Compasión,
sufrir lo que sufres, así
me
quiebro un pie y un brazo, me saco
los
ojos si es que me lo piden. Lo sabes,
lloro
cuando se paran enfrente,
proyectados
sobre el cuerpo pleno
y
conformado de la Patria, denso,
sin
vacíos. Ponen siempre firme
el
pecho, la mirada orgullosa; son ellos,
los
mismos que sin rendirse luchan,
que
no temieron la muerte, que se dieron,
se
entregaron –nada hay más bello.
Yo
he visto cómo se ofrecen, cómo
se
dan al ojo más acá del plasma.
A
veces entre tres o cuatro, y desde
las
piezas cerradas y desde carreteras,
desde
cada rincón del ancho mundo.
¿Han
visto sus miradas, frías,
huecas?
¿Ese suelto gesto de las ropas
arrancadas,
el calzón que se desliza?
Como
si horizontales hadas sin historia,
pero
sabemos que sí la tienen; la historia
es
un atributo del cuerpo. Como fantasía
geométrica
este microcosmos; la base
de
la célula es el tiempo; un tejido
madura
antes y el otro después, y hay
el
que se demora y hay tragedias:
viéranlos
gritar en las salas de parto,
la
culpa ancestral de que ya no el barranco,
la
mano apretada sobre la garganta,
al
menos ese deseo de otra cosa,
siempre
–el sueño del jardín,
los
perros en amorosa jauría bajo
el
sol, las mariposas, el sendero, la piscina.
O
sea, la buena sociedad, el progreso
personal,
la edénica promesa. Pero
es
difícil cumplir con estos votos; he visto
muchachas
darse gratis pasadas las seis,
pierden,
ganan, lloran, transparentes
sus
vidas hacen –una sublime dimensión
de
la vergüenza, porque también
tienen
deseos, pero eso jamás a la vista.
Siempre
se detiene el video cuando su cuello
perfecto
cae sobre el otro cuello
perfecto;
además ése, quién ése
que
registra, sino nuestra imagen
en
la pieza de hotel: miren, se dan,
se
dan, y son nuestras cuando se ofrecen
y
no dejan de darse, y son mías hoy,
cuando
nadie más acá y el calor
y
el hastío. La propiedad pública, ése
es
el tema. Siempre hay ladrillos allí.
Son
espacios vacantes, y hay perros
que
vagan sin destino entre cuatro muros
de
cemento y metales en nudo cerrado:
se
huelen, se maltratan y también
se
ofrecen para que más pobres seres
sin
casa ni ayuda ni solidaria mano
-y
nadie ha hablado ni puede hablar
de amor acá. Crecen
en las propiedades
públicas
esos monstruos y desde el hueco
que
el tiempo crea los vemos, gozamos
de
su inocencia, esa desprotección
gloriosa
–los que deben ser protegidos,
el futuro, la mirada limpia, el
bien
superior. No asoman su cabecita,
no
los vayan las bestias a comer,
quédense
en casa, y véanlos marchar
cada
cual más desafortunado que el otro
bajo
la luz eléctrica y los carteles gigantes.
¿Y
por qué tanto grito? Porque calladamente
los
niños se dan, silenciosos para que des
tu
solidaria mano, seas uno con el cuerpo
pleno
de la Patria. Olvidamos la muerte,
las
manos cortadas, el insulto,
este
doloroso, torcido lomo.
Porque
se deja de ser uno cuando
ondea
un trapo o suenan broms broms broms,
uno
no es ya el de ayer. Dejamos la inocencia
en
un oscuro sótano, accedemos
a
esta multitud sin nombres.
Qué
que te corten los pies, qué
que
te empujen la cabeza mientras
el
ángelus, qué más da el subterráneo
y
el olor a mierda, qué las cadenas;
de
dónde estos escrúpulos si ya lo vimos
todo.
Yo los vi amarrados, así que con los ojos
los
amarré; y al estar muerto y repartido en siete,
pisé
cada vereda de su mano, su brazo,
su
cabeza cortada. Por eso, ahora, traigo
roja
la suela del zapato. Es ésta
la
sangre de héroes ofrecidos al abismo
apenas
a la luz nacidos, para que compres
cada
tarde el pan, para esa cerveza,
para
el jardín y el ocaso en la ventana.
Compasivo
el mundo da sus muertos.
Sufrimos
ante el plasma, compasivos,
vivos
y manchados de ese placer ajeno,
de
sus muertes incompletas –pues vivos,
en
ésa, la realidad, sufren y gozan.
La
compasión es –en nosotros- esto sólo:
un dolor fantasma.
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