La
trastienda de un poema -tanto como el de cualquier acción sobre la
realidad social o política- es casi siempre un acto de radical
inseguridad. Los procedimientos -emprendidos como acciones
voluntarias y conscientes- solo pueden ser posteriores al pasmo, al
shock ante el lenguaje, que en este oficio se torna ejemplar
si es que se quiere dar a la palabra un poder del cual carecen de por
sí. El instalar la perspectiva del poema en ese instante de pasmo es
una operación que, si bien requiere de una técnica muy precisa,
obliga además a una intensa evocación del acto mismo de la
percepción y una topografía afanosa del paso de esta hacia su
expresión. Es una opción que se ha practicado escasamente en la
literatura latinoamericana, pero que presenta una particular porfía
en hacerse ver: en Chile, escrituras como las de Humberto
Díaz-Casanueva, Ennio Moltedo o, más cerca en los años, las de
Julieta Marchant o Jorge Polanco, muestran decididamente apuestas
como estas, que por lo general se pierden en el “gran escenario”,
no habituado a las sutilezas del artesano civil -el escenario
ritualizado de la gran poesía chilena, que hace rato se viene
cargando hasta la comedia bufa, no precisamente de buena vena y hasta
con cierto olor a cabaret, impotente y hasta complaciente ante los
hechos más feroces.
Una
asombrosa muestra de la porfiada especie de conciencia escritural que
destaco al principio aparece de manos de Rafael Cuevas Bravo (Viña
del Mar, 1994): Curauma, libro
publicado en la notable colección Postal Japonesa, de Editorial
Aparte (afincada en Arica y
dirigida por Rolando Martínez, que se instala desde este 2019, por
cantidad de títulos y sus
decisiones editoriales, ya
como un referente imprescindible en el entorno de la creación
poética chilena). Cuevas
entrega en este, su primer libro, una poética
de intensa profundidad reflexiva, que
sabe decantarse a plena
conciencia en textos que saben poner en primer plano lo inefable de
una
experiencia vital que se
enraíza en una experiencia
cotidiana que se sabe propia
y determinada en toda su especificidad.
El lugar se enuncia desde el
título: Curauma, sector de Valparaíso aledaño a la carretera que
lleva a la capital, signado por su desarrollo urbano intencionado
desde
el interés inmobiliario, habitacional, industrial y
comercial. Como tal, se trata
de una zona sin Historia, a
no ser que se considere como tal
la de su desarrollo inmobiliario -que
daría para una archivística
de carácter puramente
cuantitativo-,
o bien el
cúmulo de las historias
particulares
de sus habitantes, cuya
enorme mayoría es de
reciente data. Si
bien como espacio geográfico
es un sector marcado por explotaciones mineras y por una cruenta
batalla el año 1891, el
eterno presente del
desarrollo capitalista sentencia esos
eventos a referencias
que se desea en el registro especializado -de
archivo- y no sobre el
suelo o menos como memoria
social.
El
hablante de Curauma,
en este sentido, no puede dejar de reconocer su experiencia como una
desgajada de proyecto histórico alguno. Este despojo da como
rendimiento la afirmación de esa
experiencia como única
posible, forzando la perspectiva hacia
una crítica radical de la
percepción,
y generando en consecuencia
procedimientos que tienden a
poner entre paréntesis tanto la dimensión geográfica como la
temporal, en vías de una
analítica perceptiva.
El resultado es una visión segmentada del entorno perceptible,
que a fuerza de la yuxtaposición y la secuencialidad de las imágenes
genera un efecto “cubista” -en el que no se puede dejar de
reconocer la
huella de Ennio Moltedo, si
bien en la escritura de este
la experiencia despojada de proyecto histórico se asumía más
bien desde el horizonte
marítimo en la figura
de límite.
La
visión segmentada de Cuevas
se expresa en un particular
efecto de “titubeo”, que
sabe reproducir el despliegue de la mirada, como ya se revela en el
primer poema del libro, Multipropósitos:
Ojos una mañana
como toda
repetición
de haber
diversidad se ensaya
ser dirigidos
hacia el día
por aquello que
el día exige
un lugar entre la
puerta recién abierta
y el temor
confundido en las cosas
que tanto neblina
y madrugada
tienden a
humedecer (p.
7)
El
despliegue de esta mirada no puede ser el montaje frío y
disciplinado de elementos para forjar una síntesis precisa: Cuevas
sabe enfatizar el extremo despojo de su visión a través de
presentarla nublada e incierta, y
así el recurso de presentar
la humedad -la neblina, la presencia múltiple del agua, hasta la
alusión a los ojos lagrimosos- alterna con el escenario crepuscular,
y particularmente el matutino. Como una analogía del efecto de la
humedad sobre el suelo, fuerza al lector a perseguir
activamente las imágenes, que se revelan, tanto en su fluidez como
en su superposición, desleídas, tal
como el mismo narrador y la realidad humana misma parecen
susceptibles de deshacerse bajo el poder del agua (cfr.
A partir de Michiu Kaku, p.
13), una potencia que puede (re)establecer un mundo primordial:
Hace ojos la
lluvia
no hace párpados
y hace
cunas para los
pirigüines
la avenida llena
de pozas
y colas negras
entre los pies
un lenguaje de
chapoteos y
suspensión y
distancias guardadas
para lo grande y
lo brusco (Marca de agua, p.
32)
En
consecuencia, al lector avisado se le hace inevitable evocar el hiato
entre lo experimentado y lo expresable, instancia análoga a la de un
despertar lento y difícil desde la soledad hacia la comunicación
que se da, precisamente, a la
hora del crepúsculo matutino:
Micro carretera
abajo
más allá del
ventanal los pinos
hechos parte y a
partir del vértigo
una conversación
con el mundo
desde la
velocidad mira una cara
a ratos reflejada
en la ventana
que se evapora
cuando pone
el pie en la
vereda (A dos voces, p. 18)
Esta deriva discreta de la mirada se hace más marcada en el instante
de la evocación, en que el especial ritmo de la secuencialidad
muestra casi el desplazamiento físico del hablante al instante de
mirar:
Era una plaza
con decenas de
palos
vueltos espadas y
niños
aferrados a esas
espadas
había viento y
había mástiles
y había algo así
como un honor
que me empeñaba
en defender
sordo por el
zumbido de la madera
chupándome los
dedos morados
pasé mi derrota
mirando
el caparazón de
cangrejo
que una gaviota
dejó caer
entre los
columpios (Bandera blanca, p.
29).
O
bien, en Forado de los tres perros:
Para llegar a tu
casa
la Violeta es
salvaje el Max es tranqui
el Palomo solo es
el Palomo
basta una patada
en el hocico
y el vapor
regresa al invierno
una guirnalda de
tantas veces
el enrejado te
pilla la salida de cancha
tu sombra impresa
en la pared
un rastrito de ti
y un ladrido hacia ti
las garrapatas
aprovechan la garuga
hundidas como
semillas en el patio
el año pasado se
pensó bodega
lo que hoy sigue
húmedo y sin techo (p. 8)
La
experiencia vital se hace entonces mínima, marginal, y presta a
desaparecer, sea por la lenta y visible acción de la humedad, o la
amenaza del fuego, cuya dimensión imponente -luminosa, de
eliminación “limpia”- solo puede presentarse como lejana y hasta
ominosa (cfr. Escena con incendio bien al fondo,
p. 34). El horizonte
encendido por el fuego debe ser tan invisible como el horizonte de lo
por venir en la posible lectura de los signos (cfr. Conversación
oracular, p. 27), y
el acto de percepción queda amarrado, encerrado en su momento
presente, fuera de toda posible archivística,
no tan solo por la ilegibilidad que reside en
su marginal insignificancia (pronta,
destinada a la desaparición),
sino también por la que surge de su carácter desleído.
En la Curauma de
Cuevas, el problema mayor,
apenas enunciado de manera obvia, es el de cómo leer el
mundo desde un espacio en que
una
dimensión histórica ha
dejado de tener presencia.
Esta Curauma,
condenada de antemano al ominoso siniestro de la desaparición,
acaba siendo una imagen general
del capitalismo tardío desde los ojos nublados del artista que
reconoce con lucidez en su tentativa de representación un inevitable
fracaso, asumiendo los
límites de la experiencia literaria ante la historia social.
Rafael
Cuevas Bravo no ha escogido iniciar su trayectoria de autor con una
poética fácil, y es en esto
ejemplar de la presencia emergente de una nueva camada de autores
jóvenes, que a nivel nacional ya están empezando a mostrar
poéticas muy heterogéneas cuyo punto común, podría yo afirmar, es
un decidido desafío a cualquier forma de facilismo e ingenuidad,
tanto en el desde de
los hablantes como en el para qué que
determina el lugar del objeto literario en el “mercado” del arte
-detalle mayor desde el
momento en que este solo puede funcionar en una normalidad
que ya tuvo en Chile su hora
fatal. De
espaldas a cualquier “mensajismo” básico (dictado por una
estructura mecanicista de la percepción y de la representación
literaria que cada vez se ha revelado más como reflejo de una
porfiada sombra clientelista en nuestra historia reciente, una
estructura de la impotencia que no pudo predecir ni ponerse a la
altura de la emergencia social)
y activos en la búsqueda de un nuevo horizonte para una destinación
social real de la obra
literaria, estos escritores ya tienen en Maraña. Panorama
de poesía chilena joven (Ed.
Alquimia, 2019, cuya selección pertenece precisamente al mismo
Cuevas junto a Gaspar Peñaloza) un registro de obligada consulta
para quien desee hallar nuevas esperanzas en el mar cada vez más
revuelto de la producción literaria chilena -que pareciera
cada vez más contaminado y depredado
si es que uno se deja llevar
mal-mirando líricamente
desde lo alto de las
cordilleras y entre
sueños.
Lyon, noviembre
2019.
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