lunes, julio 10, 2023

La poética de Guillermo Riedemann: UNA DEFENSA DE LA VIDA.

La extensa obra poética de Guillermo Riedemann ha tenido un extraño derrotero. Sus primeros cinco libros, desde Poemas desde Chile, de 1981, hasta Salto al vacío de 1998, están bajo el seudónimo de Esteban Navarro, una parte importante de su producción ha aparecido en editoriales pequeñas, y sus últimas publicaciones, incluso, se han desplazado geográficamente para publicarse desde Valparaíso. Por ello, es desde que Editorial Bogavantes decide editar la selección Después es siempre antes (Valparaíso: Bogavantes, 2021), que se nos hace realmente más fácil ver la multiplicidad de escrituras que recorren su obra.

Resulta sencillo asumir el trabajo literario de Riedemann como una búsqueda permanente de tópicos y formas disímiles, asumiendo una separación radical entre su registro testimonial, la preocupación existencialista y una poética que desarrolla la problemática de humanidad versus naturaleza; y del mismo modo, entre una intencionada parquedad de registro y una mucho más densa experimentación en la superficie del lenguaje. Desde la lectura que pretendo hacer, no obstante, el amplio arco de preocupaciones y tratamientos a través de los más de 40 años de práctica escritural, puede ser entendido como un solo gran movimiento que fluctúa en torno a la intensificación de las estrategias de control social en el Chile post-golpe, vale decir, en términos foucaultianos, el cambio cualitativo de estas desde los disciplinarios clásicos -en la obra de Riedemann, la policía, la violencia dictatorial- hacia un control fundado en la gestión y administración de la vida, que ha sabido alcanzar proporciones globales: el desarrollo de un bio-poder.

Es difícil no reconocer en la primera época de la escritura de Riedemann uno de los registros más decisivamente influyentes en el replanteamiento de las poéticas políticas en nuestro país: en este sentido, el impacto de su segundo libro -Para matar este tiempo, de 1983-, debe pensarse en el mismo movimiento que las primeras obras de Elvira Hernández y José Ángel Cuevas, como puntos de fuga con respecto a lo que se podría llamar una poética de panfleto, una que aun conservando su validez particular y su necesidad y función histórica, estaría inevitablemente ligada a una noción simple y unidimensional de la relación entre hechos y escritura, basada en una función de reflejo y de ajuste cerrado a fines tácticos.

Los primeros tres libros de Riedemann -Cartas desde Chile, de 1981, el ya citado, y Mal de ojo, de 1991- saben trascender el registro de reflejo para ahondar en la dimensión corporal, la experiencia emocional y la huella traumática -una proyección temporal, desarrollada desde la complejidad de la vivencia-; el poema aparece efectivamente como una elaboración propia, anclada a la personalidad del poeta. La operación ya no se trata de mostrar al modo de una pantalla, sino de exorcizar la época al modo de un ritual que, al nombrarlas, elimina la extrema carga letal de las memorias. Este “exorcismo” sabe utilizar toda una gama de desplazamientos de sentido para generar un distanciamiento consciente del lector, quien, no obstante, debe tomar en sí todo el peso de lo que se dice para responder a la intención del texto, cumplir con una recepción cabal de este. Así, la memoria de Miguel Zavala no acaba de cerrarse en su absurda y cruel muerte, al quedar al fin asociada al gesto cotidiano y banal que no se repetirá, gesto que expresa su apego familiar y que deja una huella en la rutina diaria misma (Nunca más volvió / A cruzar esa calle ni a cerrar los postigos / De la casa de sus padres, cfr. p. 20, poema 36 de Para matar este tiempo). Un poema aparentemente “menos político” de Para matar este tiempo, confirma esta huella de la memoria en lo concreto:


40


No te comas las uñas pero qué haces no te comas los dedos

Pero por favor contrólate no te comas las manos

Ya es suficiente qué pretendes no te comas los brazos

Mira adónde vas a llegar ya vas por los hombros

Con tu maldita costumbre de comerte las uñas.


(p. 22)


Esta ansiedad extrema, llevada a la hipérbole, obtiene todo su sentido al pensarla dentro del contexto de represión, inseguridad económica y alienación general. El comerse las uñas hace evidente su carácter de autolesión, y el gesto físico se imagina de inmediato con un acto que obliga a la mudez y a la incapacidad de accionar sobre el mundo (la boca llena y la falta de brazos). Con un amargo humor, Riedemann puede plantear en una red de significados el impacto físico de una ansiedad, que podemos leer, al amparo del contexto del libro, creada por la violencia de la dictadura.

Se hace importante acá recordar la condición de shock, íntimamente asociada a la experiencia dictatorial. Naomi Klein, en su ya clásico ensayo sobre la “doctrina del shock”, de larga data desarrollada por la CIA y aplicada, entre otras sobre la sociedad chilena post 1973. Una de las definiciones más precisas de esto lo redactan Harlan K. Ullman y James P. Wade al presentar en 1996 la doctrina militar de Shock and Awe para su incorporación formal en la estrategia militar de EEUU: la guerra de dominación rápida se plantea controlar la voluntad, las percepciones y el entendimiento del adversario, y literalmente hacer al adversario impotente para actuar o reaccionar. Para ello se debe inducir una parálisis traumática, que hace explotar el mundo familiar al sujeto tanto como la imagen de sí mismo dentro de ese mundo, en palabras de un manual de interrogación de la CIA. El resultado esperado de estos procesos quiere ser la amnesia, la mudez, en resumen, el establecimiento en la mente de una zona vacía que impida la comunicación, que logre aislar al sujeto, que imposibilite la construcción de su lugar en el mundo.

Es por ello que una poética como la que abordamos logra comprender una de las demandas sociales más acuciantes del período. Una sensibilidad más precisa logra acá identificar el lugar de la práctica artística ya no en la exigencia de una vida más digna o justa, aspiración tradicional de la poesía política, sino que en la exigencia de una vida como tal, propia, reincorporada en el sujeto desde el lugar enajenado en que un poder de dimensiones absolutas ha querido encerrarla, dejarla oculta.

Recuperarse del shock implica el lograr dar cuenta de nuevo de una relación íntima, vivencial con el mundo. Desde ahí se entiende la especial dimensión de lo erótico en esta poética, marcada absolutamente por la posibilidad del reconocimiento mutuo con un otro. Así, la desolación del sujeto se puede expresar en esta clave con toda su carga:


Tus ojos atraviesan el aire

El abismo entre tú y yo

Y vienen hacia mis ojos.

Están húmedos tus ojos

Parecen los ojos de alguien

Que ha llorado.

Pesan mis ojos

Duelen los ojos tuyos

Dentro de mis ojos.

(...)

Salen mis ojos

Cruzan el abismo

Y te buscan los ojos

Y al otro lado hay un nido

Hecho pedazos.

Pierdo los ojos entonces

Se van mis ojos

En tus ojos

Con el ala herida.

(...)


(p. 38-39)


El poema citado -Mal de Ojo, que nombra al libro del año 1991-, al tiempo en que toma el antiguo tópico amoroso de las aves (tópico que refiere a la distancia entre los amantes), transfigura las figuras de estas en ojos, asumiendo todo el juego de significados que produce este desvío. Si bien presta una materialidad, un juego sobre el espacio, a la nostalgia del amado, la extrañeza de la imagen nos trae de vuelta a lo abstracto del ver. Así, el amor devenido imposible -implicado en el poema amoroso figurado en las aves- es expresión de la enajenación del hablante, y lo amado recupera todo su posible contenido de símbolo de la totalidad y la reconciliación con el mundo. El poema Habeas Corpus, parte de la misma publicación, en que se refiere a la voluntad de hallar a una detenida desaparecida, también remite al ojo en secciones clave:


Oye si tú desapareces

Habeas corpus por la compañera

Que tenía los ojitos tan lindos


(...)


Aunque no haya pistas

Y nadie sepa ni una huella

Y ni tú misma adivines

Dónde estás

Así enceguecida como andas.


(...)


El único asilo está en tus manos

En el país de tus brazos

En la patria libre o morir

De tus ojitos.


(pp. 40-41)


La expresión habeas corpus, nombre de una institución jurídica, significa literalmente que tengas tu cuerpo. Esta expresión, entendida desde el deseo del hablante, que bien señala una demanda material, está tensionada por la abstracción del deseo del ojo, de la misma manera en que las expresiones de lo jurídico se ven tensionadas y desviadas por un modo afectivo de lenguaje. El deseo, desde el lenguaje, se enfrenta así a una operación policíaca de escamoteo de los cuerpos -bien podríamos entender que la figura aludida en el texto ha desaparecido, esto es, ha sido ya aniquilada por las fuerzas del Estado-, dando primacía a la potencia de reconocimiento de lo visual, del deseo de ver(se). Este contraste entre cuerpos que no logran verse, se aprecia de nuevo en Pequeño poema, en que el contexto -la distancia entre Santiago y Valparaíso- pone el acento en el obstáculo de la extensión geográfica.

Es el reconocimiento mutuo con un otro, lo que marca en buena medida toda la primera parte de la obra de Riedemann. En los personajes solitarios de Salto al vacío, libro de 1998, no solo vemos la mera ausencia, sino el emplazamiento siniestro en que el sujeto solitario se ve como cercado: el insomnio, la angustia, el ahogo, invaden a estas figuras que vemos desde afuera, en un tratamiento que se puede calificar como propiamente cinematográfico, dada la frialdad con que el hablante los registra. Hasta en las representaciones más concretas, lo ominoso se nos aparece en ese mismo distanciamiento con que se nos entregan.

Lo anterior nos plantea la limitación que se impone esta poética, una que surge desde el mismo contexto de personajes que no pueden alzarse hasta el heroísmo, sin puntos de fuga con respecto a un cerco puesto por una realidad siniestra. En Hombre muerto, del 2007, parece tematizarse precisamente el fin de una imagen de lo humano que se caracterizaba hasta antes de la derrota -su quiebre ante la historia, considérese este en el plano filosófico, histórico general o el nacional-, mostrando bien el horizonte acotado que se le puede otorgar al decir poético:


35


Caminamos en trance

Hacia el sepelio de la poesía mayor

Lloronas flanquean el cortejo

Oscuros jóvenes enjutos

Rollizas mujeres peliteñidas

Encabezan la pálida columna

Todo lo que se escriba a partir de hoy

Solo será poesía menor.


(p. 87)


Este horizonte acotado, con todo, permite una vindicación fundamental: la de restituir al sujeto sus deseos, su campo de acción más íntimo. Al dolor producido por la ausencia de lo amado -del posible reconocimiento mutuo en un otro-, corresponde, en este nuevo desarrollo, la recuperación de la pulsión del sujeto, el ansioso autorreconocimiento y la aceptación de los afectos presentes. Los seres empequeñecidos y cercados pueden resistir porque reconocen y asumen la realidad del cerco, miran al límite de frente. Corresponde citar, en este aspecto, un poema de Perdigones, de 2016, en que el signo de lo político sabe plantearse por sobre la contingencia abstracta:


Se equivocan si esperan que les demos en el gusto, que respetemos esas reglas de las que nos enteramos los refugiados al cruzar la calle, subir un cerro, nadar desnudos en los ríos. Carece de sentido una existencia en un país rodeado de muros. No les daremos satisfacción. Serán derribados y ellos lo saben; seremos justamente nosotros quienes convertiremos en polvo todas las murallas. Excéntricos y atrevidos, nos moteja el hombre de báculo y repiten a coro como resortes los jueces. Escribimos nuestros manifiestos en la palma de las manos. Hablamos en voz baja, ensayamos un código de señas. Nos besamos en las esquinas, los miramos a los ojos y sonreímos.


(p. 127)


El anclaje corporal de la resistencia de estos refugiados es puesto en este libro en directa relación con la resiliencia de la naturaleza en contra del despojo industrial. Con ello puede envolver en un solo movimiento la definición posible del adversario: el poder despersonalizado que actúa detrás de sus agentes reconocibles (desde las fuerzas del orden hasta las trasnacionales, pasando por el poder de los mismos estados. En el poema 128 de Para matar este tiempo II, publicado en 2018, queda clara la radicalidad de la oposición que plantea:


No es la la la idiotez ni la ignorancia

Ni la información que nos deforma

Ni la memoria la desmemoria la mala

Costumbre de rascarnos la cabeza

Ni el negacionismo no es eso tampoco

No es la traición no es la codicia

(...)

No es el egoísmo ni la crueldad

Ni la ambición ni la avaricia

No es el orden de las cosas

(...)

No es la economía es el poder

Estúpido.


(p. 138)


Es por ello que el afán testimonial de la poética de Riedemann -desde el testimonio del atropello a los derechos humanos hasta el testimonio personal de la experiencia del amor- depende de una perspectiva que es capaz de valorizarla, esto es, el reconocer los límites que un adversario externo, inhumano y deshumanizante, le ha impuesto a cualquier vida que aspire validez por sí misma, en su despliegue propio. No es extraño, en este caso, el desmarque ideológico de su militancia, y el anclaje de su noción de mundo sobre la vivencia misma.

Después es siempre antes representa un trabajo indispensable, al mostrar las fortalezas de una poética que evita la coherencia fácil, el formar estilo, para abrir el campo de lo que es capaz, no solo de testimoniar, sino de decir, desde el momento en que su preocupación abarca mucho más que fenómenos históricos eventuales y sencillos. Estas características, si bien le niegan el papel de privilegio que ocupan las poéticas al centro del estrellato literario de nuestro país, le hacen ganar en capacidad de sorpresa e impacto sobre el lector, que no podría sino sentir la extrema actualidad de la obra de Riedemann, incluso desde los primeros libros. No es que la situación sea la misma, es que la preocupación de esta escritura trata de un proceso permanente y en acción, señalando además el camino para establecer el punto de fuga; el proceso de la deshumanización y el dominio sobre la vida, ante el que lo poético -la plasmación, la pro-ducción de la propia experiencia hacia una forma expresiva significante y universal- puede reaccionar y ganar la pequeña partida que es la toma individual de conciencia.

 

UN ANHELO DE RELIGAR: Cantos del bastón. Obra poética, 1981-2021, de Bernardo González Koppmann


 La poesía en Chile, desde su momento inicial de modernidad a través de la pluma de Pedro Antonio González, no ha dejado de enunciar a viva voz una voluntad de vanguardia. Es probable que tenga que ver con los desbarajustes simbólicos que surgen desde la fragilidad identitaria (un país en que han coexistido, como masas culturalmente separadas, clases sociales sin siquiera una visión histórica común) que no dejan de generar una ansiedad de horizontes nuevos en los estratos cultos, siempre frágiles de contenido propio, y de algún modo obligados a dar saltos en el vacío a riesgo de la más total parálisis conservadora. Como soporte de este argumento cabe mencionar la emergencia vanguardista del último par de años (post-estallido y post-pandemia), que a diferencia de la sólida experimentación llevada a cabo desde hace dos décadas, recae ahora en el afán de imitación de prácticas como la poesía visual o la instalación multimedial por parte de artistas sin real experiencia técnica y que derrochan espontaneísmo.

En nuestro arte y a lo largo de nuestra geografía, en todo caso, sí coexisten los tiempos, y menos mal. Por ello, una retaguardia estética bien fundamentada guarda aún una validez propia, y particularmente cuando se trata de religar con un anhelo de síntesis estética, y lo digo a propósito de Cantos del Bastón. Obra Poética, 1981-2021 (Talca: Helena Ediciones, 2021), colección que rescata en su conjunto la extensa escritura de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), desde el cuadernillo Catacumbas (Talca: Departamento de Pastoral Juvenil, Obispado de Talca, 1981) hasta Monasterio de Quilvo (Talca: Helena Ediciones, 2021).

El autor, en reiteradas ocasiones a lo largo de su obra, apela a la sencillez como uno de los valores fundamentales de su escritura, en oposición a visiones eurocéntricas e intelectualistas del arte. No obstante, lo que deja el recorrer las 328 páginas del volumen no es precisamente la ingenuidad que pareciera desprenderse de esa sencillez. La poética de González Koppmann asume con plena intensidad un sentido religioso que está mucho más allá de la clara adscripción católica formal que se declara de manera abierta, y hasta ostentosa. 

Lo religioso acá se desprende directamente del afán de síntesis estética entre humanidad y naturaleza. González defiende su anhelo de fusión integral con su entorno natural desde la actitud misma con que encara su diferencia con respecto al mundo. Se trata de un estado de escucha, de entrega, que le emparenta directamente con la mística franciscana en su aspecto “mundano”: la seguridad de que el contacto íntimo con lo trascendente se da a través de la materialidad misma, en una visión que roza un panteísmo decididamente heterodoxo desde el punto de vista teológico. Un poema de uno de sus primeros libros -Canción de la fogata, de Poemas simples, de 1984-, que lleva un epígrafe de Francisco de Asís -Lo mínimo mantiene- resulta dar índices clave:


La música silente

del inquieto madero

deja latiendo torpe

el poema del fuego


Es la hora del viaje

de los míseros leños

en la paz crepitante

del amoroso vuelo


Solo entonces someto

mis temores inciertos

y me duermo cansado

con un sueño ligero


Se deshojan las ramas

sobre mis pensamientos

mientras paso la noche

adorando en el sueño.


(p. 32)


La imagen del fuego redunda en el sentido de esa fusión -su viaje, su amoroso vuelo. La forma en que el hablante sitúa el momento del poema, no es la reflexión, sino un sueño ligero, que es además en sí una forma de adoración. Este estado pasivo es claramente elegido y no forzado, y el poema no presenta, por lo mismo, un quiebre radical en el cambio de estado emotivo de la persona, o de persistencia, en el caso del leño: asistimos a un proceso de continuidad dictado por la necesidad de dos procesos que se hacen análogos, la transfiguración de la madera y la puesta en (in)conciencia del escritor, que al fin se aplican a lo escrito como transfiguración de la realidad.

En resumen, la simpleza no es sencillamente una forma de escribir o una concepción sobre lo que la poesía puede ser en relación a sus temáticas, sino el reconocimiento de la solución que da lo único, lo unido, lo integrado, a la tragedia de lo diverso, lo separado.   

Esto impone la contemplación como operación esencial, que se superpone, en predominio, sobre la operación de composición del poema; esto es, que habilita a una poética fundada en imágenes que no desean inquietar, sino absorber fluidamente la atención del lector. Si bien González tiene como gesto reiterado la contemplación de la vida natural, su pleno impacto es logrado cuando se trata de la descripción de aldeas, o ciudades de provincia, y la defensa implícita de estas formas de vida llega al punto de que prácticamente no se presentan en su obra imágenes plenamente urbanas. En este sentido, resulta difícil no reconocer cierta filiación en los que propiamente Jorge Teillier llamó poetas del lar, que reconocen una validez radical en la búsqueda no del origen en cuanto naturaleza, sino más bien en la forma de vida que se sustenta sobre ese origen, que le es fiel. No obstante, si la influencia de esta tradición poética es visible incluso en las decisiones técnicas de sus textos en la primera etapa de su escritura, hay que decir que el sentido de la contemplación, al radicalizarse, acaba haciendo más compleja la transcripción de la experiencia. Por ejemplo, poemas en que el hablante se asume como ausente, 


Huelo una vaina, y tordos voraces

caen al maizal mientras duermo la siesta...

Dónde fue que te vi, en qué camino?

Alguien pregunta por mí, y le dicen Se fue


(Canto que huele a vaina de peumo, en Memorias del agua, de 1999, p. 142),


o poemas en que el hablante presenta a otra voz como contenido sustancial del poema:


Antes de los primeros fríos, una noche

mirando la Cruz del Sur, el abuelo me dijo:

Aquí las nubes navegan a su antojo

las aguanieves se llevan los cartuchos vacíos

(...)

la muerte es hermosa como una cosecha, como

una carreta alejándose entre las nieblas del otoño...

Cuando el Viejo enmudece las estrellas se apagan

echa un leño al fueguito y principia a cebar


(Canto de la Cruz del Sur, en Cantos del Bastón, del 2002, p. 184)


El hablante se expresa así como un canal a través de quien otros hablan: la escritura es garante de la posibilidad de que sea el mundo el que se exprese a través de la transfiguración agente del escritor. El sujeto contemplador asume así una tensión que lo desubjetiviza, en su aspiración a ser canal, transcripción de un mundo. Este mundo, por otro lado, no quiere ser una cosmogonía abstracta: el mundo de lo vivido en González se ve intencionadamente limitado a un hábitat humano y social, situado incluso cronológica y geográficamente en la región del Maule. Con ello, junto con subrayar su simpleza programática, esta escritura puede plantearse un campo de juego mayor en cuanto profundidad, como se puede apreciar en la medida en que se avanza en la lectura y la fantasía popular -el canto ominoso de algunas aves, la “carga” fantástica de determinados parajes y plantas-, al mismo tiempo en que el aspecto material de la vida resalta en el lenguaje que González ha calibrado como un buen transmisor de lo real. Cabe señalar que, en cuanto lo dicho, la escritura puede variar desde formas relativamente simples de octosílabo, hasta verso libre de un aliento relativamente largo (sin llegar nunca al desborde del “versículo” rokhiano), planteándose distintas modalidades emocionales e intencionales en cada caso. En todas estas formas, González acostumbra mostrar un manejo avanzado de las posibilidades del verso, al momento de acceder a la temática que opone e intenciona la síntesis del hombre con el mundo que lo rodea, sea en el sentido de la naturaleza material como en la esfera trascendente que el autor identifica como la que aquella expresa.

Creo necesario plantear esto último, dado que existen vertientes, que yo considero secundarias, en la escritura de González; una que se encarga de manera específica de temas políticos, con respecto a la lucha contra la dictadura iniciada el 73 y la memoria y consecuencias de esta lucha; y otra que se refiere al amor, o más precisamente al erotismo. Si bien en ambas de estas vertientes se puede apreciar algunos momentos afortunados, en términos de composición quedan efectivamente como momentos menores, incluso en la disposición final de los poemas en cada uno de los libros.

¿Cuál es el lugar de una poética como la González Koppmann en el mapa de la producción literaria contemporánea en Chile? Es fácil responder: más allá del vistazo intencionado que genera estadísticas de posteos en redes sociales, no existe un mapa de la producción literaria actual de nuestro país. Las escrituras de provincia que han escogido ciertos anclajes específicos a la tradición escritural -y junto a la de González Koppmann, debo pensar también en la del también maulino Américo Reyes-, quedan ya no como anomalías de un inexistente sistema literario chileno, sino es que la misma existencia de estas escrituras demuestra la inexistencia de una posible lectura sistemática del conjunto orgánico de la actividad creativa nacional. En un entorno en que el país no se entiende ni se entenderá a sí mismo, es tranquilizador y agradable acceder a una poética que sí se comprende a sí misma y que sabe no ponerse obstáculos para llegar a su lector.