jueves, febrero 09, 2017

La proyección de la catástrofe: PERDIGONES, de Guillermo Riedemann

Jorge Teillier, al caracterizar una línea lárica en la poesía chilena, plantea la raíz última de la vuelta al lar en el yo pulverizado y perdido de la ciudad, citando a Gottfried Benn: una conciencia desalojada que sueña con volver a ser el antepasado de sus antepasados, una masa de musgo en un tibio pantano. Basta esto para darnos cuenta que el trayecto de estos poetas sería harto más arduo y significativo que una emigración física desde la provincia a la ciudad, se sugiere que el desarraigo es más hondo y fatal, y que bien probablemente no tenga que ver siquiera con la naturaleza, sino con la memoria, y hasta con algo aun más sustancial de la experiencia del mundo. La memoria de un quiebre catastrófico que escinde profundamente la posibilidad humana parece acompañar la obra de Teillier como un índice hacia hitos de una historia arcana -que puede envolver el desarrollo de la civilización entera junto a sus formas de registro aurático- o bien algo más cercano, no contado o silenciado por la cultura desaurante y blanqueada de la fundación nacional: la violencia extrema de un poblador invasor sobre el territorio, sus habitantes y su vida natural.
Varias catástrofes después de Teillier, Guillermo Riedemann (1956) en Perdigones (Valparaíso: Inubicalistas, 2016) parece continuar esta línea de forma sustancial, haciéndola proliferar de sentidos hasta proyectarla hacia una problemática efectivamente universal. A una mirada netamente naturalizada de la noción de larismo, que hemos visto renacer con fuerza al compás de la insistencia ecologista, el autor opone decididamente una visión humanizada, en que el conflicto del hombre con la naturaleza pasa a internalizarse de manera compleja, más acá de cualquier ingenuidad o esquematismo.
La internalización a la que me refiero se fundamenta en una contradicción que aparece insalvable en la misma experiencia reflexiva y perceptiva del sujeto. A la noción contemplativa y de pura añoranza del lárico puro, sucede aquí un conflicto psíquico permanente en la comprensión de lo vivido y conocido, que llega a trabar cualquier posibilidad de filtro o defensa ante un mundo exterior que se perfila como un otro amenazante, cuyo hito fundamental es la catástrofe. Ese mundo otro es de hecho parte de una experiencia internalizada, mas una no digerida, ajena. Por ello, emerge como imposible la experiencia plena de lo natural, y la inquietud y el pasmo no solo evitan cualquier integración orgánica, sino que además inhabilitan la nostalgia:

Si el podador no toca las ramas bajas, un bosque de pinos puede ser un laberinto. Cuando se rompe una granada seca, suena como madera que se parte. La busco con la mirada, puede ser cualquiera. Siempre silbo y escucho las respuestas del viento. Esta vez no voy a silbar. Miro las púas que cubren la tierra. En este momento sería un alivio oír nada, un alivio inútil pues el estampido resuena en todo el cuerpo. En la cabeza repite amenazas, y desde allí no se ve salida posible. (29)

En la extrema economía de imágenes de este texto, vemos varias de las escenas recurrentes del volumen: la presencia del bosque como una entidad peligrosa y aplastante, la errancia sin rumbo ni salida, las marcas de la agresión humana sobre el territorio -las púas. Sin embargo, poco comprenderíamos si no supiésemos que el sujeto de Perdigones no es el reflejo unívoco y decidido del hablante: es un ser que padece metamorfosis continua, como si hubiese enajenado de sí su misma conciencia, y el de esta página bien podría ser una perdiz, o más precisamente, un perdigón.
La catástrofe de Perdigones, junto con ser natural, ocurre en el seno del sujeto mismo, como ya apuntaba. Riedemann proporciona un índice que echa a andar una compleja máquina de sentido desde el mismo título: el perdigón puede denominar la cría de la perdiz o el proyectil que se usa para cazarla y matarla. Una imagen recurrente es la que amalgama ambos sentidos.

Pocos años después recogerás perdigones desplumados a la orilla del camino o en los jardines del pueblo. La perdiz y la escopeta hacen bien su trabajo. Perdigones en reversa entre cabezas de paseantes en domingo, a los pies sudorosos de turistas orientales. Alguna vez inocentes, reaparecen plomos de trumao, sorprendidos en el vacío de la celda de castigo. Flotan sobre floridos jardines, ocupados hoy por miles de campesinos que huyen del vuelo de escopetas y plumas de cubrecama, confundidas para siempre en el destierro. (24)
Al aparecer la confusión del animal y el proyectil, se nos declara siempre un índice del momento catastrófico -sea este lluvia, incendio, guerra, etc.-, precisamente en cuanto se establece como revelación de la presencia inmanente de la muerte, del riesgo más alto que constituye la pérdida de sí. Por lo mismo, este momento no solo deja ver la escisión interna del sujeto (con respecto a su propia naturaleza posible), además de la resultante de este con respecto a la naturaleza que le rodea, sino que moviliza otro índice de imágenes que bien ya se aprecia en el texto antes citado: la experiencia del desarraigo. El texto inicial del libro sabe darnos un acabado registro de esta serie:

Más allá empieza el mar o termina la tierra. Ida y vuelta cruzan la frontera las ideas que tenías del principio y del final. El primero cada día más lejos no obstante el retorno al lugar que permanece en el mapa, estático en el límite amarillo de los últimos brotes de pasto que se hunde con dedos y raíces o es tragado por la boca del agua. El segundo cada día más cerca, aunque esta idea dependerá del lado de la frontera, que no es lo mismo que el punto de vista o el cristal. Porque no miras ni quieres, en vuelo de vuelta y de ida, seguro de encontrar el borde exacto y suspenderte. (9)
El desarraigo, desde el concepto ya implícito en la nostalgia del lar, prolifera en todo el volumen, en la violencia de la expropiación campesina o en las manifestaciones migratorias altamente mediatizadas desde el Medio Oriente los últimos años; sin embargo, el lugar privilegiado del texto antes citado nos entrega una clave procedimental imprescindible: la indefinición de un territorio, con lo que implica en cuanto de-situación o desvío de perspectiva, va a producir una experiencia de escritura desde esta misma imposibilidad de definición de la lectura de sí mismo y del mundo. El segundo texto del libro plantea el reflejo técnico natural de esa primera afirmación de la de-situación del poeta, bajo una analogía, que toma especial importancia al considerar el mito de Perdix -creador de la sierra- en las Metamorfosis de Ovidio:

Voy a terminar la mesa -dijo. Miró los trozos de pino ensamblados con tarugos y cola. Pequeñas astillas en la piel de las manos, polvo dorado en cejas y pestañas. Dispersas entre el aserrín y la tierra las herramientas van a esperar que las sombras bajen de los árboles. Los hijos menores buscaban algo en los cuartos vacíos cuando la extraña levantó la voz. Terminará la mesa un día de estos, no es sencillo hacer una mesa aunque tenga a su disposición todas las herramientas. ¿Quién dijo que escribir un poema es como hacer una? La gente dice cosas y no sabe nada. Buscar la madera, disponer de las herramientas, no garantizan el resultado. Menos derribar un árbol, aserrar, trozar, dimensionar, pulir, ensamblar, resolver los múltiples imprevistos, por pequeños que sean o parezcan. Menos si se levanta la vista y se mira en dirección al camino. Un dolor punzante al lado izquierdo del pecho, polvillo de la madera en los ojos, números de teléfonos extraviados. La mesa queda tras la casa a medio terminar. Puede llover, han anunciado lluvia, pero la ebriedad somete cualquier determinación. Alcanzó a poner algunas cosas en su sitio, guardó herramientas, en una esquina los trozos de madera sueltos, aplicó impregnante y cera antes de entrar y desplomarse sobre la cama. Al amanecer desbrozó la alambrada divisoria, podó arbustos nativos que se interponen a la vista entre la casa y el lago. Despertaron con estampidos de fuegos artificiales. Bombas de ruido -dijeron, aviso de los bárbaros. Entonces pensó pulir lo escrito en bruto, reescribir el ensamblaje con la ilusión de pulirlo, de ver a alguien que se sienta en la mesa y lee. Vuelta la calma, un murciélago voló dentro de la casa, los hijos gritaron, hubo que abrir la puerta para que saliera. A esa hora la lluvia era continua. (10-11)

Como vemos, la conciencia técnica no puede sino enfrentarse, a su pesar, a la embriaguez de la indefinición y el pánico ante la catástrofe. Más allá del conocimiento de los materiales y de los procedimientos, se impone el registro inacabado y siempre imperfecto de lo onírico, con su particular eficacia de imagen, de lógica contraria a la eficacia lógica de la palabra. Lo onírico reúne en sí toda la posibilidad de expresar la extrema inquietud de este hablante, su deriva esencial: su escisión, la indefinición de su lugar e incluso, la duda sobre su propia sustancia. La aparición del murciélago aquí es un índice de profunda significación: el volumen tiene a este como uno de sus seres de privilegio, lo que se enlaza naturalmente con el carácter nocturno y la capacidad de latencia inherente a lo onírico. Sin embargo, Riedemann ha querido desplegar el símbolo en una serie, haciéndole rendir al máximo de su potencia: así, junto a la ya clásica sugerencia metamórfica -en que resuena Ovidio, quien muestra a las hijas del rey de Beocia convertirse en murciélagos por quedarse contando historias mitológicas en vez de entregarse a la festividad dionisiaca-, bien podemos reconocer los atributos del ser alado, de la ceguera, del acecho silencioso (su hibernación) e incluso de su enigmática conciencia de lugar (su ecolocalización). Desde este rendimiento extremadamente fecundo, el autor le asigna una función material elemental en la escritura, revelándose el murciélago como las sombras que se espera que bajen de los árboles para poder tomar control de las herramientas en el texto antes citado. Más claro se nos ofrece más adelante:
Vocales como dedos. No les temo. A primera vista parecen hojas podridas por la lluvia, cerradas en sí mismas. Tienen pequeñas patas o garras y se aferran con los dedos a la rama más delgada encima de mi cabeza. Cuelgan de una pata, los dedos son cinco, diminutos. Los miro. Entre las alas plegadas sobre el pecho ocultan la cabeza. Sigiloso me aproximo. Están dormidos, tampoco son pájaros, los pájaros no cuelgan de las ramas. Murciélagos. El mamífero de cinco vocales como dedos. Colmillos. Me trago un corazón de paloma. (21)

El gesto de aproximarse guarda en este texto, creo, una secreta clave programática: se trata de asimilar una (in)conciencia del lenguaje desde esta latencia de sentido; bajo la analogía del animal que duerme, su hablante debe aprender a pender de una rama (20). Riedemann sabe movilizar la construcción de imagen hacia un umbral en que solo puede ofrecer desarrollo constructivo la fluencia, quedando cualquier posibilidad de lógica secuencial entregada a una ansiedad que hace imposible la coagulación de un sentido único y final:

Entonces confundirás una cosa con otra. Un recuerdo y la imagen que pertenece a un sueño. Unas palabras escuchadas y otras encontradas en un libro, una boca que habla y unos labios que besan. Labios deseables, probablemente. Tal vez una joven desnuda a orillas del Danubio y una igual de hermosa que nada en el Trankura; quizás esa desterrada que engaña en las calles de París, una perdiz que huye o una escopeta que se dispara y borra la memoria de bosques devastados. (17).

En la oscuridad, antes de dormir, pienso que Dios evitará todo lo malo y hará que ocurra todo lo que le pida. Quiero nadar, que la corriente del río, no me arrastre, que no llueva mañana. Que las horas vuelen en segundos y después que los relojes se detengan. Pasa exactamente lo contrario: aquello que no debe terminar se esfuma en un santiamén; lo que no debería suceder se repite y se alarga como la ausencia. Si no pongo cuidado pido en voz alta, como si Dios estuviese en la habitación sentado a los pies de mi cama. Cuando oigo mi voz me ruborizo. Entonces recuerdo que todos están dormidos. Con los ojos cerrados repaso todos los nombres que conozco de Lucifer. Y me duermo. (34)

Vale decir, la conciencia del lenguaje misma debe ser marcada por un desarraigo radical: las palabras mismas toman la consistencia inquietante de objetos externos y ya marcados por una catástrofe de sentido irrevocable. El poeta como técnico es forzado a pasar al poeta como vidente por la íntima violencia de la escisión de sí:

En tu cabeza suenan bien algunas palabras secas por completo de sentido. Deberás ponerles freno. Todas las palabras y ninguna. Debes escuchar a quienes dicen -todo está nombrado. No pretendas escuchar tus propias palabras en el vuelo de plumas y perdigones. (18)

Tal videncia lleva a un máximo rendimiento de los símbolos, con series de imágenes de coagulación precisa que no admiten lecturas unívocas. El murciélago, la perdiz, la escopeta, el incendio, el bosque, los inmigrantes, se asumen como elementos de una representación entretejida de una experiencia límite de escritura. El riesgo es tan enorme que no puede dejar de llamar a figuras que puedan fijar y enmarcar la función de evocación y testimonio: se trata de presencias femeninas, de carácter generalmente familiar, que a través del libro se presentan como guías y aseguradoras de la eficacia de la coagulación de la imagen. Esto produce un particular efecto dramático, en que el contraste entre la deriva y la imagen fijada asume elementos de gestualidad y personificación:

En la orilla del río. Una mujer intenta tocar mi espalda. ¿Para detenerme? ¿Para despedirse? Salgo y salto escaleras abajo. Apenas puse el dedo en el gatillo. Lo juro. El estruendo me dejó sordo, el estampido me llevó a miles de kilómetros. En la orilla del río grande hay policías con armas de guerra. Los padres abandonan a sus hijos, los niños mueren ahogados. No todas las madres lloran, todos los policías disparan. Un desconocido me toma del cuello y amarra un trapo húmedo sobre mi boca. (27)

La hermana dirá que salieron en búsqueda de cuervos y de un niño perdido. Ebrios o furiosos salieron, o las dos cosas. Dirá que al comienzo los cuervos señalaban el camino: que lo encontraron, que regresaron con él. Sin embargo, su versión será desmentida entonces como ahora. Esa tarde con sus sombras no vieron regresar a nadie. Elegirán no ver, creerán mejor no escuchar. Cercado de adoquines y aromas de café, los tímpanos se hincharán de terror. (30)

El peso de esta experiencia de la escritura como búsqueda de sentido a través de la libre fluencia de la imagen parece dictar una sombra de argumento, que revela una estructura dramática del libro -no secuencial, eso sí, sino que circular e intuitiva. Desde este punto de vista, Perdigones parece querer expresar un modo de conjuración del inefable trauma de la historia desde un hablante que sabe administrar los límites de su conciencia creativa, a través de la sutil modulación de la construcción de imagen. Esta (de)construcción de imagen, así, se revela como imagen legible y comprensible de la historia desde una dialéctica propiamente poética, que entenderá a la intuición como experiencia superior de conocimiento. El último texto del libro deviene un cierre que cumple con la circularidad necesaria de este movimiento intuitivo:

Soy el primero en salir de la cama cuando escucho los golpes en la puerta. Tendidos en el piso, con la cabeza al borde de la escalera para mirarlas, sus voces detienen los relojes. Creo que los golpes en la puerta me despertaron, creo que soñaba con ellas; entran en la casa y la voz de los ebrios enmudece. Sabemos que ellas hablan en voz alta y ríen para nosotros, aunque no nos vean están seguras que miramos y escuchamos. El mundo se ha detenido, no estamos solos, podemos volver a dormirnos para encontrarlas. (85)

La resolución de imágenes complejas y la textura maleable del lenguaje hacen de Perdigones uno de los volúmenes de poesía indispensables para quien desee realmente comprender la potencia del actual desarrollo de la literatura nacional. Más allá de la caprichosa e intencionada simplificación y de la banalización del rol del creador, más acá de la ampulosa demanda fundacional de vates, Riedemann sabe dar una muestra de dominio poético realmente profundo, exponente de que la mejor tradición escritural de nuestro país -una permanente revancha siempre al límite del quiebre- seguirá desafiando a todos sus malos agoreros.