Se
acostumbra ver el nacer como un surgir, alzarse a la luz, como las
plantas que buscan el sol, y hasta nos suena natural el inicio del
viaje de la vida de una persona como ese acto de buscar el sol. Si
uno se pone estudioso, se va a encontrar siempre con esa imagen al
inicio de la clásica Bildungsroman, la novela de formación.
De la nada al ser, para ir superando los desafíos de un mundo que no
es en sí mismo fundado en la justicia o la verdad, y que no nos
ayudará en esa lucha que sí se puede vencer siendo fiel a sí
mismo, hallando y creando el propio lugar en una vía que en
principio se nos cierra, comprendiendo el necesario pacto con una
sociedad que se nos presenta como una contrariedad suprema.
Me
acuerdo de haber leído sobre la famosa Bildungsroman a
inicios de los 90. Me inquietaba algo de fondo, que ahora, al leer
Pinochet Boy, se me ha dado definir con bastante mayor
precisión. Hay otra noción sobre el nacer, que corresponde más a
cómo funciona el cosmos gnóstico: el alma no surge hacia arriba
buscando la luz, sino que aparece en el mundo como enviada hacia
abajo, a un calabozo, marcado por la oscuridad, la injusticia, el
dolor, la falsedad, la ilusión, la multiplicidad del ser, la falta
de sentido, la intuición de estar siempre fuera de lugar. Desde esta
visión del mundo, el hombre debía evadirse de este y fijarse en su
interior, por el bien de su alma; no hacer tratos con el Mal.
Concentrarse en el cuerpo y creer en la verdad de aquello externo
significaría entregarse a la anulación total y permanecer
eternamente en el calabozo, creyendo que no había jamás forma de
salir.
Estos
constructos -el de un mundo que invita a una lucha posible contra él
que culmine en un trato, y lo que podríamos llamar “la evasión
necesaria” ante un enemigo imposible y pernicioso- son para nuestra
generación un ruido de fondo que ni siquiera susurraba, sino que
atronaba como los buses de la calle en la hora peak. Nos tocaba
crecer en un mundo lleno de viejas supervivencias, conceptos e
instituciones en los que ya nadie creía, en medio de una revolución
bastante más profunda que aquella con R mayúscula de la que
escuchábamos susurrar como otro concepto sobreviviente y ya
absolutamente despojado de todo sentido. En ese mundo inverso, la
ilusión se hacía natural: los medios de comunicación no informaban
ni mostraban la verdad, y eso no era extraño, ya que desde chicos
teníamos claro que su función era, más que cualquier otra cosa,
llenar las horas de aburrimiento para no pensar en cosas que, de
verdad, se hacían imposibles de racionalizar. Porque, dicho de
manera más correcta: las cosas no podían ser así, la gente no
puede aguantar esta distancia insufrible entre la opinión general
falsa del espectáculo y la realidad, una brecha que, se supone, no
se puede ensanchar indefinidamente. Pero ¿es que el tiempo no nos
demostraba –hasta hace poco- que el mundo real puede coexistir con
máscaras mentirosas sin provocar un problema mayor a un sistema
social que parecía inconmovible y soportable hasta el extremo de
anular cualquier resistencia?
Ya
leía hace tiempo de esto: me recuerdo Conversación en la
catedral, de Vargas Llosa, en que el leitmotiv que va guiando el
intento de visión lúcida sobre la propia historia del joven
periodista Santiago Zavala es: ¿En qué momento se jodió el
Perú? Allí, el protagonista, perteneciente a la clase alta y
criado bajo el ochenio de Manuel Odría, tiene la suficiente
distancia como para hacer esta pregunta de manera directa, viendo y
analizando de frente los acontecimientos, en la conciencia gradual de
que en el proceso de la absolutización de la corrupción brutal que
se vive estaba no solo su misma casta involucrada, sino que su misma
familia.
Pinochet
Boy, en este sentido, sabe plantearse de manera opuesta y más
radical. La fragmentación, la corrupción social está absolutamente
internalizada en el protagonista, quien se ve moldeado absolutamente
por un proceso histórico y cultural del cual parece ser siempre
absolutamente consciente. Es también un periodista, que comprende y
debe aplicar los procedimientos que eternizan la ilusión y la
máscara de la sociedad, habitando plenamente esa brecha vacía entre
la realidad y una mentira organizada, que se muestra campante en esa
provincia lejana y lindante con el desierto y los yacimientos de
explotación minera. Ramos Bañados logra, en el retrato general del
ámbito social, económico y cultural que despliega, característico
de las ciudades del Norte Grande (término que él mismo se encarga
de instalar entre comillas), una representación a escala de la
violencia cultural del sistema entero, internalizada y funcional
hasta en los personajes más marginalizados de la novela.
Esta
violencia cultural está directamente señalada en el título:
Pinochet Boy; la alusión es obvia a la icónica banda punk de
los 80; pero no sé si es tan obvio para una generación más joven
lo que resuena detrás. Al escuchar estas dos palabras asociadas en
aquellos años, uno iba entendiendo –a regañadientes, con rabia-
el hecho inevitable de la paternidad del dictador sobre el nuevo
país. Este genéticamente reproduciría rasgos bien propios del
general: la mentira compulsiva, la capacidad de enmascararse con
propósitos absolutamente amorales, la codicia apenas cubierta por
los discursos sobre el crecimiento económico y el supuesto
desarrollo nacional, la naturalización de la violencia, el
autoritarismo y las relaciones jerárquicas vacías, el discurso
heroico y sublime desde una voz que evocaba sin dudas la mediocridad
mezquina y banal de un administrador de fundo. Toda nuestra
generación –la que se crio bajo la sombra de la dictadura-, en
mayor o menor medida, naturalizaría estos rasgos, y tendríamos un
trabajo permanente de conciencia para saber que esto no tenía por
qué ser así, que los procesos sociales e históricos no se pueden
detener indefinidamente en un punto.
Ahora
bien, en el protagonista de Pinochet Boy este proceso de
conciencia también se da, y los pliegues del personaje muestran de
manera harto precisa estos conflictos internos. Eso sí: el camino
que lleva hasta Leonidas está marcado por la naturalización
completa del mundo en que vive. Su estructura mental está llena de
heridas apenas parchadas de esta lucha, que le arrojan a una
compulsión narcisista, en que la satisfacción personal parece
inicialmente ser el único balance disponible, llegando hasta la
elevación de sí mismo a un ensoñado plano heroico y supramoral.
Pariente muy cercano de Julien Sorel, hace surgir desde su impotencia
la ilusión de gloria, en un ámbito social fragmentado y pasivo que
favorece sus acciones como digno hijo de su época, siendo su misma
personalidad muestra de esa fragmentación y de una aceptación
irónica de las condiciones del mezquino juego de poder en que se ve
envuelto como “trabajador de la cultura”.
Este
último aspecto es vital para entender la perspectiva de Ramos
Bañados: Mirko nace y se cría con la condición indicada para
convertirse en el artista e intelectual que llega a ser, una
capacidad de comprensión ágil del mundo en que vive y su catadura
moral; y el ámbito de su desarrollo laboral y personal es
precisamente el que corresponde a la “industria cultural” de la
provincia chilena: una orquesta filarmónica mediocre y funcional a
la entretención pasiva y a oscuros intereses, un periódico dedicado
a la desinformación, el claro parasitismo de la vida literaria
sometida al burocratismo de los concursos y los fondos estatales.
Todos los personajes de la novela que se presentan desde la adultez
del protagonista respiran este mundo de oportunidades a corto plazo,
intereses ajenos y franca codicia, y la descripción de esta
maquinaria inhóspita es una de las grandes virtudes de Pinochet
Boy: Ramos Bañados es irónicamente cruel al exponer los
engranajes que entregan la actividad cultural a una incesante
mendicidad y falta de conciencia sobre sí misma; personajes como el
escritor Rodolfo Rodríguez -en su fracaso-, o Sol, encargada de
relaciones públicas de una minera -en su éxito-, muestran los
puntos límite de una maquinaria que lamentablemente todos los
envueltos en la actividad creativa conocemos demasiado bien.
¿Hasta
qué punto el sistema nos acorraló como borregos y no nos dejó
sostener nuestras vidas?, pregunta Leonidas, al mismo tiempo que
sostiene una granada envuelta en su mano. Al fin, ¿qué mueve la
máquina destructiva que vemos en Pinochet Boy, es solamente
este abuso contestado por la pura pasividad? ¿O todo sucede
solo por nacer en una época de mierda? Sin responder esta
pregunta, Ramos Bañados nos fuerza a poner los ojos sobre una
cultura de la impotencia, y sabe enfocar esto precisamente desde la
conciencia activa de alguien que elabora sin cesar su visión de
mundo, esto es, aquel que estaría virtualmente obligado a la crítica
activa de este. La respuesta del crimen vengativo que emprende Pedro,
es la señal del daño profundo de un país que ya no es capaz de
pensarse constructivamente a sí mismo, de una violencia que termina
alimentando al propio sistema del que Leonidas es, en cierta medida,
un componente ejemplar. La separación interior de este protagonista
debe ser bien leída desde esta fragmentación general, y la nula
emoción que parece demostrar ante su propia realidad traumática, se
ve bien reflejada en cada una de las acciones de venganza, al no
llegar a necesitar en el ánimo narrativo la descripción precisa del
crimen, sino más bien enfocarse en el destino de los restos. Estos,
por su parte, parecen bien “olvidados” en lugares que parecen
hechos para darle a la ciudad el perfecto vaciadero para la vida.
Esta ciudad, como nuestro país, está llena de sitios para olvidar
cadáveres: este mundo de Pinochet Boy no podría tener
límites más acordes a su naturaleza destructiva, y todo el sistema
social y cultural que refleja parece requerir de estos depósitos
para lo que rápidamente va quedando obsoleto. La máquina
destructiva es reproducida efectivamente por Pedro, como un agente
consciente de todo el triste macrocosmos que él -y nosotros-
habitamos.
Por
ello, el triunfo no puede ser sino de la fragmentación. No es
suficiente que el “éxito literario” de Leonidas sea resultado de
una mímesis acabada y asumida de los modos y prácticas de un mundo
que desprecia profundamente; además le será imposible acabar con el
gesto de rebeldía -sea irónico o desesperado- de su ancestro Sorel.
Ni siquiera le es dado el acabamiento: Ramos Bañados sabe introducir
un efecto de anticlímax que dejará al protagonista ante su fracaso
más profundo, en cuanto es el más íntimo, y en el que su rápida
decadencia personal no tiene vías de salida. La caracterización del
publicista Campbell resulta, en este sentido, un procedimiento
notable para que el protagonista aparezca bajo una luz más directa y
precisa, dándonos a entender además al deseo erótico como un
índice fértil para comprender un entramado de caracteres y
atmósferas emocionales que se nos va revelando a cada página de un
realismo más descarnado. Este realismo descarnado, sin abuso de
efectos y con el extremo patetismo que las propias condiciones
históricas entregan, es fundamental para presentarnos la tragedia de
Mirko (o de Pedro, o de Leonidas) como algo más acá de lo trágico,
liberado de cualquier peso trascendente y absolutamente plausible,
cotidiano y a la altura del ojo.
El
ritmo de la prosa de Ramos Bañados vuelve a presentársenos acá en
un gigantesco mural de la tragedia chilena, en la faceta que nos toca
como seres que pretendemos ser críticos y no logramos salir de los
engranajes que ya hace más de treinta años están siendo aceitados
por el reiterado fracaso programado de cualquier expectativa de
cambio cultural. Dolorosa e irónica, invita a revisar de vuelta las
aristas de esta ruina y su perverso árbol genealógico.
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