudad continúa, permanece,

parece eterna, incluso. Y el artista
se muere.
La ciudad permanece.
El artista se muere.

La ciudad permanece.
El artista se muere.

La ciudad permanece.
El artista se muere.

El artista se muere.

El artista se muere.

jueves, enero 29, 2015

A propósito de MEMO, de Sine Die

¿Qué se comunica en este Memo (Valparaíso: Ediciones Colectivas Periféricas, 2014) de Sine Die -es decir, Carolina Schmidt (Santiago, 1977)? Y por otro lado, ¿es Carolina Schmidt efectivamente Sine Die?
Miro de nuevo la portada. Un memo es una comunicación o registro breve y preciso de algo, más breve aun siendo el apócope de memorándum, cuyo carácter formal y burocrático parece rodear la palabra como un aura. Le viene, sin duda, el nombre que suponemos del autor: Sine Die, expresión que se usa precisamente en el ámbito del papeleo para indicar el aplazamiento indefinido de una acción determinada. Con esto sólo, la portada nos estaría indicando una comunicación de oficina; sin embargo, nos salta a la vista la imagen de portada: una lámina de papel con el mensaje de saludo de Año Nuevo de una abuela a sus nietos, que logramos leer como perturbador, sin voluntad de fijeza o claridad. ¿Es que el memo da cuenta de lo presentado en la nota? ¿O dará cuenta de que tendremos esa cuenta alguna vez en un futuro no predecible, pero anunciado con la seguridad que da el notario, el procurador, el funcionario de tribunales?
Leo los poemas de Carolina Schmidt y no dejo de encontrar acá una porfiada resistencia: el problema es decidir, al fin, de quién (¿o de qué?) y ante qué (¿o quiénes?). Porque desde ya el ego está a la deriva, y está signado por el despojo. Eso que era el ego ya no puede ser fijable, por lo que menos podría tener la poderosa voluntad de resistir: la deriva es tan persistente que no se puede pensar su límite: la arena no es el fin de la deriva
Aquello que resiste deberá ser el cuerpo, pero un cuerpo que resulta difícil de reconocer en el texto. Un sujeto, pero efectivamente relegado e invisible, puesto debajo como oculto, que cede el rol de accionar al agua o al viento. Es un cuerpo carcomido y hecho desaparecer: y desde acá se nos entrega una clave para identificar al enemigo: los lobos, carnívoros por excelencia, que ocupan el vientre de la hablante como mesa de banquete. Porque al cuerpo no lo quieren carne, como plantea Carolina en La culpa es de Platón: se trata de una lucha de ideas que termina traduciéndose en la experiencia cotidiana, en el vacío profundo de su sentido. Así, el índice frio del título se trata precisamente de esa expropiación: el hablante está vacío y extraviado, y su presentación es precisamente la denuncia por la pérdida de ese sentido nutriente al hacerse material para la nutrición de otros. Material hecho para no ser visto, para ser idea, para ser ausencia.
El humor es ácido, tanto como la amargura en Memo. Pareciera hecho con la pulsión de urgencia y concisión de un documento pedido de una oficina a otra, pareciera un conjunto de anotaciones marginales al texto en que se desea exponer algo de fondo y no logra jamás detallarse bien. Porque no puede haber “fondo” en esta indeterminación: eso que se expone es el ser del hablante, que solamente podría existir, que es pura posibilidad. Y por eso conoce muy bien su rasgo específico, que acaba constituyendo al mismo tiempo un oficio y un arte -en desuso y en riesgo-: no reconocer límites.

martes, enero 20, 2015

El quiebre de una censura: ACTAS URBE, de Elvira Hernández

Resulta extraño hablar de rescate en el caso de una realidad escritural tan patente como la obra poética de Elvira Hernández (Lebu, 1951); sin embargo, es precisamente eso lo que emprende Actas Urbe (Santiago: Alquimia, 2013), cuyo subtítulo –Textos idos- resulta al fin algo falaz. En primer lugar, dada la levedad del campo literario chileno de los últimos veinte años, que impide a un grado cada vez mayor una lectura mesurada de la producción poética que pueda imprimir un peso proporcionado al real aporte de cada nuevo libro que aparece, en todos los niveles de la actividad editorial. En segundo lugar, por la ganancia de pescadores que este río revuelto produce de forma natural, bien aprovechada por quienes canalizan inquietudes institucionales –en relación directa y desembozada con las luchas políticas partidistas. Vale decir, toda nuestra producción de los últimos años son, efectivamente, textos idos, y cada vez más rápido. Sin embargo, al leer con calma el movimiento incesante de reacción ante el posicionamiento fácil y desasido de nuestra vida literaria, Elvira Hernández ha ocupado un espacio paradojalmente privilegiado, al instalar su obra en una resistencia implícita contra la aceptación de los procedimientos estratégicos de nuestro actual campo de juego cultural.  
La crisis en tal campo durante los últimos años sólo puede ser puesta en perspectiva sobre un plano ético. El pasmo de la cultura chilena ante la experiencia de la victimización -efecto traumático que castiga todos los ámbitos sociales, si bien de formas distintas- fue el incentivo para una trascendentalización ahistórica de tal experiencia y el maridaje confuso, patológico, de ciertos creadores con las fuerzas políticas a cargo del Estado y las instituciones normativas, que parecía imponer el desplazamiento de la reserva ética en pos de un supuesto frente de guerra cultural que pudo incluso salir de la sombra, para convertirse en código de conducta, administrable burocráticamente por una nueva forma de poeta oficial. Esta nueva forma se asumió fundiendo el sesgo místico e irracionalista que, de un modo u otro, está siempre presente en la historia del arte poético, con un papel de operación micropolítica de validación de las minorías, produciendo así un privilegio del gesto superficial, la validación de la no-elaboración emocional o intelectual, el desplazamiento absoluto del deber reflexivo desde el creador a las instituciones académicas, y la espectacularización de tal como víctima sacrificial y voz inspirada. Dado lo anterior, podía formarse un poderoso frente institucional (que supo casarse con esas sombras, que no alcanzaban para ideas, que lograron consolidar el poder político de la Concertación), cuya capacidad de administración sobre el intercambio cultural era absolutamente inédita en Chile –y bien probablemente a nivel internacional, considerando el perverso status simbólico que ya venía adquiriendo el oficio poético a través del siglo XX en nuestro país.
Leo a Elvira en el Apéndice crítico de Actas Urbe, y me doy cuenta de cómo lo que ya he dicho está alimentado, en parte, por haber sido contemporáneo de su trayectoria, su obra y el lugar que ha ocupado a través del río revuelto de la transición. Dice: 

Pareciera que el desarrollo poético en Chile es unidireccional, sin interrupciones, y creo que no se ha examinado desde el punto de vista del lenguaje lo que la dictadura le puede hacer a un país. Eso no se ha hecho, hay mucha tarea. (p. 211)

Me doy cuenta que el índice resuelto con que apunta es harto más que al reconocimiento adialéctico de una marca dolorosa que se fija como una fotografía en una reja, sino a un sentido de historia literaria que aún no hemos desarrollado –si bien nuestro país estuvo a punto de plantearse la necesidad de aquél en el proceso social vivido bajo el gobierno de la Unidad Popular. La representación espectacular de la cultura literaria chilena como una narrativa moral, ligada a una representación, a su vez, espectacular, de la clase trabajadora –una construcción en la que no faltan héroes, villanos, peripecias y nudos-, se ha consolidado tras la Dictadura, logrando una capacidad excelsa de asimilar fenómenos radicalmente distintos dentro de un programa cultural unidimensional y decididamente dirigido a fines de autovalidación como discurso(s) único(s): la presencia fetiche de la literatura como parodia del rol legislador primario de la creación; un bufón que se autoconvence de que no lo es vistiéndose –sólo vistiéndose- de sacerdote, monje inspirado o chamán semisalvaje.
La presencia viva y permanente de la obra de Elvira Hernández, en este sentido, supo durante años ser escamoteada por los administradores literarios en forma eficiente. Viene fácilmente a la mente una oposición que la misma Elvira describe más o menos expresamente en el Apéndice crítico: frente a autores que saben bien lo que hacen en su escritura, operadores en sentido propio, su situación reviste toda la inseguridad de un sujeto en zozobra. En este sentido, Elvira identifica y reproduce en modo palpable su escritura como una resistencia no programática ni fiada en agenciamientos políticos, sino un texto que se presenta como duplicado de la presencia del creador mismo en condiciones de peligro. No puede ser de otra forma, desde el momento la autora misma asume que el censurado no es el autor ni el texto, sino la palabra misma con que se trabaja. Cuando Elvira plantea la necesidad de desmontar esa censura, entrar a traducir (p. 208), cabe asumir que la traducción que implica esa palabra poética es en sí un acto libertario sin necesidad de un registro ideológico expreso, que sólo sumaría una dimensión de enajenación a un advenimiento de sentido que se desea rescate, redención de lo que quedó en silencio.
La pregunta que puede darnos la llave de lectura para entender una obra tan aparentemente diversa en estilos e intenciones que recién hoy podemos ver en Actas Urbe surge precisamente de lo que hablaba antes: ¿de qué es traducción aquí la palabra poética? ¿Qué se ubica detrás del lenguaje de lo cual esta escritura es huella? ¿Que hay detrás del silencio? La respuesta que me sugiere la lectura paciente de Actas Urbe es: la experiencia cotidiana bajo el peso de un trauma histórico, experiencia que debe hacerse visible, debe acceder a la puerta de la palabra. En este sentido, se está lejos de la falta de elaboración de la experiencia del dolor, la cual puede ser puro gesto vacío y acabado en sí mismo o bien, como lo practicó el C.A.D.A., puede ser hecha trascender en sentido estético para la fijación de “enigmas” que reproduzcan el pasmo hasta el infinito.
Para entender el sentido perverso de un tiempo bajo el peso traumático, El orden de los días, publicado el año 1991 en Colombia, resulta imprescindible. Lo cotidiano termina revelándose en sí como una fuente de inquietud, inverso el signo de seguridad que en condiciones indemnes sería la rutina (todo permanece igual // es aterrador, p. 101), y con el desplazamiento de cualquier posibilidad de cambio (de real paso del tiempo) hacia el vacío (Así, el penúltimo texto de El orden de los días, Mañana: ni pedazo de presente ni pedazo de futuro / una palabra hueca hecha de pedazos de sonidos, p. 144). Inevitablemente este vacío remitirá a la superficie del texto, cuya materialidad es permanentemente puesta en evidencia mediante el juego gráfico, en un poderoso mecanismo de distanciamiento. La dimensión del cambio sólo está en el escenario de la ilusión, del artificio: la vida efectiva se ha estancado en sí misma. El sentido inverso de la tradicional relación arte-vida en el planteo escritural resulta fundamental para entender la visión de una época de shock, como se desprende de esta respuesta a una entrevista del 2009:

Nosotros morimos por las simulaciones. Nos convencen de que la manera de salir adelante es olvidarnos de nuestro pasado, y con eso se nos está pidiendo que vivamos nuestro tiempo de manera mutilada, porque ya es un tiempo sin perspectiva. Hoy día se habla mucho de memoria, pero al mismo tiempo se está diciendo que olvidemos el pasado cuando el pasado es el tiempo de la memoria. (p. 210)

El registro profundo -traducción- de la experiencia es, en este sentido, no sólo del dolor, sino de la manipulación inevitable del pasmo social por parte de un poder: el procedimiento del artista mima el procedimiento de los administradores de una sociedad que ha asumido la lógica del espectáculo como su razón de persistir en la propia inercia.

Las "sociedades frías" son las que han ralentizado en extremo su parte de historia; las que han mantenido en un equilibrio constante su oposición al entorno natural y humano y sus oposiciones internas. Si la extrema diversidad de las instituciones establecidas para este fin testimonia la plasticidad de la autocreación de la naturaleza humana, este testimonio no aparece de manera evidente más que para el observador exterior, para el etnólogo que vuelve desde el tiempo histórico. En cada una de estas sociedades una estructuración definitiva ha excluido el cambio. (tesis 130 de La Société du spectacle, de Guy Debord)

Este tiempo administrado, en que la visión del horror puede bien ser una alucinación sobre la verosimilitud vacía del falso equilibrio social, es precisamente el que, en general, es puesto entre paréntesis en la escritura de Elvira Hernández, señalando con ello una fidelidad a la esencia histórica de lo real a la que sólo la poesía puede aspirar: y esto bien probablemente sólo podemos tenerlo en perspectiva tras la lectura de Actas Urbe
El libro de Elvira Hernández -que reúne textos inencontrables, si no idos, como ¡Arre! Halley ¡Arre!, Meditaciones físicas por un hombre que se fue, Carta de viaje, El orden de los días, Trístisco, así como una serie de inéditos y publicados en revistas- representa una avanzada decidida de Ediciones Alquimia en pos de la relectura de autores que han permanecido en el flujo subterráneo que el sistema cultural chileno encauza para evitar ponerse en evidencia como unidireccional y políticamente intencionado. Actas Urbe, junto con El margen de la propia vida, de Carlos Cociña, Más íntimas mistura y otro poema, de Andrés Ajens, y País sin territorio, de Bruno Serrano Ilabaca, representan un acontecimiento mayor en el devenir editorial del año 2014. 

sábado, enero 17, 2015

El abandono como piedra angular: RANDOM, de Daniel Rojas Pachas

En un pleno desafío a la forma-novela, Random (Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2014), de Daniel Rojas Pachas (Lima, 1983), se ofrece por fuera como un opuesto programático a la unidad narrativa. Aplicando la multiplicidad a todos los planos -personajes, escenas, modos-, se presenta acompañada de una lista de tracks de un reproductor mp3 que sugiere una selección aleatoria, haciendo que cada una de las breves secciones se plantee estrictamente como unidad micronarrativa, con intensidades distintas que no dejan de sugerir su fragmentariedad.
Los resultados de tal disposición resultan desde ya un comentario formal con respecto al mundo narrativo que desea presentar Rojas. Los personajes tienen por común un abandono radical, en el seno de una sociedad que de tan indiferente parece no existir como tal. El espacio que se deja ver a retazos tras la usualmente abismada conciencia de los personajes es el de lugares de paso o de reunión, con privilegio del espacio geográfico de frontera; y el mundo social como posible totalidad se da sólo en casos contadísimos, a menudo bajo la forma de obvias analepsis que saben aparecer desligadas, a menudo yuxtapuestas a fragmentos de distinto modo narrativo. Este mundo social, de manera análoga al entorno familiar que se ofrece como una de las claves de lectura, marca así su presencia por ausencia, dando con ello una conformación ejemplar del abandono. La misma posibilidad ética se ve suspendida en este mundo fragmentado, en que se asume que la utopía del libro total no puede sino llevar a la postulación del fragmentario romántico como la medida de su fracaso, como dentro del mismo libro señala la referencia de Maurice Blanchot en la página 74. 
El fracaso, como constante de destino, da la medida de las acciones en Random. Los personajes centrales, parte de una familia marcada por la separación paterna, son presentados a brochazos por sus acciones inconclusas y sus proyectos imposibles o delirantes. El cumplimiento de lo que podría ser un destino pasa siempre por el quiebre violento de las leyes de sociabilidad más fundamentales, como si buscasen una definición de sí mismos desde el más allá de un entorno marcado por la falta total de sentido y la indiferencia ética absoluta. Este más allá, marcado por el incesto y el crimen, encuentra su lugar en una cultura de masas en que la duplicación espectral -como personaje de comic, avatar de juego de videos o nick de chat- da una sombra de sentido, sin alcanzar a proponer un destino trascendente. La perpetuación de la fragmentariedad queda con esto asegurada.
Cabe señalar que en la estructura de Random, más allá del natural dibujo rizomático que se produce por la multiplicidad, existe un narrador testigo, que parece forzado a dar cuenta de la posibilidad (frustrada) de presentar la historia de los personajes como totalidad. Estos fragmentos me parecen ejemplares como la conciencia histórica vital -de piel- sobre una serie de procesos psicológicos y sociales que las generaciones nacidas post-golpe hemos tenido que experimentar de forma cada vez más amarga. La carencia de una fundamentación efectiva -que se logre enlazar con un destino claro, una épica, si es que no una tragedia- rompe sin tregua cualquier posibilidad conclusiva de comprensión, y cierra la posibilidad de juicio ético ante la descontrolada deriva de los personajes, que llega hasta el crimen y la autoeliminación.real o simbólica.
Random es, más que nada, un testimonio de época: el despliegue de la sociedad del espectáculo en el seno del liberalismo más desatado sólo puede ser padecido por sus personajes, pasmados por el achatamiento completo bajo la inercia histórica total. Dar la nota del ahogo, de la clausura ética, es una efectiva virtud, y la estructura elegida, profundamente subversiva, sabe darnos una sensación de inorganicidad que, paradójicamente, hace más vívidos sus referentes. Rojas Pachas, ya reconocido como editor y crítico, ofrece con este libro un inquietante signo de pregunta sobre el campo narrativo de nuestro país. 
La publicación del libro es, sin duda, una gran apuesta para Narrativa Punto Aparte, más alta considerando el no-lugar de Random dentro de una producción nacional, con respecto a este género, cada vez más autorreferente y acrítica de sus procedimientos y su estructura.

viernes, enero 16, 2015

Una poética de lo informe: DER GOLEM O LA RECONSTRUCCIÓN DE LA CARNE, de Pablo Lacroix

El curso de nuestra civilización hacia lo administrable ha, en buena medida, convertido la percepción más arcaica en experiencia intelectual y, por tanto, técnica, especializadamente, llevable a la sociabilidad del lenguaje y la representación. El propio sentido de la existencia humana -problema mayor, inseparable de sus menores: el llegar a ser y el dejar de ser- puede ser encarado con la filosofía, siempre tan sospechosamente segura de sí misma, para dejarlo en el abismo seco y frío de lo inefable. Las religiones establecidas, por otro lado, han hecho su trabajo: todo camino sin salida tendrá que llegar a ser un puente más en la ofrenda sin fin del ser humano a su creador. 
La persistencia de algo irreductible a estas “soluciones”, recién medianamente efectivas en el seno de la modernidad, está harto más acá de un esfuerzo social consciente. Se da, precisamente, ante la evidencia de una resistencia compleja, que aparece como inmediatamente física, ante aquello que carece del don de la Forma, eso en que se deposita la “idea” de lo humano. Así, tanto el feto como el muerto -desde el instante en que los procesos puramente químicos de la corrupción van deshaciendo las características propiamente humanas- nos generan de manera inmediata una pulsión automática de dejar de mirar, como si la realidad desapareciera al dejar de sernos percepción. 
Pienso en esto al constatar que golem no designa en su origen ni siquiera al ser creado por el famoso mito del Rabbi Löw (que de hecho, es llamado con otra palabra en la narración que es su fuente), sino que designa, de manera expresa, en el Midrash y en el Talmud, o bien un virtual estado intermedio en la formación de Adán, ya surgido desde el barro, pero antes que Yahveh insuflara en él el alma viviente, o bien en la especulación abismal de la filosofía hebrea clásica, el propio barro originario (la materia prima, rendición más o menos directa de la palabra). Desde ya, se encuentra en el salmo 139, como una forma de señalar al embrión, el ser previo a la formación de los miembros. La palabra es interesante al funcionar de manera bastante análoga a las castellanas de “bulto”, “atado” o “bollo”, aludiendo, junto a su calidad de previo a la singularización de su forma, también a algo que se enrolla, en un gesto que sugiere algo envuelto para ser guardado. De hecho, el salmo se refiere a la absoluta omnisciencia divina con respecto al ser humano, desde el instante en que sus miembros son formados bajo la mirada de Dios. Esta omnisciencia supondría, entonces, su potencia bienhechora en la hora del peligro.
Siendo fácil tomar al golem desde su aparición en la cultura de masas, Pablo Lacroix (San Fernando, 1987) ha elegido en Der Golem o la reconstrucción de la carne (Concepción: Etcétera, 2011; México: Sediento, 2014) hacer un camino más complejo que, sin excluir de su imaginario los escenarios más familiares de la leyenda, es capaz de encarar el problema que yace al fondo del telón, y saber asimilar al ser legendario con la construcción poética misma.
Si desde ya el imaginario hebreo se planteaba el mito del golem como una analogía entre el hombre y Yahveh, creadores cuyo designio se frustra en los actos de la creatura, Lacroix añade una dimensión más general a ese acto, al plantear a la obra misma como creatura. El libro es, al fin de cuentas, una instalación destinada a marcar el punto de encuentro entre la creación literaria -como tal, en su idea- y un entorno simbólico devastado. Para esto, Lacroix elige modos que saben acercarle a su objetivo: la violencia recargada del imaginario gótico -en su variable de expresión de masas posmoderna-, que como parte del ramaje de la contracultura contemporánea, sabe asumir y desviar la quiebra radical de la cultura humanista.
Así, el libro tendrá asumido el exceso como parte fundamental de su imaginario. El fracaso de la creatura se proyectará, en primer lugar, en el hablante mismo, señalado por la corrupción física y, por tanto, caracterizado por la muerte como naturaleza última, irreductible. Lo tanático se plantea como potencia interna, que marca la voluntad de suicidio como constitutiva de este particular proceso creador. La creatura de tercer orden -el lenguaje- necesita de la autoeliminación del hablante para asumir plenos poderes. La expresión del hablante es forma de sí mismo que trasciende su anulación, haciéndose parodia de la Parusía.

Venida

Cuando sea calavera
/ Sí,
calavera amarga

Y cuando seas calavera
verás mi venida. (p. 59)

El resultado de la operación, entonces, va a ser una sobre-vida, un duplicado. El golem no representa la trascendencia del hablante: la obra será un resultado de la ofrenda voluntaria del autor a la nada, a lo inefable. Vale decir, la escala entre creaturas cuenta con peldaños insaltables, realidades que se trascienden en planos imposibles de sintetizar en un solo movimiento dialéctico. La carne de ese duplicado ya sólo puede ser definida como carne poemaria, y como tal, caerá de nuevo en un proceso de desarrollo acompañado de corrupción y aniquilación progresiva. La perspectiva de Lacroix será la que supone el sustrato oscuro del fundamento de su imaginario: biológicamente el proceso vital presupone la corrupción y la muerte, sin embargo bien podemos invertir, junto con el autor, el punto de vista, y asumir al proceso vital como el medio para que se produzca el fenómeno de la corrupción.
Como corresponde al sustrato de nigredo en que esta creatura -la obra- está esperando surgir, lo incompleto, fragmentario y monstruoso, aquello que no accedió a la forma, será su marca permanente. La enunciación que constituye la posible vida de la obra será planteada a través de momentos que en sí mismos se concentran como instantes estáticos: desde la segunda sección (Carne poemaria) asistimos a la escenificación de una ceremonia, en que la perspectiva del lector es desplazada hasta entregarle la calidad de un espectador cuya empatía con lo observado es imposible. Este carácter performático, internalizado en los procedimientos, será llevado cada vez más al extremo, tanto a través de la denotación directa, como a través de la asimilación de las ilustraciones al corpus poético. Sin embargo, el procedimiento que quizás más llegue a acentuar este carácter sea la limitación del stock de imágenes, que nos remite a una marcada objetualización de la misma escritura.
Esta objetualización, el desauramiento del lenguaje, lleva naturalmente a una concepción de escritura que no se centrará en sus posibilidades internas de lenguaje, sino que se entregará a una deriva de búsquedas en pos de una forma. La conciencia de esta búsqueda -velada bajo el proceso orgánico de la sección Vertebrario- va también revelándose como conciencia de la muerte: lo que crece, al fin, como obra, es su plena revelación en la destrucción de sí misma como tal y su sublimación -en algún sentido inversa- para aspirar a transformarse en escritura en sí.    
Postulo por esto, que Der Golem... no es precisamente un libro de poesía: es más bien un intento de construir poética, intento que parece demostrar su fracaso desde el principio. El fracaso es, ciertamente, condición esencial de un libro como éste: la leyenda del golem tiene clarísima su moraleja -en que resuena oscuramente la propia humanidad-, la intención que hace posible la creación jamás será cumplida por ésta; la incomprensión profunda de un plano trascendental mayor, que nos hace dudar de un Creador para nosotros mismos, no es mayor que la incomprensión profunda sobre las creaturas que puedan surgir de nosotros. La salida del delirio -la niebla de sentido-, como posible acercamiento al ente imposible que sólo ya podemos destruir o contemplar, es quizás lo único que resta hacer para devolver al hecho de la creación la dimensión orgánica y la sombra de conciencia que haría nuestro el mundo como totalidad -que restauraría los órdenes. Eso es lo que me parece que Lacroix sabe subrayar en los mejores momentos hacia el fin del libro, que acaba constituyendo, en Pesadillas de la carne, la última sección, una voluntad de reconciliación de los quiebres que fundamentan la existencia humana. Porque de esto se trata al fin, a través de la deriva entre planos, de la existencia del ser humano ante la revelación de lo que religiosamente se llama su naturaleza caída, el estar en continuo camino hacia poder ser.

martes, enero 06, 2015

Una violencia necesaria: YAKUZA, de Francisco Ide Wolleter

Desde su raíz el oficio de la poesía sabe ficcionalizar a sus hablantes: más allá de la sombra ritual que recorre su historia -matriz última del Yo es otro rimbaldiano-, se hace propio de una práctica técnica que su instrumento se reconozca como ajeno, y cuando algo tan resueltamente propio como la palabra se enajena, sólo podemos esperar que el autor se resuelva a plantear una segunda voz, su máscara. En la dialéctica de la creación, esta máscara tampoco podrá permanecer como radicalmente ajena, y tendrá que compartir rasgos de su origen; esto deberá complejizar nuestra lectura, para saber hallar los canales de la voluntad del autor, que acaba siendo inevitablemente la conciencia ética tras su escritura.
Francisco Ide Wolleter (Santiago, 1989), en su primer libro Yakuza (Arica: Cinosargo, 2014), se decide a fundamentar todo un mundo poético sobre una ficción elaborada y detallista: el supuesto refugio de un miembro de la mafia japonesa en un entorno latinoamericano degradado que le resulta, más que sólo ajeno, derechamente una provincia del infierno. Ide toma a su cargo esta representación asumiendo en pleno la extrañeza radical que implica el doble extravío de la posibilidad del hablante: el lugar del que hablará tendrá que ser necesariamente marcado por la expectativa de esta extrañeza, perspectiva que se apoya sobre los imaginarios cinematográficos del cine policial oriental, en un trabajo de imagen poética que se decide a mimar el tempo cinematográfico, buscando una analogía en la experiencia estética. Imágenes como:

Sorbo la cerveza por los colmillos
exhalo el humo / volutas de sangre escupidas sobre el agua.

(“M”)

no sólo son pensadas desde la pura visualidad, sino que apuntan a la extrema sofisticación de la forma que ha hecho característica la estetización de la violencia en su representación cinematográfica contemporánea, predominante en el cine oriental de acción. Esta labor de representación no se refiere simplemente a las escenas violentas, sino que permea atmosféricamente este tipo de estética, asumiendo en el espectador un contemplador que debe entregarse acríticamente a una belleza de extrema artificialidad que acostumbra hacerse autónoma de toda pretensión naturalista.
Esta belleza recargada, este quedarse de la forma en sí misma, que implica el predominio del gesto por sobre la acción completa, es seguido por Ide a través de una notable capacidad de construcción de imágenes poéticas concentradas y eficaces. Poemas como Oro negro o Moonwalk son de una factura que llega a sorprender, precisamente en la medida en que la ficción de base le permite retomar tópicos e imágenes que en la poética de nuestros países remiten al ya lejano modernismo, entregándoles de vuelta una capacidad de cercanía e impacto estético:

Voy en puntillas, descalzo,
cuidándome de la brisa
que es el jadeo de una leona
en la siesta de su leonera.

(“Moonwalk”)

Así, Ide logra disponer de un imaginario -y por ende, un vocabulario- lo suficientemente amplio para una apertura temática y estilística que le señala desafíos importantes que en general son resueltos con una capacidad técnica excepcional. Así, la intensidad de los poemas amorosos -de los cuales la densidad visual de Oro negro resulta ejemplo mayor- o la decidida exploración de la violencia estetizada en Telépatas, de clara raíz cinematográfica, saben desarrollarse tomando como base imágenes concentradas dispuestas con el cuidado suficiente para garantizar la empatía inmediata del lector, sin hacer necesario que éste se halle inmerso en el mundo poético general del libro.

En fin, el enmascaramiento de la voluntad del autor logra su objetivo: plantearnos dentro de una experiencia estética definida por una situación de extremo riesgo, en la cual la percepción de lo presente resulta violentamente necesaria. Resulta natural, en este sentido, la vinculación con Tomás Harris en Cipango, no obstante allí el enmascaramiento se hacía plural y, por lo mismo, apuntaba a la velocidad que suponía el delirio más que a la concentración del tiempo y de la imagen. Sin embargo, habría que decir, más bien, que Ide recupera en su labor una intuición permanente de la mejor parte de la literatura de los 80 en Chile: que el saber de la poesía requiere una colonización mutua entre ésta y los reinos imaginarios entregados por la cultura de masas, en pos de resolver su situación en medio de una crisis cultural profunda.  

viernes, enero 02, 2015

Señales de sobrevivencia: LA CIUDAD DE LOS HOTELES VACÍOS, de Gonzalo Baeza

La narrativa en nuestro país, obligada a cohabitar con el fenómeno anómalo que es la poesía chilena desde el siglo XX, tiene una serie de síndromes específicos. O bien intenta medirse con la misma vara que lo hace la poesía -desarrollando intimismos y demandas externas a su práctica-, o bien intenta apartarse lo más posible, asumiendo como misión el aplanamiento absoluto de la experiencia y el abuso del recurso “gracioso” -entre muchos otros defectos que, después de los escasos grandes nombres previos a la calamidad social y cultural de 1973, no han hecho sino cultivarse bajo el aplauso de un mercado expectante por productos vendibles fácil y rápidamente, y en esto incluyo a la feria de vanidades en que se ha convertido nuestro entorno cultural “progresista”. Con todo, ese mercado no puede absorber -aún- todo el campo narrativo, que cada cierta cantidad de años sabe dar sorpresas.
El primer volumen de cuentos de Gonzalo Baeza (Houston, 1974) es una de estas sorpresas, y más aun considerando su condición de extranjería, que permea La ciudad de los hoteles vacíos (Madrid: Amargord, 2012; Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2014). En una narrativa fluida y precisa, los cuentos presentan a personajes que, si bien su origen cultural está decididamente afuera, su mundo está inserto en el capitalismo avanzado norteamericano, y cuando me refiero a esto, no pienso en lo absoluto en la álgida vida de la gran ciudad (de algún modo signo ya añejo de modernidad), sino de territorios devastados socialmente, una sociedad de seres disponibles ante las exigencias de la máquina de producción y mercado.
Los escenarios que presenta Baeza -paisajes rurales, pequeñas ciudades, suburbios de inmigrantes- nos llevan con seguridad y capacidad descriptiva casi virtuosa a la forma de funcionamiento de esa máquina en toda su eficacia de devastación psicológica y emocional. Los personajes no son los seres cínicos y vaciados de toda una corriente malditista: ante ese fin de mundo, esta narrativa no asume el papel de los lousy little poets trying to sound like Charlie Manson de la canción de Leonard Cohen. El momento que elige Baeza para el retrato es precisamente el de la conmoción, la conciencia profunda del fin de lo humano y de la necesaria sobrevivencia en el desierto resultante. De alguna forma, cada relato entrega momentos de resistencia -desde “El show”, en que la pelea de perros parece resumir la lógica destructiva final del sistema social, hasta la crudeza de “El jab toda la noche”, en que la acertada descripción del daño físico juega un rol esencial en la conciencia por parte del narrador de una explotación más profunda que la que podría ejercer el sistema económico. El cuento final del volumen, “River Rock”, está en lugar inmejorable como cierre del libro: si bien la anécdota, personal y dolorosa, de la pérdida de un hijo por nacer puede situarse en cualquier entorno social, el encuadre de los hechos sólo puede conducir a uno de los párrafos más significativos del libro:

No sé qué esperaba encontrar cuando huí de Chile, pero me encontré con este mundo de maizales interminables donde cada noche se instala una quietud rígida y el frío invernal te embrutece. Un país de gente viviendo a la sombra de fábricas abandonadas en un mar de maleza, acereras, papeleras, plantas automotrices y todos esos edificios desocupados hace apenas unas décadas, pero que hoy parecen construcciones de una civilización perdida. Una tierra de pueblos pequeños atrapados en un limbo y donde cada salida de una carretera representa una oportunidad más de reinventarse, bajarse a comer algo y que de pronto sean la una de la mañana y te tengas que quedar a dormir en tu auto porque estás muy cansado para seguir. Al día siguiente podrás comprar un diario, ir a los avisos clasificados y encontrar un trabajo con un sueldo que te dé dos semanas de tranquilidad, y dos semanas más y dos semanas más... Al igual que todos los que vienen a este país, no tienes por qué recordar lo que dejaste atrás.

Es bajo esta conciencia en que se encuentra uno de los valores más fuertes de La ciudad de los hoteles vacíos, un manejo del distanciamiento emocional usado como procedimiento consciente, a la medida de la descripción de la acción. Así, el sentido del humor, irónico y seco, de “Socios”, “Me dejó por Jesucristo” o el cuento que da nombre al libro, resulta un contrapunto esencial para el dramatismo de las historias en que sí se da la conmoción a la que me refería antes. 
Con el libro de Gonzalo Baeza -que ya va teniendo una atención significativa y merecida por parte de la escueta y escasa crítica literaria de nuestro país-, Narrativa Punto Aparte no deja de consolidar un catálogo que por sí solo se está planteando como una contraparte de la corriente central de la nueva narrativa chilena, a menudo preocupada más por seguirse a sí misma que por plantear nuevas formas de registro y validación de la experiencia.