sábado, agosto 27, 2016

La sublime irresponsabilidad de Sergio Muñoz, presentación de LENGUAS DE HUMO TRANSPARENTE (Viña del Mar: Altazor, 2016)

Iba a empezar diciendo que acá tenemos a alguien que no palabrea, sino que es palabreado. Pero veo el título y la indicación del autor: no me está dejando fácil el jueguito de palabras. ¿Quién es el que escribe? escribir el libro de quién? me responde el poema que le da el nombre al libro: lenguas de humo transparente. No es Sergio, ni la vaga figura de un autor que se desprende de él, según una convención de la ciencia literaria que ya viene sonando medio a compuesto farmacéutico; quien me responde es este extenso poema desde una de sus lenguas, como si de un fuego se tratase. Pero de nuevo me asiste esta -ya casi sagrada- interrupción de la negación: ¿un fuego? Esta es una lengua de humo.
Recurro al viejo y manido Cirlot: el humo es la antítesis del barro (que es algo así como lo que se supone que somos: tierra y agua), ya que el humo está compuesto de fuego y aire: la suprema volatilidad, que desemboca ágilmente en la imagen del eje entre el valle y la montaña, la relación entre cielo y tierra. Naturalmente nace sola esta otra: la del alma separada del cuerpo, de acuerdo al alquimista árabe Geber.
Y veo el humo, saliendo del corazón de la hoguera que convoca a los ancestros de nuestro arte y de toda cultura primordial: sin ver nada más, porque el humo cubre los perfiles de los cuerpos, sin poder distinguir ni identificar. ¡Por eso no hay nombres, por eso la poesía no se hace ni se construye, sino que aparece detrás… no se escribe con silencio es silencio // vuelve cada cual a su mudez / deambula en ella / en la sombra que deja la sombra imprecisa de las cosas! Y las sustancias -no esos químicos y clasificados estados de la materia, sino que la fluencia alquímica de una esencia única que anda buscando metamorfosearse como animal que vive arrojándose a saciar el celo-, son las sustancias las que se dejan caer solas en el poetizar. Y ¿dónde está usted entonces, Sergio, por dónde anda? ¿Se anda desplazando o anda cambiando de formas irresponsablemente como una criatura que fuese presa de un demiurgo gigantesco e inimaginable, una sombra china que hacen otras manos sobre un muro de aire tan denso que no deja ver a través?
Me dice (¿a mí?) donde dice identidad tache piense y / (d)escriba la mínima exaltación de la luz. Bien, ya voy viendo algo. Exaltar, o sea subir, acceder a la unión completa a lo Juan de la Cruz, a lo Juana Inés, a lo Arcipreste, al estilo de ese trasvasije desvergonzado (ó quán suave olor, que derramaste) de Luis de León que le costó la cárcel -dejar de ser sí mismo para como entre el humo confundirse, sin verse ya y con el respiro casi ahogado por la vaguedad de un aire que ya no es aire, sino que otra cosa se ha hecho. Subir, extasiado: ser más que uno.
Pero y ¿bajar? Porque se baja -vaya al pubis / que es lo más eterno que tenemos / con su tajo tenue y sombrío. Veo, acá al frente, cómo se derrama el lado visible del héroe -si es que hay un héroe en este palabreo- en los talones del espíritu. Y es que entiendo -¿entiendo? Se sube y se baja de un espacio a otro, como si -ya que acaba siendo lo mismo- se fluye o se deja de fluir trasvasijado, entre sustancias que se hacen y deshacen, o volcado en una sustancia que se hace, se descompone y termina otra cosa y en otro lugar. Siento esto. Entiendo que se llama respiración cuando esto pasa en nosotros. El que vive deja de vivir un segundo (expira) para que vuelva a entrar el aire; y ese dejar de vivir es quizás, vivir más allá en ese instante, asumir la taza vacía del ser, sin rostro y vuelto el ojo una pura recolección de los cielos.
A estas alturas, no sé si se va entendiendo esto. Porque esto es hacer entender una forma de no entendimiento, una epifanía que surge cuando uno ya no puede mirar de lejos, cuando todo el cuerpo se pone a respirar más fuerte, y la piel solo conoce a la piel, y todo el aliento y toda la piel se dan a través de algo inexpresable -si bien hay que decir que usted llega cerca con aquello de ráfaga ánima noche inclementemente ánima: bien, bien cerca de eso, de un golpe de sentido y de verdad, inclemente.
Al fin se trata de lo siguiente: usted es un supremo irresponsable. ¿Dice: digo esto desde fuera de mis manos / digo esto que es pura imitación desde otro riesgo…? Cualquiera que crea que la divina memoria se consigue con echar los labios a un río, comete una hybris de aquellas. Esperamos que usted, poeta, nos hable, y déle con insistir en un nudo que no es / es decir en la divagación de una palabra que no existe. Todos en nuestro buen afán de honrar estas hormigas juguetonas sobre la página, y usted haciéndolas imitar al agua, yendo de Mnemósine al Leteo, hundiéndolas en el silencio de todas las cosas, o aludiéndolas sin asco en esas alas entrando y saliendo de las sombras. Esto es cruel.
Crueldad, en fin, ¡qué diablos! Son estos tiempos nuestros. Imposible no pensar en el poema dedicado a la hermana Ximena, encabezado por ese epígrafe del lituano Milosz sobre una poesía que no salva naciones o pueblos, en ese mismo poema que bien dice más atrás: aquello que me fortaleció a mí, fue mortal para ustedes. Y es que en esta cuerda, en este espectro, Valparaíso del 2013 (¿cuánto ha pasado?) o 2016, y Varsovia del 45 no es tan distinto en el deber al que bien hay que alzarse -¿o bajar?-: el decir y el hacer / deben ser dichos y luego hechos / y luego vueltos a decir / para tener un mínimo lugar en la memoria / que sólo recoge / fragmentos / pedazos / miseria. Ojo que usted es el que anda invocando, y no me venga a echar la culpa con esta pecaminosa costumbre pagana que dura pagó el rey Saúl: usted mismo me dice que escribe siempre desde alguien ausente, tan absolutamente ausente que se quedó fuera de lo que los profanos de por acá arriba (¿o abajo?) llaman existencia. Y aquí sí que lo veo en el colmo de la irresponsabilidad: usted no quiere avanzar, sino que volver a alguna parte que ya ni siquiera es parte, sino que algo peligrosamente parecido al todo, donde en vez de tiempo hay una serpiente que se muerde la cola. Usted tiene una afición imposible al recuerdo -que no estaría en sí mal-, pero a un recuerdo que no se puede recordar. Todo se va no más en este embuste suyo, hasta lo más íntimo y real. Cierto griego que quiso ser poeta y después nos quería echar de una ciudad en que acabaron echándolo a él, diría desde su bien plantado nicho de autoridad que usted nos está contando mentiras, que no respeta el buen orden de las esferas.
Pero ¿es que se puede -no digamos ver-, sino pensar en esferas ahí, envuelto en ese cuerpo capaz de recordar de espaldas a cualquier alma posible -una aurita liviana que se pierde a cada rato? ¿Esferas, cuando el cuerpo está concentrado y envuelto en sus propias ideas que guardan piel y presencia real y palpable? No se puede, no hay modo. Esas esferas lentas y solemnes hacen otra música, que bien se está allá arriba, y bien gracias. Esta música, la de acá, está más cerca del toque del viejo sabio Monk, ese que sabía arrojarse solo fuera de cualquier ciudad existente, agarrando los tempos según lo guiaban sus manos de sabia torpeza, como si equivocaran y trasvasijaran aquellos mares en una tarea vana que vaya uno a saber para qué podría servir en ese poema suyo que abre estas lenguas. Ahí nos pone una clave fuerte, un acorde poderoso para entrar a leer algo que termina siendo una inmersión en vez del harto ligero anhelo de coleccionista de formas imposibles. Veo, entiendo: somos formados, somos recordados. Hay algo que no podemos, no podemos, sencillamente no.

Por eso solo puedo hablar de su libro en este lenguaje, más cerca del tartamudeo y del sinsentido, en que aparece más bien el largo parentesco entre las cosas, en vez de andarlas emparejando en modelitos del sistema solar de esos que se usan para enseñarle a los escolares su lugar en el mundo. Esto es, habría que echarle más bien el mundo encima a ese hato de adultos hastiados que ya no aprenden nada y que ven al mundo sin hogueras ni humo, clara y orgullosamente, responsables, sin bajar la cabeza. ¿Y le digo algo? Estos papeles con tinta no están mal: es un arma en buena forma, una provocación de carne y sangre y entraña, una buena piedra en medio de la frente este libro, para un fin tan perverso y desviado como esa súbita, irresponsable violencia.