lunes, julio 27, 2015

La vacilación trascendente de una conciencia estética: presentación de FRACTALES, de América Merino

Desde muy antiguo, el arte de la poesía se dio como programa la investigación sobre la verdadera naturaleza de nuestro mundo. Desde el primer instante, no fue sólo su tema la divinidad y su relación con la hechura del orden -cosmos- en que nos plantamos (la raíz más arcaica del arte), sino el cómo es que podemos conocer aquello no evidente (asumiendo que ese cómo existe), y seguidamente un segundo cómo, también en la duda más profunda: qué medios tenemos para representar, hacer visible, eso que encontramos, lo cual toca profundamente la naturaleza social de nuestros lenguajes. En buena medida, la problemática de entender la poesía como una gnosis, en su sentido más completo, fue fundamental para que naciera la ciencia como especulación en el pasado de nuestro tronco cultural como civilización, y la emancipada práctica científica no ha dejado de volver a lo que se conserva de los poemas de Parménides y Empédocles, en que la aproximación especulativa a lo arcano lleva el sello de la inspiración más elemental de la gnosis trascendente que nunca ha abandonado del todo a la poesía, hasta nuestros propios días. La mística, la poesía y la ciencia son, en este sentido, partes integrales de una experiencia humana cuyas raíces no dejan de encontrarse en los fundamentos secretos y visibles, incluso, de nuestra cultura. 
Fractales obliga a que nuestra visión hacia estas tres prácticas esté todo el tiempo atenta, comprendiendo su relación íntima. La inquietud fundamental es la de un orden posible que habilite no sólo a una percepción válida universalmente, correcta, sino a una que pueda in/formar al hablante en cuanto parte de ese orden, más allá de su rol de espectador. Porque el observar la existencia vacilante de este mundo sólo puede conducir al pasmo, la oscuridad, la noche. Este momento oscuro es señalado como el punto de inicio de la vía de conocimiento, que en cuanto vía será viaje. Y el ámbito será un laberinto.  
Quien habla en Fractales sufre permanentemente la evidencia de la oscuridad, que se le propone como el fin efectivo del viaje una y otra vez. Esta será la noche del sentido, que cumplirá como permanente obstáculo a la posibilidad de conocimiento; el no ver el camino implica en otro plano no poder leer las claves, no poder entender signos y códigos, no llegar a una imagen posible de totalidad. La misma idea de totalidad, entonces, debe ser retirada para entender la esencia de esta vía.
Es aquí en que la llave posible de lo fractal entra, como analogía que desea realizarse en imagen poética. El fractal abre la posibilidad de un orden constituido por fragmentos, que parece no responder a una lógica formal (es decir, a un orden totalizador como sustrato previo), pero que asegurará que el objeto fragmentario se mantenga fiel a sí mismo, que la estructura sepa repetirse. El fractal va a continuar infinitamente desarrollándose en la teoría; sin embargo, las formas geométricas fractales en esta, nuestra naturaleza, tienen un punto de límite ajeno a su insistencia geométrica: las necesidades de alimentación de la célula, los ciclos del medioambiente, otras lógicas que resisten la repetición y saltan al cambio.
La inquietud del hablante de Fractales y la silenciosa respuesta que recibe tienen que ver con este nudo de conflicto. En la oscura deriva del laberinto, o en la navegación -otra imagen del mismo trayecto, análoga al viaje por agua junguiano-, el mundo que se encuentra tan sólo repite su mensaje de vacilante silencio y sinsentido: ni el laberinto ni el agua pueden realmente existir con certeza, son más bien visiones borrosas, cuando no se declaran expresamente como invenciones de un sujeto que ensueña. La expectable y legible lógica de la geometría fractal, que asombra y que en general se nos aparece como bella, está muy lejos de esta vivencia de lo real definida en varios trechos del volumen como hambre, sed, oscuridad, ceguera. La geometría fractal entonces será, más que una herramienta hecha a propósito, una que funciona por contraste, una llave inasible tan imaginaria como la puerta que se supone que debe abrir, o una lente tan nublada como la ceniza que cubre el paisaje reiteradamente en los poemas.
Lo fractal, entonces, está en otro lugar: en la misma noción de composición de los textos y en la conciencia poética, en su aspecto complejo de percepción, reflexión y expresión. Lo que vemos es la postulación de la expresión artística como una realidad que se quisiera fractal -fragmentaria, igual a sí misma, obediente a una ley que surge de sí misma- con respecto a un mundo proliferante y caótico que ha sabido oscurecerse bajo la crisis de la representación y el agotamiento de los modos expresivos. El poema se desea desarrollo fractal de la conciencia poética, revelando el volumen desde su estamento de obra una posible (otra) imagen del mundo. El libro es, en este sentido análogo, una colección de fractales, siendo cada poema una forma fractal de la propia conciencia estética.
Comprendida así esta poética, tenemos un umbral distinto para definir al hablante. Este ser que aparece conformado por su propia soledad angustiosa, por la ansiedad de saberse en trance de abandonar la cadena de la representación del mundo y de ser incapaz de separarse del todo para verla de frente, desea situarse en relación con su propia creación como legalidad única, pudiendo sacrificar su afectividad -su corazón-, sus sentidos y su posibilidad de existencia o destino para hacerse íntimamente creación él mismo. Más allá del pulso lento que en el volumen tienen imágenes de descubrimiento y esperanza de redención de un ámbito de conocimiento y percepción estética personal -en que se inscriben las imágenes de una naturaleza en plenitud-, los poemas insisten en un desarrollo hacia la ceniza, la oscuridad, el vacío en que no es posible ver ni moverse, la desaparición, el extrañamiento. Esto no es mera negatividad romántica: se trata, creo, de un resuelto paso a la nigredo, al compás oscuro de espera en la putrefacción -con su indeterminado no-color, como la ceniza, como la nada- para la creación de una nueva forma, en un momento en que la albedo -el trabajo introspectivo, líquido y blanco- ya se deja ver en la anticipación poética. Fractales es un poemario oscuro, reservado, en cuyo seno se va desplegando una operación compleja de clara -lúcida- reflexión sobre las posibilidades de percepción de sí mismo en el mundo como llave para la comprensión de este. En una analogía completa, podemos señalar al libro como un mándala -laberinto, composición fractal, creación artística, herramienta-, cuya puerta de entrada no está en la gráfica representada, sino en el movimiento intuitivo de su percepción, en su reflexión no intelectiva, en que la conexión de sus elementos se da en una deriva más acá de la Geometría con mayúscula, se da en la nublada geometría tan sólo virtual de la conciencia estética.
Intuición es la palabra. No creo que se pueda afirmar, en este sentido, que Fractales haya sido construido como una máquina de sentido, sino que resulta serlo para quien sepa experimentar la poética como gnosis en pleno derecho. América Merino inicia su camino literario formal con una valerosa muestra de introspección conciente, y por más que el escenario contemporáneo del oficio esté inundado de demandas externas al arte, sabe situarse en esa segunda línea de la poesía chilena (la de Humberto Díaz-Casanueva, Omar Cáceres, Gustavo Ossorio, o más cercanamente, Víctor López Zumelzu o Rodrigo Arroyo) que siempre resulta contemporánea y ya no tiene ni tendrá por qué esperar su momento.

lunes, julio 20, 2015

DOMINGO, de Natalia Berbelagua: fragmentos de una educación estética

Nos hemos acostumbrado ya hace tiempo a una narrativa marcada por un aplanamiento de la experiencia. La visión de esta última como un presente conformado unidimensionalmente por hechos sueltos y aislados (se diría mejor bidimensionalmente, para caber en la pantalla virtual) marca una etapa de involución, en que una visión periodística de superficie -la narrativa propia del vacío significativo de la cultura de masas- se convierte en la base única y suficiente para la construcción de un relato.
Natalia Berbelagua (Santiago, 1985) sabe definir en Domingo (Santiago: Tadeys, 2015) un camino distinto, considerando que Valporno (Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2011, 2014) y La bella muerte (Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2013) aún respondían a aquel Zeigeist periodístico que marca a buena parte de la narrativa joven latinoamericana, uniendo una trama provocadora a una correcta prosa de carácter directo, con un buen despliegue de introspección psicológica. Este libro aparecido en 2015 es un desafío a los hábitos escriturales ahí desarrollados.
En primer lugar, Domingo plantea un narrador introspectivo, en que desde el espacio de la observación se vuelca hacia un descarnado ejercicio de exposición de la experiencia íntima, en que la vida familiar y la solitaria angustia de la construcción de la identidad personal ocupan un lugar de privilegio. Estos índices no son azarosos ni fetichizan la experiencia infantil o adolescente: lo que vemos es el camino consciente de conformación de una sensibilidad artística, forzada a asumir la percepción del mundo como materia plástica, en otras palabras, a asumir la expresión de la dialéctica entre imaginación y realidad como una vocación. La conformación de la que hablo no se expresa como una voluntad de definición, sino casi una inversa, de indefinición, de la disolución que espera una coagulación formal en la creación: y en esto hay varios de los fragmentos (el volumen recoge los “domingos” de un diario de vida) que constituyen verdaderas alegorías, así el 1121, en que el narrador sale en busca de un lápiz, precisamente para escribir la entrada que leemos. El párrafo inicial describe una serie de imágenes que parecen reunirse como un montaje -la avenida, la librería cerrada, la iglesia, un teatro-, para desembocar en dos párrafos brevísimos:

Mi última parada fue el Montserrat, donde me demoré un minuto en pagar por el lapiz.
Tomé una micro de vuelta.

Así se nos presenta algo que está más acá de un proceso de creación: más bien un vuelco de ese entorno radicalmente ajeno -la ciudad de domingo, en que el habitante está “libre” de obligación social- dentro del mundo interior. La aparente arbitrariedad del fragmento -la ausencia de peripecia, digamos- es precisamente el lugar de una experiencia resistente, la cual no es asimilable por una narrativa superior, por un argumento. La experiencia es entonces resistencia desde el momento de contener un instante intransferible y no diluible, no puede contenerse en el marco institucional de un género literario, a no ser que lo pensemos como una poética
Domingo en este sentido obliga al lector a un umbral distinto de lectura, escapándose de una lógica propiamente narrativa. Gracias a esto se puede configurar una percepción del tiempo que no abandona la experiencia de un más allá de lo narrado: la problematización del recuerdo (notoria en el encuentro del narrador con personajes ancianos) o de la desaparición física que implica la muerte, están presentes de formas que saben escaparse de una narración formal directa, produciendo una capacidad de sugerencia que es un índice hacia nuevos desafíos narrativos.
Todo esto es llevado a cabo con una conciencia textual acabada y precisa: la escritura de Berbelagua sabe cómo presentar la fragmentación de la experiencia en el mismo trance de su coagulación expresiva a través de una prosa que parece no indicar trabajo, en una labor de síntesis y concisión rara vez vista, al menos en la narrativa producida desde Valparaíso.

miércoles, julio 01, 2015

VALPARAISO. ROLAND BAR. PUERTO DE LA FAMA Y EL OLVIDO, de Gonzalo Ilabaca, un retrato de la ciudad como delirio

La literatura dedicada a Valparaíso desde hace un siglo ha sido extensa y variadísima en géneros, estilos y perspectivas, y quizá bastante más que la dedicada a otras ciudades chilenas. El peso cultural de ser la ciudad-puerto más cercana a la capital es una razón que parecería bastar, si no tomásemos en cuenta una de las inquietudes más presentes, que por visible, afecta hasta al mismo habitante cotidiano de la ciudad: la fascinación que se desprende de la ruina, señal del esplendor pasado -una señal para la activa nostalgia. Esto encubre también otra inquietud subterránea: la pregunta sobre la posible esencia de una ciudad cuyo rostro ha cambiado tan profunda y radicalmente, y si es que esta esencia -alma- de la ciudad nos permite reconocer en su forma actual la vida de esta. Para esto, de poco sirve la mera descripción de las “fuerzas vivas” de Valparaíso, o el rescate arquitectónico de lo pasado.
Cuando leí Valparaíso. Roland Bar (Valparaíso: autoed., 1995; Narrativa Punto Aparte, 2014), en su primera edición, su insistencia en la nostalgia me produjo cierta molestia: había sido publicada poco antes que yo llegara a la ciudad, y quería conocer más bien las señales del presente de Valparaíso, al cual yo veía con una personalidad propia y orgullosa, presente. Ilabaca parecía decirme que eso era ilusión, y que de alguna forma yo estaba ante una sombra. Como la copia no era mía, dejé de ver el libro durante años, y la referencia a él fue cada vez más lejana en la medida en que la edición misma se convirtió en tesoro de pocos. 
Al encontrarme con la nueva edición, me doy cuenta de que esa insistencia en la nostalgia juega un papel harto más complejo en la concepción de un libro que resulta aún ser un desafío profundo al canto a la ruina -sea el lírico o el paradójicamente épico de cierto «realismo sucio» que lleva ya casi una década tomando raíz en la ciudad. Ilabaca se plantea a sí mismo como un personaje dentro de lo que quiere ser leído como un relato -el relato del acercamiento a un escenario cultural que excede en mucho a un centro geográfico o a un entorno social-, y esto propone desde ya el fundamento de la perspectiva del libro. Esta radicará en una noción de experiencia cuya perspectiva subjetiva desea ofrecerse, abrirse al lector, como un doble de un habitante que desde ya tiene conflictos con la condición de habitar. Sin embargo, el libro sabe plantear la contradicción de este carácter, justamente en relación con el carácter límite con que define a la ciudad.
Pero ¿qué ciudad es esta? El Valparaíso de este libro es una ciudad cuya realidad se deforma bajo el peso de su imaginario. El subtítulo de la nueva edición -Puerto de la Fama y el Olvido- nos advierte esto desde ya: la fama y el olvido son precisamente emanaciones de hechos concretos o pasados que saben ocultarlos bajo dos respectivas vanidades. Y es este carácter de vanidad, de vanitas, lo que ayuda a comprender una propuesta como la del libro.
El habitante que transita por este espacio tendrá que ser también un ser evanescente: este doble -enmascarado como parte de una tribu errante, y presentado de forma carnavalesca- no tiene ninguna posibilidad de encontrarse con la historia como realidad fija y concreta. Su propio carácter desmiente la fijeza, en la misma medida en que se encuentra con un lugar que también parece desmentirla todo el tiempo: la galería de personajes que pueblan este doble espectral de Valparaíso se caracterizan por su relación con el Viaje, y nada los define como porteños excepto su misma falta de fijeza, la negación de su situación geográfica. La reunión entre el hablante, los personajes y el entorno se hace en una geografía que bien podría ser arbitraria, si no fuera por las rápidas y ágiles pinceladas que nos presentan visualmente a la ciudad -y bien particularmente, el barrio del Puerto y el Roland Bar.
Uno de los rasgos más fascinantes y más inadvertidos del libro es precisamente este: Ilabaca, quien ha concentrado su obra plástica en la representación de la ciudad, ahorra óleos al describirla en palabras, evitando decididamente el detalle visual de paisaje al momento de tomar a sus personajes. Inclusive en los trechos de mayor concentración de descripción -y notoriamente en Valparaíso. Inventario 1991-1994-, lo visto está mediado por la huella presente de la acción humana, acción más presente en cuanto resalta la intensidad de la violencia, la creación y la pasión. Lo que define a esta ciudad no es la experiencia del transeúnte, sino de quien vive la ciudad, más que en ella. O mejor dicho: la ciudad no es en absoluto el entorno geográfico, sino que se hace un estado, una condición de vida entre lo imaginado y lo real. La condición de la existencia de esta ciudad será el delirio.
Esto último dicta la construcción del libro, una verdadera caja de sorpresas en que las semblanzas del narrador alternan sin problemas con textos encontrados (La edad de la mujer según la geografía, Pequeño diccionario español-francés de una prostituta, La verdad de la verdad), poemas y letras de canciones sin ninguna pretensión antológica, y un registro fotográfico que destaca por un fuerte acento en la intimidad del narrador. Esto reafirma el carácter de bitácora personal, forzando al lector a reconocer una perspectiva que violentará naturalmente a quien busque la icónica porteña que el mismo Ilabaca ha contribuido a reforzar en su obra pictórica. 
En este sentido, Valparaíso. Roland Bar. Puerto de la Fama y el Olvido tampoco puede verse como el relato que insinúa ser: es más bien, en un sentido amplio, una obra poética. Lo que en plena conciencia lírica presenta el segmento Valparaíso. Inventario 1991-1994 como elegía, sabe confirmarse al fin como una obra abierta, que sabe articular bien sus pliegues internos para generar una experiencia lectora particular y desafiante.