domingo, febrero 19, 2023

Una travesía hermética: OFICIO DE MUERTE, de Isidora Vicencio

 

La poesía acostumbra ser una manera usual de aproximarse a la muerte, harto más cómoda que otras, si es que nos referimos a la muerte de alguien cercano o a la concentración masiva de muertos que van marcando el paso de la historia. Lo que no es usual es cuando la poesía se aproxima al proceso en sí mismo, desde el instante en que el hablante lo internaliza y lo comprende como un fenómeno presente en la existencia misma: este salto al vacío, ya presente en Chile con Rosamel del Valle o Humberto Díaz Casanueva, se encuentra rara vez, dado que más que erudición, requiere una capacidad de auto-examen al modo que acostumbran la filosofía o la psicología, así como una habilidad en la escritura que logre hallar sus propias formas para intentar expresar algo que siempre va a querer mantenerse en silencio. O mejor dicho, obligan a transportar a la conciencia creadora a un momento arcaico en que el arte, la filosofía y la psicología se fundían en un solo misterio. Así, dando cara desde una orilla distinta a la modernidad y a cualquier tipo de fe o religiosidad (de la cual, por otro lado, este misterio es antecedente necesario y arcaico), tenemos una poética hermética en sentido propio, que no debe ser entendida como “cerrada”, ni circunscrita a algún tipo de movimiento que se haya atribuido esa denominación, sino en referencia a una aspiración primordial de conocimiento.

Oficio de muerte (Valdivia: Kultrún, 2022), de Isidora Vicencio (Puerto Cisnes, 1992), plantea desde el título la gravedad de su ocupación. Vemos acá un hablante que decididamente se pone enfrente, de cara a lo biológico, como si tuviera conciencia de haber existido antes de haberse puesto a vivir, y que no puede dejar de ver con asombro lo que es natural para el mundo.

La naturalidad es precisamente un problema para esta escritura. La aspiración a un estado natural preconsciente es uno de sus vértices esenciales, que reconoce desde ya la bestia que habita en el sujeto hablante.


Todas las noches

alimento una serpiente

y su veneno brota de mi cuerpo.


(p. 16, Juventud)


La negatividad que revelan estas imágenes nace precisamente de la oposición que la conciencia que escribe halla adentro, en el mismo cuerpo que habita. Ante lo ligero y voluntarioso del lenguaje, el cuerpo no puede sino ser peso, algo que tiende inevitablemente a la inercia, que ya se presenta como presentimiento de la muerte:


Mi cuerpo se mastica a sí mismo


se traga contra el tiempo que transcurre

habitándose como si no pudiera

estarse quieto boca arriba

desesperadamente incómodo

de sostener el peso de la pérdida

mucho más el del dolor


(p. 33)


El cuerpo, además, es garantía de separación, acto primordial de posesión y nombramiento, manifestación de una avaricia esencial. Desde esta constatación, la palabra misma, que no puede evitar nombrar como una forma primaria de posesión, le pesa a esta escritura:


Quiero permanecer callada

caminar un sendero sin hombres

volverme animal olvidado que habito cómoda

Me entristece la carne de la soledad

y la forma de mis palabras

(...)

Quiero dejar que mi nombre se disuelva

solo así podré habitar la casa

que es toda silencio


(p. 21, La avaricia del cuerpo que es mi nombre)


Por ello, la necesaria operación de olvido, que sabe constatar lo vano de la memoria del cuerpo, y que es uno de los pasos esenciales para acceder a la conciencia de lo mortal. Oficio de muerte es la bitácora de una exploración en busca de un rumbo propio que trascienda la necesidad biológica, al asumir que conocer lo mortal es una forma de dominarlo, el paso indispensable para trascenderlo. El movimiento doble de pulsiones que acá aparece -por un lado, el tomar distancia del cuerpo y lo mortal, y por otro el ser empujado a investigarlo en cuanto naturaleza- revela que no es voluntad lo que mueve a esta escritura, sino un impulso implacable que no solo resulta físicamente penoso, sino que espiritualmente violento e intelectualmente irreductible en su paradoja. Así, la conciencia creadora puede tanto sufrir espera de muerte como asumir el frenesí de verse ya liberada:


No me contiene ningún orden

ningún lugar donde se apunte con un rifle

la carne que se hizo de memoria


(p. 48)


O como en el poema Oleaje (p. 37) sentir que por dentro se le abre un hocico que muestra los dientes / la última fuerza que busca espantar la carroña, en que es el mismo cuerpo mortal el que se desafía a sí mismo, dando lugar a una plena sensibilidad que es afirmación de una materialidad actual y presente, capaz de conjurar la muerte, un eros absolutamente anclado en los elementos (Entonces el aire se aplasta en el agua / una furia de sal me retuerce / dejaré que la carne palpite). Todo este juego de pulsiones contradictorias deja ver el duro desplazamiento de un viaje (la caminata o carrera por el bosque y la travesía náutica se reproducen regularmente en estas páginas), y responde bien a las catábasis mistéricas, en que el instante final es el renacimiento del iniciado, del otro que surge desde el uno, la vuelta de lo mismo bajo el peso de un cambio que va más allá de una metamorfosis, que afecta hasta la definición misma del ser.

El espacio para la transformación debe saber volverse indefinido, cerrado, debe oscurecerse, asumir la negación de las formas. Es interesante que el trabajo gráfico del libro parece proponer a la materialidad misma del volumen como este espacio: a partir de la portada, una xilografía de Javier San Martín, en que la forma de una figura que se insinúa como femenina parece en pleno proceso de integración con una tierra signada por la fertilidad. Las ilustraciones interiores, realizadas por la autora, fluctúan entre representaciones metamórficas abstractas, escritura asémica y, marcando la mitad del volumen, dos páginas de lo que parece un oleaje claro sobre negro, en que las formas claras resaltan sobre un fondo que se desea indeterminado. Por este espacio de disolución, pura potencia formativa, la escritura pasa, como a través de una noche que espera la mañana inminente.

Es la noche que teje, último texto del libro, que acaba entregando su fruto: cambiante forma nuestra la tejida / por la memoria de la noche. Se trata de una operación de conciencia particular, que desea fundamentarse en el olvido: esto es, el momento negativo que le da existencia a la conciencia, como el vacío que permite que un instrumento musical resuene. Tan solo así es posible el alcanzar esa voz trascendente, que busca preceder a lo biológico y superarlo, tras comprender la necesidad de la metamorfosis, el reverso móvil e inconstante de lo que se muestra en lo aparente como fijo y estable. El anhelo de la propia muerte implica aquí la operación máxima del cambio, el acceso a la solución de toda paradoja a través de experimentar, habitar la contradicción entre vida y muerte, entre fijeza y cambio.

viernes, enero 06, 2023

El BOLERO impúdico de Patricio Contreras

Cuando recibí el Bolero (Maipú: La Vieja Sapa Cartonera, 2022) de Patricio Contreras (Puentealto, 1989), me imaginé un trabajo sencillo de presentar. Me explico: las formas musicales tradicionales tienden a tener ciertas reglas, cierta norma que se traspasa a las parodias, versiones y variaciones de otras épocas y generaciones. Entonces, en general -y paso uno de los trucos de nosotros, presentadores y comentaristas-, uno identifica los elementos originales, los rastrea y los expone. El tipo de informes que prueba la capacidad de comprensión de lectura.


Sin embargo, al ver el pdf que me llega, lo primero que me pasa es que no veo el bolero en Bolero. Las variadas formas de metro y ritmo que utiliza no tienen prácticamente relación -¡ni se topan!- con la inspiración modernista que anima a los boleristas clásicos, cubanos, mexicanos o locales, y tampoco -menos, diría yo- a los visitantes ocasionales -Sabina, Manns, etc., ya que es difícil imaginarse casa más visitada ni puerta más abierta-, que en general hacen su aggiornamento con cierto tejo pasado de elegancia y de aquello que le llaman a veces “poesía”: es decir, la palabra rebuscada hasta llegar a preferir la esdrújula (y haciéndola rimar!), los adjetivos y adverbios a tanto saco que ni alcanza espacio para las preposiciones, la metáfora erótica que solo puede pasar por algún buen gusto tolerable por la música que la acompaña, etc. El libro de Patricio Contreras, en mi muy personal apreciación, no se me reveló para nada ni como bolero, ni como tango, ni como balada, y a pesar de los toques de pop y rock -harto más visibles, aludidos en ciertas formas de verso preciso de dos toques, y formulaciones de frases que se acentúan como estribillo, por ejemplo-, este Bolero no estaba hecho para ser cantado armoniosamente en absoluto. Al leerlo, me obligaba a cierto imaginario visual distinto, que yo conocía bien y que se rebelaba y resistía contra la verbalización, y que no me lo imaginaba con compases dulces o amables de guitarra acústica. Aunque claro, si se podía cantar, pero llamaba a una instrumentación distinta... Sobre esto voy a volver.


Entonces, ¿qué hay de bolero en Bolero? De inmediato, me saltó la tesis. Se trataba de un detalle léxico que oí por primera vez al periodista Sergio Ramón Fuentealba en Tomé, y que después escuché bastante. Se trataba de una expresión que parecía de mucho uso en los medios altamente comprometidos políticamente durante la dictadura: deja de cantar boleros. Implicaba una serie de subtextos: todos lo pasamos mal y no solo usted, hay que dedicarse a hacer más que a lamentarse, no le cagué la moral a los compañeros, pues, no “afloje”. La idea, por supuesto, era no contar la propia historia de dolores y trabajos, al menos en público, guardársela para la confesión privada con el amigo, el compañero de cama o el psicólogo. Así no había revictimización o quiebre en la moral combativa, pero al mismo tiempo se cerraba el espacio de catarsis y buena parte de la memoria colectiva quedaba fragmentada y distribuida en secretos.


Así me explico que Contreras empiece entregando su bolero de la forma opuesta en que las historias luctuosas y sufridas -el dolor, lo más personal posible-, y, por lo demás, el bolero mismo, composición pensada y hecha para remecer a quien lo escucha, empiezan: desea que la lectura sea placentera, en el sentido en que algo corporal es placentero en la medida en que conecta intimidades, en lo que se implica el doble carácter erógeno de la lengua. Busca la conmoción del lector, para que el lector comprenda.


Porque no es fácil: la apuesta de Contreras es la puesta en valor de las impresiones y las experiencias propias, aquello que en la perspectiva de la lengua cotidiana resulta intransferible. Por eso el salto de fe de la lengua lírica se hace indispensable, para atraer al lector a la experiencia vivencial de un autor en movimiento: vemos a alguien que camina, o más bien baja a caminar: hacia una subida que da a un mar lleno de muertos. Pero en esa marinera, que de algún modo inicia el viaje del libro, no nos da el lugar evocado con un nombre y una seña geográfica. ¿Cuál es el lugar de este despeñadero?


El espacio, la orilla en que resuena la voz de este bolero, este espacio sin reglas y en que el riesgo es permanente, es el espacio de la paradójica libertad del creador bajo el régimen capitalista tardío. Una época sin épica que pueda sonar con alguna justeza en el espacio público, pero en que el creador moderno reconoce su lugar propio, su camino sin señas y en que ya no existe punto de llegada seguro. Aquí toda operación de sentido es construcción frágil, pero que se enlaza misteriosamente con otras para mantener la conciencia de un sentido común posible y resistente contra una sociedad en que se está forzado a una transacción continua que conlleva al olvido de sí mismo, de la propia emoción y del significado profundo de lo andado. Es en este sentido que el bolero -la queja, la historia íntima cantada en público y sin pudor, que demuestra la propia fragilidad emocional- es resistencia, al poner en valor la propia experiencia por encima del andar ciego, a la cualidad integral e irremplazable, intransable, por sobre la cuantificación sencilla y automática del ¿cuánto vales?


El acento sobre la intensidad requiere, entonces, la noche, el desorden de los sentidos y el erotismo fugaz, tanto como del sentimiento penoso del abandono, la soledad y el paso del tiempo tras decir adiós a los vínculos. El abrazar esta, la propia emoción, el sentirse llamado a proclamarla, es acaso también vincularse a la brasa, el hacerse materia inflamable. A falta de un dios que sustente y cree al mundo desde la nada, Contreras levanta al fuego como expresión del amor reunido que desea que sea su poética. Es decir, no se trata de una escritura que surge desde la nada, desde el misterio de las almas o la inspiración de lo alto, sino una que reconoce los propios nervios, la materia biológica propia como materialidad que se transforma a costa de arriesgarse en el juego del fuego. Con todo lo que temáticamente salta a los ojos como diverso, resulta inevitable no pensar en William Blake o Baudelaire, autores que a su modo y en sus muy distintas épocas se hallaron en condiciones históricas que ya postulaban el escándalo del sacrificio inútil de los seres humanos ante molinos y hornos ajenos en pos del progreso del mundo, cerrando las posibilidades de esa combustión, esa alquimia interior, condición fundamental para un conocimiento pleno del mundo como sustancia cambiante y propiamente transmutable: el mundo en que lo que se transforma con boato y esplendor es el capital, es decir, la negación de un mundo palpable que solo se degrada y muere junto con sus hormigas humanas.


A la falta del pudor del poder, bien viene esta falta de pudor periférica que, si bien desea ser bolero, canción que habla del fuego pasional, no puede sino tomar más en serio las llamas que lo animan, prendiéndose como una toccata de madrugada. Sí se puede cantar, pero si digo No hay más amparo / que el amor y la rabia / siempre unos contra otros, debo escuchar de fondo un volumen tal de amplificación eléctrica que la voz no se entona, sino que se proyecta como un balazo, y que sabe declarar su descontento, su fértil desajuste cuando nombra a un poema de amor Antiyuta, o plantea una posición para definir desde y cómo se habla desde, en y sobre la ciudad en un poema que declara el amor filial hacia la madre.


La canción, el bolero que nos viene a cantar Contreras, es en sí el testimonio de una lucha en que la derrota ha sido siempre momento recurrente: la de nuestras generaciones contra una época hipócrita y sorda. El que esté tan cargado de lugares en que estos combates están y se sienten tan presentes, aporta mayor sentido a la dimensión sociable de este libro, y el fuego acá presente es la señal de algo inextinguible: la capacidad de la escritura poética para armar lazos entre la humanidad y su historia, que es decir: entre los humanos en la plenitud de su destino.