jueves, marzo 31, 2022

Una poética de desahogo: LACRIMÓGENA, de Jorge Polanco

La inutilidad de saldar cuentas con la historia desde la poesía es algo ya conocido, y hay que decir que es desde esa impotencia que ha surgido la potencia lírica de la mejor poesía política en la historia de la literatura. La ausencia de poder que convierte la voz en testimonio del quiebre íntimo ya es reconocible en la tragedia griega, que aspiraba a purgar las emociones para la reconstitución de un orden del mundo que se definía desde la incontrarrestable validez de sus bases: el individuo arrastrado a contestar estas bases debía ofrecer su sacrificio, en pro de una comunidad orgánica, que iba más allá de la suma de sus miembros. Pienso en esto cuando veo la escena en que Jorge Polanco (Valparaíso, 1977) sitúa la experiencia que despliega poéticamente en Lacrimógena (Valparaíso: Inubicalistas, 2021), una que está en las antípodas del mundo como cosmos: este Chile de Polanco no puede llegar a constituirse como una comunidad y se mantiene unido por obra y gracia de la violencia organizada.

Uno acostumbra observar esta visión pesimista de Chile desde una lectura que enfatiza un quiebre “institucional”, situando el momento clave en el Golpe de 1973: desde aquí se ve la catástrofe determinada por un conflicto de clases que catapulta una acción anárquica y destructiva de los patrones del neoliberalismo. Pero Polanco no parte desde ahí, configurando su visión a partir de un desgarro más íntimo, en el corazón mismo de la formación del estado chileno, al plantear como epígrafe anotaciones de Idioma del mundo, de Pablo de Rokha, de 1958: se trata del momento más nihilista del poeta licantenino, en que la característica imbricación entre el destino individual y el despliegue histórico le lleva a leer a su país como un espacio marcado por el dolor y sin esperanzas, constituido tan solo por la violencia, en la misma medida en que su desgarro vital personal parece profundizarse. Desde esta perspectiva, bien se puede ver la totalidad representada por el poeta trascendiendo, (des)situada, más allá de momentos históricos determinados, si bien, por esta misma trascendencia, se es capaz de leer cualquiera de los momentos particulares de la historia que constituye al autor y a su contexto.

Y con todo, en el caso de Polanco no se trata de una trascendencia “mística”, alucinada (como la que caracteriza a la Visión rokhiana, no obstante su defensa radical del realismo), sino más bien una conciencia inmanente que reconoce el fin de todo el contexto para una lectura que totalice una experiencia, en una época de violencia social y desgarro mundial en manos de la crisis sanitaria. Se trata del momento negativo de la totalidad rokhiana: la afirmación de un desgarro en el corazón de la construcción nacional, lo trágico que ya no puede redimirse (totalizarse) por la operación épica.

La formación del Chile de Lacrimógena parece responder a un deseo inorgánico y ajeno. Así, el Mapa que presenta el poema así titulado es en principio una enumeración de fragmentos de un cuerpo en que aparecen marcas de golpes y violencia. La disposición (común a la generalidad del texto) sin signos de puntuación, colabora a que este mapa se vea como un conjunto de piezas descoyuntadas, que solo contienen una descripción “naturalista”, sin comentarios emocionales o conclusiones éticas. Este poema (el segundo del libro) merece leerse en el contexto del que le antecede (Lacrimógena) y el que le sigue (Fuerzas especiales): la sublevación de los perros del patio reprimida con barrotes de fierro y la voluntaria herida de los pies por el espejo quebrado del baño, parecen corresponder a etapas de una educación (a-)sentimental, una crianza, un puro disciplinamiento, despojado de una formación propiamente humana.

Las escenas en que se pone el hablante acentúan su rol contemplativo, su subordinación al transcurso de la historia. Su escritura se hace cargo de la experiencia infantil bajo la dictadura asumiendo la profundidad del daño desde los lazos mismos de pertenencia: en la Primera comunión la hostia representa el cuerpo de Pinochet en plena podredumbre, y en Foto análoga el alegre cuadro familiar se cierra con la revelación del padre de familia como miembro de la policía secreta. Polanco hace un doloroso retrato generacional, en que se suspenden los juicios éticos para pasar al retrato de un mundo que naturalizó la violencia y la muerte, apuntándolo como un momento clave para lo que sucedió posteriormente en la esfera de la experiencia emocional. Así, la escena de Cruces en Chañaral, que se abre con el espectáculo de Don Francisco y Pinochet sentados juntos en un escenario, se concentra en sus cabezas creciendo en los bordes de una pantalla -con lo cual su apreciación icónica se sobrepone a cualquier otra-, y continúa con un amigo del hablante que


(...) pinta una línea roja

sobre una montaña blanca

cuerpos perdidos al interior de acantilados

túneles en el desierto y mares de cal


(p. 24)


La sucesión de imágenes del texto muestra los cuerpos perdidos, cruces y animitas en el desierto, contrastados con las cabezas icónicas de los ya nombrados a los que se suma la de Ricardo Lagos, asociada al desastre ecológico. La presencia de lo icónico, incorpóreo, en el espectáculo, se sobrepone a cuerpos sin identificación, irrepresentables: lo real se invierte.

Es la falta de cuerpo, de organicidad, lo que salta a la vista en el mundo que describe Lacrimógena. Es a lo que irónicamente apunta la construcción del collage en Epitafio zurcido en letras rojas, pero también, y de manera más sutil, la deformación profunda de cualquier ética posible en Carta de ajuste, en que el vocabulario de la razón se hace enumeración inerte que revela su esterilidad a través de su distancia con respecto a la escritura poética:


Cuando las instancias educativas

proveen la formación e información de la conciencia

la abrumadora mayoría tomará libre y espontáneamente

la conducta que se ajusta al principio que prohíbe

dañar toda vida propia o ajena

(...)


(p. 47)


Polanco, así, fija el tono adecuado para efectuar el complicado vaivén entre una poética pública, situada y dispuesta para los otros, y una poética personal, cuya situación se plantea como una rendición de cuentas: el desgarro propio e íntimo es reflejo del desgarro social, y viceversa. Los ámbitos nunca se separan demasiado, y poemas como El músico de la plaza, pueden leerse precisamente como una celebración de ese enlace, que más que reconciliación de lo particular y lo colectivo (como lo plantea la voluntad romántica idealista aun bien viva dentro de nuestras poéticas), es una conciencia de situación, aquello que el mismo Polanco planteó como clave de lectura en su notable ensayo sobre Enrique Lihn, La zona muda, del año 2004. Asistimos de algún modo a la fijación de coordenadas éticas, y la celebración se colma de claves de posición, formas geométricas e imágenes nítidas:


Cualquiera de nosotros podrá tocar lo que quiera

Fraseo largo o fraseo corto

Hacia arriba o hacia abajo

Da lo mismo, hoy celebraremos

Intercambiaremos camisetas

Nos reiremos

imaginaremos rectángulos

Toda la gama de escalas que no existen

Cantamos mal. Tocamos mal.

No tenemos dedos para el piano

Qué importa. Nada importa

Le pondremos música a esta esquina


(p. 56)


Es significativo que este poema preceda justo a Carretera al sur, que nos muestra un paisaje que se presenta sordo, más allá de lo comprensible, imposible de asumir con naturalidad:


Las olas son paisajes de una historia cultivos de palabras rotas

Son tanta muerte y miedo acumulado en el barranco

Son despedidas y reinicios son los helicópteros sobrevolando

Son los riscos los precipicios los basurales la extinción

(...)


No preguntes, principalmente no preguntes

Siempre tendrás que imponer un dique entre tu mirada y el mundo


(pp. 58-59)

Ante un desasosiego histórico que el mundo entero hace casi un siglo no experimentaba, Polanco no ha querido plantear una poética de teoría, siquiera reflexiva. Más bien ha preferido una escritura del desahogo, que aspira a mostrar la magnitud de un desgarro que va mucho más allá de una percepción emocional individual. En Lacrimógena, Polanco logra hacer ver el profundo carácter político de la experiencia, cuando esta es comprendida en toda la profundidad de su lugar y su tiempo.

jueves, marzo 24, 2022

UNA LUZ SIN BORDE, de Milagros Ábalo: un diario de duelo.

La elegía en su sentido más estricto y actual -la lamentación por la muerte de un ser querido- es ya una forma antigua, en que bien se podría plantear un registro casi agotado históricamente. Resultaría así paradójicamente sencillo dar el paso a un quiebre total en la forma o en el imaginario, ya que permanecer fiel al carácter y al registro elegíaco como tal implicaría salir a encontrar una expectativa “malcriada” por incontables páginas y patrones imitados sin cesar. Una luz sin borde (Viña del Mar, Mundana, 2021), de Milagros Ábalo (Santiago, 1982), toma precisamente el desafío de habitar la naturalidad de la voluntad elegíaca, en una ruta directa hacia la expectativa del lector.

Una de las características que hacen resaltar la escritura de Una luz sin borde, es ser el registro de un proceso. En contraste al lirismo “puro” que implica la mirada del hablante a partir de un punto fijo (una “escena” de soledad que llama a una sola efusión emocional), el hablante acá no desea ocultar que el texto se trata de un diario de duelo. Por ello no es casual la falta de efectos de sorpresa o proezas formales, casi desde el pudor ante cualquier intento de dejar a lo literario en un estrato superior al registro de una vivencia íntima. De hecho, la conciencia de la impotencia del lenguaje ante ese registro es patente y expresa:


Apenas se juntan las palabras, apenas salen. Quedamos desarmados. No hay literatura posible en el duelo, no interesa. Se lee y todo resbala. Las palabras en las páginas caen, se desarman. Suenan huecas como tumbas después de un tiempo. (p. 17)


Esto no significa que el texto renuncie a su condición poética, sino al contrario: hace que la búsqueda de la expresión adecuada se alce a un tanteo que logra la plenitud de su efecto en la naturalidad del lenguaje más llano. La correspondencia física del dolor emocional, por ejemplo,


De nada sirve ponerse abrigo, estar cerca del fuego. El fuego no alumbra ni da calor cuando el frío viene de adentro. Un frío en la matriz de los huesos, ancestral. La pena da frío, necesitamos cubrirnos. Esa noche el cuerpo en idas y venidas (p. 8),


no se atreve a presentarse en comparaciones que complementen o agreguen intensidad. Lo mismo con respecto al devenir de la imagen del ausente, personalizada al interior del relato íntimo:

El muerto repentino se confunde. Delirio de gritos y llantos. A la semana recién comienza a encontrar su lugar, ya fuera de todo lenguaje. (p. 16)


Todo esto contribuye al especial tono de la prosa: da la impresión de un monólogo recitado a tiempo preciso y modulación natural, alejada de cualquier intención formal de lamento. Sería más preciso decir que se trata de una especulación, un reordenamiento consciente de las imágenes mentales, un proceso de duelo consciente que no puede dejar de apelar a la razón, aun cuando se haga natural la permanente invocación de conceptos en torno al vacío, la ausencia y la muerte:


Tanto nombro la muerte que pierde su sentido, su razón de ser, quizás por eso la nombro, para espantarla, para que ya no sea ni suene ni pese lo que pesa, para allanarla. Que suene como cualquier otra palabra: cielo, jardín. Que suene como un chincol. ¿Será que todo muere cuando digo muere? (p. 33)


Si bien la prosa hace la columna vertebral de Una luz sin borde, los poemas presentes en el libro agregan una dimensión menos especulativa y más directamente vivencial y contemplativa, mas no necesariamente por su contenido, sino por el trabajo formal que modula de otra manera -más estricta y concentrada- las imágenes. Desde los poemas más breves -por ejemplo, Un barco sale del puerto / sin saber adónde / ni si volverá (p. 32)- hasta el fragmento Al teléfono mandas fotos, imaginé cómo las mandarías desde allá (pp. 53-54) muestra el extremo cuidado e intensidad con que Ábalo es capaz de elaborar la imagen poética, sin que entreguen “efectos” grandilocuentes, sino que acaben siendo piezas inseparables del todo del libro.

Una luz sin borde no es, como tal, un conjunto puramente literario. Llamarle un conjunto poético, acaso, sea más preciso, ya que las 14 fotografías en blanco y negro en su interior (también obra de Ábalo) constituyen una parte integral del todo. El libro no es tan solo un libro para leerse, sino que una experiencia visual que desea asimilar lo reflexivo en lo contemplativo, en lo que es de alguna forma un reflejo de la finalidad misma del proceso del duelo. La contemplación del vacío como último resumen, inquietante más asumido, debe ser, naturalmente un (posible) cierre del proceso: Tus ojos son las negras cuencas / por las que se mira al universo. / Un miedo invade pensar que ahora / eres esa oscuridad (p. 61).

La coherencia visual y poética de Una luz sin borde nos habla de una labor cumplida no solo desde la autoría, sino desde la producción editorial: el sobrio y expresivo diseño de Constanza Jarpa-Luco debe ser mencionado como un acierto. Editorial Mundana insiste en crear libros en que la experiencia de lectura va mucho más allá del simple disfrute literario.