jueves, junio 19, 2014

La excelencia trágica de EROSIÓN, de Víctor López Zumelzu

Hace años ya, comentando Guía para perderse en la ciudad (Santiago: Ripio, 2010), apuntaba a que el modo elegíaco que aparecía allí no respondía sólo al reflejo de una anécdota, sino a una conciencia profunda sobre la desaparición de la posibilidad del mismo decir. Esto se producía por la postulación urgente y dolida de una dimensión interior del poema, que sabía dejar pendiente –en el espíritu auroral de la poesía clásica- la pregunta sobre la existencia al trastocar el estatuto de lo real. Lo real sabía presentarse a sí mismo como lenguaje, mas intentando todavía retratar una realidad intocada e inefable que sólo podía habitar la memoria. 
Erosión (Santiago: Alquimia, 2014), de Víctor López Zumelzu (Curacaví, 1982), cumple un papel en relación a Guía… que revela la contemporaneidad profunda de ambos libros que ya plantea el autor en el Prólogo. Profunda, porque Erosión logra quebrar el cerco de lo inefable –una marca patente en la obra anterior-, hacia una poética más abierta e indefensa. 
La indefensión abierta de la poética tras Erosión se fundamenta en el mismo baluarte de la cerrazón que guardaba en Guía… su anécdota como un secreto revelado a medias –como el luto cubre el dolor-; ambas obras se sostienen en la postulación de lo literario como una realidad segunda, virtual y que aspira a la trascendencia por encima de una cotidianeidad llana y vacía. La expresión Afuera la ciudad dibuja otra ciudad en la mente, reiterada e incluso tácita en algunos trechos de Erosión, llama precisamente a esta paradojal suspensión del juicio, en que las categorías de lo natural y lo creado, lo real y lo imaginado, se acaban resolviendo sólo en términos de lenguaje. Este carácter es común en ambas obras.
La indefensión del último libro constituye la variación, análoga a la superación del luto inclusive en la inevitable pulsión de muerte: en Erosión se hace presente un más acá de lo literario que no puede sustraerse, que –más aun- entra en relación erosiva con él, constituyéndose la potencia oscura de lo ausente en un trance intermedio entre lo decible y lo inefable. Esto se expresa no sólo por el privilegio de imágenes marcadas por lo transitorio y pasajero, sino a través del paso dolorosamente necesario tras la puesta en juicio de la “realidad”: el asumir que la palabra sólo podrá tocar una percepción netamente transitiva, externa, en su investigación, las formas, como lo señalan los mismos títulos de los poemas. El desplazamiento de sentido sabe derivar sin forzar una definición imposible: como decía antes, lo único que marca presencia es inefable y se aloja en la memoria, es, paradojalmente, lo ausente. Entre varias posibles artes poéticas –en un conjunto que acude compulsivamente a la justificación del propio discurso-, me parece que destaca por su sencillez “Sobre la forma del musgo”:

Musgo pequeño
adherido frágilmente
a las rocas
mirando el abismo

pronto desaparecerás
por eso es necesario
que te describa

El pensamiento es la cama
donde nos tendremos
& de a poco
muy de a poco
el ruido metálico del “ser”
se detiene,
los engranajes se desaceleran
& sólo existes tú
suspendido en el aire
conforme llega el frío 

Entonces, el trance del sentido termina en el mismo desaparecer del objeto afectivo; en consecuencia, la pulsión de muerte adquiere carácter de fuerza constructiva en la poética. “Sobre la forma de beber agua”, que hace aparecer una serie de imágenes en torno a lo fluido, no puede sino tomar al fin la figura de la sangre:

Después de llorar las pupilas se dilatan
la sangre baja por la nariz,
la sangre está llena de palabras, 
de dibujos, de hojas quemadas por la tarde,
de cosas que cortan
con su frío, con su piel,
a la orilla de un estacionamiento
donde alguien nos abre sus manos
& nos invita a probar
lo dulce, lo cruel, que reparte como una tenue luz su filo,
donde las sirenas de las ambulancias nunca arriban.

La fluidez de la sangre que se va –que señala una expectativa fatal- termina siendo el soporte de la poética misma, y su escena ideal de comunicación es un traspaso individual y afectivo que sugiere la fragilidad de lo eventual, de la anécdota. Ante la inminencia de la muerte como silencio –o al menos como lenguaje absolutamente injustificable, desierto de sentido-, la dialéctica entre el pensamiento y el dolor que aparece en “Sobre la forma del cielo” se resuelve sólo en una trascendencia imposible: la poética se hace lengua llana y la compleja voluntad del texto en el anhelo afectivo que reúne a lo presente con lo ausente:

El dolor es una alfombra de flores –dice el padre: por eso he cavado una fosa en el pensamiento para que te recuestes alrededor de mí para siempre.

El cúmulo de tensiones que constituye la poética de Erosión exige un manejo formal de lenguaje que López es capaz de ejecutar sin dudas y asumiendo los riesgos que supone una escritura fundada en la deriva de imágenes. Esta capacidad de manejar la extrema ductilidad de imágenes poéticas capaces de metamorfosis esenciales, sin exagerar efectos expresivos y sin decaer en la intensidad de tono, hace de López uno de nuestros autores más sobresalientes de nuestra nueva poesía chilena, y precisamente en cuerdas que en nuestro país no han sido muy tocadas y apreciadas. Gabriela Mistral ya advertía, refiriéndose a Requiem de Humberto Díaz Casanueva, en 1953: Había en nuestra literatura latinoamericana un hondón extraño, una lamentable ausencia, la del asunto y el tono trágicos. Esto nos creaba un vacío y denunciaba en nosotros cierta banalidad, pobreza e incapacidad para la zona enrarecida de un género que reclama la mayor excelencia espiritual.
Y muy probablemente, Erosión es uno de los pocos libros que nos pueden dar permiso ahora para usar palabras tan grandes y poco escuchadas en nuestra actualidad literaria.

jueves, junio 12, 2014

FINIS TÉRREA: APUNTES DE CARRETERA, de Alexis Figueroa; un salto al vacío.

Las constantes manifestaciones de la crisis que afecta a la literatura -y al lugar de las artes en el sistema social en general, en plena calamidad- han dado ya hace tiempo pie a respuestas de nervios destrozados. No es disminuir el calibre de la crisis el reconocer que la mayor parte de la producción en torno a la llamada transvanguardia se fundamenta cada vez más en el gesto de pasmo -tensionado hasta llegar a un histrionismo un tanto patético, lo cual no cuesta trabajo alguno- que en respuestas propiamente literarias. Y es que se olvida quizás que ésta no es la única instancia en la historia en que vuelcos históricos violentos han forzado cambios radicales en la forma de entender la creación artística.
Por suerte, a nuestro país no le han faltado poetas que efectivamente supiesen elaborar su resistencia ante las amenazas que se ciernen sobre los últimos restos del humanismo –casi ruinas que soportan aún el relativo prestigio de la creación artística-, haciendo resonar dentro de la misma escritura el crujido de la crisis. Inevitable es mencionar históricamente a Juan Luis Martínez y Gonzalo Millán como baluartes de una obra netamente crítica. La dictadura y el vértigo reordenador impulsado por los grupos que aspiraban a hacerse del poder político hizo que los referentes posibles de esta voluntad jamás pudieran ser entendidos orgánicamente, pudiendo recién venirse a leer con calma después que el campo literario tuvo sus posiciones de privilegio ya ocupadas en forma segura. Recién hoy se puede apreciar en perspectiva desde los 80 hasta ahora nombres que -sin el aparataje publicitario que tuvieron autores ligados a la Escena de Avanzada y a camarillas universitarias, y a menudo desde la provincia- supieron y han sabido mantener en alto una obra de genuina resistencia.   
Al referirme a Alexis Figueroa (Concepción, 1956), resulta inevitable reconocerlo como uno de los poetas más conscientemente críticos de los últimos treinta años en Chile. Desde Vírgenes del Sol Inn Cabaret (1986, Premio Casa de las Américas) hasta su último libro Finis térrea: apuntes de carretera (notas de un sobreviviente a la poesía personal) (Santiago: LOM, 2014), Figueroa ha construido una obra personalísima, que no evita las violentas tensiones que desde la (post-)cultura dominante se ejercen sobre la creación literaria -en su libro de 1986 ya asimilaba con extremo dramatismo la figura de la representación degradada del espectáculo para presentar un retrato fantasmal del nihilismo posmoderno desde el margen geográfico, simbólico y cultural que constituye Latinoamérica. En Finis térrea -en lo que podríamos llamar un gradual repliegue a través de los libros que median entre ambos- se ha desplazado hacia lo propiamente literario como sistema cerrado.
La conciencia de la gravitación del nihilismo sobre la creación continúa, eso sí, intacta, pasando al centro mismo de la atención. Para ello, Figueroa utiliza la referencia permanente al tópico del fin de la civilización, tal como lo ha realizado la literatura de anticipación científica -en una actualización radical del tópico clásico de la ruina. Así, la crisis se entiende no en su desarrollo, sino desde su día después; la figura del creador será inevitablemente marcada por la soledad, el despojo y el destiempo (que puede transcribirse como vejez o demencia). Mas paradojalmente tendrá el privilegio de una conciencia acabada con respecto al transcurso de la crisis, conciencia que lo convertirá, más acá de las víctimas, en investigador y contemplador de la virtual catástrofe, y, en último término, en el pensador que reflexiona sobre ella. La paradoja mayor -lo innecesario y vacío de tal conocimiento en un escenario sin el mínimo tejido social en que se lleve a cabo una comunidad, en que se pueda comunicar- termina pasando la interrogante al plano de la necesidad de la misma creación o, dicho de otra forma, la noción de poesía, arte o autor en cuanto tales.
Esto último se aviene bien con la escritura en que Figueroa se mueve más naturalmente, que pudiésemos llamar neobarroca más allá de la adscripción a canon alguno relacionado con tal concepto. Figueroa parte de una lírica elegíaca de construcción en general cuidadosa, que resalta la superficie sonora del lenguaje a través de una densidad medida de la imagen poética. Esto genera estructuras de imagen poética de apariencia directa que alcanzan a medias a cubrir una latencia crítica de creación de sentido:

Fueron labios pálidos.
Fue la forma del sonido.
Fue en la estación de invierno.
Fue con la primera luna.
Fue cuando la pupila se abrió en el teatro de la luz.

empieza el extenso poema Los nombres del mar, el que está construido casi íntegramente con la anáfora marcada por el pasado perfecto. La extrema confusión, lo inabarcable de lo contemplado –su pura continuidad-, no puede sino dar, paradojalmente, al hablante un estatus omnisciente y lúcido para intentar el salto al vacío hacia la imposible definición, remarcando su voluntad lírica. El aparece, por cierto, pero su indefinición llega hasta a sugerir un mero eco reflejo -Fue la voz, tu voz- entre imágenes que parecen asumir una efectiva deriva de referentes que lleva su movimiento directamente a una tabula rasa. En otros textos del libro -como en el poema en cursivas que se inicia (Así como la perla..., que parece ocupar el centro del volumen, la voluntad barroca de esta lírica llega a un significativo exceso, constituyéndose la figura de la perla en un símbolo complejo que no da un desarrollo bien cerrado, sólo dejando entrever posibilidades de desplazamiento al margen para una escritura que pareciera no ser ya capaz de definir una voluntad efectiva de representación. En este sentido, el fracaso de esta voluntad logra constituirse como triunfo en el esquema general del libro, desde el panorama del nihilismo radical de su escena ideal -postcivilizatoria, postsocial-, por más que en ocasiones se revele como un sofisticado y elaborado procedimiento gratuito.
Más allá del horizonte de un estilo particular, Finis térrea logra su efecto de volumen gracias a trascender toda estilística acotada. Resulta clave en ese sentido la proliferación de referencias y citas, desde las tácitas y extensas hasta las entremezcladas en el tejido textual: Figueroa sabe cómo presentar un sujeto poético en crisis;

¿Quién?
Quien antes crecía ahora está muerto.
¿Quién?
Quien antes reía y se gozaba ahora mide la ceniza.
¿Quién?
Quien antes fecundó ahora está seco.

empieza el primer texto titulado Más preguntas, interrogaciones cuya aparente indefinición apunta falazmente hacia un escenario tácitamente postcatastrófico en el segundo poema homónimo; falazmente, ya que la catástrofe que ha desplazado al sujeto-autor sólo ve el cataclismo social como reflejo. El cataclismo no puede ser sino un cataclismo personal: la soledad no es simplemente quedarse solo, sino algo más radical, acaso definido en Hielo -entre otros textos- como la muerte -suspensión, parálisis, o como sea, imposible enajenación- del objeto lírico. No es la destrucción, sino la enajenación de la sociedad postmoderna lo que late tras Finis térrea: tanto el Creador como el creador pierden toda necesidad, y el libro termina apareciendo como una elaboración fría de lenguaje.
El extremo oficio de Alexis Figueroa está precisamente en la paradoja como procedimiento de construcción de toda su obra: tras ese aparecer frío desde una máquina productora de sentidos -ya desde los coros electrónicos de Vírgenes del Sol Inn Cabaret-, somos testigos de una muestra -extrema en cuanto absurda- de fe en el poder redentor de lo humano tras la palabra poética. La obra de Figueroa sigue siendo, como toda empresa literaria realmente adelantada, un salto al vacío.