Parece que es
tiempo de muertos -bueno, siempre es tiempo de muertos-, pero hay tiempos con
más muertos y tiempos más muertos que otros. No es por hablar mal de los
muertos, pero no se debe pasar tan bien, donde sea que conduzca esa puerta. Y
hay cada muerto, que llega a dar susto. Tampoco falta el idiota que declara la
muerte de la poesía misma, y eso quizás por la amplia perspectiva hacia el
propio ombligo. No es fe lo que hace falta, es ojos: la poesía está más viva
que nunca y nos va a terminar seguramente enterrando a todos. Buena junta se
hará por esos lados, pero y mientras… ¿qué hacer?
Probablemente
nos demos cuenta después, de que echar unas líneas de tinta al papel no era tan
mala idea. Báez viene haciéndolo hace rato: Placebo (Valparaíso: Trombo
Azul, 1990), El Envase de mi Ser (Valparaíso: Serie “El Vaciadero”
Poesía, 1996) y Pájaros y Plumas (Valparaíso: La Cáfila, 2002), bien lo
demuestran, y el raro conocedor de la microhistoria literaria de la provincia
sabe que estas publicaciones recorren hitos de la orillera trayectoria de la
edición en esta orilla. Ya pasados buenos catorce años, Báez pasa de vuelta
ahora a ser algo más que una referencia bibliográfica para entendidos con este
libro, si bien nunca dejó de estar activo y atisbando desde la distancia
playanchina. Es de los que trabaja fuerte.
Esto porque es
de los pocos poetas que efectivamente asumen sus debidas 24 horas. Desde que lo
conozco -unos años antes de que nos cayera a todos la gracia patrimonial como
los intangibles artistas que somos en medio de tanta belleza turística-, me
resulta difícil determinar qué es lo que no es trabajo poético en Báez. Bien se
sabe que existe una forma particular de perder el tiempo -y perderse en el
tiempo- que es la música, que es la otra -pero ¿es otra?- inquietud que le ha
consumido unos cuantos años (no olvidar la Troika, Eslabón Perdido, Madre Foka…
más hitos orilleros), pero si hablamos de consumo, habría que decir que todo
nos consume los años, lo que se escucha, lo que se ve, lo que se transita, lo que
se sueña (y este sí que sueña). El tema es económico: ¿invertimos?
No invertir
sería una locura o una subversión atrevida, y es que así funciona un sistema
como se debe. Pero el entregar la vida a algo supone a veces que no te la van a
devolver, y entonces ¿cómo responderle a finanzas tan delicadas como las del
idioma? Cada día se hace más inútil poner el tiempo y la vida en este horrible
mercado, y bien se debe hacer esto: sacar de quicio al que arrienda los
puestos. El deber de la ironía textual de Báez significa entonces estar alerta:
ironía para que no te llegue la boleta y no se produzca tan rápida y ágilmente
la historia de siempre, el tener que recurrir a la informalidad de la esquina,
tan agradable al sol y mejor con algo para matar el tiempo, pero en que nada
queda fijo y todo se lo lleva el viento de la tarde allá arriba. Nuestros
lucidos buscadores de Internet bien pueden saber cada paso del street art
del último lugar del Asia, pero sobre Valparaíso la historia sabe bien cumplir
la fea ley de una vida real que jamás llega a hacerse aire en la pantalla: más
bien, acá todo desaparece de la memoria después de un tiempo, como debe ser. El
acto de traer a la memoria es ya gesto mágico. Y por lo demás, no le interesa a
nadie, y eso está bien -así nadie capitaliza, ¿verdad?
Diario
de Abril cumple bien su rol como poesía,
precisamente en la medida en que se hace imposible saber cuál es este rol. Este
cantor reflexiona al tiempo en que vive, y bien se sabe que el cantar, pensar y
vivir al mismo tiempo es algo que ningún teórico ha sabido jamás definir. En el
honroso Diamat -a su pesar, uno de los senos nutríficos de Báez junto al
otro, el eléctrico-, bien podrán defender el rol de reflejo de las
condiciones reales… Pero este sujeto vive imaginándose cosas y poniendo todo de
cabeza, como el viejo Arcipreste; o sencillamente da la espalda para ponerse a
ver películas. Acá no se explica nada, y bien probablemente a nadie le va a ser
ni mejor ni peor echarle un ojo al libro.
Pero es precisamente esta
suprema gratuidad, esta absoluta ligereza la que le da al Diario el tono
justo. Lo que el lector encuentra es tan solo una esquina entre la calle de una
historia cruel y ciega y el pasaje del vivir, que emboca a una escalera y cae a
pique, hasta pie de cerro. Por eso, mientras usted lee, la historia no termina,
y aparte, nadie se va a caer cerro abajo. Tranquilo lector. Salud. En Playa
Ancha hay alguien trabajando para usted.
Por Carlos Henrickson
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