sábado, septiembre 19, 2009

POCO ME IMPORTA, de Andrés Florit: una poética de reacción



La deriva por la ciudad es uno de los fundamentos claros de la modernidad poética. Desde el central artículo de Baudelaire, El pintor de la vida moderna, de 1863, ese exilio liviano del flaneur, que pasa despreocupado sobre esa ciudad que se transforma incesantemente, se constituye como una de las situaciones privilegiadas del artista: ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente.
Sin duda, esa figura del flâneur, algo indolente y con cierta conformación nerviosa que reinvierte toda su energía en el vicio de la contemplación y la posterior representación de aquella fantasmagoría extraída de la naturaleza -esa figura no corresponde en absoluto a la para hoy simpática imagen del escritor que denuncia la injusticia o el carismático iluminado que hace de sí mismo el ombligo de su concepción del mundo. Por lo mismo, hacerse acompañar de un desasido verso de Pessoa y habitar conscientemente un lugar de reacción ante la “revolución” posmoderna, son un par de los corajes detrás de Poco me importa (Santiago: autoedición, 2009), de Andrés Florit (Santiago, 1982), en que el autor irrumpe desde ya con provocaciones de peso ante las exigencias con respecto a la situación de la obra literaria. Ante el deber con respecto a un futuro que parece imponer a coros el mundo, el autor impone otro deber tanto más importante, y por lo demás legítimamente propio del poeta: el desasimiento necesario y consciente –presente- del artista moderno.
Un índice de esto puede verse en “Tendido sobre la hierba”:

Tendido sobre la hierba
escucho a unos pájaros
y poco me importa
saber sus nombres.


El desasimiento –poco me importa- impone a Florit una definida y provocadora reacción ante una poesía omnisapiente cuya altura sobre el mundo permita redimir a éste o a sí misma. El consciente hedonismo sencillo que este poema eleva como enseña dicta, quizás, el programa de la escritura de Florit: el no saber como gesto consciente, sin nada de inocencia, como punto de partida para la posibilidad del lenguaje poético.
Y esto porque la palabra, y el mismo nombrar las cosas y los seres se van poniendo en entredicho en una vivencia poética sin el espectáculo estruendoso del demiurgo. En éste último, este gesto es inicial y constitutivo; en la modernidad poética, conservada en el gesto reactivo de Florit, el nombrar es prácticamente una necesidad pesada y confusa para la expresión de esa muerte acumulada en nosotros. El divorcio con el logocentrismo es, entonces, decidido desde la crisis del sujeto poético (Lo que digo / no soy yo, en “Quién es éste...”), que tampoco encuentra sosiego en el callar (cfr. “A la vieja usanza”) y a quien la ciudad le pesa como una necesidad en la que es necesaria la transformación poética. Y más aun si hablamos de una en particular: aquella de las 3 de la tarde, ya sin prisa, en que constituye un pecado corregir la ortografía de los muros -esto es, un espacio libre de eventos cuya representación o explicación se hace imposible. Tan sólo funcionará para ello la liviana ambición del croquis, la representación aproximada y conscientemente subjetiva del plasmador de imágenes.
Esa preferencia por la contemplación conjuga otro perfil para la decidida reacción desde la modernidad de cara a la crisis del lenguaje y del sujeto. La presencia de las cosas (y hasta la huella de la presencia de las cosas) aplasta su denominación: la pregunta heideggeriana se diluye ante la absoluta realidad de lo que se mueve, se desplaza, se va y no deja de indicarse a sí mismo como pasado, un pasado que logra coexistir y ser presente bajo el sello de la inquietud. No resulta casual ni inocente, en este sentido, la indicación a The Californians Tale, de Twain.
Una poética con este recurrente vínculo a lo pasado, esta reacción: sería absurda y fuera de lugar si no encontrara una palabra justa, y ahí radica la virtud final de Poco me importa. La creencia en la labor poética como una búsqueda de una expresión más precisa de la realidad, que sepa que tiene una vocación demiúrgica crítica, condenada a la sordera en una época sorda –ésa es la alimentación ética preponderante en la poética de Florit: Tartamudear es un comienzo. En este sentido, aunque corresponda recalcar la poca solidez de la obra como totalidad –existen notorias diferencias estilísticas entre los textos, y se echa de menos un programa que logre unificar el conjunto de poemas-, queda clara una intención de situar a la creación literaria en la medida justa de su poder o su impotencia. El poema final del libro es luminoso en este sentido: la obra literaria se inicia en la escucha más que en la ejecución de melodías.
En un medio literario en que la inquietud política se convierte en central –por lo que salta a ser “tema de turno”, necesario escalón para aprendices de burócrata-, y en donde se ha legitimado por parte de un par de poetas de la generación de los 80 invocar palabras con mayúsculas que tan sólo un militar o un funcionario de los militares habría tenido la cara dura de decir u ocupar burlescamente –para resumirlo en un concepto, en el fascismo de parodia de la estrategia literaria concertacionista, instalado a medias y a punta de insolencias de sus agentes cubiertos y descubiertos, uno definitivamente termina por respirar de alivio ante el increíble hecho de que se siga haciendo poesía con una real preocupación al cuidado literario. Esta última inquietud, que constituye la necesaria ética del trabajo literario, no es –como tal vez quisieran los últimos profetas de la avanzada literaria- un escombro escondido y algo mohoso, como una primera edición de Enrique Lihn o una anécdota (otra más) de Teillier pasado de copas, sino que revive por propia necesidad, como parte fundamental de la actividad literaria y condición para su supervivencia más allá de la “transición” y la sofisticada manipulación instrumental de la actividad poética por parte de moros y cristianos.

miércoles, septiembre 02, 2009

RASO: en torno a la carencia de un rito de paso


Hay un problema fundamental en las sociedades laicas, modernas y racionales: su ausencia de rituales de paso. Existe una razón obvia: estos rituales surgían por la evidencia de una pluralidad de mundos, que estaban presentes en el nuestro. El niño vivía en el mundo de las mujeres, hasta que una ritualidad particular lo hacía renacer en un mundo distinto, y podía ser llamado hombre, dar la entrada al mundo del padre, a través de los rituales de la caza o la guerra. Desde la visible ritualidad de los kaweshkar a la republicana y guerrera Roma, esto se mantuvo indemne, hasta que el mundo quiso ser uno solo, evitarse complejos dibujos metafísicos, producir pasos graduales y ojalá insensibles hacia una madurez cada vez más vaga e imprecisa.

Este paso de una realidad a otra alcanzó a ser en nuestras armadas naciones republicanas el llamado “servicio militar”. En el insultante patrioterismo chileno, la figura de los muchachos, uniformados (es decir, disueltos sus rasgos particulares para ser todos una sola “arma”, cada uno la partícula indivisible de un solo útil de agresión) y con rictus insensible, implicaba el paso a la adultez, a la existencia dentro de la fallida, incompleta y mentirosa religión civil de nuestras jóvenes copias de repúblicas. Inclusive cuando se trató de muertes accidentales (Alpatacal y Antuco), toda la autoridad civil y militar les dio el ridículo trato de héroes, aumentando –si se pudiera- la parodia de ritual que aún significan para algunos estas instituciones. Algunos, por supuesto. Ya que el aprendizaje de obediencia y desindividuación que implica tan sólo es dirigido en Chile a aquellos a los que les conviene aprender a obedecer y sumirse en una colectividad. Para otros, el aprendizaje será otro: para mandar y especializarse, destacarse, ser alguien. Dentro de esta copia infeliz de metafísica, el servicio militar es un ritual de paso incompleto, fallido e inútil: su finalidad es entrar a una adultez obediente y “civilizada”.

El sentido profundo de este error en el alma perturbada de un conscripto es el blanco de Carlos Cardani (Santiago, 1985) en Raso (Santiago: Ed. Balmaceda Arte Joven, 2009), un blanco alcanzado con una singular efectividad emotiva. Y digo emotiva, no en el sentido de una superficie en la cual destaquen procedimientos literarios que provoquen emoción, sino en el hábil trabajo de la forma poética, que logra dejar de decir lo que no se puede decir, y conservar ese conocido monstruo de nuestro Oficio: la profunda inefabilidad de la experiencia. Me explico: antes de intentar hacer sentir al lector la completa irracionalidad de la vida de cuartel, Raso logra presentar los hechos en su honda imposibilidad de comprensión. Y precisamente esto es esencial en la experiencia posible de un raso.

El carácter ritual de la experiencia se fundamenta en su absoluto hermetismo ante la razón. Si paso desde un mundo a un mundo b, es obvio que toda norma y perspectiva debe ser profundamente trastocada, carecer de lo que en nuestra civilidad se entendería como racionalidad. El deber militar toma el lugar de lo sagrado, dejando a la religiosidad en un margen ridículo y absolutamente carente de trascendencia (esa misa llevada a la cama, con los remedios sin bendición), cuando no en la significativa paradoja del Cristo de la Paz, una suerte de testigo y símbolo del absurdo, que da el tope a las pasadas proezas de guerra y las imitaciones de proezas de los ejercicios actuales.

Se trata de algo más significativamente propio, un carácter distinto de trascendencia. El raso, en la soledad más extrema, tendrá que reconocer una nueva familia, una nueva “camada”, y adaptar toda visión a esta nueva luz. La alternativa es ese otro mundo, marcado por la maternidad y el cuidado, señalado a una distancia casi cósmica. Es decir, la patria no es el Chile que se habita, sino un abstracto imposible, para quien el mediador está claro:

Usted sirve a la patria
cuando sólo me sirve a mí

Por cierto, nada de esto es en sí extraño para los que algo conocemos del mundo. Pero el gesto de Cardani es, en su simpleza, una absoluta revelación: el llevar a la existencia literaria esta realidad con la cual llevamos la convivencia más cotidiana posible en los tiempos de tranquilidad, y que posiblemente alguna vez nos toque en nuestra vida aquella otra violenta convivencia: el mundo más allá del cuartel, que parece esperar a despertar cuando alguna invocación horrorosa lo saque más acá de esos muros. Cardani es capaz de repetirnos lo que sabemos, pero quizá no nos guste saber: que convivimos con este mundo de puro e irrazonable deber.

Este mundo de puro e irrazonable deber... Creo que este camino es necesariamente aquel a través del cual recién se puede empezar a hacer una lectura política clara y precisa de Raso. El mundo que muestra Raso es un interesante cristal en que se ve el aprendizaje de la obediencia, de la gris mediocridad (absolutamente opuesta a cualquier posible tono dorado), de la debida callada aceptación, que deben pasar todos y cada uno de los hijos de la clase trabajadora de este país. El mundo de la conscripción invade las obras de construcción a través de todo el territorio (verdaderos ejércitos, con sus desplazamientos, sus alegrías y sacrificios análogos a los de la guerra), todos los restos de nuestro mundo industrial, el “servicio público” en la administración estatal, e incluso nuestra moderna estructura de empleos de servicios. La estructura de esa gris mediocridad es, en algún sentido, el alma del país, sobre el que la piel y el vestuario de la civilidad se sostienen –y la razón de la diferencia que esa racionalidad desea representar.

Raso es, como el estado mental de conscripción que logra representar en su plena sequedad emocional, un índice de cómo funciona en verdad la vida en el bárbaro país que habitamos. La limpia intención descriptiva logra presentar una diferencia suficiente marcada con el lector, que de seguro se va a ver una y otra vez en esa denominación, tan precisada que se convierte en el espacio o lugar desde el cual se puede efectivamente leer el libro: el cinco por ciento: la vergüenza del Ejército / Los que no merecen llevar el uniforme / Por pobres calambrientos pollerudos, que no merecen ni orden ni castigo.

Este trabajo de representación de un ritual de paso incompleto –incompleto precisamente desde el momento en que se ve desde el cinco por ciento- resulta así un objeto tan inquietante como debe serlo un buen libro de poesía. La realidad se nos vuelve una elástica entelequia, tan sólida en su calidad de simulacro (la instrucción de tiro en que el blanco debe ser un peruano), como ilusoria en lo que parecía más sólido: el sitio donde se habita (una imagen que se desvanece) o la historia, que debería ser el fundamento de esta supuesta épica (esas últimas guarniciones peruanas, los últimos pasos de Bolognesi...).

Sin pretender ser manifiesto político, testimonio esencial o epifanía estetizante, el libro de Cardani resulta una de las más notorias y precisas de las muestras de poesía de su generación, precisamente por el conocimiento claro que muestra de la esencia del Oficio y su compleja relación con ese mundo externo del que, se supone, debe dar cuenta. En la valentía, además, que implica la verdadera incitación a lecturas erradas que constituye este libro, Raso se convierte en acierto efectivo en un campo poético que llama a una verdadera crisis del modelo literario bien pensante que ha impuesto un aparato estatal de oscura y venenosa influencia en la escena poética nacional.

a no faltar!!