jueves, noviembre 07, 2019

Preguntas estéticas inútiles en un mal poema con vista a la Place Carnot



¿Cómo poner el fuego en el poema?

      El pyros griego es puro / el fuego fue pureza:

los dioses, el dios, más que oír entendían mirando la llama, veían

los ojos abiertos, como la diosa República de la Place Carnot

      -ese hollín en los ojos de frente a la Gestapo y a los traidores

            nutridos de su leche, ah esa IV república ahí quieta, que aun

                  no ha visto a la V ni la VI, compadecida, cenicienta

                  su vista del humo, el fuego aliado, la renovación urbana

                  que partió en 5 su grupo escultórico; habría que hablar de ella,

                  es de ella de quien deberé hablar alguna vez, pero debo decir ahora:-

el fuego fue transporte de la necesidad

y atravesaba el cielo llevando la explotación -la misma-,

     el látigo de los imperios -el mismo-, la sequía -siempre

     la misma-.


Pero cómo poner ahora, ahora el fuego en la historia

                    perdón, en el poema,

después que como en sueños veo allí a Machiavelli que ve

sus libros (¿los ve aun, los verá aun?) ardiendo por las manos de esa turba,

por ese Savonarola, el severo y “justísimo” monje transido en la buena nueva

     de su dios a la altura del imbécil y la vieja de misa diaria

          -sucio el pavimento florentino, todo hecho retazos y ceniza-; o bien

con ese fuego que cuece la col para la sopa en la pensión sucia de Suiza,

          insoportable, hediondo y sin aire, que huele y ve Lenin mientras el zar

          baila que baila más allá de los hielos con su fuego de artificio;

o este fuego de Chile, esa bandera que espectro se hace en medio

                    del humo ese martes tan lejos o bien...


No. No poner este fuego en el poema, y así queda el problema:

cómo sacar el fuego del poema. Cómo pensar la historia

                         perdón, el poema,

sin el fuego en los ojos que va quemando el nervio, hacia atrás hacia

     el seso; cómo sacar de acá este fuego pestilente de parafina, de cuerpos

     arrojados inertes, el fuego cuarentayséis años de humedad en el adobe

     -el moho hecho humo es cómo qué, cómo qué se puede decir qué es,

     amigos, compañeros, ¿son como los bosques del sur cuando se queman,

     huele como cuando se inmolan los seres en medio del frío

          -indiferente, pálido- de los gobiernos? No sé qué imagen ocupar

               en esta parte del verso, díganme-,

este fuego como el de la vela en la mano de los sacramentos,

     -recuerda que te van a interrogar: el primero el 74, el segundo, cuándo,

          acaso el 82, y después la confirmación en la fe, claro con la velita

          en la mano en ese puto y mentiroso año del 86-,

     ¿es como la fe, que se pasa después y jamás vuelve?


¿Poner o sacar el fuego del poema? ¿Cuál es el fuego que poner

     o sacar? Compañeros, ¿hay varios fuegos allá, son distintos o es uno

          y el mismo? Compañeros, díganme, ¿cuántos fuegos hay?

     Hay que hacer este poema, compañeros, ¿a quién se le ha encargado

     ese rito que ahora, al revés, ensucia el alma, no dice nada a nadie,

          NO DEJA VER?

¿Cuál es esa divinidad renacida de la ceniza -ese espectro senil que encarga

     su holocausto, o bien peor: no hay divinidad alguna ya,

y todo esto es una pura invención de la ceniza gris de los basurales?

     -pero este poema no está bien. Se parece a la plegaria impotente

          de un pornógrafo lírico. Mucha palabra grande.


Me confundo y me confunde que aparezcan en esta historia


                    -perdón, en estos versos-

un espectro doble de tan tan malafama: florentino y ruso -Niccolò y Vlad Ilich-

viendo de frente, de frente, las cosas hechas fuego, y ver cómo, cómo casi ya

     se deciden, o bien por el dulce exilio en San Casciano, o bien

     la brutal aceptación de lo cruel de la llama que acabará por quemar el seso,

     arrojada de vuelta a la mano, al gatillo ya pegado a la carne de los dedos,

                    HASTA EL FIN.


Me confunde también ver tanto dios en este texto al ver la otra historia,

                    perdón, la otra página. Ya que

la República de la Place Carnot también es sorda.

Parada se ha quedado ahí pasmada. Creo, de verdad, que no escucha, quién

     va a escuchar nada con todo este gentío, esta Babel.

Puede que ni vea, cegados los ojos por ese hollín que ya no saldrá más.


Ya no sale el fuego del poema / o bien, quiero decir,

               de la historia. Ya no estoy seguro.

Hay que vivir con eso. Limpiarse el hollín de los ojos.

No somos esa República, no somos dioses, no somos de piedra.

Ya, luego, empezará a amanecer. Tienes que salir a trabajar.



Place Carnot, Lyon, 25 de octubre 2019.


(Publicado originalmente en revista MAL DE OJO, octubre 2019.)


domingo, noviembre 03, 2019

CURAUMA, de Rafael Cuevas Bravo: La mirada pasmada.




La trastienda de un poema -tanto como el de cualquier acción sobre la realidad social o política- es casi siempre un acto de radical inseguridad. Los procedimientos -emprendidos como acciones voluntarias y conscientes- solo pueden ser posteriores al pasmo, al shock ante el lenguaje, que en este oficio se torna ejemplar si es que se quiere dar a la palabra un poder del cual carecen de por sí. El instalar la perspectiva del poema en ese instante de pasmo es una operación que, si bien requiere de una técnica muy precisa, obliga además a una intensa evocación del acto mismo de la percepción y una topografía afanosa del paso de esta hacia su expresión. Es una opción que se ha practicado escasamente en la literatura latinoamericana, pero que presenta una particular porfía en hacerse ver: en Chile, escrituras como las de Humberto Díaz-Casanueva, Ennio Moltedo o, más cerca en los años, las de Julieta Marchant o Jorge Polanco, muestran decididamente apuestas como estas, que por lo general se pierden en el “gran escenario”, no habituado a las sutilezas del artesano civil -el escenario ritualizado de la gran poesía chilena, que hace rato se viene cargando hasta la comedia bufa, no precisamente de buena vena y hasta con cierto olor a cabaret, impotente y hasta complaciente ante los hechos más feroces.
Una asombrosa muestra de la porfiada especie de conciencia escritural que destaco al principio aparece de manos de Rafael Cuevas Bravo (Viña del Mar, 1994): Curauma, libro publicado en la notable colección Postal Japonesa, de Editorial Aparte (afincada en Arica y dirigida por Rolando Martínez, que se instala desde este 2019, por cantidad de títulos y sus decisiones editoriales, ya como un referente imprescindible en el entorno de la creación poética chilena). Cuevas entrega en este, su primer libro, una poética de intensa profundidad reflexiva, que sabe decantarse a plena conciencia en textos que saben poner en primer plano lo inefable de una experiencia vital que se enraíza en una experiencia cotidiana que se sabe propia y determinada en toda su especificidad. El lugar se enuncia desde el título: Curauma, sector de Valparaíso aledaño a la carretera que lleva a la capital, signado por su desarrollo urbano intencionado desde el interés inmobiliario, habitacional, industrial y comercial. Como tal, se trata de una zona sin Historia, a no ser que se considere como tal la de su desarrollo inmobiliario -que daría para una archivística de carácter puramente cuantitativo-, o bien el cúmulo de las historias particulares de sus habitantes, cuya enorme mayoría es de reciente data. Si bien como espacio geográfico es un sector marcado por explotaciones mineras y por una cruenta batalla el año 1891, el eterno presente del desarrollo capitalista sentencia esos eventos a referencias que se desea en el registro especializado -de archivo- y no sobre el suelo o menos como memoria social.
El hablante de Curauma, en este sentido, no puede dejar de reconocer su experiencia como una desgajada de proyecto histórico alguno. Este despojo da como rendimiento la afirmación de esa experiencia como única posible, forzando la perspectiva hacia una crítica radical de la percepción, y generando en consecuencia procedimientos que tienden a poner entre paréntesis tanto la dimensión geográfica como la temporal, en vías de una analítica perceptiva. El resultado es una visión segmentada del entorno perceptible, que a fuerza de la yuxtaposición y la secuencialidad de las imágenes genera un efecto “cubista” -en el que no se puede dejar de reconocer la huella de Ennio Moltedo, si bien en la escritura de este la experiencia despojada de proyecto histórico se asumía más bien desde el horizonte marítimo en la figura de límite.
La visión segmentada de Cuevas se expresa en un particular efecto de “titubeo”, que sabe reproducir el despliegue de la mirada, como ya se revela en el primer poema del libro, Multipropósitos:

Ojos una mañana
como toda repetición
de haber diversidad se ensaya
ser dirigidos hacia el día
por aquello que el día exige
un lugar entre la puerta recién abierta
y el temor confundido en las cosas
que tanto neblina y madrugada
tienden a humedecer (p. 7)

El despliegue de esta mirada no puede ser el montaje frío y disciplinado de elementos para forjar una síntesis precisa: Cuevas sabe enfatizar el extremo despojo de su visión a través de presentarla nublada e incierta, y así el recurso de presentar la humedad -la neblina, la presencia múltiple del agua, hasta la alusión a los ojos lagrimosos- alterna con el escenario crepuscular, y particularmente el matutino. Como una analogía del efecto de la humedad sobre el suelo, fuerza al lector a perseguir activamente las imágenes, que se revelan, tanto en su fluidez como en su superposición, desleídas, tal como el mismo narrador y la realidad humana misma parecen susceptibles de deshacerse bajo el poder del agua (cfr. A partir de Michiu Kaku, p. 13), una potencia que puede (re)establecer un mundo primordial:

Hace ojos la lluvia
no hace párpados y hace
cunas para los pirigüines
la avenida llena de pozas
y colas negras entre los pies
un lenguaje de chapoteos y
suspensión y distancias guardadas
para lo grande y lo brusco (Marca de agua, p. 32)

En consecuencia, al lector avisado se le hace inevitable evocar el hiato entre lo experimentado y lo expresable, instancia análoga a la de un despertar lento y difícil desde la soledad hacia la comunicación que se da, precisamente, a la hora del crepúsculo matutino:

Micro carretera abajo
más allá del ventanal los pinos
hechos parte y a partir del vértigo
una conversación con el mundo
desde la velocidad mira una cara
a ratos reflejada en la ventana
que se evapora cuando pone
el pie en la vereda (A dos voces, p. 18)

Esta deriva discreta de la mirada se hace más marcada en el instante de la evocación, en que el especial ritmo de la secuencialidad muestra casi el desplazamiento físico del hablante al instante de mirar:

Era una plaza
con decenas de palos
vueltos espadas y niños
aferrados a esas espadas
había viento y había mástiles
y había algo así como un honor
que me empeñaba en defender
sordo por el zumbido de la madera
chupándome los dedos morados
pasé mi derrota mirando
el caparazón de cangrejo
que una gaviota dejó caer
entre los columpios (Bandera blanca, p. 29).

O bien, en Forado de los tres perros:

Para llegar a tu casa
la Violeta es salvaje el Max es tranqui
el Palomo solo es el Palomo
basta una patada en el hocico
y el vapor regresa al invierno
una guirnalda de tantas veces
el enrejado te pilla la salida de cancha
tu sombra impresa en la pared
un rastrito de ti y un ladrido hacia ti
las garrapatas aprovechan la garuga
hundidas como semillas en el patio
el año pasado se pensó bodega
lo que hoy sigue húmedo y sin techo (p. 8)

La experiencia vital se hace entonces mínima, marginal, y presta a desaparecer, sea por la lenta y visible acción de la humedad, o la amenaza del fuego, cuya dimensión imponente -luminosa, de eliminación “limpia”- solo puede presentarse como lejana y hasta ominosa (cfr. Escena con incendio bien al fondo, p. 34). El horizonte encendido por el fuego debe ser tan invisible como el horizonte de lo por venir en la posible lectura de los signos (cfr. Conversación oracular, p. 27), y el acto de percepción queda amarrado, encerrado en su momento presente, fuera de toda posible archivística, no tan solo por la ilegibilidad que reside en su marginal insignificancia (pronta, destinada a la desaparición), sino también por la que surge de su carácter desleído. En la Curauma de Cuevas, el problema mayor, apenas enunciado de manera obvia, es el de cómo leer el mundo desde un espacio en que una dimensión histórica ha dejado de tener presencia. Esta Curauma, condenada de antemano al ominoso siniestro de la desaparición, acaba siendo una imagen general del capitalismo tardío desde los ojos nublados del artista que reconoce con lucidez en su tentativa de representación un inevitable fracaso, asumiendo los límites de la experiencia literaria ante la historia social.
Rafael Cuevas Bravo no ha escogido iniciar su trayectoria de autor con una poética fácil, y es en esto ejemplar de la presencia emergente de una nueva camada de autores jóvenes, que a nivel nacional ya están empezando a mostrar poéticas muy heterogéneas cuyo punto común, podría yo afirmar, es un decidido desafío a cualquier forma de facilismo e ingenuidad, tanto en el desde de los hablantes como en el para qué que determina el lugar del objeto literario en el “mercado” del arte -detalle mayor desde el momento en que este solo puede funcionar en una normalidad que ya tuvo en Chile su hora fatal. De espaldas a cualquier “mensajismo” básico (dictado por una estructura mecanicista de la percepción y de la representación literaria que cada vez se ha revelado más como reflejo de una porfiada sombra clientelista en nuestra historia reciente, una estructura de la impotencia que no pudo predecir ni ponerse a la altura de la emergencia social) y activos en la búsqueda de un nuevo horizonte para una destinación social real de la obra literaria, estos escritores ya tienen en Maraña. Panorama de poesía chilena joven (Ed. Alquimia, 2019, cuya selección pertenece precisamente al mismo Cuevas junto a Gaspar Peñaloza) un registro de obligada consulta para quien desee hallar nuevas esperanzas en el mar cada vez más revuelto de la producción literaria chilena -que pareciera cada vez más contaminado y depredado si es que uno se deja llevar mal-mirando líricamente desde lo alto de las cordilleras y entre sueños.


Lyon, noviembre 2019.