viernes, junio 24, 2016

El razonado desarreglo de EL VACIADERO POESÍA, de Jorge Álvarez

Cuando Víctor Rojas, en el prólogo a El Vaciadero Poesía (Valparaíso: Caronte, 2015) de Jorge Álvarez T. (Valparaíso, 1960), empieza señalando la figura del bohemio, pensé en la inexactitud de los términos. No es por rebatir a un absoluto experto en el tema, como Víctor, sino para confirmar la vaguedad pasmosa del concepto bohemia, que aparte, está absolutamente circunscrito a su origen en el medio parisino del siglo XIX, reuniéndose en la misma familia de resonancias con el de poeta maldito, bien cercano y, sin embargo, más preciso quizás. Está bien: los ejemplos que el prologuista pone apuntan bien al señalar el despojo, pero el malditismo es más que esto. Cuando Verlaine se refiere a los poetas malditos, primera aplicación definida del concepto a un grupo de autores específico, junto a Rimbaud y Corbière -que desde ya son variables absolutamente distintas de aquel-, propone además entre ellos a Stéphane Mallarmé, quien en vida y anhelo de obra parece a mil kilómetros de distancia y casi configura una línea paralela a aquellos grandes videntes y vividores en la poesía moderna: la de un trabajo templado, concentrado y casi científico sobre el lenguaje. El tema es que todos ellos, de un modo misterioso y que el mismo Verlaine bien probablemente no comprende ni quiere comprender a cabalidad, estaban afuera.
Por esto, cuando me toca presentar este libro, tomo y acepto la bohemia que me señala Rojas -porque al desplazamiento de orillas de un país a otro, de una ciudad a otra, de un sitio a otro; a la densa nocturnidad del trabajo de Jorge, ¿qué otro término le calza tan bien?-, pero unida a ese afuera del maldito, que nos da pistas de la especial relación con el lenguaje que se deja leer en El Vaciadero: el autor no deja de ser consciente de una diferencia radical, crítica, entre la vida y el arte. Digo: el arte, porque sería poco decir la expresión literaria. Visto en perspectiva, el trayecto de Jorge ha sido harto más que la errancia desesperada y angustiante que tanto aspirante a artista ha asumido como una performática en sí misma: antes que todo, fue una investigación vital y expresiva, y la experiencia del despojo material ha tenido que ver con un manejo de los límites físicos y emocionales, tan importantes dentro de su desarrollo como el área técnica de los procedimientos. ¿Suena a elogio falaz, a querer ver profundidad en la superficie de la bohemia? Y bien: este libro al fin nos ofrece la perspectiva para comprender lo necesario de tales extremos vitales en la noción artística de Jorge.
Y es que Jorge aterriza en Valparaíso desde la escena argentina en 1992, habiendo asumido ahí un aprendizaje teatral que en Chile era impensable. La convulsiva expresión física de Artaud, la investigación antropológica de Eugenio Barba y el teatro pobre de Jerzy Grotowski, estaban presentes en un entorno artístico en que la misma forma de vida del artista debía asumirse de un modo propio, vinculado a una auténtica urgencia libertaria tras la recuperación de la democracia. En esta escena Jorge llega hasta participar en el programa de Tom Lupo, el cual tiene en su momento una relevancia específica, al dar aire con plena ciudadanía no tan solo a la experimentación poética y musical, sino a un momento coyuntural del rock argentino, en lo más representativo del underground, en la plena comprensión de esta imagen geológica. En el Chile del 92, en cambio, lo libertario estaba aun amenazado por la censura y pertenecía más bien a la atmósfera de los buenos deseos; los hábitos conservadores permeaban la escena cultural -y más directamente a la literaria- a un nivel pasmoso, y más que underground, habría que hablar de mecanismos de exclusión que ya mantenían cierta planificación, en la intuición urbanística más básica de la burguesía -esto es, no geológica, físicamente fundada, sino pura abstracción visible de relaciones económicas-: un extramuro que no permite siquiera escuchar un rumor de lo que ocurre más allá. En relación al atraso de la escena: la única referencia de performances que uno podría encontrar en Valparaíso antes de la llegada de Jorge, era la actividad de Gregorio Paredes, más vinculada a la instalación surrealista que al rico desarrollo investigativo que ya fluía desde Europa hacia la costa atlántica americana; el mundo editorial, por otro lado, era una suerte de lucha contra la corriente, casi puramente simbólica, con la dudosa dignidad del puro y principista heroísmo gestor -siempre hambriento de pasar a servirse el pastel al comedor del castillo-, y sin siquiera la pretensión de circuitos reales de distribución o lectores. 
Jorge, entonces, llega a un espacio tan propio como profundamente ajeno; y asumo que la conciencia de esa situación le confirmaba en un modo de trabajo y expresión al margen extremo del campo cultural, que le daba el pie para una libertad absoluta de investigación e intervención. Pero esto no es solo una determinante importante en los procedimientos de la acción visible más acá del texto, veo que también permea su obra en un sentido pleno.
Esa distancia, ese afuera, ya es palpable en los textos “argentinos” (X-Q y Textos para el Tom Lupo Show), no tan sólo en la medida extensa, diríamos, espacial; sino también en la intensa. Me explico: Jorge desde la elección misma de los procedimientos formales, no solo excluye de su escritura puentes que pudieran hacerle parte del canon aceptado en cuanto convenciones formales -formato vérsico, musicalidad rítmica en la prosa poética-, sino que extrema el distanciamiento estético. La lectura nos da la sensación de que el régimen, la situación de recepción ideal, de estos textos no corresponde a su formato -la extrañeza de leer un guion, del estudio a lápiz previo a una pintura de gran formato-, un desvío del tono que nos abre paso a una atonalidad en sentido propio. Seguir estos textos no lleva inmediatamente al lector a una operación de reflexión sobre lo escrito, sino que al recorrido atento por una serie -no una trama- de una percepción y una cavilación fragmentadas, en que la integridad de la experiencia estética a que los géneros mayores aspiran, está acá dispersa, como volcada sobre, hecha un flujo de lenguaje. Este flujo -cuyo procedimiento de creación, a confesión del autor, al menos en su etapa inicial, es la escritura automática- acaba, en este sentido respondiendo a una concepción de la experiencia vital que la lectura del libro hace paulatinamente visible, una en que a la narratividad exterior puesta sobre el mundo se opone un régimen -una legislación- interior, llamado a concebir el mundo a partir de un cabal y exclusivo dominio de sí, que bien incluye lo que esa narratividad exterior solo puede conocer como su opuesto: una falta de dominio. El reconocimiento de esta inquietud por comunicar el arte y la vida, el desarreglo razonado en la definición rimbaudiana, forman parte del vasto tesoro de la experiencia vanguardista, y Jorge es de los pocos que lo asumen con la seriedad y el destierro que implica, al menos en nuestro país.
Esto es, el camino difícil. En la perspectiva que nos entrega El Vaciadero vemos que se evita con cuidado la posibilidad de un momento de reunión, de reconciliación del arte y la vida. Se hace imprescindible para entrar y seguir los textos la absoluta conciencia de una separación irredimible, la experiencia de la crisis; y el despliegue del deseo erótico es de esto un índice preciso. El sujeto parece definirse desde un deseo incompleto, que está al límite de lo imposible; se ofrece una intensidad al deseo que llega hasta desviar lo real haciendo que no haya una diferencia esencial entre la experiencia vivida y el anhelo, lo soñado. Es cosa de examinar la consistencia de la vida en los Textos del Tom Lupo Show, por poner el caso más claro: la escena recurrente es el autor solo, en espacios que tematizan esta situación -la calle, el bar, la casa-; y pronto se confunde la vigilia y el sueño bajo el efecto de la embriaguez: Es la poesía misma, ya estoy en el bar. / No tengo dinero, / pero sí a la chica de mis sueños. / Hey, dime; despiértame, / estaré soñando, estaré demasiado despierto. / Mírame hoy estoy aquí. El resultado es que la escritura se vuelve el lugar de los hechos, el mundo acaba siendo conformado por palabras, y la opción de concebir esto que nos propone el autor como nuestro mundo se desvanece. El mundo literario de Jorge resulta tan propio y ajeno para nosotros como la dimensión cotidiana de la experiencia social para el sujeto que escribe.
Este asalto a la lengua común para hacerla habitación de una posible experiencia segunda, profundamente ajena, solo accesible para una percepción intelectiva que deja afuera nuestro cuerpo -junto con los afectos que le pertenecen como tal- es aun más palpable en Conflicto Entre Poetas Deja Libro Inédito, en que desde el mismo origen postulado (Fragmentos hallados en casa abandonada) se nos plantea una indeterminación total, confirmada en una anécdota extremadamente vaga, en que lo que toma valor es la efusión de un sentimiento amoroso en el límite de lo real. El encuentro con estos textos -calificado en la nota final como oportuno -ya que ponen quizá una nota humorística y romántica necesaria-, le quita el carácter necesario, característico para una concepción de obra; asumiéndose desde acá esta fase de la escritura como un paso más allá en la operación de distanciamiento. El proceso de disolución -fundamental, previa para una coagulación posible de sentido radicalmente nuevo- es en este sentido, central, y no sería extraño pensar el breve poemario en relación con La casa del aliento (casi la pequeña casa del autor) de Juan Luis Martínez, como el punto ciego de determinación en el cual solamente se pueden dar las condiciones para asumir la paradójica realidad imposible de un autor -en un sentido de tan pura, indeterminada, espacialidad que las demás dimensiones se confunden y anulan. Que las aguas de este estero van al destierro asumido de la autoría se me confirma con el poema Estar a la altura de los hechos, perteneciente a los Otros Poemas: Trató y no pudo / Señaló y quedó atrapado en la señal / Dijo que valía la pena hacer el intento / Yo le dije que era innecesario hacer tanto ruido / Que mínimamente tuviera cuidado / Hay demasiado signo suelto / Que en la confusión / Otra vez se encontraría buscando / Dijo que no hay espacio para tanta tragedia. Me explico, entonces, que esta falta de espacio afuera, expresada desde el momento de la creación, es la que amplía hasta el infinito el espacio dentro, disponible para la proliferación y desarrollo de lo creado, anulando toda posible profundidad, esencia, identidad del autor. La Performance, cuya realización recuerdo haber visto varias veces y que en este libro está reseñada en cuanto instrucción, sabe expresar la falta de necesidad de tal atributo autoral; con lo que la misma voluntad estética posible se ofrece en sacrificio (esto es, auto-inmolarse en el enigma). Jorge en esto, se sitúa en la línea investigativa de Juan Luis Martínez en un sentido profundo, y su performance -de alguna forma una de las artes poéticas consistentes para su programa escritural-, guarda estrecha relación con la Pequeña cosmogonía práctica en La Nueva Novela (una especie de arte poética a su vez, una de las páginas más significativas del libro de Martínez, ya que lleva el nombre de su primer título propuesto), asumiéndose también acá como punto de partida del problema la conciencia del deseo.  
Es difícil de exagerar la justicia que se hace con esta publicación. Ya no tiene sentido la falta de comprensión de nuestra sombra de medio literario ante el trabajo de Jorge Álvarez, si bien entendible en un momento en que en nuestra historia literaria estaban en plena lucha el señorito satisfecho de la cultura oficial con el veterano de guerra que recién se empezaba a dar cuenta de que en la paz no hay premios por cabeza cortada -¡y cuánto tiempo y esfuerzo haría falta después para asumir una acción de gestión, editorial y crítica que pudiera al menos pararse en dos pies! Desde esos dos pies de tranco lento de nuestro hoy literario, que sabe querer ir más allá de lo literario, es que la escritura de Jorge se puede al fin entender y valorar.   

lunes, junio 20, 2016

Una piedra que no es de Babel: EL HOMBRE Y SU PIEDRA, de Cristian Cayupán

En la ruta hacia el mareo continuo que viene siendo la historia de la sensibilidad humana, todo ha aprendido a hacerse tan volátil; nuestra forma de ver el mundo ha privilegiado las virtudes aéreas. La cultura que nos gusta llamar civilizada es una que tiende invariablemente a la abstracción -un movimiento hacia arriba, un desapego del suelo-, que nos ha dado las ventajas de universalizar nuestra sensibilidad y sentir a la libertad como valor absoluto y sin contrapesos. Sin embargo, el precio de esas ventajas nos cae de vez en cuando como un soberbio tropezón de cara al suelo: eso que hemos aprendido a ver como ajeno -la naturaleza que nos fuerza a comer, a producir para comer, a trabajar para alcanzar ese alimento- se nos acerca abismalmente a la cara en la caída, apenas sentimos hambre. Y esta hambre de alimento físico es lo de menos cuando pensamos en una nutrición más íntima: el anhelo permanente de dar consistencia real a nuestra experiencia humana, abstraída hasta el colmo, casi ya absolutamente instancial en una época que bien parece -desde este lado del mundo- un momento final hasta para la posibilidad humana.
Nada parecería más ajeno, establecido al frente nuestro como la absoluta fijación y estabilidad en el tiempo, que la piedra; y bien lo sabe Cristián Cayupán (Puerto Saavedra, 1985) al componer El hombre y su piedra (Valparaíso: Inubicalistas, 2016). Esta piedra se hace garantía de esa Otra fijeza necesaria -necesaria en cuanto otra-, permaneciendo fiel a sí misma e insistente en su puesta al frente. Suena como Parménides, y su enigma sobre el Ser en el texto que inaugura en nuestra cultura dominante el género de poesía filosófica en que bien se puede adscribir el libro del que hablamos; sin embargo, no hablamos para nada desde el mismo lugar. La piedra no puede evitar saberse dentro de lo humano en esta intuición poética: no puede ser un Todo quieto e inconmovible, sino que gira

alrededor del hombre
donde el pasado presente y futuro
son lo único verdadero en la memoria del ser, (El hombre y su piedra, 10)

dado que se revela como congénere de aquel. Este es un acercamiento que, como tal, desarma toda enajenación entre hombre y naturaleza ante la intuición de la mirada poética, definida no como el desprendido entusiasmo de Parménides, sino como una contemplación visceral:

Cuando uno contempla un objeto con el vientre
las cosas se hacen parte del hombre
porque en lo más profundo del ser
las miradas se entrelazan al cerrar los ojos
como si fuesen fecundadas en esa materia. (10-11)

La piedra es ese ser que desea venirse desde la esfera de la trascendencia, dar de sí en una fecundación que confirme su sentido de cruce entre lo humano y lo inhumano; el tiempo y su negación en la fijeza. Es inevitable entonces que a través de El hombre y su piedra, por sobre un escarceo intelectual, la poética toma a cargo su función de herramienta metamórfica, haciendo de la materia un flujo continuo que conoce de formas sin lograr saber de una sola. Es en este sentido que surge -ya desde el epígrafe de Rafael Echeverria- el lenguaje como fuerza fecundante; como herramienta de generación de multiplicidad y desplazamiento formal.
En la imaginería de Cayupán la piedra, bajo la acción del lenguaje, es también el cristal, el espejo, que a su vez también será la superficie del agua acunada, a su vez por la piedra en la imagen del pozo. La piedra hecha tierra, a su vez, podrá ser modelada por la acción del agua, para que la vasija a su vez sea capaz de contener esta. Los trazos de esta cadena de transformaciones proporcionan buena parte de las articulaciones del esqueleto del libro, que con ello acaba configurando su dimensión filosófica y poética a la vez. 
Mas, si bien en la historia de la poesía, la metamorfosis jamás se ausenta como procedimiento fundamental -y veamos solo De rerum natura de Lucrecio, o Las Metamorfosis de Ovidio, seguros ancestros en una de las regiones de origen de la noción poética de Cayupán-, tan solo desde un grado más intenso de conciencia -más inferior, paradójicamente, que superior, al intentar salvar de vuelta la natural pendiente hacia la conciencia del suelo por sobre la dirección abstracta de la cultura- es que aquí se podría rescatar un real fundamento para la fluencia de algo que en sí resiste ser otra cosa que sí misma. Me explico: esta piedra solo puede ser llamada a lo humano desde una conciencia íntima de la construcción de mundo, que es el hecho social esencial de la raíz del lenguaje, y partir desde la abierta declaración desde el epígrafe, es índice de la profunda relación con el otro elemento que dos páginas antes da la primera columna del umbral exterior a la escritura poética en cuanto tal: la dedicatoria, A mis ancestros
El lenguaje como herramienta de transformación, desde este programa, no puede ser entonces una ocupación restringidamente de escritorio. La transformación a la que alude Cayupán incesantemente es la que está más allá del escritorio y más acá de la palabra abstracta, en la actividad transformadora del trabajo, análoga a la mucho más lenta metamorfosis natural, mas que sabe rescatar el sentido de esta en su quehacer: la casa -en cuanto objeto construido, útil y necesario, una virtual seña distintiva de humanidad- es la roca, en el poema, cuando se la atraviesa con una mirada distinta a la contemplación pasiva de un objeto:

Cuando uno mira las vigas con los ojos de otro 
es para darle firmeza a la casa
porque desde sus raíces la piedra es un techo cobijando la claridad. (14, La casa en la roca)

Y el acercamiento a una posible conciencia plena del sentido del tiempo, acaba siendo una operación de artífice, y no de contemplador:

Hay que tallar la caliza que estuvo dormida en su cantera
petrificada desde sus orígenes
como la palabra olvidada
pétrea en su raíz

Hay que pulir piedra y lenguaje en la estepa 
donde reposan los misterios de la humanidad
los vestigios olvidados

Hoy contemplo esta luz de antaño de otra manera
porque al final hemos nacido para ver morir a otros (30-31, La vasija del tiempo)

Esto es, esta vida que logra darse a sí misma sentido en la acción cotidiana no es tan solo la fuente del lenguaje, sino que se hace en sí misma lenguaje, precisamente por ser punto axial entre naturaleza y experiencia humana.
No se ve seguido poéticas de fe, de real vinculación, de re-ligazón sin la ingenuidad de quien cree en nubes celestiales o cuentos de progreso científico. La de Cayupán es indudablemente una real poética de fe, y no resulta redundante en este sentido el origen mapuche, si bien planteado así, de una vez, puede sonar reduccionista. Pero ese punto que pone a El hombre y su piedra un paso más allá de una posible comunidad cultural impoluta, es precisamente la señal de su franqueza. La Babel a kilómetros infinitos sobre el suelo, que bien nos promete con palabra ágil una común humanidad no contiene, ya lo sabemos, garantía alguna de cumplimiento en el plano cotidiano. Caído de Babel, un poeta como Cayupán no puede sino reconocerse como parte de una lengua en particular -pero que como tal puede aspirar a ser figura de toda otra lengua-, que es índice de un pueblo particular -que como tal, a su vez, puede aspirar a ser figura de todo otro pueblo. Y bien sabemos que para la construcción de una posible humanidad futura que no sea la fórmula abstracta de un documento, pueblos como el mapuche son vigas harto más sólidas que las estropeadas identidades a retazos.
Aquí veo La última página. La palabra humana es el lenguaje fraterno heredado de sus predecesores, y al presentar al anciano abuelo que deja esa palabra como herencia, la dimensión de esta palabra ya cae lejos de una definición de herramienta. Este lenguaje, en su fluidez, acaba siendo la medida para confirmar la permanencia pétrea: el mundo se detiene a oír estas palabras. Medida de acercamiento amoroso a la posibilidad de comprensión de un sentido pleno del tiempo -que logre proyectar lo ancestral hacia un destino sustantivo-, la lengua poética de Cayupán es muestra concreta de que la voluntad de Decir no solo tiene un buen pasar, sino que sigue siendo producción fecundante en la poesía chilena actual, más acá y más allá de la crisis de la representación que nos viene asaltando a nosotros, en la cima de Babel.

(Publicado previamente en el periódico El Desconcierto)