viernes, enero 19, 2007

SUEÑO DE LAS MAESTRANZAS

A la espalda de mi padre, en el taller

tras la oficina, vibraba y tamboreaba

el son de las máquinas que hacían las piezas

para las otras máquinas –aunque ya no se puede,

no se debe hablar de la bella música del largo

día. La libre importación dio cuenta

de las maestranzas, del amoroso aceite

que filtraba las comisuras del gris

metal, de esa solidez que el mundo

ya no consiente. Todo hoy es tan sutil.

A lo más el fax da un trino limpio: ha llegado

la pieza requerida, el impuesto se arrastra

y se liquida camino del satélite. Y cómo,

cómo desde la mano en el tablero oblicuo

nacía la firme curva de los precisos, preciosos

objetos. Nadie podrá ya más ver esa belleza. Se fue,

se fue sin heroísmos a la silenciosa cloaca

de la historia. Quedan aún sonando

bajo el aire dolorido los discursos

sobre el progreso –ya pura llamarada verbal-,

y los hijos adictos de los operarios, maldiciendo

la explotación de sus ancestros a pipazos

brutales. El aroma limpio del aceite, dónde, y esa

música: reservas para absurdos nostálgicos,

con esa estúpida infancia bajo los militares aún

en la sangre, cantando como ayer

en las fiestas de rigor, sin saber ya de qué diablos

se puede escribir en este sutil, callado

fin de mundo.

SERPIENTE, DE JAVIER DEL CERRO

La realidad en los puertos, a veces, parece más realidad que en el resto de los espacios habitados; la sola frase es puerto justifica las más descarnadas violencias y las miserias más abiertas. Este exceso de realidad hiere la pupila, ataca el hígado y todo el sistema nervioso y obliga a desplazarse más rápido –pero con esa especial velocidad que corresponde a la proliferación de objetos y seres, y no a la capitalina difuminación espectacular. Véase a Santiago: toda la nueva producción poética capitalina se refiere a un desvanecimiento y desemboca, consciente de su derrotero, en el vacío.

Comparto con Javier del Cerro allá en su Coquimbo, y compartimos con Damsi Figueroa en Talcahuano, Jaime Araos en Iquique, Harry Vollmer en Puerto Montt, Florencia Smiths en San Antonio, y tantos otros, la experiencia de escribir desde los puertos, que en Chile es, además, escribir desde la provincia. La clave de lectura del exceso de realidad, palpable cotidianamente, me habla de inmediato de la agresión permanente de los objetos y de todo aquello Otro, desde esa habitación en que se escribe –la mesa la silla la ventana, que parecen parte de esa vigilancia que se deja entrever varias veces en el texto- y los fierros con óxido del espacio portuario, hasta las imágenes violentadas de los niños y las prostitutas en los espacios públicos. Es una paranoia producida, actuante y conformada.

El escape toma la forma de ese reptar aéreo y serpentino que, negando el espacio y volviendo cada lugar en un no-lugar, se ve forzado a ver a ese Otro enemigo y hostil, plantado al frente siempre, asumiendo el privilegio de ser sobre la vacilante figura de aquél que debe dar cuenta desde la pura perplejidad.

Me parece ver en esa serpiente fugitiva, al fin, una imagen realizada de lo que implica la expresión poética en su aspecto más fluyente. Ella tan sólo pasa por la (¿semi-?, ¿ultra-?) conciencia del autor, ya no como en la lírica tradicional, transportándolo en la inspiración, sino que en la euforia casi dolorosa que nos deja cualquier exceso químico –el stress, el alcohol, la droga… Este poderoso arrebato revela, claro, el desajuste radical del sujeto poético, pero en Serpiente me parece que también abre los ojos a la ilusión del habitar, la pura puesta en escena que termina constituyendo al habitante en una época de crisis simbólica generalizada. Así es como en los últimos versos del libro (el óxido la garúa / Los fierros / El traqueteo sobre las cosas / Coquimbo la representación / El mar su movimiento / El habitante es un actor / El poeta su doble), dispuestos en el tan especial serpentear violento de orilla a orilla de la página que lo recorre en toda su extensión al poema único que compone Serpiente, me parece ver una declaración abierta de la constitución recíproca entre ciudad, habitante y sujeto poético, arrojados en su vorágine a un reconocimiento mutuo, incesante y agónico.

Esta constante experiencia del pervivir –que supone un percibir- requiere sin duda el despliegue barroco de violencia de la imaginería de Del Cerro, traducido paradojalmente en un lenguaje libre de barroquismos. Siendo un libro breve de menos de 50 páginas, sabe cumplir con ese programa, que desde De Rokha, pasando por Neruda, la poética irónica de los 70 y la urbana de los 80, se desarrolla dando a la poesía chilena su rostro más lúcido: el logro de nuevas y más intensas formas de realismo poético.

Javier del Cerro (Coquimbo, 1970) ha publicado Perrosovacangufante del Mar (1992), Signos en Tránsito (1995), Ciudad de Invierno (1999); y en calidad de seleccionador los libros Poesía Chilena Contemporánea. Coquimbo-La Serena 1980-2000 (2000) y Poesía Chilena Contemporánea. Cinco Mujeres Poetas de Coquimbo y la Serena (2001). En 1997 obtiene la Beca para Jóvenes Escritores de la Biblioteca Nacional y en 1999 la Beca de Creación del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. El año 2002 se le otorga el Premio Municipal de Literatura de Coquimbo. Su obra ha sido incluida en diversas antologías, publicaciones, obras de teatro y sitios afines. Escribe crónicas y es editor en El Mundo al Instinto Ediciones y SUB Ediciones. Ha realizado una importante labor de animación cultural en la ciudad de Coquimbo.

jueves, enero 18, 2007

DESPEDIDA

¿A quién vio la más bella cuando
me vio? ¿Cuál de todos los fantasmas
de mi casa muerta se le dio esa noche
de baile y licores, mientras toda la ciudad
dormía como animal en invierno bajo
nuestros pies? Ah quisiera ser uno, hoy,
uno solo, que no se pudiera ella equivocar
de ojos cuando encuentre mis ojos, de manos
al dar la breve mano; que dos sólo estuviéramos
en esas estaciones azarosas, y no este montón
de restos de otros, esta multiplicidad ridícula. Mas
las condenas son condenas: el peso de mi casa
muerta rompe el puente débil del matiz
que, esfumado, dibujan las horas luminosas.
Fácil, tan fácil ser el ligero vagabundo
de siempre: que todo vuele, y al diablo el pasado.
Pero me ha caído tu relámpago, y de tan suave
mano que fue imposible esperar o prevenir: los climas
son tibios, ni siquiera llueve ahora. Ni el rock,
ni la quieta deriva del alcohol, van a liberarme.
Regalo bello y doloroso éste, el de este trueno:
quizá tan sólo el silencio sea la retribución
única. O hacerse el de este espejo, frío, vertical.
O quizás elegir el hermoso bar que conoces, la barra
respirando un beso, el tiempo que no quiere abandonarlo
a uno, este rostro maniático a la hora de dormir.
Trivial, dirás, hermosa, con tu boca sonriendo.
La clásica pena del que ha quedado solo,
porque no supo subirse al carro de la historia, porque
quedó preso de enigmas que es inútil escarbar,
porque le buscó la quinta pata al gato de la vida.
Es que tú misma no has visto, no puedes ver,
el hermoso y terrible vacío de tus ojos. En fin,
probablemente no viste a nadie. Yo mismo
estaba en otro lado. Los dos, como siempre,
nos equivocamos de lugar: tan sólo las seis letras
de nuestros nombres estaban, y eran otras voces
quienes pronunciaban esas viejas maldiciones
de dos sílabas. En el fondo nunca, nunca
dijimos nada. Fuimos más inteligentes. Nos envidiarán
hacia atrás, en el recuerdo, cuando el silencio sea
la única ley; por adelantados al tiempo, por la sonrisa callada,
porque ya triunfamos sobre esta edad final. Ahora sabemos
que vamos a morir. Es hora de irse a reposar la cabeza.
No hay nada que escribir, nada que plasmar
en telas. Hagamos el trabajo como el jornalero.
Acabemos con esta impostura.