Iba
a empezar diciendo que acá tenemos a alguien que no palabrea, sino
que es palabreado. Pero veo el título y la indicación del autor: no
me está dejando fácil el jueguito de palabras. ¿Quién es el que
escribe? escribir el libro de quién? me responde el poema que
le da el nombre al libro: lenguas de humo transparente. No
es Sergio, ni la vaga figura de un autor que se desprende de él,
según una convención de la ciencia literaria que
ya viene sonando medio a compuesto farmacéutico;
quien
me responde es este extenso poema desde una de sus lenguas,
como si de un fuego se tratase. Pero de nuevo me asiste esta -ya casi
sagrada- interrupción de la negación: ¿un fuego? Esta es una
lengua de humo.
Recurro
al viejo y manido Cirlot: el
humo es la antítesis del barro (que
es algo así como lo que se supone que somos: tierra y agua),
ya que el humo está
compuesto de fuego y aire: la
suprema volatilidad, que desemboca ágilmente en la
imagen del eje entre el valle
y la montaña, la relación entre cielo y tierra. Naturalmente nace
sola esta otra: la
del alma separada del
cuerpo, de acuerdo al
alquimista árabe Geber.
Y
veo el humo, saliendo del corazón de la hoguera que convoca a los
ancestros de nuestro arte y de toda cultura primordial: sin ver nada
más, porque el humo cubre los perfiles de los cuerpos, sin poder
distinguir ni identificar. ¡Por eso no hay nombres, por eso la
poesía no se hace ni se construye, sino que aparece
detrás… no se escribe con silencio es silencio // vuelve cada
cual a su mudez / deambula en ella / en la sombra que deja la sombra
imprecisa de las cosas! Y
las sustancias -no esos químicos y clasificados estados de la
materia, sino que la fluencia alquímica de una esencia única que
anda buscando metamorfosearse
como animal que vive
arrojándose a saciar el
celo-, son
las sustancias las que se
dejan caer solas en el poetizar. Y ¿dónde está usted
entonces, Sergio, por dónde
anda? ¿Se anda desplazando o anda cambiando de formas
irresponsablemente como una criatura que
fuese presa de un demiurgo gigantesco
e inimaginable, una
sombra china que hacen otras
manos sobre un muro de aire tan
denso que
no deja ver a través?
Me
dice (¿a mí?) donde dice identidad tache piense y /
(d)escriba la mínima exaltación de la luz. Bien,
ya voy viendo algo. Exaltar,
o sea subir,
acceder
a la
unión completa a lo Juan de la Cruz, a lo Juana Inés, a lo
Arcipreste, al estilo de ese trasvasije desvergonzado (ó
quán suave olor, que derramaste)
de Luis de León que le costó la cárcel -dejar de ser sí mismo
para como entre el humo confundirse, sin verse ya y con el respiro
casi ahogado
por
la vaguedad de un aire que ya no es aire, sino que otra cosa se ha
hecho. Subir, extasiado: ser
más que uno.
Pero
y ¿bajar?
Porque se baja -vaya al pubis / que es lo más eterno que
tenemos / con su tajo tenue y sombrío. Veo,
acá al frente, cómo se
derrama el lado visible del héroe -si
es que hay un héroe
en este palabreo- en los talones del espíritu.
Y es que entiendo -¿entiendo?
Se sube y se baja de
un espacio a
otro, como
si -ya que acaba siendo lo mismo- se
fluye o se deja de fluir trasvasijado,
entre sustancias que se hacen y deshacen, o
volcado en una sustancia que se hace, se descompone y termina otra
cosa y en otro lugar.
Siento esto. Entiendo que
se llama respiración cuando
esto pasa en nosotros. El
que vive deja de vivir un segundo (expira)
para que vuelva a entrar el
aire; y ese dejar
de vivir es quizás, vivir más allá en
ese instante, asumir la taza
vacía
del ser, sin rostro y vuelto el ojo una pura recolección
de los cielos.
A
estas alturas, no sé si se
va entendiendo esto. Porque esto
es hacer entender una forma
de no entendimiento, una epifanía que surge cuando uno ya no puede
mirar de lejos, cuando todo el cuerpo se pone a respirar más fuerte,
y la piel solo conoce a la piel, y
todo el aliento y toda la piel se
dan
a través de algo inexpresable -si bien hay
que decir que usted llega
cerca con aquello de ráfaga ánima noche inclementemente
ánima: bien, bien cerca de eso,
de un golpe de sentido y de
verdad, inclemente.
Al
fin se trata de
lo siguiente: usted
es un supremo irresponsable. ¿Dice:
digo esto desde fuera de mis manos / digo esto que es pura
imitación desde otro riesgo…?
Cualquiera
que crea que la divina memoria se consigue con echar los labios a un
río, comete una hybris
de aquellas. Esperamos que usted, poeta, nos hable, y déle con
insistir en un nudo que no es / es decir en la divagación
de una palabra que no existe.
Todos en nuestro buen afán de honrar estas hormigas juguetonas sobre
la página, y usted haciéndolas imitar al agua, yendo de Mnemósine
al Leteo, hundiéndolas en el silencio de todas las cosas,
o aludiéndolas sin asco en esas
alas entrando y saliendo de las sombras. Esto
es cruel.
Crueldad,
en fin, ¡qué
diablos!
Son estos
tiempos nuestros.
Imposible no pensar en el poema dedicado a la hermana Ximena,
encabezado por ese epígrafe del lituano Milosz sobre una poesía que
no salva naciones o pueblos, en
ese mismo poema que bien dice
más atrás: aquello que me fortaleció a mí, fue mortal
para ustedes. Y es que en esta
cuerda, en este espectro, Valparaíso del 2013 (¿cuánto ha pasado?)
o 2016, y Varsovia del 45 no es tan distinto en el deber al que bien
hay que alzarse -¿o
bajar?-: el
decir y el hacer / deben ser dichos y luego hechos / y luego vueltos
a decir / para tener un mínimo lugar en la memoria / que sólo
recoge / fragmentos / pedazos / miseria. Ojo
que usted es el
que anda invocando, y no me venga a echar la culpa con
esta pecaminosa costumbre pagana que dura
pagó el rey Saúl:
usted mismo me dice que escribe siempre desde
alguien ausente, tan absolutamente ausente que se quedó fuera de lo
que los profanos de por acá arriba (¿o
abajo?) llaman
existencia. Y aquí
sí que lo veo en el
colmo de la
irresponsabilidad:
usted no quiere avanzar, sino que volver a alguna parte que ya ni
siquiera es parte,
sino que algo peligrosamente parecido al todo, donde en vez de tiempo
hay una serpiente que se muerde la cola. Usted tiene una afición
imposible al recuerdo -que no
estaría en sí mal-, pero
a un recuerdo que no se puede recordar. Todo
se va no más en este
embuste suyo, hasta lo
más íntimo y real. Cierto
griego que quiso ser poeta y después nos quería echar de una ciudad
en que acabaron echándolo a él, diría desde su bien plantado nicho
de autoridad que usted nos está contando mentiras, que no respeta el
buen orden de las esferas.
Pero
¿es que se puede -no digamos ver-, sino pensar
en esferas ahí, envuelto en ese cuerpo capaz de recordar de espaldas
a cualquier alma posible -una
aurita liviana que se pierde a cada rato?
¿Esferas, cuando el cuerpo
está concentrado y
envuelto en sus propias ideas
que guardan piel y presencia real y palpable? No se puede, no hay
modo. Esas esferas lentas y solemnes hacen otra música, que
bien se está allá arriba, y bien gracias.
Esta música, la de acá,
está más cerca del toque del viejo sabio Monk, ese que sabía
arrojarse solo fuera de
cualquier ciudad existente, agarrando los tempos
según lo guiaban sus
manos de sabia torpeza, como si equivocaran y trasvasijaran aquellos
mares en una tarea vana que
vaya uno a saber para qué podría
servir en ese poema suyo que
abre estas lenguas.
Ahí nos pone una clave fuerte, un acorde poderoso para entrar a leer
algo que termina siendo una
inmersión en vez del
harto ligero anhelo de
coleccionista de formas
imposibles. Veo, entiendo:
somos formados, somos
recordados. Hay algo que no podemos, no podemos, sencillamente
no.
Por
eso solo puedo
hablar de su libro en este lenguaje, más cerca del tartamudeo y del
sinsentido, en que aparece más bien el largo parentesco
entre las cosas, en vez de
andarlas emparejando en modelitos del sistema solar de
esos que se usan para
enseñarle a los escolares su
lugar en el mundo. Esto es,
habría que echarle más bien el mundo encima a ese
hato de adultos hastiados que ya no aprenden nada y que ven al mundo
sin hogueras ni humo, clara y orgullosamente, responsables, sin bajar
la cabeza. ¿Y
le digo algo? Estos papeles
con tinta no están
mal: es un arma en buena forma, una provocación de carne y sangre y
entraña, una buena piedra
en medio de la frente
este libro, para un
fin tan perverso
y desviado como esa súbita,
irresponsable violencia.
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