Desde su raíz el oficio
de la poesía sabe ficcionalizar a sus hablantes: más allá de la
sombra ritual que recorre su historia -matriz última del Yo es
otro rimbaldiano-, se hace
propio de una práctica técnica que su instrumento se reconozca como
ajeno, y cuando algo tan resueltamente propio como la palabra se
enajena, sólo podemos esperar que el autor se resuelva a plantear
una segunda voz, su máscara. En la dialéctica de la creación, esta
máscara tampoco podrá permanecer como radicalmente ajena, y tendrá
que compartir rasgos de su origen; esto deberá complejizar nuestra
lectura, para saber hallar los canales de la voluntad
del autor, que acaba siendo inevitablemente la conciencia ética tras
su escritura.
Francisco
Ide Wolleter (Santiago, 1989), en su primer libro Yakuza
(Arica: Cinosargo, 2014), se
decide a fundamentar todo un mundo poético sobre una ficción
elaborada y detallista: el supuesto refugio de un miembro de la mafia
japonesa en un entorno latinoamericano degradado que le resulta, más
que sólo ajeno, derechamente una provincia del infierno.
Ide toma a su cargo esta representación asumiendo en pleno la
extrañeza radical que implica el doble extravío de la posibilidad
del hablante: el lugar del que hablará tendrá que ser
necesariamente marcado por la expectativa de esta extrañeza,
perspectiva que se apoya sobre los imaginarios cinematográficos del
cine policial oriental, en un trabajo de imagen poética que se
decide a mimar el tempo
cinematográfico, buscando una analogía en la experiencia estética.
Imágenes como:
Sorbo la cerveza por los colmillos
exhalo el humo / volutas de sangre
escupidas sobre el agua.
(“M”)
no
sólo son pensadas desde la pura visualidad, sino que apuntan a la
extrema sofisticación de la forma que ha hecho característica la
estetización de la violencia en su representación cinematográfica
contemporánea, predominante en el cine oriental de acción. Esta
labor de representación no se refiere simplemente a las escenas
violentas, sino que permea atmosféricamente este tipo de estética,
asumiendo en el espectador un contemplador
que debe entregarse acríticamente a una belleza de extrema
artificialidad que acostumbra hacerse autónoma de toda pretensión
naturalista.
Esta
belleza recargada, este quedarse
de la forma en sí misma, que implica el predominio del gesto por
sobre la acción completa, es seguido por Ide a través de una
notable capacidad de construcción de imágenes poéticas
concentradas y eficaces. Poemas como Oro negro
o Moonwalk son de una
factura que llega a sorprender, precisamente en la medida en que la
ficción de base le permite retomar tópicos e imágenes que en la
poética de nuestros países remiten al ya lejano modernismo,
entregándoles de vuelta una capacidad de cercanía e impacto
estético:
Voy en puntillas, descalzo,
cuidándome de la brisa
que es el jadeo de una leona
en la siesta de su leonera.
(“Moonwalk”)
Así,
Ide logra disponer de un imaginario -y por ende, un vocabulario- lo
suficientemente amplio para una apertura temática y estilística que
le señala desafíos importantes que en general son resueltos con una
capacidad técnica excepcional. Así, la intensidad de los poemas
amorosos -de los cuales la densidad visual de Oro negro
resulta ejemplo mayor- o la decidida exploración de la violencia
estetizada en Telépatas, de clara raíz cinematográfica,
saben desarrollarse tomando como base imágenes concentradas
dispuestas con el cuidado suficiente para garantizar la empatía
inmediata del lector, sin hacer necesario que éste se halle inmerso
en el mundo poético general del libro.
En
fin, el enmascaramiento de la voluntad del autor logra su objetivo:
plantearnos dentro de una experiencia estética definida por una
situación de extremo riesgo, en la cual la percepción de lo
presente resulta violentamente necesaria. Resulta natural, en este
sentido, la vinculación con Tomás Harris en Cipango, no
obstante allí el enmascaramiento se hacía plural y, por lo mismo,
apuntaba a la velocidad que suponía el delirio más que a la
concentración del tiempo y de la imagen. Sin embargo, habría que
decir, más bien, que Ide recupera en su labor una intuición
permanente de la mejor parte de la literatura de los 80 en Chile: que
el saber de la poesía requiere una colonización mutua entre ésta y
los reinos imaginarios entregados por la cultura de masas, en pos de
resolver su situación en medio de una crisis cultural profunda.
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