lunes, diciembre 26, 2016

La Bildung de la infamia: PINOCHET BOY, de Rodrigo Ramos Bañados

Se acostumbra ver el nacer como un surgir, alzarse a la luz, como las plantas que buscan el sol, y hasta nos suena natural el inicio del viaje de la vida de una persona como ese acto de buscar el sol. Si uno se pone estudioso, se va a encontrar siempre con esa imagen al inicio de la clásica Bildungsroman, la novela de formación. De la nada al ser, para ir superando los desafíos de un mundo que no es en sí mismo fundado en la justicia o la verdad, y que no nos ayudará en esa lucha que sí se puede vencer siendo fiel a sí mismo, hallando y creando el propio lugar en una vía que en principio se nos cierra, comprendiendo el necesario pacto con una sociedad que se nos presenta como una contrariedad suprema.
Me acuerdo de haber leído sobre la famosa Bildungsroman a inicios de los 90. Me inquietaba algo de fondo, que ahora, al leer Pinochet Boy, se me ha dado definir con bastante mayor precisión. Hay otra noción sobre el nacer, que corresponde más a cómo funciona el cosmos gnóstico: el alma no surge hacia arriba buscando la luz, sino que aparece en el mundo como enviada hacia abajo, a un calabozo, marcado por la oscuridad, la injusticia, el dolor, la falsedad, la ilusión, la multiplicidad del ser, la falta de sentido, la intuición de estar siempre fuera de lugar. Desde esta visión del mundo, el hombre debía evadirse de este y fijarse en su interior, por el bien de su alma; no hacer tratos con el Mal. Concentrarse en el cuerpo y creer en la verdad de aquello externo significaría entregarse a la anulación total y permanecer eternamente en el calabozo, creyendo que no había jamás forma de salir.
Estos constructos -el de un mundo que invita a una lucha posible contra él que culmine en un trato, y lo que podríamos llamar “la evasión necesaria” ante un enemigo imposible y pernicioso- son para nuestra generación un ruido de fondo que ni siquiera susurraba, sino que atronaba como los buses de la calle en la hora peak. Nos tocaba crecer en un mundo lleno de viejas supervivencias, conceptos e instituciones en los que ya nadie creía, en medio de una revolución bastante más profunda que aquella con R mayúscula de la que escuchábamos susurrar como otro concepto sobreviviente y ya absolutamente despojado de todo sentido. En ese mundo inverso, la ilusión se hacía natural: los medios de comunicación no informaban ni mostraban la verdad, y eso no era extraño, ya que desde chicos teníamos claro que su función era, más que cualquier otra cosa, llenar las horas de aburrimiento para no pensar en cosas que, de verdad, se hacían imposibles de racionalizar. Porque, dicho de manera más correcta: las cosas no podían ser así, la gente no puede aguantar esta distancia insufrible entre la opinión general falsa del espectáculo y la realidad, una brecha que, se supone, no se puede ensanchar indefinidamente. Pero ¿es que el tiempo no nos demostraba –hasta hace poco- que el mundo real puede coexistir con máscaras mentirosas sin provocar un problema mayor a un sistema social que parecía inconmovible y soportable hasta el extremo de anular cualquier resistencia?
Ya leía hace tiempo de esto: me recuerdo Conversación en la catedral, de Vargas Llosa, en que el leitmotiv que va guiando el intento de visión lúcida sobre la propia historia del joven periodista Santiago Zavala es: ¿En qué momento se jodió el Perú? Allí, el protagonista, perteneciente a la clase alta y criado bajo el ochenio de Manuel Odría, tiene la suficiente distancia como para hacer esta pregunta de manera directa, viendo y analizando de frente los acontecimientos, en la conciencia gradual de que en el proceso de la absolutización de la corrupción brutal que se vive estaba no solo su misma casta involucrada, sino que su misma familia.
Pinochet Boy, en este sentido, sabe plantearse de manera opuesta y más radical. La fragmentación, la corrupción social está absolutamente internalizada en el protagonista, quien se ve moldeado absolutamente por un proceso histórico y cultural del cual parece ser siempre absolutamente consciente. Es también un periodista, que comprende y debe aplicar los procedimientos que eternizan la ilusión y la máscara de la sociedad, habitando plenamente esa brecha vacía entre la realidad y una mentira organizada, que se muestra campante en esa provincia lejana y lindante con el desierto y los yacimientos de explotación minera. Ramos Bañados logra, en el retrato general del ámbito social, económico y cultural que despliega, característico de las ciudades del Norte Grande (término que él mismo se encarga de instalar entre comillas), una representación a escala de la violencia cultural del sistema entero, internalizada y funcional hasta en los personajes más marginalizados de la novela.
Esta violencia cultural está directamente señalada en el título: Pinochet Boy; la alusión es obvia a la icónica banda punk de los 80; pero no sé si es tan obvio para una generación más joven lo que resuena detrás. Al escuchar estas dos palabras asociadas en aquellos años, uno iba entendiendo –a regañadientes, con rabia- el hecho inevitable de la paternidad del dictador sobre el nuevo país. Este genéticamente reproduciría rasgos bien propios del general: la mentira compulsiva, la capacidad de enmascararse con propósitos absolutamente amorales, la codicia apenas cubierta por los discursos sobre el crecimiento económico y el supuesto desarrollo nacional, la naturalización de la violencia, el autoritarismo y las relaciones jerárquicas vacías, el discurso heroico y sublime desde una voz que evocaba sin dudas la mediocridad mezquina y banal de un administrador de fundo. Toda nuestra generación –la que se crio bajo la sombra de la dictadura-, en mayor o menor medida, naturalizaría estos rasgos, y tendríamos un trabajo permanente de conciencia para saber que esto no tenía por qué ser así, que los procesos sociales e históricos no se pueden detener indefinidamente en un punto.
Ahora bien, en el protagonista de Pinochet Boy este proceso de conciencia también se da, y los pliegues del personaje muestran de manera harto precisa estos conflictos internos. Eso sí: el camino que lleva hasta Leonidas está marcado por la naturalización completa del mundo en que vive. Su estructura mental está llena de heridas apenas parchadas de esta lucha, que le arrojan a una compulsión narcisista, en que la satisfacción personal parece inicialmente ser el único balance disponible, llegando hasta la elevación de sí mismo a un ensoñado plano heroico y supramoral. Pariente muy cercano de Julien Sorel, hace surgir desde su impotencia la ilusión de gloria, en un ámbito social fragmentado y pasivo que favorece sus acciones como digno hijo de su época, siendo su misma personalidad muestra de esa fragmentación y de una aceptación irónica de las condiciones del mezquino juego de poder en que se ve envuelto como “trabajador de la cultura”.
Este último aspecto es vital para entender la perspectiva de Ramos Bañados: Mirko nace y se cría con la condición indicada para convertirse en el artista e intelectual que llega a ser, una capacidad de comprensión ágil del mundo en que vive y su catadura moral; y el ámbito de su desarrollo laboral y personal es precisamente el que corresponde a la “industria cultural” de la provincia chilena: una orquesta filarmónica mediocre y funcional a la entretención pasiva y a oscuros intereses, un periódico dedicado a la desinformación, el claro parasitismo de la vida literaria sometida al burocratismo de los concursos y los fondos estatales. Todos los personajes de la novela que se presentan desde la adultez del protagonista respiran este mundo de oportunidades a corto plazo, intereses ajenos y franca codicia, y la descripción de esta maquinaria inhóspita es una de las grandes virtudes de Pinochet Boy: Ramos Bañados es irónicamente cruel al exponer los engranajes que entregan la actividad cultural a una incesante mendicidad y falta de conciencia sobre sí misma; personajes como el escritor Rodolfo Rodríguez -en su fracaso-, o Sol, encargada de relaciones públicas de una minera -en su éxito-, muestran los puntos límite de una maquinaria que lamentablemente todos los envueltos en la actividad creativa conocemos demasiado bien.
¿Hasta qué punto el sistema nos acorraló como borregos y no nos dejó sostener nuestras vidas?, pregunta Leonidas, al mismo tiempo que sostiene una granada envuelta en su mano. Al fin, ¿qué mueve la máquina destructiva que vemos en Pinochet Boy, es solamente este abuso contestado por la pura pasividad? ¿O todo sucede solo por nacer en una época de mierda? Sin responder esta pregunta, Ramos Bañados nos fuerza a poner los ojos sobre una cultura de la impotencia, y sabe enfocar esto precisamente desde la conciencia activa de alguien que elabora sin cesar su visión de mundo, esto es, aquel que estaría virtualmente obligado a la crítica activa de este. La respuesta del crimen vengativo que emprende Pedro, es la señal del daño profundo de un país que ya no es capaz de pensarse constructivamente a sí mismo, de una violencia que termina alimentando al propio sistema del que Leonidas es, en cierta medida, un componente ejemplar. La separación interior de este protagonista debe ser bien leída desde esta fragmentación general, y la nula emoción que parece demostrar ante su propia realidad traumática, se ve bien reflejada en cada una de las acciones de venganza, al no llegar a necesitar en el ánimo narrativo la descripción precisa del crimen, sino más bien enfocarse en el destino de los restos. Estos, por su parte, parecen bien “olvidados” en lugares que parecen hechos para darle a la ciudad el perfecto vaciadero para la vida. Esta ciudad, como nuestro país, está llena de sitios para olvidar cadáveres: este mundo de Pinochet Boy no podría tener límites más acordes a su naturaleza destructiva, y todo el sistema social y cultural que refleja parece requerir de estos depósitos para lo que rápidamente va quedando obsoleto. La máquina destructiva es reproducida efectivamente por Pedro, como un agente consciente de todo el triste macrocosmos que él -y nosotros- habitamos.
Por ello, el triunfo no puede ser sino de la fragmentación. No es suficiente que el “éxito literario” de Leonidas sea resultado de una mímesis acabada y asumida de los modos y prácticas de un mundo que desprecia profundamente; además le será imposible acabar con el gesto de rebeldía -sea irónico o desesperado- de su ancestro Sorel. Ni siquiera le es dado el acabamiento: Ramos Bañados sabe introducir un efecto de anticlímax que dejará al protagonista ante su fracaso más profundo, en cuanto es el más íntimo, y en el que su rápida decadencia personal no tiene vías de salida. La caracterización del publicista Campbell resulta, en este sentido, un procedimiento notable para que el protagonista aparezca bajo una luz más directa y precisa, dándonos a entender además al deseo erótico como un índice fértil para comprender un entramado de caracteres y atmósferas emocionales que se nos va revelando a cada página de un realismo más descarnado. Este realismo descarnado, sin abuso de efectos y con el extremo patetismo que las propias condiciones históricas entregan, es fundamental para presentarnos la tragedia de Mirko (o de Pedro, o de Leonidas) como algo más acá de lo trágico, liberado de cualquier peso trascendente y absolutamente plausible, cotidiano y a la altura del ojo.

El ritmo de la prosa de Ramos Bañados vuelve a presentársenos acá en un gigantesco mural de la tragedia chilena, en la faceta que nos toca como seres que pretendemos ser críticos y no logramos salir de los engranajes que ya hace más de treinta años están siendo aceitados por el reiterado fracaso programado de cualquier expectativa de cambio cultural. Dolorosa e irónica, invita a revisar de vuelta las aristas de esta ruina y su perverso árbol genealógico.    

viernes, diciembre 09, 2016

UNA ESCRITURA DE DEVELAMIENTO

(posfacio de Trabajo de Campo, de Jaime Pinos, La Liga de la Justicia Ediciones: Arica, 2016)

La cultura artística ha sido a través de los tiempos una operación de velamiento. Toda cultura es un velo tendido sobre lo que hay enfrente: como humanos no podemos ver sin haber sido inoculados desde el primer chispazo de conciencia con lo que en nuestra tribu se quería que viéramos, sin ese velo que designaba y delimitaba nuestra experiencia en un sentido común, social. El arte fue siempre la forma más alta y distinguida de ese velamiento, como elaboración técnica de los mecanismos que desde nuestra misma conciencia -en la que esta la de los otros, la de los nuestros, la social- dictaban una dirección, una intención de la mirada.
¿Cómo entender el rol de un arte que descubra este velo? Este arte del más acá, el desmontaje de un velo social que con el tiempo se ha hecho patrimonio ideológico de las clases dominantes, ha sido una misión primordial desde que ese mismo arte, como parte de una alta cultura que ha perdido su rol sacralizado, descubre con pasmo que ya no tiene nada que decir. El artista es más bien un observador que investiga, un ojo hábil que registra aquello que no se ve aunque se tenga al frente. El artista tiene su nombre por un bautizo social convencional, porque ya se ha hecho menos que eso. Se medirá con el sociólogo o el periodista en sus métodos. Pero ¿qué pasa con sus fines?
Jaime Pinos ha asumido seriamente sus responsabilidades como escritor; y esto implica que mientras más delimita su labor, esta se hace más enorme. Su trabajo de campo -como bien se titula esta selección- no duda en rescatar aquello que más cuesta ver, por la amenazante presencia que ni todo el esfuerzo de un sistema general de adormecimiento social han podido quitar de la retina. Que su trabajo en la escritura poética se haya iniciado con un recuento de la vida y obra del Tila, es suficiente prueba: el Criminal representa al fin de cuentas un eficaz ángulo de visión para registrar la debilidad radical de todo el sistema de relaciones sociales de Chile bajo el capitalismo avanzado. El personaje central, que asume en sí conscientemente una perversidad antisocial, aparece aquí desde la necesidad de su existencia:

Lo suyo es una gangrena que ha ganado todo el cuerpo,
un cáncer que ya no puede extirparse,
una piedra imposible de extraer.

A través del Criminal -la cosecha de una siembra de otros- se hace posible ver la segregación, una marginalidad determinada cuya funcionalidad puede bien realizarse en un sentido opuesto al pretendido. La imposibilidad de normalizar a esta “avería” social, sabe subrayarse mediante el desdoblamiento del observador en varias máscaras discursivas: la del periodismo, la del psiquiatra forense, la del jurista. Pero cuando el síntoma habla desde sí mismo, no puede sino mostrar su firme base en las condiciones naturalizadas de marginación bajo el capitalismo:

El criminal no nace, se hace.
Y el camino de la abyección es un largo aprendizaje
que, para muchos como yo, coincide con el de la supervivencia.

Es entonces cuando la voz del Criminal toma a su cargo la voz de la sociedad bajo el espejo deforme de la que parece su paradójica realización mayor. Su vida criminal y su -virtual- acto de escritura constituyen una Obra, que constituye una forma mayor de síntesis de comprensión social. Es inevitable que en esta forma mayor, aparezcan las sombras de Ginsberg, Artaud, Lihn, Millán y otros poetas, entretejidos en una mímesis de autoexplicación que tan solo le dan a la sociedad lo que esta no querrá ver jamás: el reflejo real de una violencia subyacente e inevitable. En Criminal, Pinos plantea la pulsión antisocial como el cumplimiento de una condena ética sobre un país y un mundo en que los lazos sociales son desplazados por relaciones puramente económicas. Se trata de una voz profética, que es, en cuanto tal, revelación: desvelamiento de lo que debía, necesariamente, ser.

*

Poner al hablante más acá de esa necesidad, en una estricta tercera persona, implica el mostrar en Almanaque la quiebra de una posible visión omniabarcante. La reflexión sobre qué y cómo dar registro de un flujo de sucesos y realidades que ha sabido hacerse pesadillesco en el sentido de ya señalar el fin de la posibilidad humana, recorre el libro, señalando como un recordatorio segmentos programáticos que extreman la autoconciencia del hablante. Sea la crónica roja, sea la lira popular, sea la investigación ya desembozadamente sociológica, en el libro parece rondar la sombra de un fracaso radical de la posibilidad de registro, precisamente en la medida en que ese registro parece regularse y determinarse de forma más precisa.
Esto porque desde el principio, este observador -aludido siempre en una enajenada tercera persona- es en sí mismo víctima del proceso de deshumanización, no solo por las condiciones presentes del capitalismo, sino por el punto de partida histórico que le ha dado su sello de indeleble violencia: la dictadura.
Sin embargo, a espaldas de la denuncia directa, Pinos centra su crítica en la violencia simbólica, y la devuelve con procedimientos más radicales que en su primer libro: la referencia textual a comunicados oficiales y de prensa, la reproducción literal de reportajes y material forense. Con esto, Almanaque toma la consistencia de un collage, que dirige la mirada del lector de la misma forma que si fuera una instalación fotográfica bidimensional, ejerciendo con ello una violencia que aspira a ser capaz de mimar la dinámica desesperada del flujo de la antihistoria capitalista.
El estado de cosas en que deviene el poema no deja de representar el ojo extraviado sobre el mismo observador, y la mayor fijeza y concreción de su trabajo de campo coincide por ello con la medida de su impotencia como agente de cambio de la sociedad. El poema Musa es quizás el indicador más poderoso de esto en el libro, constituyendo una legítima arte poética. La mujer desquiciada, sin lugar físico y ya sin siquiera tiempo -el que ya nadie le podría devolver-, puede desaparecer del territorio no solo por su falta de necesidad histórica -su deriva inútil en un mundo que fluye inerte y mercantil, falto de sentido-, sino también porque su rol como inspiradora de un posible arte acaba revelándose en su misma desaparición. El suicidio de la figura a la que se dirigen varios de los poemas del libro, deja en claro la destinación real de estos textos en el poderoso poema de cierre:

Escritura de los suicidas,
letra al pie de la muerte,
texto sin glosa, metáfora límite.
Salto al silencio.

*

80 días es un paso adelante en la intención de registro. La deriva del observador se hace pronunciada, firme y sin dudas, desde el momento en que se ha hecho procedimiento eficaz. El texto es un mapa para perderse, respondiendo al flujo inerte de una vida social despojada de sentido; pero a través de este mapa no podrá dejar de dar a la operación de desvelamiento una potencia limpia. El hogar -que bien puede ser “el de Cristo”, marcado por la carencia-, el resto sombrío de un centro comercial deshabitado; en fin, la ciudad misma como un espacio ya casi abstracto a fuerza de segregada, expropiada y enajenada, es tan solo un escenario que el Transeúnte recorrerá sin buscar nada específico.
Lo que halla no es solamente una muestra efectiva de la degradación urbana. También es una ventana hacia la construcción posible de un texto que sepa dar cuenta de sí mismo como función de restauración de una realidad pública -común- escamoteada por un régimen de comunicación virtual, que ha encontrado en el goce privado, doméstico, protegido de un flujo de imágenes abstraído y espectacular una transitoria solución a la revelación en el plano social de la crisis del sistema capitalista. La decidida y responsable parquedad del registro constituye aquí, en un sentido profundo, una función política en sentido propio.

*

Uno se podría equivocar al hablar de la obra de Jaime Pinos. Dado que la voluntad en estos textos no es en absoluto análoga a la modulación de configuración artística que esa palabra designa. Acaso se podría hablar mejor del catálogo de Jaime Pinos como uno de los registros escriturales más interesantes en el plano nacional precisamente por esa ancha espalda que se le da acá a cualquier velamiento de lo real. Con frecuencia se habla de la literatura como una fuerza para estimular el deseo de cambio social; pero bien hemos visto que este deseo encuentra a la literatura de denuncia como un buen reconfortante ante la felicidad de ser consciente, de que haya otro ser consciente y haya muchos compradores y escuchadores de poemas conscientes. Así la sociedad de seres conscientes en el seno de un sistema ciego y sordo podrá existir indefinidamente, apoyada en el reflejo ideal de su denuncia, fija en el debate televisivo en el cual se afirma el futuro posible.
Una escritura como la de Jaime Pinos no reconforta, sin embargo. En el límite desesperado en que sitúa su observación, y en estas imágenes que, siempre, todos vemos, y aun así se atreven a darnos un seco golpe en estas páginas, se guarda el umbral de una rebelión bastante más radicada en la conciencia, que podría determinar mucho más la acción social y política necesaria en la crisis que encaramos aquí y ahora.