domingo, noviembre 25, 2012

LA MOLESTA PERCEPCIÓN, presentación de CIAN, de Fernando Ortega


Se hace harto difícil entender el despojo profundo sobre el ser humano que la filosofía ha sabido ver en las revoluciones sucesivas de la ciencia y la tecnología –por lo general hay que acudir a los ya consabidos trozos subrayados de las obras del último Heidegger, sin acabar siquiera de apreciar los juegos de palabras que sostienen a veces la argumentación. Más simple, en este sentido, sería meterse con lento pie en la historia de la percepción; por ejemplo, ver cómo un color, desde el simple hecho de su existencia para nosotros –el pasto es verde-, termina siendo una lectura determinada biológicamente de cierta relación de energías electromagnéticas; y seguir más lejos. Por supuesto, la materia que es de un color x, puede y deberá seguirlo siendo para nuestro lenguaje; sin embargo, por ejemplo, aunque el cian provenga de la cianina –que, por lo demás, es también un constructo artificial como es todo producto químico-, ha terminado siendo ahora una cierta proporción de datos que se hace visible en una nueva traducción de lo abstracto a la percepción concreta en nuestra nueva ciencia informática. Todo, al final, empezó y terminó siendo un asunto de traducción, de lenguaje, y sin embargo, por más que sepamos que nuestra visión de la realidad desde ese lenguaje es siempre una falacia, el pasto es verde. Y por más que queramos negarlo, el pasto es verde.
El producirnos estas molestias recién internado en el ámbito de la publicación es, sin duda, una virtud de Fernando Ortega (Viña del Mar, 1983), si bien soy testigo desde hace tiempo de la preparación de Cian (Santiago: autoed., 2012), desde las reuniones de Santa Rosa en que, de por sí, se trabajaba desde el texto mismo con cierta crueldad: la concentración sobre el lenguaje provocaba esa sensación delirante de estar en ninguna parte –aunque también algo tenía que ver la química del alcohol, pero en esto apelo a la autoridad de Hegel, que precisamente vinculaba la dialéctica con la dipsomanía.
Al poner los ojos en la (aparente) sencillez expresiva de los textos de Cian, puedo encontrarme con algo que el lector se encontrará también: Ortega tiene la capacidad de inquietar con toques de precisión quirúrgica que apenas revelan el trabajo de síntesis que llevó producir aquéllos. Si el texto se abre con Tao, no es una coincidencia: acá hay un arte poética. Más allá de la clave con respecto a la influencia oriental sobre la concreción en el lenguaje, veo un programa: el camino para expresar lo no visible, lo inefable, sólo puede pasar por un rol central de la imagen visual, ya no con la obviedad de una parábola, sino precisamente desde la raíz misma de la contemplación, la certeza de que eso que está al frente no es. La nieve y el blanco están lejos, y serían de alguna forma imposibles si es que no leyésemos acá esos nombres, si es que no apareciera como conclusión la interpelación de un chino ficticio, si es que no nos pudiéramos imaginar el color tal como todos imaginamos un color por crianza: inscrito en un cuadrado. Si es ésta la imagen visual última que tenemos sobre los colores (una imagen geométrica que no sólo es abstracta, sino dibujada, creada), entonces ya no se trata de la mística este esconderse de la verdad, sino de la pura melancolía metafísica, en que la salvación kantiana de lo sublime ya no cabe. Esto es, ni más ni menos que labor de poeta, un ocio bien invertido que sólo puede hacer preguntas sin esperanza de respuesta.
Vale decir, preguntas que tienen que ver con eso al frente y que deben quedar en eso. Los objetos de los poemas de Mudanza, los platos, la taza, revelan cierta carga de riesgo en su total enajenación; y en esto es inevitable recordar a Millán. También para Millán el lenguaje es limitado, y resultaría por ello un pajeo dedicarse a hacer poemas: la realidad es siempre ajena y como el “Dios” de ciertas pancartas, más grandes que los problemas de uno. Por ello el tono del humor en Ortega no es precisamente la levedad de quien simplemente desea la absoluta y contemplativa irresponsabilidad frente al mundo (pienso en Bertoni al decir esto), sino el reflejo de la propia impotencia frente a una labor poética que se vacía al minuto de pensar en la relación de un poeta con la realidad. Como entes pensantes podemos hasta confiar en comprender la trama de lo real (la baraja entera del Tarot), pero el poeta se reconoce arcano menor, pura circunstancia bajo el viento de un espeso aire en que todo es cantidad y cálculo abstracto. Más real y cierta es la definición de Cian, casi en el centro del libro, C: 100 / M: 0 / Y: 0 / K: 0 (y aun así, se podría decir R: 0, G: 165, B: 230); al fin, todo es sólo operación de lenguaje, una traducción para que se entienda a través de números aquello que no puede ser entendido. Y esa otra realidad posible, detrás de lo palpable, termina dando lo mismo / porque se pierde, lo que termina manteniendo cuerdo al autor y a sus lectores. Al menos, la vaga existencia de golpes entre piedras y chispas al aire puede, sí, ser material poético. En otras palabras, todo lo que se presenta al frente se da a un puro tráfico espectral en que las abstracciones juegan entre sí para cierto sospechoso placer para el autor y el lector: el caballo durmiendo, los pollos marinados y el “topo” de traje han vendido su ser a la nada para que nosotros los podamos leer –ya ni siquiera verlos, ya ni siquiera aprovechar una utilidad que han perdido a este lado del papel. 
Es decir, sólo podemos ver como tragedia la entrega al juego literario de esos entes más allá del papel, víctimas del despojo profundo de su posible naturalidad. La densa construcción de los últimos dos textos del libro –paréntesis de peces y cuerpo y trecho de la certidumbre al (sus)trato de la taza- me parecen señales de este posible pathos en torno a lo no-humano, coronación de la imposibilidad de pensar o describir la realidad desde nuestro lenguaje. Parafraseando al mismo Ortega, es el ejemplo mayor del pragmatismo asolador con que terminan tiñéndose todas las cosas en cierto grado de la investigación poética.
Cian puede ser algo más o algo menos que las notas que me ha provocado escribir para esta presentación; de hecho, me gustaría considerarlo como un conjunto de anticipo para un libro mayor. Sin embargo, desde ya su capacidad de poner en problemas al lector es una virtud escasa en tiempos tan cómodos: las búsquedas poéticas mayores están reservadas para pocos, y Fernando Ortega es uno de éstos.

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