martes, agosto 16, 2022

Luces y sombra: Sobre TRES ICONOS DEL CANTO PORTEÑO. UN RESCATE DE LA MÚSICA BOHEMIA, de Heidi Iareski, Víctor Rojas y Gabriel Gallardo

 

¿Cómo definirlo? ¿Modo nocturno, diálogo de barra...? Existe un modo particular de relato cuya particularidad es indudable. No es la conversación del horario de día, que tiende a ser un legítimo acto comunicativo con objetivos por lo general bien definidos, y cierta simetría, cierta mesura, en la proporción de interés y de los medios para producirlo con respecto a los elementos de la narración: personajes, descripciones, pausas reflexivas. Haciendo una apuesta antropológica que no implica mucho riesgo, se podría plantear que, para definir lo que quiero expresar, debo ir más allá que la conversación dentro de la relativamente moderna escena urbana y democrática del bar, para referirme a un modo arcaico, al intercambio de historias que conjuraba el velar nocturno después de las jornadas propiamente dedicadas a las obligaciones del trabajo cotidiano. Por algún interesante detalle de la imaginación, idéntica imagen que relampaguea en la mente: el contraste entre la oscuridad del cielo, del mundo, y la luz de la hoguera que se transforma en la moderna lámpara eléctrica, el neón o el fluorescente; la penumbra que debería preparar para el sueño contrastada con un deslumbre que fascina.

Un relato que se deja ir (que vacila) entre el vértigo, las luces y las tablas con shows enfrente: Tres íconos del Canto Porteño. Un rescate de la música bohemia (Valparaíso: La Bohemia, productora cultural, 2019), realizado por Heidy Iareski, Víctor Rojas Farías y Gabriel Gallardo, establece para la descripción de sus escenarios -que cuando no son nocturnos, tienden a la noche- este diálogo que requiere y presume abiertamente su intimidad con el lector. Esto es especialmente importante en la medida de la dificultad del fenómeno estudiado: ya desde el primer capítulo -que sirve de introducción a las biografías de Jorge Farías, Luis Alberto Martínez y Lalo Escobar- se nos da a entender la esencia fugitiva de este canto porteño, de carácter comercial pero que solo está en los suburbios de la industria musical, tan propio para el pueblo de Valparaíso que algún definidor profesional bien podría llamar folclórico, con lo que tampoco se llega a grandes certezas. Siendo efectivamente imposible de encuadrar con precisión, como bien lo muestra el bien documentado texto, solo queda producir la inmersión del lector, a través de una prosa provocadora que prácticamente impide una contemplación desde afuera (un acercamiento teórico). Incluso al leer sobre las características musicales del bolero o el tango, la apelación directa a una apreciación vital del lector, le obliga a envolverse en la materia, y le prepara bien para penetrar empáticamente en las biografías.

Esta empatía es tanto más necesaria cuando se ingresa en la biografía de Jorge Farías, cuyo carácter fragmentario (debido a la relativa falta de antecedentes seguros ante la proliferación de versiones dispares sobre hechos clave) acentúa irremediablemente lo legendario del personaje. Su caracterización sabe abrirse, eso sí, desde su absoluta proximidad a lo cotidiano:


Como en los cuentos al revés, que contaban nuestras abuelitas, había una vez un cantante que era todo lo contrario. Ni siquiera se parecía a la imagen pública de las estrellas de la canción. Nada de ropa elegante y con brillos ni de actitudes de hombre orgulloso. Ninguna exigencia antes de actuar ni planificación que considerara posibles éxitos al elegir su repertorio. Ni siquiera tenía humildad. Era gente como uno. Excepto por su voz portentosa, que opacaba a cualquiera. (p. 85)


Me resulta inevitable asimilar esto a otro fenómeno que Víctor Rojas Farías ha estudiado profusamente: las animitas, idéntico fenómeno de algo palpable, próximo y hasta precario, pero que está cargado de dimensiones que se abren hacia lo mítico. En un interesante contraste, la biografía siguiente, de Luis Alberto Martínez -una reconstrucción en primera persona a partir de entrevistas con el cantante- prolifera en detalles que contextualizan de manera definida el fenómeno del canto popular desde su realidad local hasta su integración en una industria musical internacional de especialísimas características, en que se nos presenta una variante del estrellato que está lejos de la percepción estilizada del modelo predominante durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI, adquirido desde la industria estadounidense. El carácter especial de este estrellato se confirma con la historia de Lalo Escobar, cuyo enorme éxito no parece haber dejado huella en la memoria de las generaciones posteriores.

El libro engendra así su efecto provocativo a posteriori. El contraste entre las luces del espectáculo y la gris vida real -que a veces tiende a la oscuridad, la invisibilidad más total- resulta de algún modo inquietante, así como el rol que acá juega la industria que administra la producción y distribución musical. El rol más palpable de los locales de la bohemia, por otro lado, nos remite a un fenómeno espectral en el Valparaíso actual, que tras determinar el carácter de la ciudad acabaron desapareciendo. Tres iconos del Canto porteño acaba recordando al lector la crueldad de la Historia (y no tan solo de la historia reciente), produciendo el sano malestar que debe producir el rescate de los hechos pasados, la puesta en escritura de un momento determinante para la cultura local.

Lo universal de lo propio: JURO QUE ES VERDAD, de Gabriel Zanetti

La crónica, práctica que remite a una cotidianeidad desde su mismo espacio de publicación -revistas y periódicos-, está singularmente bien armada ante una posteridad cuando le ha correspondido dar cuenta del quiebre de esa cotidianeidad. En la medida en que la experiencia pierde su “cotización”, bajo la sombra traumática de un “mal de muchos” y la dificultad de expresar el quiebre (y es inevitable confrontar el ensayo de Walter Benjamin sobre Lesskov al respecto), es esa primera persona vagamente corporal del cronista la convocada a elegir la palabra justa, que no se define ante el diccionario sino ante un sentido común en formación tras una época traumática.


Juro que es verdad (Arica: Aparte, 2002) aparece no solo tras la crisis pandémica y las consecuencias económicas que aun experimentamos, sino que tras la crisis política chilena del 2019. En Chile, como en pocos otros países, se ha debido vivir toda una nueva forma de sentir y encarar un mundo que impone una aceleración que resulta devastadora para los modos ya aprendidos. De ahí el tono crepuscular de estas crónicas, que parecen recorrer un proceso que el libro sabe iniciar bien con el contraste entre el año nuevo familiar de la niñez y la noche vieja del 2019, marcada por la dispersión familiar (casi podríamos decir la dispersión de lo familiar) y la melancolía.


El contraste entre la experiencia pasada y la presente sabe hacerse palpable en la serie que recorre los momentos decisivos de lo que podríamos llamar educación sentimental, coyunturas de crecimiento interior que, al modo de los films de Éric Rohmer, eligen el verano para plantear la plenitud de las expectativas así como la plenitud de su quiebre. La inevitable inadecuación del niño y el adolescente, responden bien a la inadecuación presente, la de una generación que vio volver a los fantasmas de un malestar social con la misma sensación de estar “fuera de juego”, forzada a una alerta en una época sin reglas de acción establecida. Esto implica ponerse en el lugar de esa otra generación distante y comprenderla, habitar el lugar difícil de la adultez, como parece indicar la elección para el final de Estado de alerta, con el cuidado físico y emocional del padre enfermo, y en el volumen en general, el tenso cuidado de los hijos bajo los diversos estados de emergencia.


Hay algo de terapéutico en Juro que es verdad, en su necesidad de dar expresión al tiempo de la angustia. En contraste con cualquier discurso épico o de razonada crítica ideológica, La radio relata, la televisión relata, la familia relata, describe la vivencia palpable de la crisis política de octubre de 2019, en un movimiento que fluctúa entre la información disponible por los medios y la tensión al interior del hogar, con una soltura y habilidad de representación que atestigua bien la capacidad poética de Zanetti.


La crónica puede hacerse historia si sabe que de algún modo la experiencia personal que relata constituye también parte de esta. O dicho de otro modo, el valor estrictamente particular de lo vivido en Juro que es verdad es garantía de su universalidad.