miércoles, diciembre 16, 2015

Un renacimiento que mira de frente: LA ORDEN INFELIZ, de Alfonso Iommi

A la hora de leer La orden infeliz. Cuatro ensayos renacentistas (Viña del Mar: Catálogo Libros, 2015) de Alfonso Iommi, viéndome obligado a revisar la noción que tengo sobre lo que se da en llamar Renacimiento, se abre el abismo de una mala educación fatal a la hora de plantearnos la perspectiva histórica para nosotros, hijos de la edad más cómoda de la humanidad. Lo que se nos ofrecía en el libro de texto de secundaria era resumible en el vago traspaso de una noción de grandeza: las cumbres de las artes, la conciencia de la dignidad superior del hombre. Una experiencia histórica única nos había legado a nosotros especialmente una segunda vida de la era clásica durante dos o tres siglos a la que nuestra sociedad, nuestro mundo -que, en otra vaga imagen que se hace nítida al recordar la crianza como un todo, era la cumbre de los tiempos-, había sabido seguir en su humanismo, como momento esencial para la consecución de la felicidad. Si nuestro mundo era higiénico, científicamente guiado por principios razonables y -errores más y horrores menos en esa década de los 80- siempre consciente de un ideal de justicia, se debía a esa grandeza renacentista.
El error -horror- de lo que nos tocaba en la realidad -que era una radical falta de sentido en la historia-, puede bien ser una mala lectura, entre otras cosas, de esa experiencia renacentista: y es lo que a mí al menos me resuena como un eco tras los ensayos de Iommi. En ellos no vemos las formas abstractas y cumplidas de las obras renacentistas tan sencillas de contemplar, sino a una genuina actividad vital en que el hombre, si bien es medida de todas las cosas, lo es más que en la figura de su dignidad inmanente, en la radical limitación que supone ese nuevo sitial. Iommi nos presenta bien esa medida humana al presentar a Poggio Bracciolini, Pico della Mirandola, Nicolás Maquiavelo y Lorenzo Lotto en el momento -entendido este no solo temporalmente- de revelación de tal medida para ellos o para quienes debieron y deben ahora tasarlos en su labor. Por ello, ante el nuevo horizonte de experiencia y estudios, los personajes no son registrados por el ensayista desde la coyuntura en que les sería posible producir un quiebre en el desarrollo de los conocimientos, la perspectiva o la práctica artística, sino sobre un punto desplazado de ese desarrollo -antes o después, pero siempre en el momento en que se hacen insituables dentro de la Gran Línea de sus oficios. 
Esta insituación es, por ejemplo, el espacio privilegiado del retiro -tan vivamente presente que en el tercer ensayo el tejido de ideas virtualmente parte de la evidencia problemática del ocio- o del refugio contra la pobreza o las intrigas, con que uno no deja de encontrarse en una época de vertiginosos cambios políticos. Desde esa falta de centro, desde esa impropiedad, ni la voz de Maquiavelo podría influir la vida política de su momento, ni el arte de Lotto podría modificar los caminos de las grandes escuelas de la pintura; y bien nos parece que el radical desafío de Pico contra la hipóstasis de lo Uno del platonismo académico tampoco logra rendir lo que se espera de un argumento filosófico. 
Y, con todo, no se trata acá de fracasos, ya que para ello haría falta una noción de argumento que Iommi sabe desmontar a través de una sutil concentración de procedimientos irónicos. Cuando cierra el ensayo El ejercicio de Platón, queda la sensación de habérsenos efectivamente cumplido, y apenas le conocemos, el gran objetivo -insondable- de la especulación filosófica: el hacernos cumplir el sentido del tiempo en la narración, más acá de la verdad, jugando a entrar y salir por los umbrales de una filosofía que parece quedarse pensando en el real sentido de sus empeños. Más que prácticas fundadas en la verdad trascendente, Iommi sabe mostrarnos la problemática medida humana en la creación de los simulacros en que parecen constituirse las artes y las ciencias como un todo; siendo los héroes de esta cultura bien aludidos por el índice del título, que ya no parece apuntar a la orden ecuestre en De la verdadera nobleza, sino al vano empeño de la práctica humanista -sus vidas y obras parecen destinadas solo a llenar las 105 páginas y ofrecernos un tiempo de estudiado y estudioso placer.
Por supuesto, esta última apreciación parece condenarlos a personajes de ficción, y es que Iommi es capaz de darles sustancia literaria -recrearlos- para entregárnoslos regidos por una contingencia que logra trascender la clausura del tiempo histórico; ni el debate de conceptos ni el análisis crítico sobre obras plásticas, logran escapar a este juego en que el transportado logra hacerse el lector, sin que parezca proyectarse hacia nuestros tiempos la experiencia renacentista. Así, no vemos esa época naturalmente, con una mediación que logre asimilar dicha época para nuestra experiencia en una sociedad precarizada en su posibilidad de crear y crearse -como, por ejemplo, cuando se nos trae el siglo XIV o XV a través de un documental o serie de TV “históricos”-, sino que nos vemos a nosotros en medio de ese extraño lugar en que una intensa transformación del concepto de mundo y ser humano -a nivel de práctica artística y vital, y de pensamiento- no puede sino rebelarse a nuestra sensibilidad. No vemos vívidamente al renacimiento -para esto bueno es el cine y la TV-, sino que es este el que nos mira a nosotros, desafiante y ajeno. 
Esta construcción solo es posible gracias a la extraordinaria habilidad de la prosa de Iommi, que sabe introducirnos sin integrarnos a desarrollos descriptivos y de ideas que se perdieron de vista -como se pierde una raíz tras un tallo- tras la pretensión de precisión de una época ansiosa de olvidar sus dolores de parto. Y es a fin de cuentas la modernidad lo que resuena tras los ensayos, la inauguración melancólica de un mundo que podía al fin despertar al vértigo de la conciencia del vacío. En este último punto, el sutilísimo, casi imperceptible, diálogo entre el plano estético y el dilema metafísico de la situación del hombre en el mundo en El guante y el destino -dedicado a Lorenzo Lotto- me parece un índice esencial para entender mejor la misteriosa dimensión desde la que están escritas estas páginas.
Catálogo Libros sale a la luz con una presencia definida y con decisiones de diseño, edición y definición de títulos de excepcional peso y logro. La apuesta hecha a gran riesgo -producir libros desde una librería, desde la provincia, y dedicados a un público lector de gusto definido por problemáticas que no desean ser consumibles-, sabe ganarse hasta ahora en la mesa que se aviene mejor a nuestro ámbito como país a medias culto: hacer del acto de lectura una escena de la más profunda complicidad.

sábado, diciembre 05, 2015

Una puesta al día del desafío lírico: MENESTER, de Ángela Neira

El primer libro de poesía de un autor es, para los del lado de acá del hecho editorial, el emplazamiento para un juicio. Le hemos conocido, leído o escuchado, y hemos tenido una apreciación rápida, de piel, que nos impone la fluidez mareante de nuestros tiempos; nos formamos así una imagen general del grado de oficio escritural y de su perspectiva ante el mundo. Sólo ante el libro se impone una exigencia fundamental: reconocer, más allá de la perspectiva –una dirección de mirada, una situación-, una conformación de lo que el creador quiere ya resueltamente que conozcamos de él, una conciencia actuante. Esta no lleva en sí solo la experiencia personal, sino aquello que podemos definir desde la lírica como el anhelo, una vivencia íntima que bien puede ser una metamorfosis radical de lo real, tras ser asimilada en el vivo enigma que es aun el fuero interno del artista, que sesiona a puerta semiabierta. Un volumen de poesía, en fin, clausura la especulación hasta cierto límite: el hecho sólido, consumado, ya no duda ni puede idealmente criticarse a sí mismo; el libro nos desafía como objeto silencioso, o como criatura que nos recuerda que toda nuestra vida es un proceso de dejar ir cosas de nosotros mismos hasta que no queda nada.
Me imagino que para Ángela Neira (Tomé, 1980) esto debe ser muy complejo. En Menester (Concepción: Etcétera, 2015) vemos la presentación de una poderosa intensidad íntima, que bien puede pasar por el deseo sereno y melancólico hasta el más violento, por la desolación y la ironía, en un ejercicio que roza lo impúdico. Esta intimidad genera un acorde de alta tonalidad en relación a lo que el mismo libro deja ver en su presentación extra-escritural: Ángela es estudiosa de literatura con una trayectoria ya meritoria, así que se asume que tiene la práctica casi cotidiana de ver los textos desde afuera, un afuera tanto más radical cuanto su especialización está en el área lingüística. Entonces, lo que queda es preguntarse por el lugar donde se sitúa esta intimidad –ya que no creemos a estas alturas que hay tiene hogar físico: ¿el corazón, el hígado?-, y cómo puede abrirse paso para plantarse ante el espejo opaco y nada decorativo del objeto estético. Hay tantas respuestas para esto como hay autores, y la de Ángela es visiblemente una respuesta de las arduas.
Para averiguar esto, apelo a una de las tonalidades más perceptibles en la superficie de lectura: la pena de amor. Nos resulta siempre algo complicado como autores y lectores, dado su manido abuso a través de toda la historia de la lírica tradicional, y esto porque nos olvidamos de su lugar fundacional en la poesía moderna, merced a la esplendente experiencia del trovar provenzal. Allí la pena de amor es una viva apariencia, que no deja de sugerir y apuntar a algo entre líneas, algo que no es silenciado, sino que se deja decir sólo ante la experiencia de quien lee –y leer en este contexto, es eufemismo por escuchar-, que debe desliar un mensaje latente, cuya plena potencia sólo logramos sospechar, gracias a la densidad de las cargas de sentido en el texto. Considerando la variedad de experiencias en esa poética, lo que entrevemos como aspecto común es algo que hasta ese momento era inaudito: la afirmación de la personalidad del autor como demiurgo, responsable de una visión propia del mundo que sólo a éste se le entrega y que sólo él se atreve, agresiva y riesgosamente, a entregar a quienes le escuchaban.
Esta perspectiva es la que se me hace natural tomar ante la lírica de Ángela. Y hablo de lírica, dado que bien veo que ella sabe reconocer en tal género una conquista no sólo suya personal, sino de una sensibilidad histórica que constituye una experiencia colectiva, más acá de la sospechosa anonimia de la vanguardia. El poema que abre su libro, con el título Menester, es precisamente una puerta de entrada bien armada en sus goznes: la necesidad, expuesta en una consciente pasión amorosa, elige como objeto a la Poesía (con mayúsculas), y la relación con esta hipóstasis, elusiva y siempre lejana, se expone en la necesidad del reconocimiento de sí.

Me necesito en tu espejo de bolsillo.
Me necesito ver desde ese espejo
en tu bolsillo. (p. 12)

Es decir, la poesía es un medio de verse, pero no es un medio más. Es una experiencia que sólo se puede expresar en una engañosa perfección, en el sentido de estadio final: la fijeza de la tinta. El acto de escribir implica, en este sentido, una intimidad alojada en la paradoja de su exposición, en que sólo se puede ofrecer la voz si se tiene la conciencia de una ilusión situada entre dos desengaños: el desengaño del acto mismo de escritura -siempre alejada / llegué a concebir la mayor cercanía que jamás había sentido, dice Ángela en el poema Escribir (p. 13)-, y el que se espera del lector. Pero ¿se espera realmente de él este desengaño? Me parece que la palabra es complicidad, en lo que volvemos al viejo trovar clus en su subversiva media luz.

Cerrar los ojos lagrimeados
Para decir que somos dos caídos
En el ENTRE de estos espejos
Donde todos se ningunean entre sí (Dos desde un pestañeo, p. 24)

El trato entre autor y lector es entonces entre dos deseantes -un trato que es un tacto-, confirmados en el convenio a través de un himeneo que está bien lejos de una institución matrimonial. Esto último asumiría una palabra de poder, sea esta la consagrada por Dios o el Estado; la palabra poética que nos reúne a flor de página no es en absoluto capaz de esa aspiración a la plenitud. Como el rol del mago de plaza pública ante el sacerdote en su edificio parroquial. Este es un entredecir entre seres que se saben incompletos en la raíz más fundamental del concepto de necesidad -la que nuestra castiza lengua castellana relegó a un sentido marginal-: la de una carencia.
Esta plenitud que propone, como sugiriendo, la poesía se hace tan esquiva, engañosa (lunar, voluble, pasajera y recurrente), que lo erótico es un signo privilegiado para presentar el traspaso de valores estéticos -también a medio camino entre la finalidad ideal de lo fértil y la realidad de una vía que sabe hacerse finalidad en sí misma. Lo que resuena en la abierta y vívida acción erótica de los poemas de Ángela -que, creo, es el segundo eje dominante del libro junto al de la pena de amor- es una plena analogía de una entrega de sí mismo a través del poema, que sólo es posible ante la expectativa de la entrega de quien lee. Textos como Extravío de la mirada o Calor -ambos en muy distinta cuerda, pero igualmente vívido despliegue de pasión física- no me revelan lo destemplado con que suele presentarse el deseo en nuestro ámbito de escritura, en una usual confusión entre ritmo interno e intensidad que nos acosa en todas partes tras la caída del Olimpo de nuestra modernidad literaria, sino que me presentan más bien un temple, el cuajar de una condición primordial de la práctica artística, en cuanto encuentro imposible de dos sensibilidades radicalmente separadas por el hecho metafísico del poema hecho público. La superación de esa separación entre lo fluido de la conciencia creadora y la amenazante fijeza de un objeto dado, ya entregado irremisiblemente, sólo puede darse en el plano operativo, en un proceso que termina alojándose en un más acá del mundo, en una condición propiamente mental autopoética de otro mundo posible.
Y esto no es poco decir. Cuando Nietzsche desarrolla a partir de una observación casi picaresca de Stendhal, una de las bases de su planteamiento estético -la belleza como promesa de una felicidad futura- está planteando precisamente un régimen de expectativa que sabe cumplirse más acá de la experiencia del intercambio de objetos bellos. Sí, es un más acá del arte, pero cuyo acontecer efectivo se da en un plano mental, asumiendo en esto la autonomía del ámbito del deseo por sobre la concreción de este -la raíz de una enfermedad que Ángela se encarga de presentar lúcidamente en el libro. Leo la medida de este más acá en el poema Amarillo, en que después de cerrar el libro, se despliega la continuidad del ser creador y aquello ajeno, propiamente separado como naturaleza -y ya sellado en el tiempo en el proceso industrial que hace posible el libro. En esta nueva situación, bajo la luz de la luna agarrotada, la imagen de lo nocturno es el momento en que se reconoce en sí mismo una plena capacidad de producción de sentido, precisamente desde la posibilidad de una fértil reflexión, percepción de sí mismo plena, una partenogénesis del espíritu creador cuyo retoño es este breve registro incompleto de experiencia que es el poema. Pienso también en el texto Esa voz en el sueño, que nos lleva a un deseo emancipado de su satisfacción, que sabe colonizar para sí los reinos del delirio y el sueño, como plenos motores de sentido para el fundamento estético de Menester, en una redención de la posibilidad lírica como espacio de resistencia ante un mundo en el que parece imponerse la seca bofetada de una muda tragedia ya vacía de sentido y que gusta de mostrarse como inexpresable. Este yo que se planta en la mesa de apuestas sabe muy bien cómo retardar el juego, no ser objeto de ganancia o pérdida, restarse del tráfico de discursos que malbarata sin cesar al conocimiento en la palabra en nuestro mundo contaminado por la obsesión de la técnica. Ese restarse es lo que se espera y se halla en toda poesía que desea ser válida en sí misma como expresión libre.
Me gusta, entonces, ver la escritura de Ángela como quizás no sea muy correctamente político en nuestros contextos: una digna hija del trovar, más acá de la convención formal y el juego desasido en que la inercia de la historia quiso encerrarle. La noción por parte de Ángela de hecho poético es definida, la economía de imagen está bien concebida y desplegada; lo que parece exceso, incluso, se revela al fin como la ilusión de que existió un exceso. La experiencia en su amplio sentido -intelectual, afectiva, física- sabe alimentar al poema sin hacerlo caer en la hambruna del epigrama ligero o la indigestión de una “literatura biográfica”.

lunes, noviembre 23, 2015

Un consciente descalce: RECADOS DE UN POETA MENOR, de Omar Cid

Un buen índice del descalce de la inquietud política en la escritura de los últimos tiempos en Chile puede verse a través del breve poemario de Omar Cid (Talca, 1967), Recados de un poeta menor (La Legua, Santiago: Arttegrama, 2015): textos que se deciden a ser críticos, sobre todo por saber alojar la crisis en la voluntad del hablante. En los poemas la decisión del compromiso político pasa por reconocer aquel descalce, y ser consciente de la falta de un cimiento que -históricamente- daba base a la posición segura del poeta militante en el escenario de una historia que se asumía desde el humanismo. Esto se presenta ya desde el epígrafe que encabeza el libro, en que el altamente esperanzado discurso poético de Gómez Rojas (y quiero que mis cantos sean las profecías / de un bello porvenir), paradigma de la idealista rebeldía lírica de las primeras décadas del siglo, parece representar irónicamente las promesas no cumplidas del desarrollo histórico y cultural de la sociabilidad chilena, al mismo tiempo que lo inadecuado de la aspiración artística profética. El poemario parece decirnos que si el lirismo militante asumió alguna vez esta actitud, una poética fiel a la época contemporánea debería saber ver con minúscula, a la altura del tiempo y las posibilidades de un escritor que asume los límites puestos por su misma historia: es un mundo en que las palabras (…) / pierden peso, y se hace natural que la obra se niegue a sí misma. Como se plantea desde el ARTE POÉTICA:

Tarde o temprano
la trama nos traiciona
y el oficio queda trunco
boquiabierto. (p. 9)

La obra no se cierra, el autor no termina su supuesta labor. El poema es el registro de un proceso incompleto, y es incapaz de belleza (un torbellino de fonemas / acecha, dice precisamente el texto titulado Belleza). El más allá de lo literario termina venciendo y consumiendo la capacidad de este para alcanzar una dignidad mínima, siquiera como testimonio. El trabajo literario, ya vaciado de significación, coexiste con realidades harto más patentes, no sólo sin trascendencia estética, sino libres de épica social alguna, como aclara el poema ESCRIBIR, que bien puede considerarse una segunda Arte poética tras el poema homónimo (Escribir a regañadientes / aunque la literatura caiga a pedazos / fagocitada por el cine / el playstation 3 / (…) / Escribir esquivando cervezas y cigarros / Escribir con Sofía / preguntando por su traje de baño).
Esto debería hacer cambiar el sentido de la escritura, cubriéndola de una voluntad negativa: eso sí, Cid decide salvar la personalidad del autor. Definirá su misión con operaciones de diferencia, en que se acaba afirmando una voluntad personal y rebelde, que asume en la ironía de sí mismo y ante el mundo la posibilidad de creación. Así sólo es capaz de un martirio incompleto (como expresa en Ocaso del salmista: muere sin morir un millar de veces / para goce y gloria de su santidad / el editor) y su figura debe travestirse. La operación de diferencia ante una poética concentrada solo en sí misma, sin el anclaje en una experiencia vital y física del autor, está marcada por un gesto radicalizado y violentamente polémico (como se aprecia en Nosotros o Calle Morgue), sin lograr resolver el conflicto íntimo entre la poesía como arte obsoleto y la poesía como arma de combate; esto se remarca irónica y casi dolorosamente en Desclasificados, en que se alude a sí mismo como autor en tercera persona, y contrasta la figura de Verlaine -asumiendo la desconfianza ante el poeta maldito- con las de dos poetas muertos en la lucha política armada -Otto René Castillo y Roque Dalton- que aparecen reforzando su posición en la trinchera de los desclasificados. Sin embargo este mismo lugar aparece envuelto en la ironía, tanto considerando la caracterización personal, como desde la perspectiva del volumen completo.
Esta voluntad negativa es lo que asume altura ante el entorno político. En los poemas en que esto se remarca -Fuga o Su orden- se aprecia la mano segura en una decidida literatura de hechos, que parece ser el pasaje de salida al conflicto sobre un sentido de la actividad escritural. No obstante no logra despejar este conflicto: Un canto a medias, texto que cierra el libro, deja la impresión final de un íntimo fracaso de la posibilidad de cambiar el mundo desde el arte, sustentando a toda luz el programa definido en Arte poética.  
Recados de un poeta menor resulta así un texto que sabe habitar una crisis que no sólo compete a su oficio como escritor o a una poética en particular, sino que a un signo de época bajo la cancelación de la vanguardia. La radical falta de fe de esta escritura da una nota interesante en el trabajo literario de Cid, quien ha saltado ya a la visibilidad precisamente debido a una crítica de trinchera en que el punto crítico es la situación de la literatura dentro de los conflictos sociales y políticos. La problematización de la posibilidad real de construcción de una trinchera desde la escritura resulta, en este sentido, un complemento a su trabajo crítico; la insegura movilidad del escritor en la arena de la lucha social -en que la trinchera se hace imposible siquiera de construir o reconocer- resulta un tema vital y aún pendiente en el contexto de los debates políticos de fondo que, no por subterráneos menos determinantes, recorren transversalmente como espectros la escena literaria nacional.        

martes, noviembre 17, 2015

Un poema en torno a la existencia agónica: LAS BOLSAS DE BASURA, de Enrique Winter

La narrativa moderna no proviene de un solo lugar ni respira el mismo aire. Su objetivo no es necesariamente entretener la tarde de un comprador de libros que en nuestro país está cada vez más limitado a una burguesía harto específica en gustos y carácter, si bien resulta inevitable que buena parte de lo mejor que se ha escrito en la historia de la narrativa termine al fin llenando el hueco de esa tarde. La relativa cultura con que se emprenda el desespero ocioso de la lectura no hace una diferencia ante la exigencia de satisfacción superficial que es parte fundamental de cierta rama “popular” de las artes y una de las fuerzas económicas más productivas en la escena literaria chilena actual después de una pesada y necesaria era del compromiso -haya sido entendido este como el de la moral privada o la ética política.
No es nuevo que una narración se aparte del mandato que su época le asigna en cuanto mercadería más o menos diseñada; lo que siempre resulta nuevo es la ya antigua buena costumbre de la pieza artística de no dejarse convertir en objeto absolutamente disponible -cuerpo muerto- por el entorno mercantil en que le corresponde inevitablemente jugar su papel. El incómodo aislamiento, la apuesta en riesgo, es condición de apertura en el desarrollo de cualquier práctica creativa: ¿y en el de esa práctica inentendible y con la más escurridiza finalidad que llamamos vida, es ese descalce también una condición? 
Esto último me parece una buena puerta de entrada para comprender la novela Las bolsas de basura (Santiago: Alquimia, 2015), de Enrique Winter (Santiago, 1982), en que la interrogación radical por el sentido de las decisiones de vida traspasa por lejos el ser una simple ansiedad para darse como signo de época. Esto porque la ansiedad por un posible destino parece estar lejos de las preocupaciones de los personajes, traspasándose a la construcción misma de la voluntad que desea narrar más acá de los lugares de la novela. Brenda, Miguel o Brian no parecen tener espacio en sus cavilaciones para preguntas mayores que las que versan sobre sus decisiones puntuales o para la dilucidación de su memoria personal; sus decisiones de vida ya han sido tomadas y asumen problemáticamente los actos para cumplir con ellas sin detenerse, ya que su detención es signo de un riesgo radical.
El mundo de Las bolsas de basura sabe acercarse fatalmente a nuestro mundo en el sopor generalizado que trasuntan sus principales ejes narrativos. Las distintas formas en que asumen su descalce social -un descalce más bien interno y anímico-, sea este el arte o el afecto amoroso, son definiciones decididas de sí mismos, en un combate por mantener su persona a la vera de un flujo social sin acontecimientos. Víctimas de una pavorosa ausencia de Historia, se concentran en sus acciones sin esperar trascendencia alguna.
Lo que existe como salida posible es la búsqueda permanente de una inmanencia absoluta. El paradigma de esto es el arte de Brenda, del que la narración se cuida de darnos justificación teórica alguna, excepto la frase clave que salta desde el mismo epígrafe: se trata de elaborar los cuerpos de perros muertos volviéndolos permeables a la belleza extrema. Esto porque bien se ve que en este mundo la vida no basta para darle valor al cuerpo animado del animal; y la banalidad de las relaciones sexuales en la novela son precisamente índices de este desplazamiento. Sin la acción real en su base física corporal, sin la posibilidad de una historia que enmarque los actos dándoles existencia, los mismos cuerpos se convierten sólo en señales -inquietantes eso sí, como continentes de una historia anterior e ineludible. La compulsión con que Miguel intenta recuperar su memoria, haciéndola calzar con el presente, es un gesto que si bien vemos desde el principio referirse a instancias banales, toma una importancia fundamental cuando en la composición final sea su chance de conjurar un riesgo tan grande como el de su libertad. 
Sin embargo, es este mismo riesgo -siendo el inherente a la creación tan fundamental para Brenda como el que envuelve la trampa burocrática sobre Miguel- el que les da la posibilidad de una motivación inmanente a su descalce. El origen de estos riesgos está en cuerpos muertos: tanto los de los animales como el de Eugenio funcionan como motores reales de la acción desde su misma inmovilidad, y esto por su propia realidad en cuanto entes paradójicamente más vivos desde el instante de su descomposición. Estos cuerpos muertos se modifican sin cesar y radicalmente, a diferencia de un mundo que ha enmascarado su biología, que parece estancado en su propio flujo inerte. Uno de los ejes en la acción de Brenda es precisamente la urgencia por lograr embalsamar, darles una segunda vida inmóvil -fuera del flujo del tiempo-, a los animales muertos, y sus acciones van a responder a esto de manera definitiva, llegando a modelar su vida afectiva en torno a esto. Esta vida en cursivas es algo menor, una especie de breve descanso merecido:

Superada la decena, con el primero que le parece idéntico a uno vivo, se toma los fines de semana libres, pasea con el novio y con amigas que no había visto en meses, como quiltro volviendo a la jauría. (p. 163)

La vida en el mundo de Las bolsas de basura sabe hacerse atributo menor, la constante presa de una fatalidad que se debe conjurar, tras descubrirse el carácter falaz de aquella: el cuerpo muerto cambia, contiene radicalmente la posibilidad de su mutación, y así la podredumbre es una vida tan presente que es el corazón del riesgo sobre la existencia social. La banalidad en las acciones de Miguel, así como la posibilidad de leer en el pasado violento que le constituye, no logrará superarse por el proyecto más o menos vaporoso de colaborar con Brenda -que parece encubrir de manera transparente más bien su deseo por ella-, sino sólo revelarse bajo la amenaza del cuerpo de Eugenio en trance de descomposición, cuya descripción se reproduce en la novela como un estribillo.
La acción no banal bajo la amenaza de la muerte es, entonces, una señal de consciente y necesaria seguridad interior. Detener el flujo de la podredumbre de los perros muertos en el proyecto de Brenda resulta análogo, desde esta lectura, a la difícil evasión y al trabajo personal de memoria que Miguel debe hacer para no ver arrastrada a su conciencia a pagar una deuda con la sociedad -una condena- que no consiste en un crimen concreto que ya ha pasado, del que él mismo se sabe inocente, sino en el carácter personal, inmanente, no consumible socialmente, de sus decisiones vitales: una deuda con el futuro más que con el pasado. Por ello, más acá de la inexplicable persecución de Josef K. por una justicia devenida realidad absoluta, y más allá de la banalmente explicable humillación de Meursault bajo un tribunal prejuicioso y ansioso por sacar partido espectacular de su delito, lo que vemos acá es una amenaza harto más incierta, de funcionarios menores y vulgarmente venales. La total incerteza de esta amenaza es la que le otorga radicalidad al temor de Miguel: el primero de sus perseguidores visibles es un bioquímico, parte del organismo que se encarga de la administración física de los cuerpos muertos ante la justicia:

Aprendió a caminar derecho, pero hasta que Rodrigo Alcalde, el bioquímico, pronuncia la palabra semen, se sentaba agachado. Agachado como el travesti, Eugenio Renato Ramírez Benavides, hacia la tierra a que lo inclinan los días. (p. 100)

El encuentro de Miguel con el travesti, que no puede ser explicado siquiera por sí mismo y aparentemente libre de real deseo físico, parece dar acá la clave de su explicación -lo que recuerda la necesidad del asesinato de Meursault en L'Étranger, la aparición de un destino posible. Cuando el segundo perseguidor, funcionario de la fiscalía -encargado, diríamos, de darle historia a los cuerpos muertos ante la justicia-, le evoca el nombre del bioquímico, la reacción de Miguel es precisamente la conciencia extrema de su naturaleza corporal bajo el pavor:

A Miguel se le marcan los parietales y la vena de la frente, placas tectónicas apretando un volcán. Puede oír su propia respiración y pulso, el crujido de sus articulaciones, cuando le contesta que se vaya cuanto antes de ahí, no puede perseguirlo en la puerta de su trabajo por algo de lo que no tiene idea. (p. 126)

Creo que la amenaza radical del pago imposible de una deuda provocada por la libre administración de su propia vida ante la sombría exigencia violenta paterna, aún presente en su memoria, es lo que se le da a Miguel como un signo ya previsto en el proyecto de Brenda. Las bolsas de basura se hace parte de cierta tradición antigua de la novela en cuanto Bildungsroman, dentro de la paradojal lectura que hicieran de ella los existencialistas: el paso trágico y necesario de la libertad absoluta a la conciencia de la necesidad, es la inminencia -casi urgencia- de la muerte. La explicación y lugar últimos de cada una de las acciones y trazos de cada uno de los personajes de la novela, tiene en esto su real determinación: con qué distancia y deliberación saben experimentar la presencia de la muerte, la conciencia de una existencia agónica.
La complejidad del tejido simbólico en Las bolsas de basura es asombrosa, y tiene bien que ver con la obligación de una síntesis absoluta de aquello que debe dejarse decir sin pasar al plano de la escritura -esto es, olvidarse de procedimientos formales propios y exclusivos del género narrativo. Es la poesía sólo la que puede hacer aparecer esta capacidad de indicar ejes de lectura cuyo ocultamiento es condición de una fuerza inquietante. En este sentido, la construcción de las secciones de la novela es análoga a la de elementos de un poema, con lo cual se sugiere la posibilidad de una(s) lectura(s) distinta(s) de la obra como forma secundaria, en clave, de una historia efectiva (subyacente, enterrada) libre de enigmas y consistente en hechos que se pretendan puros. Este desarrollo estético sabe hacer un eco -a nivel arquitectónico, podríamos decir- de la pavorosa carencia de Historia a la que me refería al principio, vaciando de verdad a la supuesta intriga central para trasladar aquella a ser un atributo de la obra completa: en breve, convirtiendo a la novela en obra poética. Este procedimiento, realizado por Joyce o Lezama Lima en unidades de largo aliento, resulta extremadamente inquietante en una pieza breve como esta novela, al mostrar de más cerca la inanidad efectiva de las acciones personales bajo el signo de la posmodernidad, la desaparición del acontecimiento.
La novela de Winter se revela así como un intento de carácter sumamente ambicioso, tras su apariencia de brevedad y la aparente descripción directa de los hechos que domina estilísticamente gran parte de sus 188 páginas. La entrada hacia la narración banal, que cae en varias ocasiones en un uso excesivo de humor basado sobre el uso de coloquialismos -recurso que parece pensado para generar una empatía superficial-, no ocasiona una falla estructural efectiva desde el momento en que acentúa el vacío de sentido del mundo que desea representar, si bien revela una confusión con respecto a las expectativas de lectura, en una puesta al día innecesaria con respecto a ciertas tonalidades espectaculares y vacías de la narrativa contemporánea del país. 
La estructura general de Las bolsas de basura, con todo, pasa la prueba, y no sólo da la mejor de las entradas para Enrique Winter en la nueva narrativa del país, sino que engrosa dentro de esta escena a la respuesta necesaria contra una noción simplona, de criterio mercantil y plagado de un vergonzoso facilismo en el lenguaje y la estructura, que acosa a nuestra narrativa desde el fin de la era del compromiso en los años 90.   

domingo, noviembre 08, 2015

La monstruosa nostalgia de YEGUAS DEL KILIMANJARO, de Rolando Martínez

En el siglo XV François Villon, en medio de un ciclo de textos de profunda ironía parece ponerse serio en una de las piezas centrales de su Grand Testament con una balada des dames du temps jadis, por las damas del tiempo que pasó. Tras la revista de distintas mujeres de muy variado carácter -Helena de Troya, Juana de Arco, una cortesana de Roma-, cierra su pieza con la interrogación que se hizo ejemplo permanente del tópico del Ubi Sunt: Mais où sont les neiges d'antan?
En Yeguas del Kilimanjaro (Santiago: La Liga de la Justicia, 2015), de Rolando Martínez (Arica, 1979) están indicadas estas nieves: el cono blanco del Kilimanjaro es un símbolo moderno de lo inalcanzable, aquello de lo que estamos absolutamente separados, que sólo podemos admirar y cuya consecución es delirio -un delirio que en el cuento de Hemingway The snows of Kilimanjaro es la señal de la muerte del protagonista, el fin de una búsqueda sin fin. Pero en el título de este libro en vez de las esperadas nieves hay yeguas: la hembra del caballo -animal asociado en nuestra cultura a una potencia inherente-, que no pudo dejar de pasar en el vocabulario tradicional de nuestro machismo castellano a designar a las mujeres de gran potencia o disposición a lo sexual en su aspecto más físico, o más despectivamente al homosexual de gran amaneramiento, conteniendo el atributo de un impulso irrefrenable sin capacidad de reflexión.  
Paradojas: una imagen literaria moderna de alcances líricos junto a una expresión tan vulgar que ni siquiera ya es de calle; esta entrada desde ya es un umbral incómodo para la lectura. El tópico del Ubi Sunt, tradicionalmente relacionado con la grandeza y la nobleza -lo que admiramos, miramos hacia arriba-, se asocia con la evocación de una ominosa escena adolescente que generacionalmente conocemos bien: el consumo del porno en video durante los años 80. 
Digo precisamente consumo porque lo ominoso de la escena evocada no se detiene en el acto masturbatorio más o menos supuesto desde la misma producción de la pieza pornográfica, onanismo que no sólo debe ser escondido a la vista, sino que encarna cierta oscura vergüenza dentro de nuestra cultura cristiana occidental, tanto en el abstracto ético como en la moral machista, productiva y seudomasculina. Ominoso -cargado de la inquietud que da un presagio poco claro, algo amenazante que no alcanza a definirse-, es en sí todo el proceso industrial que llevó al VHS de consumo adults only. Si la industria pornográfica era ya en su edad de oro, los 70, una rama absolutamente inferior de la producción cinematográfica, marcada por todos los signos de la degradación, como un subproducto -el Eastmancolor ya en desuso en el cine mainstream; el guion ingenuo y disparatado, fiel al único objetivo de la pieza; las actuaciones marcadamente no profesionales-; en los 80 la violenta baja en los precios de producción y distribución que supone la popularización del video acarrea una rebaja aun mayor del valor posible de la pieza pornográfica como objeto estético; ya ni siquiera aspira a tal pretensión, y ni siquiera desea postularse como cine. Sub-industria en el límite de la legalidad, por más que creciera cuantitativamente a escala enorme, seguiría manteniendo una separación insalvable con el arte paterno, que resonaba no sólo sobre la superficie de su medio de reproducción -la cinta magnética ante la impoluta y aureada película de cine; la mayor artificialidad química de los colores, etc.-, sino sobre el mismo entorno social que le estaba otorgado, carente del glamour eterno de Hollywood e intentando alcanzar un glamour paródico fundado en la corta expectativa del ciclo de producción-distribución. A través de los vaivenes del mercado, de los excesos del alcohol y la droga o la desprotección inherente a una actividad productiva sin estatutos, los seres reales involucrados en la pornografía estaban bajo el sello de lo consumible hasta su eliminación, como sabe señalarnos la última frase -no verso- del libro en su Obituario, que nos revela la donación del cuerpo de Kandi Barbour a la ciencia -el que se define en el poema dedicado a la actriz como el cadáver de algo que aún resulta hermoso bajo el cielo
La pornografía en los 80 es un paradigma de época: concentra todas las sombras del sistema capitalista sin ninguna de sus supuestas virtudes, y con ello revela el costo y el oscuro sentido de esas supuestas virtudes: la comodidad de la promesa de bienestar sólo es posible bajo un consumo compulsivo, el orden social se funda sobre una base real de anarquía y ausencia de toda regla, tal como en ese mundo porno la ritualidad de la vida pública se explica y justifica por el desenfreno de la vida privada. El ambiguo objeto crítico que era la pornografía en video estaba hecho a la medida del capitalismo estadounidense en su estado de soberbia. 
Sin embargo, en el libro de Martínez es otro el índice, ya que en Chile hablamos de otra faz del capitalismo si hablamos de los años 80: su etapa del terror. Más que una función de sopor -una fantasía que hace aceptable la realidad de la vida, inherente a toda forma de espectáculo moderno-, el porno de Las yeguas… es un consciente y decidido alejamiento de una vida real; como señalan los que parecen ser los últimos versos del libro:

… los rayos catódicos llovían sobre las carencias
retratando lo difícil que es la vida
allá afuera. (p. 104)

La luz en este poema (Rayos catódicos) se define como líquida (agua/ líquido/ humedad/ lubricación) en un entorno físico que el hablante plantea como seco y salino. La luz artificial será evasión, signo de una salida ensoñada hacia un espacio externo cuya realidad es cualitativamente mayor incluso que la del ámbito cotidiano -señal de época también, en que la recurrente imagen de la luz artificial, la irradiación de las pantallas, el neón, lo fluorescente, la iluminación de las metrópolis en la noche, pueblan la cultura pop desde la música de radio hasta la literatura. La irradiación de la pantalla de televisión se fortalece como la entrada a un flujo en que se puede tener una verdadera posibilidad de existencia, libertad y conocimiento de un mundo.
Hablo de un mundo, ya que no el mundo. Por más que las imágenes sean poderosas, la entrada es decididamente a un mundillo apenas sostenido en su giro por el eje del cabezal, como advierte el primer poema del libro, en que la alucinación casi ritual de una horda de yeguas cantando y bailando en una especie de delirante escena de night club esta absolutamente cruzada de señales de su realidad de mercancía degradada: se mueven por el malecón de una cinta magnética

son ellas
el fiel reflejo de dallas o dinastía
camuflado en la esquina de un cassette
con sombras 
rouge
degradé y rimel barato (p. 10)      

La materialidad de la cinta magnética se encarga de evocarnos la textura frágil que no resistió el paso hasta nuestra época: una mercancía cuyo fin era consumirse en el tiempo, quedarse a alojar exclusivamente en la memoria. En la cadena descendente desde el cine y su pretensión ética y estética, hasta el registro digital doméstico y banal, proceso de degradación facilitado por una tecnología que es en sí misma objeto de espectáculo y fetiche, la perennidad del VHS ocupa el mismo lugar axial que el cassette de audio.    
Esto le otorga un lugar especial y simbólico en la historia personal, conferido a la nostalgia, y en el caso de una -nuestra- generación, como época claramente diferenciada como de formación. Esta escena de encierro y evasión guarda en sí una instancia de educación sentimental, la que en la visión del libro se vacía en una educación estética, una conciencia sobre la separación imposible entre lo bello y lo concreto, lo glorioso evocado y lo real presente, que llama a una mediación. Esta mediación será la escritura. El poema dedicado a Tory Welles dice:

ahora que el silencio se repite como una cadena
escribo la vida y el porno son pequeños símbolos de sincronía
instantes de fuego y exilio
que sólo saben devenir
en un poema (p. 33)

La reunión en una red social del hablante con la actriz, en un tiempo en que el mundo se deshoja y se guarda una creciente brizna de fracaso en la memoria, da la medida de esta separación, haciendo volver a aquel la atención sobre la ruma de papeles sucios / abandonada en el lugar donde duermen las orugas. Esta visión del mundo, por más degradada que sea, puede hacerse plenamente literaria, fundamentada en la creación como último recurso desesperado. Esta desesperación, que define el riesgo de la labor creativa, sabe verse como una respuesta insatisfactoria y menor: la degradación del complejo estético del porno se traspasa como signo ominoso sobre la labor literaria, señal de una época en que la degradación es signo general, lo que ya expresara Alexis Figueroa en Vírgenes del Sol Inn Cabaret, de 1986. 
Lo dicho es bien retratado en el poema dedicado a Linda Lovelace, figura ejemplar por su biografía de la degradación de la golden age del porno. La voluntad del texto es precisamente la puesta frente a frente de la experiencia del actriz y la práctica escritural, desde el primer verso -¿es fácil ser poeta?- hasta su conclusión:

linda / después de la masacre
qué fácil / es / la poesía (p. 62)

Eliminado el riesgo, cualquier pretensión de necesidad en la creación artística cae ante la realidad superior, ya no de la vida real -signo clave de la poesía moderna desde Baudelaire-, sino de la vida en cuanto fragmento integrado al espectáculo. El esplendor de este, construido desde y a través del consumo de sus participantes, traspasa la degradación hacia lo real, en un juego en que la separación es administrada por el hemisferio más poderoso y menos concreto. El proceso es aun más agudo cuando miramos el contexto exterior de la escena del hablante: la degradación vestida de esplendor fue precisamente una clave de la política comunicacional de la Dictadura, y el traspaso de la degradación hacia la sociedad la forma de desmovilizarla y anularla como sujeto político. La relación del hablante con el porno, así, puede funcionar como analógica a nuestra relación con la ficción administrada de la realidad social que debutó con la Dictadura y se mantiene hasta hoy.
La creación, como recurso para eliminar esta separación, se hace impulso de resistencia ante la muerte, siempre latente en esto que se nos aparece ya como todo un complejo ominoso. La poética, incapaz de tomar a la vida real, que ha caído irrevocablemente en la degradación, sabe hacerse proliferante, confiando en la metamorfosis de la imagen como forma de trascender la muerte. El poema dedicado a Kascha Papillon apunta precisamente a esto asumiéndolo directamente, mas el breve texto Escriben las luces da un índice más preciso: 

qué es desolación
sino un volver a repetirse
mientras otras niñas ríen
porque el fin del mundo
está en la boca de una yegua
y no en el movimiento irreversible
de los astros (p. 103)

Entonces, lo que asegura la permanencia frente a la ominosa corriente de degradación es una voluntad estética de inmanencia radical, que asume lo perenne como imagen de lo eterno. Esta paradoja recurrente en la historia literaria se nos enfrenta aquí más poderosamente en cuanto el gesto poético de Martínez sabe reunir a una ironía constante -con referencia permanente a momentos claves de la poesía chilena-, con un tono profundamente elegiaco, ocupando procedimientos de creación de imagen que nos evocan el romanticismo decadente que fue en nuestra América el inicio de la modernidad literaria.
Trabajar la contradicción en los conceptos y procedimientos no puede sino dejarnos un libro monstruoso, lleno de bordes irregulares y difícil de asimilar a la primera lectura -y en este sentido el diseño de portada de Cristian Toro le presenta magníficamente. Es precisamente este descalce, la inquietud de una pieza disonante, la que le da su carga necesaria. En un momento en que nuestras literaturas son fácilmente arrastrables a esquemas -no por complejos menos prefabricados-, en que vemos un medio literario en que resulta positivo y premiado el dar cumplimiento cabal a expectativas precisas de lectura, la provocación de un libro tan amargamente honesto y crítico como Yeguas del Kilimanjaro se agradece. 

lunes, julio 27, 2015

La vacilación trascendente de una conciencia estética: presentación de FRACTALES, de América Merino

Desde muy antiguo, el arte de la poesía se dio como programa la investigación sobre la verdadera naturaleza de nuestro mundo. Desde el primer instante, no fue sólo su tema la divinidad y su relación con la hechura del orden -cosmos- en que nos plantamos (la raíz más arcaica del arte), sino el cómo es que podemos conocer aquello no evidente (asumiendo que ese cómo existe), y seguidamente un segundo cómo, también en la duda más profunda: qué medios tenemos para representar, hacer visible, eso que encontramos, lo cual toca profundamente la naturaleza social de nuestros lenguajes. En buena medida, la problemática de entender la poesía como una gnosis, en su sentido más completo, fue fundamental para que naciera la ciencia como especulación en el pasado de nuestro tronco cultural como civilización, y la emancipada práctica científica no ha dejado de volver a lo que se conserva de los poemas de Parménides y Empédocles, en que la aproximación especulativa a lo arcano lleva el sello de la inspiración más elemental de la gnosis trascendente que nunca ha abandonado del todo a la poesía, hasta nuestros propios días. La mística, la poesía y la ciencia son, en este sentido, partes integrales de una experiencia humana cuyas raíces no dejan de encontrarse en los fundamentos secretos y visibles, incluso, de nuestra cultura. 
Fractales obliga a que nuestra visión hacia estas tres prácticas esté todo el tiempo atenta, comprendiendo su relación íntima. La inquietud fundamental es la de un orden posible que habilite no sólo a una percepción válida universalmente, correcta, sino a una que pueda in/formar al hablante en cuanto parte de ese orden, más allá de su rol de espectador. Porque el observar la existencia vacilante de este mundo sólo puede conducir al pasmo, la oscuridad, la noche. Este momento oscuro es señalado como el punto de inicio de la vía de conocimiento, que en cuanto vía será viaje. Y el ámbito será un laberinto.  
Quien habla en Fractales sufre permanentemente la evidencia de la oscuridad, que se le propone como el fin efectivo del viaje una y otra vez. Esta será la noche del sentido, que cumplirá como permanente obstáculo a la posibilidad de conocimiento; el no ver el camino implica en otro plano no poder leer las claves, no poder entender signos y códigos, no llegar a una imagen posible de totalidad. La misma idea de totalidad, entonces, debe ser retirada para entender la esencia de esta vía.
Es aquí en que la llave posible de lo fractal entra, como analogía que desea realizarse en imagen poética. El fractal abre la posibilidad de un orden constituido por fragmentos, que parece no responder a una lógica formal (es decir, a un orden totalizador como sustrato previo), pero que asegurará que el objeto fragmentario se mantenga fiel a sí mismo, que la estructura sepa repetirse. El fractal va a continuar infinitamente desarrollándose en la teoría; sin embargo, las formas geométricas fractales en esta, nuestra naturaleza, tienen un punto de límite ajeno a su insistencia geométrica: las necesidades de alimentación de la célula, los ciclos del medioambiente, otras lógicas que resisten la repetición y saltan al cambio.
La inquietud del hablante de Fractales y la silenciosa respuesta que recibe tienen que ver con este nudo de conflicto. En la oscura deriva del laberinto, o en la navegación -otra imagen del mismo trayecto, análoga al viaje por agua junguiano-, el mundo que se encuentra tan sólo repite su mensaje de vacilante silencio y sinsentido: ni el laberinto ni el agua pueden realmente existir con certeza, son más bien visiones borrosas, cuando no se declaran expresamente como invenciones de un sujeto que ensueña. La expectable y legible lógica de la geometría fractal, que asombra y que en general se nos aparece como bella, está muy lejos de esta vivencia de lo real definida en varios trechos del volumen como hambre, sed, oscuridad, ceguera. La geometría fractal entonces será, más que una herramienta hecha a propósito, una que funciona por contraste, una llave inasible tan imaginaria como la puerta que se supone que debe abrir, o una lente tan nublada como la ceniza que cubre el paisaje reiteradamente en los poemas.
Lo fractal, entonces, está en otro lugar: en la misma noción de composición de los textos y en la conciencia poética, en su aspecto complejo de percepción, reflexión y expresión. Lo que vemos es la postulación de la expresión artística como una realidad que se quisiera fractal -fragmentaria, igual a sí misma, obediente a una ley que surge de sí misma- con respecto a un mundo proliferante y caótico que ha sabido oscurecerse bajo la crisis de la representación y el agotamiento de los modos expresivos. El poema se desea desarrollo fractal de la conciencia poética, revelando el volumen desde su estamento de obra una posible (otra) imagen del mundo. El libro es, en este sentido análogo, una colección de fractales, siendo cada poema una forma fractal de la propia conciencia estética.
Comprendida así esta poética, tenemos un umbral distinto para definir al hablante. Este ser que aparece conformado por su propia soledad angustiosa, por la ansiedad de saberse en trance de abandonar la cadena de la representación del mundo y de ser incapaz de separarse del todo para verla de frente, desea situarse en relación con su propia creación como legalidad única, pudiendo sacrificar su afectividad -su corazón-, sus sentidos y su posibilidad de existencia o destino para hacerse íntimamente creación él mismo. Más allá del pulso lento que en el volumen tienen imágenes de descubrimiento y esperanza de redención de un ámbito de conocimiento y percepción estética personal -en que se inscriben las imágenes de una naturaleza en plenitud-, los poemas insisten en un desarrollo hacia la ceniza, la oscuridad, el vacío en que no es posible ver ni moverse, la desaparición, el extrañamiento. Esto no es mera negatividad romántica: se trata, creo, de un resuelto paso a la nigredo, al compás oscuro de espera en la putrefacción -con su indeterminado no-color, como la ceniza, como la nada- para la creación de una nueva forma, en un momento en que la albedo -el trabajo introspectivo, líquido y blanco- ya se deja ver en la anticipación poética. Fractales es un poemario oscuro, reservado, en cuyo seno se va desplegando una operación compleja de clara -lúcida- reflexión sobre las posibilidades de percepción de sí mismo en el mundo como llave para la comprensión de este. En una analogía completa, podemos señalar al libro como un mándala -laberinto, composición fractal, creación artística, herramienta-, cuya puerta de entrada no está en la gráfica representada, sino en el movimiento intuitivo de su percepción, en su reflexión no intelectiva, en que la conexión de sus elementos se da en una deriva más acá de la Geometría con mayúscula, se da en la nublada geometría tan sólo virtual de la conciencia estética.
Intuición es la palabra. No creo que se pueda afirmar, en este sentido, que Fractales haya sido construido como una máquina de sentido, sino que resulta serlo para quien sepa experimentar la poética como gnosis en pleno derecho. América Merino inicia su camino literario formal con una valerosa muestra de introspección conciente, y por más que el escenario contemporáneo del oficio esté inundado de demandas externas al arte, sabe situarse en esa segunda línea de la poesía chilena (la de Humberto Díaz-Casanueva, Omar Cáceres, Gustavo Ossorio, o más cercanamente, Víctor López Zumelzu o Rodrigo Arroyo) que siempre resulta contemporánea y ya no tiene ni tendrá por qué esperar su momento.

lunes, julio 20, 2015

DOMINGO, de Natalia Berbelagua: fragmentos de una educación estética

Nos hemos acostumbrado ya hace tiempo a una narrativa marcada por un aplanamiento de la experiencia. La visión de esta última como un presente conformado unidimensionalmente por hechos sueltos y aislados (se diría mejor bidimensionalmente, para caber en la pantalla virtual) marca una etapa de involución, en que una visión periodística de superficie -la narrativa propia del vacío significativo de la cultura de masas- se convierte en la base única y suficiente para la construcción de un relato.
Natalia Berbelagua (Santiago, 1985) sabe definir en Domingo (Santiago: Tadeys, 2015) un camino distinto, considerando que Valporno (Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2011, 2014) y La bella muerte (Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2013) aún respondían a aquel Zeigeist periodístico que marca a buena parte de la narrativa joven latinoamericana, uniendo una trama provocadora a una correcta prosa de carácter directo, con un buen despliegue de introspección psicológica. Este libro aparecido en 2015 es un desafío a los hábitos escriturales ahí desarrollados.
En primer lugar, Domingo plantea un narrador introspectivo, en que desde el espacio de la observación se vuelca hacia un descarnado ejercicio de exposición de la experiencia íntima, en que la vida familiar y la solitaria angustia de la construcción de la identidad personal ocupan un lugar de privilegio. Estos índices no son azarosos ni fetichizan la experiencia infantil o adolescente: lo que vemos es el camino consciente de conformación de una sensibilidad artística, forzada a asumir la percepción del mundo como materia plástica, en otras palabras, a asumir la expresión de la dialéctica entre imaginación y realidad como una vocación. La conformación de la que hablo no se expresa como una voluntad de definición, sino casi una inversa, de indefinición, de la disolución que espera una coagulación formal en la creación: y en esto hay varios de los fragmentos (el volumen recoge los “domingos” de un diario de vida) que constituyen verdaderas alegorías, así el 1121, en que el narrador sale en busca de un lápiz, precisamente para escribir la entrada que leemos. El párrafo inicial describe una serie de imágenes que parecen reunirse como un montaje -la avenida, la librería cerrada, la iglesia, un teatro-, para desembocar en dos párrafos brevísimos:

Mi última parada fue el Montserrat, donde me demoré un minuto en pagar por el lapiz.
Tomé una micro de vuelta.

Así se nos presenta algo que está más acá de un proceso de creación: más bien un vuelco de ese entorno radicalmente ajeno -la ciudad de domingo, en que el habitante está “libre” de obligación social- dentro del mundo interior. La aparente arbitrariedad del fragmento -la ausencia de peripecia, digamos- es precisamente el lugar de una experiencia resistente, la cual no es asimilable por una narrativa superior, por un argumento. La experiencia es entonces resistencia desde el momento de contener un instante intransferible y no diluible, no puede contenerse en el marco institucional de un género literario, a no ser que lo pensemos como una poética
Domingo en este sentido obliga al lector a un umbral distinto de lectura, escapándose de una lógica propiamente narrativa. Gracias a esto se puede configurar una percepción del tiempo que no abandona la experiencia de un más allá de lo narrado: la problematización del recuerdo (notoria en el encuentro del narrador con personajes ancianos) o de la desaparición física que implica la muerte, están presentes de formas que saben escaparse de una narración formal directa, produciendo una capacidad de sugerencia que es un índice hacia nuevos desafíos narrativos.
Todo esto es llevado a cabo con una conciencia textual acabada y precisa: la escritura de Berbelagua sabe cómo presentar la fragmentación de la experiencia en el mismo trance de su coagulación expresiva a través de una prosa que parece no indicar trabajo, en una labor de síntesis y concisión rara vez vista, al menos en la narrativa producida desde Valparaíso.

miércoles, julio 01, 2015

VALPARAISO. ROLAND BAR. PUERTO DE LA FAMA Y EL OLVIDO, de Gonzalo Ilabaca, un retrato de la ciudad como delirio

La literatura dedicada a Valparaíso desde hace un siglo ha sido extensa y variadísima en géneros, estilos y perspectivas, y quizá bastante más que la dedicada a otras ciudades chilenas. El peso cultural de ser la ciudad-puerto más cercana a la capital es una razón que parecería bastar, si no tomásemos en cuenta una de las inquietudes más presentes, que por visible, afecta hasta al mismo habitante cotidiano de la ciudad: la fascinación que se desprende de la ruina, señal del esplendor pasado -una señal para la activa nostalgia. Esto encubre también otra inquietud subterránea: la pregunta sobre la posible esencia de una ciudad cuyo rostro ha cambiado tan profunda y radicalmente, y si es que esta esencia -alma- de la ciudad nos permite reconocer en su forma actual la vida de esta. Para esto, de poco sirve la mera descripción de las “fuerzas vivas” de Valparaíso, o el rescate arquitectónico de lo pasado.
Cuando leí Valparaíso. Roland Bar (Valparaíso: autoed., 1995; Narrativa Punto Aparte, 2014), en su primera edición, su insistencia en la nostalgia me produjo cierta molestia: había sido publicada poco antes que yo llegara a la ciudad, y quería conocer más bien las señales del presente de Valparaíso, al cual yo veía con una personalidad propia y orgullosa, presente. Ilabaca parecía decirme que eso era ilusión, y que de alguna forma yo estaba ante una sombra. Como la copia no era mía, dejé de ver el libro durante años, y la referencia a él fue cada vez más lejana en la medida en que la edición misma se convirtió en tesoro de pocos. 
Al encontrarme con la nueva edición, me doy cuenta de que esa insistencia en la nostalgia juega un papel harto más complejo en la concepción de un libro que resulta aún ser un desafío profundo al canto a la ruina -sea el lírico o el paradójicamente épico de cierto «realismo sucio» que lleva ya casi una década tomando raíz en la ciudad. Ilabaca se plantea a sí mismo como un personaje dentro de lo que quiere ser leído como un relato -el relato del acercamiento a un escenario cultural que excede en mucho a un centro geográfico o a un entorno social-, y esto propone desde ya el fundamento de la perspectiva del libro. Esta radicará en una noción de experiencia cuya perspectiva subjetiva desea ofrecerse, abrirse al lector, como un doble de un habitante que desde ya tiene conflictos con la condición de habitar. Sin embargo, el libro sabe plantear la contradicción de este carácter, justamente en relación con el carácter límite con que define a la ciudad.
Pero ¿qué ciudad es esta? El Valparaíso de este libro es una ciudad cuya realidad se deforma bajo el peso de su imaginario. El subtítulo de la nueva edición -Puerto de la Fama y el Olvido- nos advierte esto desde ya: la fama y el olvido son precisamente emanaciones de hechos concretos o pasados que saben ocultarlos bajo dos respectivas vanidades. Y es este carácter de vanidad, de vanitas, lo que ayuda a comprender una propuesta como la del libro.
El habitante que transita por este espacio tendrá que ser también un ser evanescente: este doble -enmascarado como parte de una tribu errante, y presentado de forma carnavalesca- no tiene ninguna posibilidad de encontrarse con la historia como realidad fija y concreta. Su propio carácter desmiente la fijeza, en la misma medida en que se encuentra con un lugar que también parece desmentirla todo el tiempo: la galería de personajes que pueblan este doble espectral de Valparaíso se caracterizan por su relación con el Viaje, y nada los define como porteños excepto su misma falta de fijeza, la negación de su situación geográfica. La reunión entre el hablante, los personajes y el entorno se hace en una geografía que bien podría ser arbitraria, si no fuera por las rápidas y ágiles pinceladas que nos presentan visualmente a la ciudad -y bien particularmente, el barrio del Puerto y el Roland Bar.
Uno de los rasgos más fascinantes y más inadvertidos del libro es precisamente este: Ilabaca, quien ha concentrado su obra plástica en la representación de la ciudad, ahorra óleos al describirla en palabras, evitando decididamente el detalle visual de paisaje al momento de tomar a sus personajes. Inclusive en los trechos de mayor concentración de descripción -y notoriamente en Valparaíso. Inventario 1991-1994-, lo visto está mediado por la huella presente de la acción humana, acción más presente en cuanto resalta la intensidad de la violencia, la creación y la pasión. Lo que define a esta ciudad no es la experiencia del transeúnte, sino de quien vive la ciudad, más que en ella. O mejor dicho: la ciudad no es en absoluto el entorno geográfico, sino que se hace un estado, una condición de vida entre lo imaginado y lo real. La condición de la existencia de esta ciudad será el delirio.
Esto último dicta la construcción del libro, una verdadera caja de sorpresas en que las semblanzas del narrador alternan sin problemas con textos encontrados (La edad de la mujer según la geografía, Pequeño diccionario español-francés de una prostituta, La verdad de la verdad), poemas y letras de canciones sin ninguna pretensión antológica, y un registro fotográfico que destaca por un fuerte acento en la intimidad del narrador. Esto reafirma el carácter de bitácora personal, forzando al lector a reconocer una perspectiva que violentará naturalmente a quien busque la icónica porteña que el mismo Ilabaca ha contribuido a reforzar en su obra pictórica. 
En este sentido, Valparaíso. Roland Bar. Puerto de la Fama y el Olvido tampoco puede verse como el relato que insinúa ser: es más bien, en un sentido amplio, una obra poética. Lo que en plena conciencia lírica presenta el segmento Valparaíso. Inventario 1991-1994 como elegía, sabe confirmarse al fin como una obra abierta, que sabe articular bien sus pliegues internos para generar una experiencia lectora particular y desafiante. 

jueves, marzo 12, 2015

El despojo como apuesta. NOMEOLVIDES: FLORES PARA NOMBRAR LA IGNOMINIA, de Verónica Zondek

No es novedad que Verónica Zondek (Santiago, 1953) se ha caracterizado desde su primera publicación -Entrecielo y entrelínea, publicada en las míticas Ediciones Minga en 1984- por una constante puesta en riesgo, empujando su escritura hasta rozar el límite del horizonte compartido de la lengua. Lo que nos trae su último libro, Nomeolvides: flores para nombrar la ignominia (Santiago: LOM, 2014), es de alguna forma un pliegue violento en su trayectoria, en un salto que si por una parte confirma el desafío constante de Zondek, por otra parte motiva una perspectiva de lectura absolutamente distinta, en un texto que sabe entregar múltiples resistencias al lector.
Estas resistencias, eso sí, son de otro tipo. Zondek se mueve en Nomeolvides... en un plano en que el habla se vuelca en la mímesis de un sujeto marginalizado: se trata de la escenificación del abuso sobre una niña bajo la pulsión violenta de un medio patriarcal, el cual valida su explotación, desprecia su maternidad condenándola desde el cinismo moral y la lleva a la autoeliminación. Sin ser un tema realmente nuevo en la literatura contemporánea -hace tiempo ya preocupada de la reevaluación y reposicionamiento de temas de género-, la autora decide centrar y enfocar el texto cerradamente en un desarrollo directo hasta la obsesión, apoyándose en un registro coral que tiene como columna vertebral sociolectos desplazados volcados de forma -en apariencia- directa. 
El uso de sociolectos no puede sino alejar a la expresión poética de la voluntad del hablante propio de la poesía moderna -siendo una de las misiones de éste precisamente redimir la voz de su compromiso con el habla, cargando al lenguaje de un aura que haga incluso a esta habla expresión de una universalidad posible. Son pocos los ejemplos realmente memorables de tal uso; en Chile, bien probablemente Rodrigo Lira y Mauricio Redolés han sabido explotarlo, si bien, tal como a la legión de sus seguidores, lo que los mueve una voluntad de ironía extrema y de desafío a los discursos mayores, como una expresión de autonomía cultural frente a una hegemonía paralizante de formas institucionales que suelen aparecer como vacías de sentido. Y creo que el caso de Zondek es radicalmente distinto.
En Zondek el uso intensivo de estas formas no resulta irónico. Su objetivo es la producción de una identificación emotiva que logre suspender lo reflexivo, en vías de una escenificación que nos haga trascender una posible voluntad de escritura en cuanto tal, para ponernos al frente los hechos a los que el coro de voces se refiere sin eufemismos. Para ello, los procedimientos son los propios de una escenificación, y su carácter coral se subraya con un uso preciso de la musicalidad del verso:

Y también
(pa' aclararle' bien la película
y por si lo han olvida'o)
somo' do' en este cuento.
Dos.
Do' que despiertan al ritmo del deseo de la carne.
Dos.
Do' que buscan sin ton ni son
do' que anhelan saciar el novelón
acariciar e irse en volón
porque zumbido' intermitente'
cosquilla' en el bajo del vientre
y mariposilla' que aletean
y suspiro' que cabecean.

Es que...

¿Le' cuento una verdá' del porte de un buque?

No hay quien mire
ni quien escuche
ni quien responda.
Y quiero que sepan Uds.
que la' pregunta' to'as
mastican polvo y sacan boas.

Sólo me queda entonces un abismo
un negro
un silencio
un filo mismo.

(11-13)

Este fragmento -final- de la primera sección del libro (titulada Un cuento de a dos) resulta de extremo valor para tomar conciencia de varios de los procedimientos: el uso de las formas del habla se ve interrumpido a instantes por una voluntad de lenguaje absolutamente distinta. Es decir, una de las claves de la representación va a consistir en que los procedimientos poéticos alejados de la escenificación van a tomar un elemento secundario, como índices de un distanciamiento -que logre evitar la catarsis, en el sentido brechtiano-, y así llevar al lector a procesos de conciencia a partir de una recepción estética diferida.   
Para marcar esta diferencia, Zondek solventa en las formas más puramente de habla pathos extremos, que logren revelar la trizadura entre el desarrollo de su historia desde el punto de vista patriarcal (marcado por un deber ser sordo e impuesto, así como por la negación de la posibilidad de deseo del personaje femenino) y la experiencia del abuso, irreductible a su comunicación. La crítica que se establece de fondo -desde este mismo pathos extremo, formalmente- es a la tradición de la efusión sentimental, hecho que parece subrayar el uso paradojal del nomeolvides en el título, flor simbólica de la pasión amorosa vivida en solitario sea por la ausencia o la muerte del amante, y una de las figuras emblemáticas del romanticismo. En Nomeolvides..., la imagen de la pasión amorosa se restringe a su parodia en la cultura patriarcal de explotación del cuerpo femenino y la negación de su posibilidad deseante, y en este sentido implica una crítica a la sublimación literaria de tal cultura.  
La aparente sencillez del lenguaje del libro -previa, se entiende, al trabajo formal en la sonoridad que antes destacaba- quiere hacerse más que una reducción mimética: el lenguaje mismo decide hacerse lengua despojada e impotente ante la experiencia del abuso. La lengua es, en este sentido, análoga en el despojo de su tratamiento poético al de la voz principal -protagonista, diríamos- del desarrollo de Nomeolvides... El paso forzado hacia el silencio y la desaparición -que no excluye un elemento interior de deseo como entrada a su proceso de inmolación- es, en este sentido, no sólo propiedad de la “anécdota” que anima el libro, sino propiedad de la voz marginalizada. Bien probablemente la difícil identificación precisa del sociolecto de las voces principales -que varía entre características urbanas y otras propiamente rurales- apunta precisamente a un desvío de la mímesis directa para hacerla figura de la marginalidad en sentido propio; si bien esto sólo se podría plantear como sugerencia, ya que el extremo despojo formal llega a provocar resistencias de lectura incluso en este sentido. 
La apuesta de Zondek es extremadamente cara, y hay que decir que la brevedad del libro podría parecer insuficiente para plantear todos los desarrollos implicados en su poética y su tema -esto último en épocas en que esperamos debates decisivos con respecto a un efectivo plano de igualdad de género en el plano jurídico. Sin embargo, la apuesta es efectivamente ganada en el poderoso empuje de la expresión, que llega realmente a conmover en un campo y un tema en que parece -a veces- todo dicho y experimentado. Verónica Zondek se confirma con Nomeolvides... como una de las voces imprescindibles a la hora de plantear la necesidad de una renovación a la altura de las épocas, una excepción necesaria en un ámbito literario encaprichado, si no con la endogamia de la cita, con la búsqueda de fórmulas útiles para la parodia de mercado que es nuestra industria cultural. 

martes, febrero 10, 2015

Un paso decidido hacia lo siniestro: GRACIAS, de Pablo Katchadjian

La entrada de toda literatura hacia una zona de sombra -en que su falta de necesidad parece haber sido decretada y cumplida a lo largo de todo el campo cultural- es una realidad ya hace tiempo en buena parte del mundo, bajo el aplanamiento globalizante de la sociedad espectacular. La crisis bien puede ser experimentada en el semicoma de la narrativa chilena, que en su rama más visible continúa buscando sacar frutos nuevos de procedimientos ya rehechos, y este pasmo se debe, bien probablemente, a lo avanzado del proceso social e ideológico de degradación simbólica. El entorno cultural argentino, más resistente a estos vientos de sequía dada la fortaleza histórica de su cadena de transmisión cultural, hace ya tiempo que tomó la conciencia de esta zona de sombra, en buena medida merced a las intuiciones de un Macedonio, un Borges o de un Bioy, y generó los desvíos necesarios para esquivar la amenaza del sinsentido total de la autorreferencia. 
Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) se ha ido cconvirtiendo en los últimos años en un nombre clave para pensar y entender estos desvíos. La conciencia sobre la materialidad del texto y el privilegio del proceso por sobre la obra como producto (y toda la auralidad que este concepto implica) han tenido un fuerte papel en su escritura, y Gracias (Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2011; Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2014) no constituye una excepción.
Lo que encontramos en Gracias es, fundamentalmente, una novela en el sentido clásico desde el punto de vista del argumento, compuesta por hechos que cumplen un desarrollo que en sí no rompe el sentido lineal de una línea narrativa. Sin embargo, esto desde ya tan sólo facilitará las operaciones de desafío al pacto narrativo que Katchadjian emprende con mano segura: su apego al género mayor tan sólo es el puente de abordaje para el extravío, la derrota del lector. 
En primer lugar, el desafío a la verosimilitud de la trama se da desde los primeros momentos del libro. El gatillante es una inteligente fusión entre ciertos lugares comunes de la novela gótica -reconocibles en numerosos detalles, desde la sofisticada construcción de los espacios hasta la psicología recargada e irreal de los personajes que encuentra el narrador- y el tono desapasionado y natural, como al paso, en que se emprende el modo narrativo, que parece, por ello, capaz de asimilar situaciones imposibles y delirantes hacia una cotidianeidad que se desea absolutamente corriente. Así, sin dar la más mínima cuenta del fundamento del entorno geográfico o histórico, en las primeras páginas de la novela penetramos un entorno irreal e inquietante sin que lo insólito de las circunstancias nos fuerce a pensar o reconstruir ese fundamento. Se trata de un castillo en una isla, en una situación histórica en la que funciona una sociedad esclavista; sin embargo, una multitud de detalles -incluyendo entre estos el modo narrativo- nos remite a la época contemporánea, y la misma sensibilidad del narrador presenta claramente el desapasionamiento del sujeto despojado de épica e interioridad que sólo puede pensarse desde literaturas como las de Kafka o Beckett, vale decir, tras la crisis general de la experiencia que abre la posibilidad del sujeto literario posmoderno. La mirada alienada del narrador central hacia el resto de los personajes, forma ya convencional en el siglo XX, llega acá al paroxismo cuando no tan sólo el carácter, sino la misma identidad precisa de éstos es nublada hasta llegar al enigma más completo.
El resultado de esta amalgama es una atmósfera de pesadilla, en que nos persigue sin cesar una sensación de siniestra incomodidad (Unheimlichkeit) desde precisamente la familiaridad que se establece a través del modo narrativo. Procedimientos como el secreto que guarda el narrador sobre determinadas situaciones, que deberían resultar centrales en ciertos momentos de la trama, o la repetición literal, de apariencia mecánica, de párrafos en momentos distintos, saben envolver al lector en lo que se revela casi como un mecanismo de trampa, con los momentos de familiaridad y de extrañeza superpuestos estrechamente.
La escritura así, sabe revelarse (casi diríamos, rebelarse) como mecanismo no referencial, y el argumento mismo como construcción de una realidad paralela, de carácter netamente artificial. Al llegar el lector a habitar este mundo, llevando el umbral de expectativa hasta una mínima convencionalidad, la sensación psicológica de pesadilla llega al grado que le permite a Katchadjian llevar lo insólito de la trama hasta extremos que parecerían imposibles bajo otra construcción de escritura, un logro que lleva lo siniestro a casi un “virtuosismo” análogo a los de su compatriota César Aira (pienso particularmente en novelas como La cena, de 2006), con quien claramente comparte la perspectiva desafiante de una crítica a las bases ideológicas de los procedimientos narrativos convencionales. 
No deja de darme este tipo de escritura un cierto reflejo de la trivialidad con que nuestro mundo ha encarado el problema de la explotación social y la potencialidad autodestructiva del capitalismo contemporáneo. La asociación de esta trivialidad efectiva que impregna nuestra cultura de masas con la trivialidad pesadillesca que imponen los procedimientos narrativos como los aplicados en Gracias, me parece que sabe guardar una reflexión implícita sobre un momento histórico en que lo humano sólo es una reserva posible, virtual, excluida del devenir social y político de una humanidad que es sólo sujeto abstracto. Katchadjian sabe, en este libro, efectuar una operación de resistencia ética que sólo la mejor vanguardia es capaz de plantearse: el hacer explotar la visión de mundo hacia un vacío simbólico que es capaz aún de inquietarnos en una época de pasmo y trivialización.