domingo, noviembre 25, 2012

Un arcaísmo en su tiempo justo: Catacumbas. Antología de Poesía Social, de Bernardo González Koppmann


Cuando me referí hace dos años a Memorias del Bardo Ciego (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), aludí a una falacia lineal en la perspectiva de la poesía chilena, que, al restringir la historia del campo literario a una cronología de poéticas que se habían hecho presentes en el centro editorial y cultural del país –en el inevitable establecimiento de un canon-,  marginalizaba con toda decisión y sin culpas el desarrollo siempre vivo de escrituras en la provincia. Por otro lado, esta misma construcción canónica resultaría débil sin la fidelidad a sí mismas de estas poéticas, que o bien pueden generar una recia densidad (piénsese en lo ocurrido entre Valdivia y Chiloé desde los 70), o bien generar entornos en que una amplia diferencia de registros se presenta en una permanente emergencia, que por lo demás ha sido el caso más común en nuestra historia –lo que ha tendido a convertir a la gran mayoría de las provincias en apenas algo más que el alimentador de la máquina cultural santiaguina.
La ejemplaridad del desarrollo literario de González Koppmann yace precisamente en su lejanía a los tonos y gestos de la “primera línea” de la poesía chilena de los últimos 39 años, anulados por una visión francamente centrípeta de la metrópoli santiaguina. Y no es antojadizo decir 39 años, desde el instante en que Catacumbas. Antología de poesía social (Valparaíso: Inubicalistas, 2012) toma como eje reivindicaciones de honda sustancia política y aparece precisamente en un momento en que el modelo crítico-cultural predominante, planteado por la escena de avanzada desde los años 80, debe al menos ser releído en el marco de nuevas circunstancias históricas y sociales.
El libro constituye una selección centrada en el aspecto social de textos aparecidos desde Sin conciencia ninguna (editado en Talca en 1981) hasta Memorias del Bardo Ciego (de 2009), incluyendo dos poemas de La Cabaña del Monje, libro inédito fechado en 2011. El Ichtus de la portada y la dedicatoria a los sacerdotes del pueblo asesinados por la dictadura, dan la clara señal de que lo social del libro no desea definirse desde la reivindicación histórica netamente materialista de la poesía política de más pura raigambre marxista. Sin embargo, esta muestra poética sabe, en su desarrollo, no limitarse al socialcristianismo ingenuo que parece nutrir, por otra parte, el inicio de la escritura de González, vinculado estrechamente a las poéticas de resistencia política de los años 80 en el sur de Chile. El gesto poético de González Koppmann rebasa con mucho, en este sentido, una noción mecanicista de la poesía como respuesta al hecho social, asumiendo formas mucho más integrales de ver la situación de la poesía y del poeta dentro de su ámbito.
Y es que acá cabe insistir en algunas diferencias esenciales entre las creaciones culturales que aparecen desde el mundo rural y aquéllas que lo hacen desde la cultura ilustrada de la modernidad, marcada ésta por la expresa enajenación del hombre con respecto a la naturaleza. Más allá de la máquina productiva de las ciudades, el ser humano no puede dejar de establecer una relación íntima con su entorno, sujeto a una temporalidad y una vivencia sensorial que construyen al mundo como una totalidad que, desde el espacio emancipado por el proyecto ilustrado, sólo puede ser sentida como aspiración imposible. Desde allá, en cambio, la emancipación ilustrada sólo puede verse como despojo y negación. González Koppmann puede muy bien plantearse de forma ejemplar con respecto a esta visión, más aun cuando considera un claro antecedente en la escritura de Jorge González Bastías, quien ya en 1924, en El poema de las tierras pobres (Santiago: Soc. Impr. y Lit. Universo), es capaz de elevar una poderosa crítica social precisamente desde la experiencia de despojo que la modernidad industrial, recién llevada a las costas del Maule a través del ferrocarril, hizo sentir sobre un modo de vida que veía al río como centro de su actividad cultural, social y económica, relegándolo a una miseria nueva. En este texto la experiencia cotidiana y real de los hombres convive con una consistente naturaleza cargada de sentido; el dolor no es un sentimiento subjetivo y cerrado, sino que sabe hacerse un eco que traspasa toda una cosmogonía.
Lo anterior ayuda a entender desde dónde leer la idea que parece permear Catacumbas: no es, en sentido excluyente, una referencia obvia al cristianismo como doctrina de liberación, sino sabe ser una noción menos circunscrita a una ideología particular. Se trata de la existencia de algo que no está muerto, sino sumergido –el Ichtus apuntaba precisamente a esto como signo clandestino de reconocimiento entre los primeros fieles cristianos-; una experiencia que no es pasada, sino que es actual y sólo se oculta: la escritura tendría la misión, entonces, de traer a la luz.
Pero este traer a luz tiene poco que ver con el gesto militante del poeta-testigo, que necesita apegar lo pasado a la Verdad –una entidad abstracta. Esto es notorio en Neltume, publicado en 1984, en que es a través del flujo transformador de la naturaleza en que la memoria de las víctimas logra llegar al presente, mas no a un presente oficial, público o judicial:

Las plazas se llenan de estatuas
mientras los niños juegan con el polvo
de tus ojos, de tus huesos, de tus uñas.

Por ello, el poeta debe asumir un lugar radicalmente distinto al del crítico cultural o, incluso, al del poeta civil (entendiendo esto en el más amplio sentido, desde la figura tradicional del autor comprometido hasta la que Bolaño aplica a Gonzalo Millán como opuesto al poeta sacerdotal): su lugar sólo es definible desde la contemplación, mas una que aspire a la fusión con su objeto. González Koppmann lo plantea sin rodeos en Me aburren los poetas llorones, una virtual arte poética del libro Aprendiz de Pájaro, del año 2002:

Es mejor en vez de buscar culpables
a diestra y siniestra
de nuestra contumaz falta de asombro
en vez de agregar otro suspiro
a esta larga noche de impudicia
en vez de pretender la salvación del hombre
con ecos de estertores emitidos desde el púlpito
en vez de llorar tanto digo
leer a los inefables pájaros
cuando dibujan en el aire su pequeño poema:
ese vuelo fugaz que nos percude el alma.

Los pájaros entregan el preciso reflejo de la acción del poeta en su canto, en su capacidad de encantamiento y en su voluntad de forma, planteando su levedad como atributo. Esta levedad es la que permite entender el punto de partida de la experiencia poética en la escritura de González Koppmann, análoga a la de los poetas populares de casi todas las culturas; su movilidad geográfica y cronológica lo lleva a trascender la polis historiable. Su levedad le permite rescatar la vida de la pesantez del olvido –lo que revela el carácter aparente de la muerte, ya que la memoria acaba siendo presencia a través de la obra poética. Esto es particularmente destacable en los poemas de Memorias del Agua, de 1999, en que el tiempo poético se plantea como tiempo único, asumiendo una sutil dialéctica de pérdida que sabe traspasar la pura negatividad del larismo. Más allá de la memoria, el afán de González Koppmann asume la perspectiva de lo vivo y presente, y lo pasado debe acceder al texto con tales características si desea postularse como real.
Esta escritura evita así el ambiguo pliegue trascendentalista que asentó el proyecto cultural de la Concertación, que avaló la construcción cultural desde cero o la redención desde el ungimiento político como las respuestas fundamentales ante el trauma histórico de toda una generación, permitiendo con esto la identificación enfermiza con lo ausente o el rol de testigo único. En este sentido, las elecciones poéticas de González Koppmann –que pueden llevar a ingenuidades formales o a cierta ostentosa superficialidad en el juego de ideas, defectos que una obra extendida en el tiempo como la del autor no deja de tener en ciertos momentos-, estas elecciones, digo, logran generar un cierto desafío de lectura, estrechamente vinculado a la necesidad de abandonar ciertos lugares ya demasiado comunes en torno a la relación arte-política desde la perspectiva totalizante de la Escena de Avanzada, tan centralizadora en lo geográfico como concentradora en la esfera del poder (inclusive en su aspecto puramente simbólico).
Este ocupar un margen desde el más acá de la historia, este arcaísmo de Catacumbas -si es que desea verse de esa forma-, es hermano de varios otros arcaísmos necesarios en nuestro Chile de hoy. La ilusión de ver la historia como un espectáculo servido al gusto de la mesa del consumidor –que encubre una relación opuesta entre productor y consumidor, caracterizada por la dominación de lo abstracto sobre lo concreto-, la ilusión del desarrollo como el discurso mágico que por sí solo plantaba la felicidad en el horizonte, pueden bien estar apareciendo como ficciones en un país que de a poco parece despertarse de un sentido común ficticio y malsano hacia una conciencia nueva que bien puede resumirse en los versos que cierran el libro de González Koppmann:

Por nosotros
sólo por nosotros
el mundo acaso mañana sea hermoso. 

LA MOLESTA PERCEPCIÓN, presentación de CIAN, de Fernando Ortega


Se hace harto difícil entender el despojo profundo sobre el ser humano que la filosofía ha sabido ver en las revoluciones sucesivas de la ciencia y la tecnología –por lo general hay que acudir a los ya consabidos trozos subrayados de las obras del último Heidegger, sin acabar siquiera de apreciar los juegos de palabras que sostienen a veces la argumentación. Más simple, en este sentido, sería meterse con lento pie en la historia de la percepción; por ejemplo, ver cómo un color, desde el simple hecho de su existencia para nosotros –el pasto es verde-, termina siendo una lectura determinada biológicamente de cierta relación de energías electromagnéticas; y seguir más lejos. Por supuesto, la materia que es de un color x, puede y deberá seguirlo siendo para nuestro lenguaje; sin embargo, por ejemplo, aunque el cian provenga de la cianina –que, por lo demás, es también un constructo artificial como es todo producto químico-, ha terminado siendo ahora una cierta proporción de datos que se hace visible en una nueva traducción de lo abstracto a la percepción concreta en nuestra nueva ciencia informática. Todo, al final, empezó y terminó siendo un asunto de traducción, de lenguaje, y sin embargo, por más que sepamos que nuestra visión de la realidad desde ese lenguaje es siempre una falacia, el pasto es verde. Y por más que queramos negarlo, el pasto es verde.
El producirnos estas molestias recién internado en el ámbito de la publicación es, sin duda, una virtud de Fernando Ortega (Viña del Mar, 1983), si bien soy testigo desde hace tiempo de la preparación de Cian (Santiago: autoed., 2012), desde las reuniones de Santa Rosa en que, de por sí, se trabajaba desde el texto mismo con cierta crueldad: la concentración sobre el lenguaje provocaba esa sensación delirante de estar en ninguna parte –aunque también algo tenía que ver la química del alcohol, pero en esto apelo a la autoridad de Hegel, que precisamente vinculaba la dialéctica con la dipsomanía.
Al poner los ojos en la (aparente) sencillez expresiva de los textos de Cian, puedo encontrarme con algo que el lector se encontrará también: Ortega tiene la capacidad de inquietar con toques de precisión quirúrgica que apenas revelan el trabajo de síntesis que llevó producir aquéllos. Si el texto se abre con Tao, no es una coincidencia: acá hay un arte poética. Más allá de la clave con respecto a la influencia oriental sobre la concreción en el lenguaje, veo un programa: el camino para expresar lo no visible, lo inefable, sólo puede pasar por un rol central de la imagen visual, ya no con la obviedad de una parábola, sino precisamente desde la raíz misma de la contemplación, la certeza de que eso que está al frente no es. La nieve y el blanco están lejos, y serían de alguna forma imposibles si es que no leyésemos acá esos nombres, si es que no apareciera como conclusión la interpelación de un chino ficticio, si es que no nos pudiéramos imaginar el color tal como todos imaginamos un color por crianza: inscrito en un cuadrado. Si es ésta la imagen visual última que tenemos sobre los colores (una imagen geométrica que no sólo es abstracta, sino dibujada, creada), entonces ya no se trata de la mística este esconderse de la verdad, sino de la pura melancolía metafísica, en que la salvación kantiana de lo sublime ya no cabe. Esto es, ni más ni menos que labor de poeta, un ocio bien invertido que sólo puede hacer preguntas sin esperanza de respuesta.
Vale decir, preguntas que tienen que ver con eso al frente y que deben quedar en eso. Los objetos de los poemas de Mudanza, los platos, la taza, revelan cierta carga de riesgo en su total enajenación; y en esto es inevitable recordar a Millán. También para Millán el lenguaje es limitado, y resultaría por ello un pajeo dedicarse a hacer poemas: la realidad es siempre ajena y como el “Dios” de ciertas pancartas, más grandes que los problemas de uno. Por ello el tono del humor en Ortega no es precisamente la levedad de quien simplemente desea la absoluta y contemplativa irresponsabilidad frente al mundo (pienso en Bertoni al decir esto), sino el reflejo de la propia impotencia frente a una labor poética que se vacía al minuto de pensar en la relación de un poeta con la realidad. Como entes pensantes podemos hasta confiar en comprender la trama de lo real (la baraja entera del Tarot), pero el poeta se reconoce arcano menor, pura circunstancia bajo el viento de un espeso aire en que todo es cantidad y cálculo abstracto. Más real y cierta es la definición de Cian, casi en el centro del libro, C: 100 / M: 0 / Y: 0 / K: 0 (y aun así, se podría decir R: 0, G: 165, B: 230); al fin, todo es sólo operación de lenguaje, una traducción para que se entienda a través de números aquello que no puede ser entendido. Y esa otra realidad posible, detrás de lo palpable, termina dando lo mismo / porque se pierde, lo que termina manteniendo cuerdo al autor y a sus lectores. Al menos, la vaga existencia de golpes entre piedras y chispas al aire puede, sí, ser material poético. En otras palabras, todo lo que se presenta al frente se da a un puro tráfico espectral en que las abstracciones juegan entre sí para cierto sospechoso placer para el autor y el lector: el caballo durmiendo, los pollos marinados y el “topo” de traje han vendido su ser a la nada para que nosotros los podamos leer –ya ni siquiera verlos, ya ni siquiera aprovechar una utilidad que han perdido a este lado del papel. 
Es decir, sólo podemos ver como tragedia la entrega al juego literario de esos entes más allá del papel, víctimas del despojo profundo de su posible naturalidad. La densa construcción de los últimos dos textos del libro –paréntesis de peces y cuerpo y trecho de la certidumbre al (sus)trato de la taza- me parecen señales de este posible pathos en torno a lo no-humano, coronación de la imposibilidad de pensar o describir la realidad desde nuestro lenguaje. Parafraseando al mismo Ortega, es el ejemplo mayor del pragmatismo asolador con que terminan tiñéndose todas las cosas en cierto grado de la investigación poética.
Cian puede ser algo más o algo menos que las notas que me ha provocado escribir para esta presentación; de hecho, me gustaría considerarlo como un conjunto de anticipo para un libro mayor. Sin embargo, desde ya su capacidad de poner en problemas al lector es una virtud escasa en tiempos tan cómodos: las búsquedas poéticas mayores están reservadas para pocos, y Fernando Ortega es uno de éstos.

Weichapeyuchi ül: cantos de guerrero, algo más que aire vibrando


La poesía mapuche ha tenido un mal destino en la jerarquización improvisada y oculta (mas no por eso menos efectiva) que se efectúa continuamente en la historia de nuestra literatura. La justificación para su existencia fue el rescate etnográfico o histórico, hasta que se fue haciendo útil para ciertos sectores de la vida política o cultural chilena que permitieron, en la medida de la adecuación a sus fines respectivos, que fuera apareciendo una posible contemporaneidad de la poesía mapuche: precisamente en la misma medida en que las incipientes agrupaciones mapuche iban pasando a ser permitidas y el mapuche mismo iba dejando de ser visto por la sociedad como el bárbaro odioso e irracional que las instituciones chilenas retrataban, desde el Gobierno y las Fuerzas Armadas hasta la Academia y la educación al nivel más primario. Hasta hoy podemos ver repetidos cada uno de estos momentos en el presente: al menos tanto el menosprecio antimapuche, como el uso de la cultura mapuche para fines políticos en todo el abanico de la política chilena son expresiones cotidianas en nuestra vida social y cultural.
Es preciso tener esto en cuenta al leer Weichapeyuchi ül: cantos de guerrero. Antología de poesía política mapuche (Santiago: LOM, 2012) de Paulo Huirimilla (Calbuco, 1973), para saber que el desarrollo de poéticas propias por parte de los mapuche no ha sido ni siquiera en apariencia un camino natural y armonioso –como aparentan falazmente ser los desarrollos de las literaturas nacionales en el no asumido mestizaje latinoamericano-; la posibilidad de una poética mapuche siempre ha estado envuelta en lo que desde acá llamamos política (y no tenemos otro modo de llamarle, ya que es la única forma en que desde Chile podemos ver la apelación primordial que está detrás de la lucha mapuche). Lo mapuche no deja de revelar, desde la más inocente referencia etnográfica, un desafío a un aun virtual y no construido ethos chileno, y es inevitable que esta apelación implique en sí misma una subversión política en el campo literario de nuestro país. Sin embargo, también en sí misma reclama su lectura como parte en tal campo literario.
Huirimilla es absolutamente consciente de esto, y por ello titula así esta selección, que se sabe en un riesgo crítico. A través del libro, podemos ver una efectiva continuidad de fondo entre las dos secciones del libro (Weichapeyuchi: ül: cantos de guerrero, y Poetas mapuche contemporáneos), que sería mucho más notoria y confirmada si se hubiese adjuntado notas biobibliográficas (se nos pierde, por ejemplo, la relevancia histórica de algunos de los autores de la primera parte, y que Hernán Deibe no constituye un autor, sino un recopilador de textos). No obstante tal continuidad, la selección es notable al mostrarnos una amplia variedad de poéticas, que desmienten de plano una lectura simplista y reduccionista: en este sentido, si era uno de los objetivos de Huirimilla, está absolutamente cumplido el mostrar a la poesía mapuche como una presencia compleja y, como tal, un desafío en sí misma al sistema literario chileno.
Resulta particularmente interesante que Huirimilla sea uno de los primeros en presentar de forma expresa la continuidad que, de fondo, representa la irrupción en los últimos años de una poética mapuche urbana que es capaz de usar procedimientos que expresan una situación crítica ante la asimilación de la cultura de masas y la constitución de subculturas en la marginalidad (es el caso de David Aniñir o Tamy Meulén), con la aspiración a constituirse con poderes plenos dentro del campo literario chileno, que constituyó el momento inmediatamente anterior (con nombres de tan segura mano como Bernardo Colipán, Jaime Huenún o el mismo autor de la selección). La relectura de la historia, propia y ajena, es lejos el índice más interesante de la selección; no obstante en ella estén representadas también vertientes más ingenuas dentro de la tradición de la poesía combativa. 
Weichapeyuchi ül es, sin duda, un hito, y su mayor virtud puede ser dejarnos a la espera de lo que pueda decirnos la poesía mapuche en los tiempos que corren. En un momento en que a los chilenos se nos olvidó la sociabilidad más básica y la palabra sólo sirve para expresar su propia inutilidad, Huirimilla nos recuerda que -a veces- la poesía es más que aire vibrando.

AMARILLO CREPÚSCULO, de Andrés Anwandter: un testimonio de época


Responder a la pregunta “¿desde dónde habla Andrés Anwandter (Valdivia, 1974) en Amarillo crepúsculo (Santiago: Libros La Calabaza del Diablo, 2012)?” resultaría sencillo; habrá que decir Santiago en nuestra feroz actualidad. Sin embargo, Anwandter hace en verdad un ajuste de cuentas, que es un testimonio de quien ha visto pasar un proceso sistemático e incesante de desnaturalización de la realidad y del lenguaje en nuestra sociedad contemporánea. Elegir como título ese amarillo crepúsculo (subproducto / del petróleo   integrado / a la cadena alimenticia), que él mismo vincula en uno de los poemas a su vivencia infantil, es clave: el mundo del niño se veía ya intervenido por la técnica alimenticia, que sabía tomar el lugar del color de las frutas. Esta naturaleza, a punto de ser cancelada, se desvanece bajo la artificialidad, como todo el mundo que se planta frente al sujeto lo ha hecho y lo sigue haciendo.
El reflejo formal de tal percepción es complejo, y corresponde al trabajo que Anwandter ha venido haciendo desde el 2000: una poética que decide ponerse de espaldas a la posibilidad de una musicalidad natural, asumiéndose hermana de la técnica en la frialdad de la disposición del sonido y el sentido –el hablante declara que ha olvidado con qué palabra comienza la Ilíada o en cuál idioma se expresa mejor el ser. Este alejarse de los atributos básicos de los que la poesía se ha alimentado para producir sus aspiraciones más fundacionales y su posible escena primordial –la oralidad del canto, que presupone un otro inefable que presupone lo colectivo- tiene consecuencias en la otra punta de la experiencia lectora: su trabajo poético (como le llamo a estas alturas / a la masturbación en pantalla, señala el hablante) parece dirigirse a nadie, la escena de la escritura es la escena del encierro en medio de una urbe degradada por su antinaturaleza, con el peso de la memoria en que no deja de aparecer la vivencia natural de la infancia. Tal choque traumático ya parece actualizado en la misma edad de la inocencia: Intento formular mi experiencia / de la dictadura // fueron   probablemente / los mejores años de mi vida // la infancia en lo posible / alejada del horror general // entre las hojas mojadas / bajo la lluvia. En este poema, al fin, el hablante administra su memoria como un pan integral // cada mañana / preparando el desayuno // para la familia reunida / con un inmenso cuchillo. La imagen de cuchillos y armas de todo tipo parecen responder permanentemente a este choque con la propia historia, en lo que puede considerarse la respuesta última de un sujeto integrado a un sistema de producción –técnico-, mas enajenado por una sociedad que sólo surge espectralmente.
Me es imposible no ver en esta situación una suerte de esbozo de la (posible) generación poética de los 90, aquella pasmada por el testimonio del cambio de modelo social, económico y político, consciente de la evanescencia de su propia voz y pertenencia, y por lo mismo incapacitada –desde una ética fundada en la derrota, en la ausencia de una respuesta activa- para intervenir en el transcurso histórico. La sustancia ética de esta posición, desde el texto de Anwandter, está lejos de la “cobardía” que se le achaca a dicha conciencia generacional: se trata más bien de la imposibilidad de un entendimiento cabal, de una totalización del sujeto con su experiencia social. Anwandter sabe expresar esto a través de la permanente crítica de la propia memoria, la cual no resiste el análisis calmo del intelectual, y a lo más es accesible desde el fragmento, desde la propia vida como conjunto de fragmentos. Ésta es una de las claves para la especial deriva de sentido de esta escritura: parece prenderse permanentemente al registro sensorial inmediato, como punto centrípeto, ante el cual toda abstracción o reflexión termina naufragando –volcándose de vuelta a la existencia vacía de la urbe o a la nostalgia de la naturaleza perdida. Por ello, quizás, la persistencia en la alusión al registro técnico sonoro –el vinilo, el cassette, el CD-, como una seña de inferioridad ante lo taxativo y preciso de tal procedimiento, en contraposición a una conciencia abstracta o reflexiva que se revela incapaz e impotente. No deja de ser curioso que, más allá del recurso técnico, esta deriva recuerde al trabajo de la memoria en Teillier, quien ocupaba las canciones populares y las hazañas deportivas pasadas precisamente de la misma manera.