viernes, diciembre 21, 2012

Querido Pedro: la necesaria actualidad de Enrique Lihn


Como un paisaje en que las reales eminencias se han contado siempre con los dedos de la mano, en Chile ha sido difícil ver en frío la real dimensión de nuestra vida intelectual y el lugar que en ella han tenido sus actores. No es sólo que nuestras figuras intelectuales de real relieve siempre hayan sido relativamente pocas, es que además nuestra despierta máquina de administración cultural ha sabido siempre bien cómo hacer que el dibujo final se vea de la manera menos hiriente para el ojo reposado de nuestras burguesías –sin esa molesta desarmonía de la verdad-, con expertos productores de discurso crítico que tomaban cada uno su paleta del pintor paisajista. Personajes como Raúl Silva Castro, Hernán Díaz Arrieta o J. M. Ibáñez-Langlois han asumido este rol pontifical con respecto a la poesía, con una función que no fue menor si se examina las coyunturas de cambio político y social que les tocó cumplir –el Frente Popular, la ascensión de las clases medias a la hegemonía cultural, el Golpe de Estado del 73.
Querido Pedro. Cartas de Enrique Lihn a Pedro Lastra (1967-1988) (Santiago: Das Kapital, 2012) representa un hito fundamental en la revisión en frío de la figura de Lihn, una personalidad que se ha visto nublada por el oscuro proceso de reformulación de nuestro imaginario cultural que hemos padecido tras la Dictadura. Lihn se invistió de una serie de caracteres definidos por la negatividad con respecto a La Oficialidad Cultural (esto en la más absoluta de las abstracciones), encarnando el espíritu individualista del creador, la preocupación por el texto y el disenso político permanente. La misma lectura de sus textos –y en esto comento en una perspectiva netamente personal, como parte de la Generación de los 90, sea lo que fuere que eso signifique o implique- resultaba influida por este matiz previo: tal como Parra fue el no-Neruda para los 60 y 70, para un buen número de nosotros, en los 90, Lihn era el no-Zurita, aquel que no tenía a nadie a quién redimir ni una causa para hacerlo, aquel que jamás escribiría para las masas; por una falaz consecuencia, al fin, Lihn era quien debía asumir el fracaso como rol natural y quien, como parecieran decir las clásicas fotos de Luis Poirot, tenía su gesto de hastío o de ansiedad como únicas respuestas posibles ante el abuso y la ruina. En el museo de estatuas de nuestra imagen mental, éste fue el Lihn que quedó, y así lo leímos durante un buen tiempo.
En buena hora, Querido Pedro nos recuerda que el lugar de la obra intelectual no es un museo de cera y que nuestra vida cultural no funciona como una selva en que naturalmente los animales se comen los unos a los otros. El libro nos presenta a Enrique Lihn sin las máscaras que tuvo a bien usar, dándonos el andamiaje de razones para la irónica autopromoción que practicó sobre el telón de fondo de una penumbra mucho peor en su confusión que una oscuridad total.
En un pasaje clave de una carta de 1977, Lihn plantea irónicamente su autopromoción como el único secreto de un posible éxito. Puesto en contexto, este éxito implica una ironía gigantesca, desde el momento en que Querido Pedro nos muestra desde dentro la debilitada red editorial y de difusión cultural bajo la Dictadura, la mínima capacidad para generar la más débil densidad de discursos críticos sobre la escritura –y ni hablemos de crítica cultural en un sentido más amplio. Difícilmente han existido antes de la publicación de estas cartas otros documentos que permitan entender mejor los procedimientos reales y cotidianos que supuso la creación y mantención del “apagón cultural”, desde la más obvia amenaza de coerción física hasta la permanente inseguridad laboral en universidades que atraviesan una intensa terapia de shock administrativo, y que derechamente se harían el último refugio dentro del país que podía permitir a un artista e intelectual como Lihn ejercer labores de creación y crítica cultural –labores que, si bien antes serían esperables y hasta exigibles, ya bajo el pleno desarrollo de la penumbra cultural de la Dictadura han perdido toda necesidad.
En segundo lugar, las cartas otorgan una ventana abierta hacia esa penumbra cultural, en que si bien no dejan de expresarse las tensiones sociales, políticas y económicas del momento, aparecen deformadas bajo el peso de un escenario en que, a falta de una circulación abierta y de una aspiración superior a su expresión misma, la cultura se transforma en una cifra transable entre pocas manos, en un mercado que, cuando no se ilumina por la extremadamente poderosa y visible gravitación de las instituciones extranjeras –universidades y fundaciones que acaban constituyéndose en verdaderas hadas madrinas-, queda cubierto por la nebulosa de jugarretas políticas de coyuntura y autopromociones de carácter netamente conspirativo y autorreferente. La oscura relación que a través de estas cartas se lee entre el poder político y la circulación cultural (implicando en esto creadores, editores y académicos) trasciende con mucho la mecánica simplificación que presenta a un medio artístico e intelectual solidariamente aplastado por la Dictadura; la intervención de Lihn en el Congreso de Artistas y Trabajadores de la Cultura de diciembre de 1983, reproducida en el libro, muestra peligros que acabaron siendo bastante más duraderos –al leerlo en 2012- que la represión sobre los cultores, la censura o la banalización. Baste destacar la alusión reiterada a un modelo de autopromoción excluyente, que reajusta su actualidad a través de racionalizaciones seudoteóricas, en una jerga incomprensible:

Para que la cosa sea más atractiva, se restringe la tradición poética a dos nombres y se invoca a Neruda como fundador único o casi único. Parra sería el otro polo de una falsa dialéctica Poesía-Antipoesía, cuya síntesis se encargaría de efectuar el grupo en cuestión, pero de una manera radicalmente nueva. Estos apresurados tienen su Olimpo de utilería teórica en que solo caben ellos, no más de diez personas sentadas. El organismo que los reúne debe felicitarse, ha reunido a los inmortales del momento. (…) Me refiero a un caso específico, pero de ninguna manera aislado, de táctica cultural, que evidentemente apunta, creo, a prefigurar la toma del poder político mucho más que a toda otra cosa. Es también la inevitable lucha entre generaciones, que se da en cualquier contexto sociocultural, pero que ahora se inviste de pretensiones desaforadas.

La alusión se dirige claramente a la Escena de Avanzada, aunque más que presentarlo como caso único, Lihn subraya que esto constituye un modelo de acción. La publicación de este texto de 1983 constituye un aporte invaluable ya no sólo para entender las formas en que Lihn encara el compromiso político en un período decisivo, sino para apreciar el fundamento no tan lejano de lo que será la política cultural de la Concertación como herramienta de institucionalización, neutralización política y normalización.
No sólo por esto la actualidad de Enrique Lihn queda confirmada con estas cartas: la áspera relación de la conciencia creadora con un medio que ya apenas escondía su lógica competitiva nos pone en una perspectiva mucho más familiar que la apoteosis burocrática de Pablo Neruda o Gabriela Mistral, o la heroicidad estentórea de Pablo De Rokha. En este sentido Lihn, junto quizás a Gonzalo Millán, nos presenta en Querido Pedro la actitud plenamente civil que reconoce Bolaño en el autor de La Ciudad, estableciendo un claro contraste ante cualquier voluntad sacerdotal que se asuma por sobre aquellos que se suponen como masa redimible. Resulta, sin embargo, paradójico que tanto Lihn como Millán, en sus respectivos escritos de espera de la muerte, no duden en asumir el rol de testigo, sentido primordial del martirio: la trascendencia de la labor creadora e intelectual termina irguiéndose firme, y hasta de manera misteriosa, ante un mundo cada vez más degradado en sus fundamentos éticos. En este sentido, resulta ejemplarizador para nuestra propia actividad en una época, si no tan cruel, tanto o más nebulosa que la Dictadura.
Querido Pedro ha llegado para ser uno de esos libros necesarios en la jamás concluida aspiración a una historia lúcida de nuestra vida cultural; esperamos que también lo sea en la formación de los creadores jóvenes, a fin de que bajo nuevas condiciones, sean los que sean los vientos del cambio, tengamos en Chile la molesta presencia perpetua de quienes no desean tirar el carro de poderes políticos que se han vuelto ya demasiado hábiles. 
Mención aparte merecen los textos de presentación del editor –Camilo Brodsky-, de Pedro Lastra, Guillermo Valenzuela y Jaime Pinos, que desde distintos ángulos complementan la fundamental labor de este libro: la actualización de uno de nuestros intelectuales más lúcidos y opacados de nuestra historia.

domingo, diciembre 02, 2012

ABUSO DE MENORES


Compasión, sufrir lo que sufres, así
me quiebro un pie y un brazo, me saco
los ojos si es que me lo piden. Lo sabes,

lloro cuando se paran enfrente,
proyectados sobre el cuerpo pleno
y conformado de la Patria, denso,

sin vacíos. Ponen siempre firme
el pecho, la mirada orgullosa; son ellos,
los mismos que sin rendirse luchan,

que no temieron la muerte, que se dieron,
se entregaron –nada hay más bello.
Yo he visto cómo se ofrecen, cómo

se dan al ojo más acá del plasma.
A veces entre tres o cuatro, y desde
las piezas cerradas y desde carreteras,

desde cada rincón del ancho mundo.
¿Han visto sus miradas, frías,
huecas? ¿Ese suelto gesto de las ropas

arrancadas, el calzón que se desliza?
Como si horizontales hadas sin historia,
pero sabemos que sí la tienen; la historia

es un atributo del cuerpo. Como fantasía
geométrica este microcosmos; la base
de la célula es el tiempo; un tejido

madura antes y el otro después, y hay
el que se demora y hay tragedias:
viéranlos gritar en las salas de parto,

la culpa ancestral de que ya no el barranco,
la mano apretada sobre la garganta,
al menos ese deseo de otra cosa,

siempre –el sueño del jardín,
los perros en amorosa jauría bajo
el sol, las mariposas, el sendero, la piscina.

O sea, la buena sociedad, el progreso
personal, la edénica promesa.  Pero
es difícil cumplir con estos votos; he visto

muchachas darse gratis pasadas las seis,
pierden, ganan, lloran, transparentes
sus vidas hacen –una sublime dimensión

de la vergüenza, porque también
tienen deseos, pero eso jamás a la vista.
Siempre se detiene el video cuando su cuello

perfecto cae sobre el otro cuello
perfecto; además ése, quién ése
que registra, sino nuestra imagen

en la pieza de hotel: miren, se dan,
se dan, y son nuestras cuando se ofrecen
y no dejan de darse, y son mías hoy,

cuando nadie más acá y el calor
y el hastío. La propiedad pública, ése
es el tema. Siempre hay ladrillos allí.

Son espacios vacantes, y hay perros
que vagan sin destino entre cuatro muros
de cemento y metales en nudo cerrado:

se huelen, se maltratan y también
se ofrecen para que más pobres seres
sin casa ni ayuda ni solidaria mano

-y nadie ha hablado ni puede hablar
de amor acá. Crecen en las propiedades
públicas esos monstruos y desde el hueco

que el tiempo crea los vemos, gozamos
de su inocencia, esa desprotección
gloriosa –los que deben ser protegidos,

el futuro, la mirada limpia, el bien
superior.  No asoman su cabecita,
no los vayan las bestias a comer,

quédense en casa, y véanlos marchar
cada cual más desafortunado que el otro
bajo la luz eléctrica y los carteles gigantes.

¿Y por qué tanto grito? Porque calladamente
los niños se dan, silenciosos para que des
tu solidaria mano, seas uno con el cuerpo

pleno de la Patria. Olvidamos la muerte,
las manos cortadas, el insulto,
este doloroso, torcido lomo.

Porque se deja de ser uno cuando
ondea un trapo o suenan broms broms broms,
uno no es ya el de ayer. Dejamos la inocencia

en un oscuro sótano, accedemos
a esta multitud sin nombres.
Qué que te corten los pies, qué

que te empujen la cabeza mientras
el ángelus, qué más da el subterráneo
y el olor a mierda, qué las cadenas;

de dónde estos escrúpulos si ya lo vimos
todo. Yo los vi amarrados, así que con los ojos
los amarré; y al estar muerto y repartido en siete,

pisé cada vereda de su mano, su brazo,
su cabeza cortada. Por eso, ahora, traigo
roja la suela del zapato. Es ésta

la sangre de héroes ofrecidos al abismo
apenas a la luz nacidos, para que compres
cada tarde el pan, para esa cerveza,

para el jardín y el ocaso en la ventana.
Compasivo el mundo da sus muertos.
Sufrimos ante el plasma, compasivos,

vivos y manchados de ese placer ajeno,
de sus muertes incompletas –pues vivos,
en ésa, la realidad, sufren y gozan.

La compasión es –en nosotros- esto sólo:
un dolor fantasma.

domingo, noviembre 25, 2012

Un arcaísmo en su tiempo justo: Catacumbas. Antología de Poesía Social, de Bernardo González Koppmann


Cuando me referí hace dos años a Memorias del Bardo Ciego (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), aludí a una falacia lineal en la perspectiva de la poesía chilena, que, al restringir la historia del campo literario a una cronología de poéticas que se habían hecho presentes en el centro editorial y cultural del país –en el inevitable establecimiento de un canon-,  marginalizaba con toda decisión y sin culpas el desarrollo siempre vivo de escrituras en la provincia. Por otro lado, esta misma construcción canónica resultaría débil sin la fidelidad a sí mismas de estas poéticas, que o bien pueden generar una recia densidad (piénsese en lo ocurrido entre Valdivia y Chiloé desde los 70), o bien generar entornos en que una amplia diferencia de registros se presenta en una permanente emergencia, que por lo demás ha sido el caso más común en nuestra historia –lo que ha tendido a convertir a la gran mayoría de las provincias en apenas algo más que el alimentador de la máquina cultural santiaguina.
La ejemplaridad del desarrollo literario de González Koppmann yace precisamente en su lejanía a los tonos y gestos de la “primera línea” de la poesía chilena de los últimos 39 años, anulados por una visión francamente centrípeta de la metrópoli santiaguina. Y no es antojadizo decir 39 años, desde el instante en que Catacumbas. Antología de poesía social (Valparaíso: Inubicalistas, 2012) toma como eje reivindicaciones de honda sustancia política y aparece precisamente en un momento en que el modelo crítico-cultural predominante, planteado por la escena de avanzada desde los años 80, debe al menos ser releído en el marco de nuevas circunstancias históricas y sociales.
El libro constituye una selección centrada en el aspecto social de textos aparecidos desde Sin conciencia ninguna (editado en Talca en 1981) hasta Memorias del Bardo Ciego (de 2009), incluyendo dos poemas de La Cabaña del Monje, libro inédito fechado en 2011. El Ichtus de la portada y la dedicatoria a los sacerdotes del pueblo asesinados por la dictadura, dan la clara señal de que lo social del libro no desea definirse desde la reivindicación histórica netamente materialista de la poesía política de más pura raigambre marxista. Sin embargo, esta muestra poética sabe, en su desarrollo, no limitarse al socialcristianismo ingenuo que parece nutrir, por otra parte, el inicio de la escritura de González, vinculado estrechamente a las poéticas de resistencia política de los años 80 en el sur de Chile. El gesto poético de González Koppmann rebasa con mucho, en este sentido, una noción mecanicista de la poesía como respuesta al hecho social, asumiendo formas mucho más integrales de ver la situación de la poesía y del poeta dentro de su ámbito.
Y es que acá cabe insistir en algunas diferencias esenciales entre las creaciones culturales que aparecen desde el mundo rural y aquéllas que lo hacen desde la cultura ilustrada de la modernidad, marcada ésta por la expresa enajenación del hombre con respecto a la naturaleza. Más allá de la máquina productiva de las ciudades, el ser humano no puede dejar de establecer una relación íntima con su entorno, sujeto a una temporalidad y una vivencia sensorial que construyen al mundo como una totalidad que, desde el espacio emancipado por el proyecto ilustrado, sólo puede ser sentida como aspiración imposible. Desde allá, en cambio, la emancipación ilustrada sólo puede verse como despojo y negación. González Koppmann puede muy bien plantearse de forma ejemplar con respecto a esta visión, más aun cuando considera un claro antecedente en la escritura de Jorge González Bastías, quien ya en 1924, en El poema de las tierras pobres (Santiago: Soc. Impr. y Lit. Universo), es capaz de elevar una poderosa crítica social precisamente desde la experiencia de despojo que la modernidad industrial, recién llevada a las costas del Maule a través del ferrocarril, hizo sentir sobre un modo de vida que veía al río como centro de su actividad cultural, social y económica, relegándolo a una miseria nueva. En este texto la experiencia cotidiana y real de los hombres convive con una consistente naturaleza cargada de sentido; el dolor no es un sentimiento subjetivo y cerrado, sino que sabe hacerse un eco que traspasa toda una cosmogonía.
Lo anterior ayuda a entender desde dónde leer la idea que parece permear Catacumbas: no es, en sentido excluyente, una referencia obvia al cristianismo como doctrina de liberación, sino sabe ser una noción menos circunscrita a una ideología particular. Se trata de la existencia de algo que no está muerto, sino sumergido –el Ichtus apuntaba precisamente a esto como signo clandestino de reconocimiento entre los primeros fieles cristianos-; una experiencia que no es pasada, sino que es actual y sólo se oculta: la escritura tendría la misión, entonces, de traer a la luz.
Pero este traer a luz tiene poco que ver con el gesto militante del poeta-testigo, que necesita apegar lo pasado a la Verdad –una entidad abstracta. Esto es notorio en Neltume, publicado en 1984, en que es a través del flujo transformador de la naturaleza en que la memoria de las víctimas logra llegar al presente, mas no a un presente oficial, público o judicial:

Las plazas se llenan de estatuas
mientras los niños juegan con el polvo
de tus ojos, de tus huesos, de tus uñas.

Por ello, el poeta debe asumir un lugar radicalmente distinto al del crítico cultural o, incluso, al del poeta civil (entendiendo esto en el más amplio sentido, desde la figura tradicional del autor comprometido hasta la que Bolaño aplica a Gonzalo Millán como opuesto al poeta sacerdotal): su lugar sólo es definible desde la contemplación, mas una que aspire a la fusión con su objeto. González Koppmann lo plantea sin rodeos en Me aburren los poetas llorones, una virtual arte poética del libro Aprendiz de Pájaro, del año 2002:

Es mejor en vez de buscar culpables
a diestra y siniestra
de nuestra contumaz falta de asombro
en vez de agregar otro suspiro
a esta larga noche de impudicia
en vez de pretender la salvación del hombre
con ecos de estertores emitidos desde el púlpito
en vez de llorar tanto digo
leer a los inefables pájaros
cuando dibujan en el aire su pequeño poema:
ese vuelo fugaz que nos percude el alma.

Los pájaros entregan el preciso reflejo de la acción del poeta en su canto, en su capacidad de encantamiento y en su voluntad de forma, planteando su levedad como atributo. Esta levedad es la que permite entender el punto de partida de la experiencia poética en la escritura de González Koppmann, análoga a la de los poetas populares de casi todas las culturas; su movilidad geográfica y cronológica lo lleva a trascender la polis historiable. Su levedad le permite rescatar la vida de la pesantez del olvido –lo que revela el carácter aparente de la muerte, ya que la memoria acaba siendo presencia a través de la obra poética. Esto es particularmente destacable en los poemas de Memorias del Agua, de 1999, en que el tiempo poético se plantea como tiempo único, asumiendo una sutil dialéctica de pérdida que sabe traspasar la pura negatividad del larismo. Más allá de la memoria, el afán de González Koppmann asume la perspectiva de lo vivo y presente, y lo pasado debe acceder al texto con tales características si desea postularse como real.
Esta escritura evita así el ambiguo pliegue trascendentalista que asentó el proyecto cultural de la Concertación, que avaló la construcción cultural desde cero o la redención desde el ungimiento político como las respuestas fundamentales ante el trauma histórico de toda una generación, permitiendo con esto la identificación enfermiza con lo ausente o el rol de testigo único. En este sentido, las elecciones poéticas de González Koppmann –que pueden llevar a ingenuidades formales o a cierta ostentosa superficialidad en el juego de ideas, defectos que una obra extendida en el tiempo como la del autor no deja de tener en ciertos momentos-, estas elecciones, digo, logran generar un cierto desafío de lectura, estrechamente vinculado a la necesidad de abandonar ciertos lugares ya demasiado comunes en torno a la relación arte-política desde la perspectiva totalizante de la Escena de Avanzada, tan centralizadora en lo geográfico como concentradora en la esfera del poder (inclusive en su aspecto puramente simbólico).
Este ocupar un margen desde el más acá de la historia, este arcaísmo de Catacumbas -si es que desea verse de esa forma-, es hermano de varios otros arcaísmos necesarios en nuestro Chile de hoy. La ilusión de ver la historia como un espectáculo servido al gusto de la mesa del consumidor –que encubre una relación opuesta entre productor y consumidor, caracterizada por la dominación de lo abstracto sobre lo concreto-, la ilusión del desarrollo como el discurso mágico que por sí solo plantaba la felicidad en el horizonte, pueden bien estar apareciendo como ficciones en un país que de a poco parece despertarse de un sentido común ficticio y malsano hacia una conciencia nueva que bien puede resumirse en los versos que cierran el libro de González Koppmann:

Por nosotros
sólo por nosotros
el mundo acaso mañana sea hermoso. 

LA MOLESTA PERCEPCIÓN, presentación de CIAN, de Fernando Ortega


Se hace harto difícil entender el despojo profundo sobre el ser humano que la filosofía ha sabido ver en las revoluciones sucesivas de la ciencia y la tecnología –por lo general hay que acudir a los ya consabidos trozos subrayados de las obras del último Heidegger, sin acabar siquiera de apreciar los juegos de palabras que sostienen a veces la argumentación. Más simple, en este sentido, sería meterse con lento pie en la historia de la percepción; por ejemplo, ver cómo un color, desde el simple hecho de su existencia para nosotros –el pasto es verde-, termina siendo una lectura determinada biológicamente de cierta relación de energías electromagnéticas; y seguir más lejos. Por supuesto, la materia que es de un color x, puede y deberá seguirlo siendo para nuestro lenguaje; sin embargo, por ejemplo, aunque el cian provenga de la cianina –que, por lo demás, es también un constructo artificial como es todo producto químico-, ha terminado siendo ahora una cierta proporción de datos que se hace visible en una nueva traducción de lo abstracto a la percepción concreta en nuestra nueva ciencia informática. Todo, al final, empezó y terminó siendo un asunto de traducción, de lenguaje, y sin embargo, por más que sepamos que nuestra visión de la realidad desde ese lenguaje es siempre una falacia, el pasto es verde. Y por más que queramos negarlo, el pasto es verde.
El producirnos estas molestias recién internado en el ámbito de la publicación es, sin duda, una virtud de Fernando Ortega (Viña del Mar, 1983), si bien soy testigo desde hace tiempo de la preparación de Cian (Santiago: autoed., 2012), desde las reuniones de Santa Rosa en que, de por sí, se trabajaba desde el texto mismo con cierta crueldad: la concentración sobre el lenguaje provocaba esa sensación delirante de estar en ninguna parte –aunque también algo tenía que ver la química del alcohol, pero en esto apelo a la autoridad de Hegel, que precisamente vinculaba la dialéctica con la dipsomanía.
Al poner los ojos en la (aparente) sencillez expresiva de los textos de Cian, puedo encontrarme con algo que el lector se encontrará también: Ortega tiene la capacidad de inquietar con toques de precisión quirúrgica que apenas revelan el trabajo de síntesis que llevó producir aquéllos. Si el texto se abre con Tao, no es una coincidencia: acá hay un arte poética. Más allá de la clave con respecto a la influencia oriental sobre la concreción en el lenguaje, veo un programa: el camino para expresar lo no visible, lo inefable, sólo puede pasar por un rol central de la imagen visual, ya no con la obviedad de una parábola, sino precisamente desde la raíz misma de la contemplación, la certeza de que eso que está al frente no es. La nieve y el blanco están lejos, y serían de alguna forma imposibles si es que no leyésemos acá esos nombres, si es que no apareciera como conclusión la interpelación de un chino ficticio, si es que no nos pudiéramos imaginar el color tal como todos imaginamos un color por crianza: inscrito en un cuadrado. Si es ésta la imagen visual última que tenemos sobre los colores (una imagen geométrica que no sólo es abstracta, sino dibujada, creada), entonces ya no se trata de la mística este esconderse de la verdad, sino de la pura melancolía metafísica, en que la salvación kantiana de lo sublime ya no cabe. Esto es, ni más ni menos que labor de poeta, un ocio bien invertido que sólo puede hacer preguntas sin esperanza de respuesta.
Vale decir, preguntas que tienen que ver con eso al frente y que deben quedar en eso. Los objetos de los poemas de Mudanza, los platos, la taza, revelan cierta carga de riesgo en su total enajenación; y en esto es inevitable recordar a Millán. También para Millán el lenguaje es limitado, y resultaría por ello un pajeo dedicarse a hacer poemas: la realidad es siempre ajena y como el “Dios” de ciertas pancartas, más grandes que los problemas de uno. Por ello el tono del humor en Ortega no es precisamente la levedad de quien simplemente desea la absoluta y contemplativa irresponsabilidad frente al mundo (pienso en Bertoni al decir esto), sino el reflejo de la propia impotencia frente a una labor poética que se vacía al minuto de pensar en la relación de un poeta con la realidad. Como entes pensantes podemos hasta confiar en comprender la trama de lo real (la baraja entera del Tarot), pero el poeta se reconoce arcano menor, pura circunstancia bajo el viento de un espeso aire en que todo es cantidad y cálculo abstracto. Más real y cierta es la definición de Cian, casi en el centro del libro, C: 100 / M: 0 / Y: 0 / K: 0 (y aun así, se podría decir R: 0, G: 165, B: 230); al fin, todo es sólo operación de lenguaje, una traducción para que se entienda a través de números aquello que no puede ser entendido. Y esa otra realidad posible, detrás de lo palpable, termina dando lo mismo / porque se pierde, lo que termina manteniendo cuerdo al autor y a sus lectores. Al menos, la vaga existencia de golpes entre piedras y chispas al aire puede, sí, ser material poético. En otras palabras, todo lo que se presenta al frente se da a un puro tráfico espectral en que las abstracciones juegan entre sí para cierto sospechoso placer para el autor y el lector: el caballo durmiendo, los pollos marinados y el “topo” de traje han vendido su ser a la nada para que nosotros los podamos leer –ya ni siquiera verlos, ya ni siquiera aprovechar una utilidad que han perdido a este lado del papel. 
Es decir, sólo podemos ver como tragedia la entrega al juego literario de esos entes más allá del papel, víctimas del despojo profundo de su posible naturalidad. La densa construcción de los últimos dos textos del libro –paréntesis de peces y cuerpo y trecho de la certidumbre al (sus)trato de la taza- me parecen señales de este posible pathos en torno a lo no-humano, coronación de la imposibilidad de pensar o describir la realidad desde nuestro lenguaje. Parafraseando al mismo Ortega, es el ejemplo mayor del pragmatismo asolador con que terminan tiñéndose todas las cosas en cierto grado de la investigación poética.
Cian puede ser algo más o algo menos que las notas que me ha provocado escribir para esta presentación; de hecho, me gustaría considerarlo como un conjunto de anticipo para un libro mayor. Sin embargo, desde ya su capacidad de poner en problemas al lector es una virtud escasa en tiempos tan cómodos: las búsquedas poéticas mayores están reservadas para pocos, y Fernando Ortega es uno de éstos.

Weichapeyuchi ül: cantos de guerrero, algo más que aire vibrando


La poesía mapuche ha tenido un mal destino en la jerarquización improvisada y oculta (mas no por eso menos efectiva) que se efectúa continuamente en la historia de nuestra literatura. La justificación para su existencia fue el rescate etnográfico o histórico, hasta que se fue haciendo útil para ciertos sectores de la vida política o cultural chilena que permitieron, en la medida de la adecuación a sus fines respectivos, que fuera apareciendo una posible contemporaneidad de la poesía mapuche: precisamente en la misma medida en que las incipientes agrupaciones mapuche iban pasando a ser permitidas y el mapuche mismo iba dejando de ser visto por la sociedad como el bárbaro odioso e irracional que las instituciones chilenas retrataban, desde el Gobierno y las Fuerzas Armadas hasta la Academia y la educación al nivel más primario. Hasta hoy podemos ver repetidos cada uno de estos momentos en el presente: al menos tanto el menosprecio antimapuche, como el uso de la cultura mapuche para fines políticos en todo el abanico de la política chilena son expresiones cotidianas en nuestra vida social y cultural.
Es preciso tener esto en cuenta al leer Weichapeyuchi ül: cantos de guerrero. Antología de poesía política mapuche (Santiago: LOM, 2012) de Paulo Huirimilla (Calbuco, 1973), para saber que el desarrollo de poéticas propias por parte de los mapuche no ha sido ni siquiera en apariencia un camino natural y armonioso –como aparentan falazmente ser los desarrollos de las literaturas nacionales en el no asumido mestizaje latinoamericano-; la posibilidad de una poética mapuche siempre ha estado envuelta en lo que desde acá llamamos política (y no tenemos otro modo de llamarle, ya que es la única forma en que desde Chile podemos ver la apelación primordial que está detrás de la lucha mapuche). Lo mapuche no deja de revelar, desde la más inocente referencia etnográfica, un desafío a un aun virtual y no construido ethos chileno, y es inevitable que esta apelación implique en sí misma una subversión política en el campo literario de nuestro país. Sin embargo, también en sí misma reclama su lectura como parte en tal campo literario.
Huirimilla es absolutamente consciente de esto, y por ello titula así esta selección, que se sabe en un riesgo crítico. A través del libro, podemos ver una efectiva continuidad de fondo entre las dos secciones del libro (Weichapeyuchi: ül: cantos de guerrero, y Poetas mapuche contemporáneos), que sería mucho más notoria y confirmada si se hubiese adjuntado notas biobibliográficas (se nos pierde, por ejemplo, la relevancia histórica de algunos de los autores de la primera parte, y que Hernán Deibe no constituye un autor, sino un recopilador de textos). No obstante tal continuidad, la selección es notable al mostrarnos una amplia variedad de poéticas, que desmienten de plano una lectura simplista y reduccionista: en este sentido, si era uno de los objetivos de Huirimilla, está absolutamente cumplido el mostrar a la poesía mapuche como una presencia compleja y, como tal, un desafío en sí misma al sistema literario chileno.
Resulta particularmente interesante que Huirimilla sea uno de los primeros en presentar de forma expresa la continuidad que, de fondo, representa la irrupción en los últimos años de una poética mapuche urbana que es capaz de usar procedimientos que expresan una situación crítica ante la asimilación de la cultura de masas y la constitución de subculturas en la marginalidad (es el caso de David Aniñir o Tamy Meulén), con la aspiración a constituirse con poderes plenos dentro del campo literario chileno, que constituyó el momento inmediatamente anterior (con nombres de tan segura mano como Bernardo Colipán, Jaime Huenún o el mismo autor de la selección). La relectura de la historia, propia y ajena, es lejos el índice más interesante de la selección; no obstante en ella estén representadas también vertientes más ingenuas dentro de la tradición de la poesía combativa. 
Weichapeyuchi ül es, sin duda, un hito, y su mayor virtud puede ser dejarnos a la espera de lo que pueda decirnos la poesía mapuche en los tiempos que corren. En un momento en que a los chilenos se nos olvidó la sociabilidad más básica y la palabra sólo sirve para expresar su propia inutilidad, Huirimilla nos recuerda que -a veces- la poesía es más que aire vibrando.

AMARILLO CREPÚSCULO, de Andrés Anwandter: un testimonio de época


Responder a la pregunta “¿desde dónde habla Andrés Anwandter (Valdivia, 1974) en Amarillo crepúsculo (Santiago: Libros La Calabaza del Diablo, 2012)?” resultaría sencillo; habrá que decir Santiago en nuestra feroz actualidad. Sin embargo, Anwandter hace en verdad un ajuste de cuentas, que es un testimonio de quien ha visto pasar un proceso sistemático e incesante de desnaturalización de la realidad y del lenguaje en nuestra sociedad contemporánea. Elegir como título ese amarillo crepúsculo (subproducto / del petróleo   integrado / a la cadena alimenticia), que él mismo vincula en uno de los poemas a su vivencia infantil, es clave: el mundo del niño se veía ya intervenido por la técnica alimenticia, que sabía tomar el lugar del color de las frutas. Esta naturaleza, a punto de ser cancelada, se desvanece bajo la artificialidad, como todo el mundo que se planta frente al sujeto lo ha hecho y lo sigue haciendo.
El reflejo formal de tal percepción es complejo, y corresponde al trabajo que Anwandter ha venido haciendo desde el 2000: una poética que decide ponerse de espaldas a la posibilidad de una musicalidad natural, asumiéndose hermana de la técnica en la frialdad de la disposición del sonido y el sentido –el hablante declara que ha olvidado con qué palabra comienza la Ilíada o en cuál idioma se expresa mejor el ser. Este alejarse de los atributos básicos de los que la poesía se ha alimentado para producir sus aspiraciones más fundacionales y su posible escena primordial –la oralidad del canto, que presupone un otro inefable que presupone lo colectivo- tiene consecuencias en la otra punta de la experiencia lectora: su trabajo poético (como le llamo a estas alturas / a la masturbación en pantalla, señala el hablante) parece dirigirse a nadie, la escena de la escritura es la escena del encierro en medio de una urbe degradada por su antinaturaleza, con el peso de la memoria en que no deja de aparecer la vivencia natural de la infancia. Tal choque traumático ya parece actualizado en la misma edad de la inocencia: Intento formular mi experiencia / de la dictadura // fueron   probablemente / los mejores años de mi vida // la infancia en lo posible / alejada del horror general // entre las hojas mojadas / bajo la lluvia. En este poema, al fin, el hablante administra su memoria como un pan integral // cada mañana / preparando el desayuno // para la familia reunida / con un inmenso cuchillo. La imagen de cuchillos y armas de todo tipo parecen responder permanentemente a este choque con la propia historia, en lo que puede considerarse la respuesta última de un sujeto integrado a un sistema de producción –técnico-, mas enajenado por una sociedad que sólo surge espectralmente.
Me es imposible no ver en esta situación una suerte de esbozo de la (posible) generación poética de los 90, aquella pasmada por el testimonio del cambio de modelo social, económico y político, consciente de la evanescencia de su propia voz y pertenencia, y por lo mismo incapacitada –desde una ética fundada en la derrota, en la ausencia de una respuesta activa- para intervenir en el transcurso histórico. La sustancia ética de esta posición, desde el texto de Anwandter, está lejos de la “cobardía” que se le achaca a dicha conciencia generacional: se trata más bien de la imposibilidad de un entendimiento cabal, de una totalización del sujeto con su experiencia social. Anwandter sabe expresar esto a través de la permanente crítica de la propia memoria, la cual no resiste el análisis calmo del intelectual, y a lo más es accesible desde el fragmento, desde la propia vida como conjunto de fragmentos. Ésta es una de las claves para la especial deriva de sentido de esta escritura: parece prenderse permanentemente al registro sensorial inmediato, como punto centrípeto, ante el cual toda abstracción o reflexión termina naufragando –volcándose de vuelta a la existencia vacía de la urbe o a la nostalgia de la naturaleza perdida. Por ello, quizás, la persistencia en la alusión al registro técnico sonoro –el vinilo, el cassette, el CD-, como una seña de inferioridad ante lo taxativo y preciso de tal procedimiento, en contraposición a una conciencia abstracta o reflexiva que se revela incapaz e impotente. No deja de ser curioso que, más allá del recurso técnico, esta deriva recuerde al trabajo de la memoria en Teillier, quien ocupaba las canciones populares y las hazañas deportivas pasadas precisamente de la misma manera.

domingo, junio 17, 2012

Ray Bradbury y nuestra nostalgia


Al pensar en Bradbury, se me viene a la mente una emoción compleja, que quizás pueda llamarse nostalgia. Nostalgia, en griego, no es simplemente el dolor por algo que se pierde: nostos es “regreso”. Ray Bradbury, un autodidacto originario de Illinois, de infancia nómade y envuelto en el mercado de literatura de masas desde el corazón de la industria de subgéneros en California, no deja, desde su primer éxito propiamente literario (Crónicas marcianas, de 1950, que recopilaba cuentos ya aparecidos en revistas periódicas), de presentar un carácter de esa distancia a recorrer de regreso que, más que geográfica o cronológica, es casi metafísica. Metafísica, como califica Borges el horror que sospecha, cuando se refiere en el prólogo a la primera edición en castellano del libro antedicho, a "La tercera expedición", en que en Marte se encuentra precisamente ese mundo pueblerino en que uno puede adivinar al mismo Bradbury describiendo todo un modo de vida dejado atrás.

¿Un modo de vida, así no más, objetivamente? ¿No es acaso la visión de la infancia, ese mundo en que no existen las sombras de la vida contemporánea, ese mundo absolutamente sin ambigüedad? Pienso en el perfecto contrario de ese cuento, en "La mezcladora de concreto" (incluido en El hombre ilustrado, de 1951), en que la voz de Casandra de uno de los expedicionarios marcianos en la invasión a la Tierra logra saber desde mucho antes la espantosa trampa que les espera a través de la lectura de esa subliteratura terrestre infantil y sin ambigüedades que era la clásica sci-fi de la mitad del siglo XX –y al fin y al cabo, sus temores se cumplen al encarar a la sonriente y festiva modernidad mercantil, que es capaz de matar con la inocencia cruel del niño corrompido.

La idea del regreso a un pasado irrecuperable es insistente en Bradbury, recreando incluso más de una vez el tópico del viaje en el tiempo –pero los procedimientos de un escritor de la altura de Bradbury son más sutiles. La vuelta a la edad en que todo se presenta desde el asombro, en que el horizonte de lo posible es infinito… ¿no nos da esto la noción de la poesía? De algún modo, se puede asumir la obra narrativa de Bradbury como un punto de cruce entre tópicos propiamente poéticos y prosa moderna (de una limpieza, exactitud y concisión ejemplares), y no es casualidad que precisamente la emoción de la poesía (más allá de la referencia permanente al arte poético, en sentido propio) tenga un rol central en las fantasías de Bradbury –vista como una fuente de verdad y pureza destinada al exilio en el doloroso mundo moderno. Esta mirada –puesta en forma obvia en el lugar que asume la lectura de Shakespeare en el mundo de Fahrenheit 451- aparece una y otra vez, en formas cada vez más perturbadoras y conmovidas: pensando sólo en Crónicas Marcianas, la reivindicación de la fantasía mórbida del cosmos poeiano en "Usher II", en que el cuento empieza con exactamente las mismas líneas citadas de "La caída de la casa Usher", y el poema "There will come soft rains", de Sara Teasdale, resonando en la casa abandonada como el preciso prefacio para su destrucción. Resulta obvio entonces que el peatón, del cuento homónimo de 1951 incluido en Las doradas manzanas del Sol, de 1953, no puede sino ser un escritor que ya no tiene nada que hacer ante las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente se estaba sentada como muerta, las luces grises o multicolores tocando sus rostros, pero sin jamás tocarlos realmente, en un mundo en que ya una caminata nocturna resulta un índice de demencia o algo peor.

Cuando llego a esta emoción compleja que llamo nostalgia en las obras de Bradbury no deja de resonar en la propia nostalgia que creo compartir con muchos de mi generación. Crónicas marcianas fue uno de los pocos libros que realmente se disfrutaba en las lecturas obligatorias de la enseñanza media –recuerdo que hasta los que no eran muy aficionados a los libros entre mis compañeros fueron capaces de leerlo-, e incluso hubo una serie de televisión que presentó varios de los episodios más importantes del libro. En esos ‘80 obsesionados con el adelanto tecnológico, con la herida abierta de la crisis económica y con una violencia, intolerancia y barbarie que ni siquiera podíamos entender entonces, el cosmos bradburiano acompañó nuestro creciente desencanto con ese mundo que respiraba un falaz optimismo desde los medios de comunicación, al tiempo que los restos de nuestra infancia iban dejando paso a la edad del cinismo. Bradbury era para nosotros un absoluto contemporáneo en este sentido, y su prosa despojada de adornos lo hacía bastante más cercano que el boom latinoamericano o los clásicos –en el sentido petrificado e inane que esa palabra aún mantiene para buena parte de los aspirantes a cultos en nuestro país. Recién después de crecidos, pudimos ver cómo Bradbury nos había preparado para un mundo en que todas las relaciones humanas estaban contaminadas por la técnica, y la aspiración a la verdad o la pureza se quedaba –sospechosamente- encerrada en las páginas de los libros. Después, ya los libros no eran tan importantes, y pudimos dejar la literatura de Bradbury más o menos de lado, para pasar a uno tras otro ejemplo de cínicos sabelotodos con talento, que sabían acercarse a los “subgéneros” con más soltura moral y vaciándoles absolutamente de sentido para producir una mercancía perfecta.

La distancia que hoy guardamos con Bradbury (una literatura de formación, quizá precisamente el rol que tuvo Dickens para las generaciones anteriores: la misma inocencia corrompida, en su caso bajo el capitalismo clásico), nos deja ver con claridad la muerte de los últimos restos de la posibilidad humanista, en la sociedad, en la cultura y en nosotros: de alguna forma para la posibilidad de un mundo centrado en una (virtual) dignidad superior del ser humano, hacía falta esa poesía de la inocencia. Releo y me encuentro con la compleja e inquietante fábula de "Un ruido de trueno": el regreso al espectáculo de ese mundo absolutamente original termina por volver siniestro, radicalmente ajeno, todo aquello que nos hacía confiar en el mundo como algo propio y nuestro.


Publicado en Revista Intemperie

miércoles, abril 18, 2012

PSICOSUR, 23 DE ABRIL, 20:00 H!

Lunes 23, 20:00 horas:
Jocelyn Pantoja, editora de Proyecto Literal (Mèxico), y Enrique Winter, presentan los libros de autores como Roberto Hinostroza (Perú) y Tamara Kamenszain (Argentina), los cuales podrán ser adquiridos! Amenizan: Claudio Faúndez y Luciana Santibáñez. Salón Rojo de La Piedra Feliz, entrada por Blanco 1067!
entrada liberada!