jueves, diciembre 27, 2007

Sobre OVULADA, de Amanda Durán



Más allá de las modas de la deconstrucción y de la poesía femenina –de algún modo, hasta hace poco exógenas en Chile-, la posibilidad de hacer cuerpo estas expresiones desde su pura imitabilidad, da pasos lentos. El constatar la capacidad en que el discurso desde la mujer puede dar cuenta mejor de nuestros desórdenes colectivos que nuestra poesía establecida (patriarcal, como le llaman a veces), y que el deconstructivismo –que en absoluto puede entenderse como una reducción al vacío, sino como un desensamblaje para una nueva posibilidad de composición- puede dar un reporte más adecuado de la crisis cultural absoluta en que estamos, estas necesarias constataciones, no llevan automáticamente a la generación de expresiones efectivas desde una posible conciencia literaria nacional.

La tensión altamente mujeril de las nuevas poetas chilenas debiera tomar más relevancia. Es lo que pienso cuando considero Ovulada, de Amada Durán (MAGO Ed., Santiago, 2007) o leo los anticipos de La arcada como pequeño maleficio, de Marcela Saldaño, y digo mujeril, sabiendo que es palabra dura y malsonante, pues probablemente esta malsonancia dice más que el sano respeto a nuestros contextos lingüísticos sólitos al referirnos a una época marcada por la invasión de los cuerpos por el poder de una historia enajenada –en medio de un modo de sociedad que levanta una muralla entre lo que es y lo que no puede aparecer (y se supone que con ello deja de ser). La violencia, que no puede evitar cruzarse en el discurso, es la seña que muestra la persistencia del ser humano en su humanidad bajo el embate de una gran nada espectral y alienante.

Esta violencia es palpable y efectiva en Ovulada. En este preciso sentido, me refiero a la mejor posibilidad para una poesía desde la mujer de emprender un saldo de cuentas colectivo. No puedo dejar de ver, en esa casa a medio construir y poblada de todos los fantasmas que la agonía de la familia tradicional nos ha traído –desde la separación y la viudez hasta el parricidio y el incesto-, un retrato de lo que nos ha faltado para conformar una nación. La enervante fragilidad de nuestros vínculos “naturales” –como los llamaba el viejo derecho- se ha visto aun más confirmada bajo la sombra de una (contra-) cultura del “yo” sobre una cultura posible del “nosotros”. En este caso, Amanda da una contundente muestra de la nueva poética de mujeres, perfectamente reconocible en aquéllas que nuestra culposa modernidad relegó a la “literatura femenina clásica” de principios del siglo XX –Mistral, Storni, Agustini-: la visión desde una desolación corporal y doméstica, más ahora invadida por la crisis absoluta del sentido.

La actividad biológica –desplegada en el libro desde la vida familiar hacia su expresión crudamente sexual- termina indefectiblemente en la muerte, la carencia, la indefensión (marcadas profundamente por la compasión que revela el último poema, como única posibilidad de redimirse en un plano social ya reducido a la errancia). Este “esquema” (legible ya en la melancolía “clásica” de las autoras canónicas) se resuelve acá en una insolencia escritural que no se acoge a los viejos recursos “de entrada” a ese canon –en algún sentido marcados éstos siempre por un correlato ético de construcción social-, sino que cae en la conciencia abierta sobre el cuerpo de carne y sangre. Y en este sentido, esta particular insolencia le da caracteres definidos dentro de la producción coetánea, marcada a veces por un esteticismo que “lima” sus posibilidades de acidez en el necesario choque entre la poética y la práctica de nuestras épocas.

Mención aparte merece el cuidadoso trabajo vérsico: refleja, creo, la conciencia netamente corporal del trabajo literario de Amanda. El carácter staccato de la expresión –más feudataria del arte teatral que de la lírica- le suma al texto una extensidad: la cuidadosa evitación de un acento dirigido a crear simples efectos formales o a diluir un legítimo sentimiento de unidad de sonido, sentido e imagen (que es, al fin de cuentas, la marca de una poética que sabe eludir esos efectos). Gracias a esto, lo fragmentario de los textos logra tender a una completa integración en el plano del estilo.

Es curioso que un libro con tanta muerte respire tanto. Es en esto, en esa paradoja, en lo que da cuenta de nuestra época: y al fin del viaje, ese dar cuenta basta y sobra para ponerlo en una línea destacada en la producción de su generación.

viernes, diciembre 14, 2007



Sobre Salón de Primavera


¿Hay géneros mayores y géneros menores en el Arte? La pregunta es de suyo compleja y no precisamente una que nos llenará de amigos. La verdad es que hay algunas realidades que se dan gratis y fácilmente al análisis, fundamentación y orden en las bibliotecas –fíjese el lector en la particular fortuna del arte conceptual en una época en que todos tenemos menos tiempo para el gusto-sin-preguntas que debería ser el objetivo fundamental de toda expresión que aspire a tomar formas y hacerse ver y reproducir. Otras realidades se escurren entre los dedos, se van, se esconden.

Decir “género menor”, en este sentido, equivale ciertamente a una derrota. Derrota en el plano de la administración de los discursos sobre el Arte en nuestro país, que encuentra su hermana en la derrota de nuestros “territorios menores”, que insisten en una obcecada resistencia al desarrollo globalizante y al análisis, piedras de toque de nuestra burocracia nacional. Así, el santo territorio de la sistematicidad de la crítica de arte del país debe tener app. 20 cuadras cuadradas en el centro de Santiago, con pequeñas islillas hacia la zona alta de la capital –y furibundos y miméticos simios en una universidad del sur que tiene un lindo campus.

Cuando me ha tocado ver Salón de Primavera, he recordado el esfuerzo que, precisamente, en esa ciudad de academia enjardinada, hizo –y espero, siga haciendo- el periodista Sergio Ramón Fuentealba: un rescate sistemático (a través de entrevistas) del arte en una ciudad, y de la forma en que se conformó la relación que éste tuvo con la comunidad y con los proyectos de construcción de un nuevo mundo (tanto estética como socialmente), hasta su momento actual, pasando por el momento en que los proyectos desaparecen –y la ciudad también, por ende. Sin embargo, el libro, cuidado por Julio Jara Werth, con entrevistas e investigación realizadas por Rodolfo Hlousek, me ha parecido una apuesta mayor.

La acuarela en la IX Región, corresponde absolutamente a eso que desde los altos planes de las mayúsculas artísticas podemos llamar derrotas: realidades que se escapan de cualquier tipo de pretensión de conocimiento exacto, medición y esquema crítico (espero que quede claro que esta última expresión la uso en versalitas). Zona de Frontera en la cual la identidad regional, urbana y personal pasa por un conflicto histórico étnico-social al que, por ahora, no se ve resolución, y alejada lo suficiente de los grandes centros de producción cultural y de sus remedos simiescos -4 horas, por lo menos-, para que el único camino de validación de una obra sea esa emigración sin vuelta que más que sumar una producción –situada, local, identitaria- a las ciudades, suma estatuas en las plazas. Asimismo, con respecto a la práctica misma, dirá más de alguien: acuarela, aquello que los Grandes de Antaño usaban como bosquejo para los Óleos, también una cierta frontera entre lo acabado y lo por acabar.

Sin embargo, la labor adquiere un color absolutamente distinto cuando la situamos desde el punto de vista de la actividad misma. Lo que desde arriba es un campo en desastre, corresponde a una vida demasiado compleja y plena de esas realidades distintas y no homologables que constituyen la pesadilla del sistematizador. Sin embargo, no puedo olvidarlo: Hlousek es poeta, y entre colegas sabemos perfectamente bien el peso de la realidad presente –abismal, incalculable- con respecto a los Futuros y Pasados, que pesan lo que los libros o revistas de bienal. La realidad del arte es más enorme, más ella misma y menos ficción que lo que se teje intra-blancos muros de academia.

Así, no puedo dejar de darme cuenta de la absolutamente intuitiva sensación de práctica efectiva que trasunta el libro. Es fácil acá apreciar un árbol de ramas comunicantes, armado entre el taller y el café, las Universidades Europeas y la heroica Academia de Artes de Temuco, la inmigración en la Frontera (ese Far West sin prejuicios, como la llamaba Neruda refiriéndose a la mezcla de sangres) y la emergente cultura mapuche. La pretensión de uniformizar del intelectualizado crítico de artes cede el terreno al periodismo cultural, cada vez menos hallable y desplazado por la simpatía fácil del reportaje liviano y autorreferente: y tan sólo un periodismo cultural de esta rigurosidad podría ser capaz de captar aquello que alimenta al arte y que del arte se alimenta, esto es, el incesante traspaso de experiencia que hace a la humanidad continuar definiéndose a sí misma, la cadena de la producción artística.

Es así como se “cae” a la práctica misma del oficio acuarelístico, unida en este caso a la referencia permanente al lugar de donde se es. El sentido de evocación de Sebastián Ellena –desde el cual la Escuela de Bellas Artes de Santiago parece parte de un húmedo Sur-, la insólita expresividad cálida de una naturaleza de cielos nublados de Miguel Ángel Roa, la melancolía de intramuros de Yolanda Urbina, la particular y brillante intensidad de Alfredo Castillo –esos cielos, ese mar, que son tan absolutamente no-acuarelísticos en su golpe contundente a la pupila-, y esas escenas de límpida y clara construcción de Mario Torres Burboa, todos estos trabajos, por más que a veces logren hablar de viajes y experiencias diversas, siempre tienden a un particular sentido de apropiación artística, que me parece más notable que en la plástica de material más canónico. Es el ojo del Sur, cuya fina educación de los matices por una naturaleza con una multiplicidad de colores que tiende al infinito y un aire claro, tiende necesariamente a hacer de la memoria visual una experiencia estética de por sí. Dejo aparte el caso de Ariel Traipi, en que la fuerza expresiva nos recrea un modo de mirar que sólo se podría dar desde ahí, en el más pleno intento de reconstrucción de un mundo histórico y mítico irrecuperable.

Esta situación de una práctica artística, esta práctica situada, constituye un trabajo que adquiere esa belleza de lo que nadie se atrevería a llamar “necesario” o “central”. Gotas de vida para el frío de estas metrópolis, Salón de Primavera es aquella labor necesaria de periodismo cultural, que hace persistir en nosotros lo que la moda asesina de las capitales no admite: su culposo origen húmedo y múltiple.

martes, diciembre 11, 2007

Acerca de la irresponsabilidad verbal: carta pública a Marcelo Mellado

¿Sería tomado como ironía que yo empezara esta crónica diciendo: “Que Mellado haga sus maletas. Muerte a Marcelo Mellado”? De seguro, no. Eso sólo se le permite a usted. En mí, un escritor que ahora vive en Santiago, pero que fui de aquellos que usted desea muertos, tales frases serían tomadas como “ataque fascista”. Yo estaría asimilado a una suerte de “poderes fácticos” que esperan el momento para poder atacarlo, precisamente porque usted es un outsider, precisamente porque “tiene cojones”...

Así que en algo escrito para todo el país, y de esa forma, eso es lo que espero, cojones. Más encima, Mellado, usted viene de un puerto, en que la realidad tiene, usted sabe, cierto exceso, y las palabras pesan como plomo. Cojones, Mellado, una palabra que corresponde con algo más de belleza –algo que a mí, por lo menos, me interesa-, a la palabra responsabilidad. Y eso, Mellado, extrañamente, es algo que no encuentro ni en su mínima expresión en su lamentable performance. Y digo: su lamentable performance, porque intentar centrarse en el tema de la funa en su contra es una estrategia, consciente y planificada (y en esto permítame ser yo el paranoico) por usted y otros más. El querer llamar a debate, cuando su texto no tiene intención de debate, sino de insulto, es una forma de cubrirlo y dejarlo libre de la responsabilidad de lo dicho.

Por ejemplo, ¿qué le pasa a usted con los poetas, Mellado? Porque no tiene el coraje civil de nombrar a aquellos que realmente usted desea atacar: los organizadores de la lectura en el Bar La Playa. ¿No se atreve, Mellado? Yo le nombro a Mateo Saavedra. Yo le nombro a Darío Prieto. ¿Por qué no los nombra usted? ¿Por qué a todos los poetas de Valparaíso les debe caer el anatema particular que usted definitivamente puede arreglar de la manera más contundente –la justicia- o más de puerto –porque usted también ha vivido en un puerto, no me va a decir que no me entiende? ¿No será que usted odia la poesía a tal nivel que se felicita en ofender a todo el gremio de una ciudad, sin conocer nada de él?

Me explico, Mellado. Es difícil conocer la poesía de Valparaíso. Yo me he pasado algo así como siete u ocho años intentando que se difunda –tarea que en la etapa de publicación antológica (hasta ahora en revistas) llega, por mi parte, a su final en enero del 2008 con La Orilla Inquieta, que reúne la obra de 36 poetas de Valparaíso y entorno (el entorno natural del Gran Valparaíso, claro). Me parece a mí –y esto es absolutamente personal- que la poesía de Valparaíso ha sido, en los últimos 15 años, la expresión más poderosa que ha emergido desde cualquier provincia chilena, tomando en cuenta la absoluta excepción que es la Región Metropolitana (y busco que con la antología esto le parezca también a otra gente). Y es, en general, una obra mal conocida, por los vicios de la provincia que usted conoce: la dificultad para organizarse, la exasperante falta de medios, la absoluta primacía de la vida sobre la literatura. Es mi trabajo que sea vista, y usted lo sabe, porque usted sabe de esta antología.

¿Y sin embargo, a cuántos tuve que escuchar durante años y años insultando a la poesía de Valparaíso? La diferencia es que siempre se hizo en privado. Usted hace un ataque público a todo un gremio, y detrás de usted, vendrá Daniel Hidalgo y, seguro, detrás de usted, Álvaro Bisama, y así. El trabajo de difusión de la literatura de Valparaíso va a ser indigno. Esta irresponsable violencia verbal suya ha hecho un daño mucho mayor que el que se pueda hacer a esa falacia ridícula del patrimonio y a ese mezquino interés de los propietarios de pubs.

Porque vamos sumando irresponsabilidades. Usted ha puesto en perspectiva un posible choque entre los poetas de San Antonio y los de Valparaíso –y en perspectiva próxima. Me complazco en ser amigo y tener cierta admiración por el sacrificadísimo trabajo que se ha hecho en San Antonio, por la calidad artística y humana de los autores que conocí allá. ¿Qué pasará ahora cuando los poetas de San Antonio se vean obligados a apoyarlo contra los poetas de Valparaíso? ¿Qué pasará cuando algunos debamos elegir de qué lado nos ponemos en esta querella absurda sobre un robo que le hicieron a usted a la salida de un bar? ¿Se da cuenta, Mellado, lo que es posible prever? Condena al aislamiento, en forma absolutamente irresponsable, no a uno, sino que a dos entornos poéticos que son naturalmente correspondientes por vivencias y carencias. ¿No será, Mellado, y le repito, que lo que usted odia es la poesía?

¿Pero estoy hablando con una persona de puerto? No me puedo equivocar, Mellado, y es una de las cosas que siempre he respetado profundamente de su narrativa: la capacidad de mostrar una suerte de miseria humana exacerbada, apuntando al corazón de los males de este país: una suerte de desidia con respecto al entorno, una suerte de desplazarse inerte hacia la nada. Así que debo pensar: el señor Mellado escribió todo esto para provocar, generar un efecto catalizador, mover voluntades... Debo entender que éste es el entorno literario en que usted supone que pasan las cosas importantes y se problematiza cosas realmente serias. Un territorio hostil, violento y enajenado. Enfurecido. En que la literatura se divorcia de los medios de comunicación (mire, esto sí que usted está ad portas de producir en términos absolutos), en que la polémica baja y personalizada respira por todos los poros, en que los medios alternativos pasan a oficializarse y ser funcionales al poder rápidamente. Le aseguro que ya hubo un grupo de gente que lo intentó. Justo cuando una Editorial, de carácter exasperantemente violento, de baja calidad moral e intelectual y con una terrible vocación de matonaje se disolvió, sin lograr hacer de Valparaíso la tierra de nadie violenta que quería, llega usted, y en menos que canta un gallo consigue solo lo que ese grupo cerrado y organizado de odiadores profesionales no consiguieron en años. Felicitaciones. Eso demuestra cierta capacidad, una perversa y oscura capacidad.

Pero, ¿estoy hablando con una persona de puerto? Pase que lleve un notebook a la zona más peligrosa de la ciudad –y me creerá si pienso que la irresponsabilidad parte por ahí, precisamente, por pensar que a usted no le iban a robar, o bien que alguien lo iba a cuidar. Pero pase. Pero suponer, como a todas luces supuso, que la publicación le iba a resultar gratuita, eso, Mellado, me parece absolutamente insólito. Usted sabía que algún descalabro iba a haber antes de la dichosa actividad de las revistas culturales: ¿quiso usted ponerse como la vedette de ese debate o es sólo irresponsabilidad? –me parece que lo que no esperó fue la funa. Y marcó con su nombre una actividad en la que usted era sólo un participante más. Y ahora la gente que debiera sentirse agraviada por haber despertado usted una violencia inaudita en pleno intercambio ciudadano, lo defiende. Insólita y (permítame la paranoia) sospechosamente bienpensante y concertada defensa en su ataque abierto a la literatura de Valparaíso.

La irresponsabilidad tiene un límite, Mellado. Le aseguro que hay gente mucho más seria en literatura, más contundente, que vivió en los años duros, que no creo que tenga la idea de debatir con usted, ni hacerle actos simbólicos. Yo no me preocuparía de la gente que hizo la funa: me preocuparía de esa otra gente, que no vio en su artículo ningún tipo de invitación al debate, que no actúa en colectivo. Gente que bebió de la escuela de los 70 -Juan Luis Martínez, Mellado, ¿sabe qué haría Martínez en una situación como ésta?-, y de la resistencia cultural contra la Dictadura. Cuando pensé en ellos, Mellado, le aseguro, su irresponsabilidad se me antojó más que peligrosa, suicida.

En fin, estoy hablando con una persona que vivió y vive en puertos. Creo que usted sabe el peso de las palabras. Creo que usted sabe las consecuencias. Es lamentable, Mellado, que otros deban pagar por lo que usted dice, que la ciudad de Valparaíso tenga que pagar estos cincuenta grados de violencia que usted le ha provocado. Si cae violencia en su contra, no es sino la que usted generó. La palabra tiene peso. Y usted no es más importante que la poesía en Valparaíso.

Carlos Henrickson


Postdata, 12 de Diciembre

La poesía de Valparaíso no saldrá publicada en Ciudad Invisible. Qué pena. Es más que evidente que consideran su persona, Mellado, más importante que la poesía de los mismos lugares que pisan.

¿Y por qué este apasionamiento por defenderlo, Mellado? ¿De adónde sale este profundo orgullo en la ignorancia total con respecto a la actividad poética de Valparaíso, mostrado en todo su esplendor por el redactor del comunicado de prensa del...? (me olvidaba: la estupidez vanidosa de esos lacayitos con los que usted trabaja llega al punto de no poner fecha a un comunicado de prensa).

A ver, señor Mellado. Como ya le dije, me extraña profundamente que lo defiendan con tanta pasión... Como un escenario en el cual se prepara de antemano una víctima para ser inmolada y después exaltada (como el Reichstag, ¿no?). Por eso no sé aún por qué sigo hablando con tanto respeto, cuando la palabra respeto ha estado desde el principio fuera del "debate" (¿?). Con su invocación de la muerte, el respeto estuvo de más desde el principio, hecho absolutamente confirmado ahora por el ladrido de quiltro de sus siervos seudoperiodísticos.

A Gombrowicz le sonaba bien ese tono contra-poetas (cfr. Contra los Poetas, Ed. Sequitur, 2006; y también acusaba de nazi a todo el mundo que osara criticarlo...). En usted suena mal y sucio –las copias siempre suenan tan degradadas... Y en la redacción imbécil e infantil del comunicado de Ciudad Invisible suena abiertamente nazi. No me extraña. El lamentable personalismo que dispara histéricamente a la bandada cuando le hacen un asalto como el que le hacen a miles de personas en todos los días y en todos lados, culpando a un gremio de eso, y reclamando su eliminación, no puede ser más absolutamente reminiscente al nazismo. Típico, en todo caso, de todos esos lamentables hidalgos provincianos, ya con la derrota pintada en la cara, sedientos de llegar a tener una pequeña cuota de poder, mientras se revuelven en el insulto y la mugre que depositan en el mismo suelo que les da de comer.

Usted, Mellado, tiene prensa en Santiago para todo el país, y en Valparaíso su equipo de lacayos –en lo que usted ha transformado Ciudad Invisible. Puede pedirle a sus amigos de todo Chile que solidaricen con el pobrecito de usted –solo, abandonado y pobre, usufructuando del Zócalo del Consejo de la Cultura y de The Clinic... ¿Quién es el nazi acá, Mellado? ¿Quién abusa de su poder, mientras dice que no lo tiene? (acuérdese de Hitler el 36, el 37, todo ese escándalo por Versalles...). ¿Quién empezó el insulto?

Ante los años de florecimiento exultante e incesante, contradictorio y firme de la literatura porteña, Ciudad Invisible es un accidente, un guijarro en la ruta por donde pasará el carro de la belleza (¿qué le parece ese tono poético, Mellado? Y puedo ser más empalagoso, más modernista, más poeta aún). Y usted, Mellado, para qué seguir hablando de usted. Aún la poesía de Valparaíso es más grande que usted.

lunes, diciembre 10, 2007

Sobre CON AJO, de Harry Vollmer



La poesía –bien lo sabemos por los años de sombra que pasamos, parece, hasta hace poco- contiene en sí, extrañamente, la semilla de un proyecto humanista profundo y antiguo. La posibilidad única de articulación ético-estética, hizo que ya Schiller –el fundamento del romanticismo alemán- tomara al arte en general, y la poesía en particular, como la más alta jerarquía de educación del hombre, aquélla que lo hace entrar al género humano.

No hay duda de que éstas son bellas palabras. El problema es lo que sucede cuando esa semilla de infinito cae sobre piedra. Los territorios marcados por la carencia y la violencia sistemáticas parecen, hoy, cerrar radicalmente la puerta a cualquier sombra de posibilidad de redención humana. El lugar de la poesía no es ya el de educadora de la humanidad, sino que busca nichos –escondrijos, se diría, o bien, caletas-, absolutamente otros. Pienso en esa guardia, donde los seres angustiados pueden dormir tranquilos, en el hablante que tras una cegante nostalgia por el viejo mundo en que hasta la crueldad era inocente, dice:

Después de eso, sólo quedaba el camino hacia la esquizofrenia,

hacia los Románticos Alemanes, hacia Nietzsche,

hacia la muerte en el fondo amarillento de un vaso.

O en aquel poema en que Un poeta escribe en una esquina / con un trago robado de alguna parte, ocupando dos versos escasos, en que incluso el hablante lo mira desde lejos dentro de esa sede, repleta de seres que se acaban, y en que la vida es sobrevivencia. Y es que hablamos del Sur. Cuando escucho la palabra “violencia” en comunicación con “Sur”, no puedo dejar de acordarme de la sensación –ésa, la más importante- que tuve en mis primeros viajes desde Concepción –ese punto en el mapa- hacia esa particular atmósfera histórica que corre desde “la Frontera” hasta la Isla de Chiloé. Una historia de múltiples migraciones: las que no violentas, fundamentadas en la violencia, y cuyo desarrollo humano y social estuvo -¿o está?- fundado en la represión sistemática, con esa belleza natural siempre de algún modo presente, como refiriendo una aspiración imposible a un estado de gracia desplazado por un mundo moderno. No es palabra vacía esa especie de negación de dedicatoria, ese sabor de los colores cuando nos hablan.

Hay, además, la humedad, pendiente en el aire cuando el mar está cerca, ese color que corroe la cara de las cosas, mostrándolas cómo son, como no quieren verse, dándoles menos tiempo de vida. La escritura del puerto -Carlos Araos, en Iquique, Javier del Cerro, en Coquimbo, o Florencia Smiths, en San Antonio, y, por cierto, este Con Ajo, de Harry- contiene ese exceso de realidad, que no permite la definición visual o sensorial sobre la que las grandes disciplinas maestras de Occidente –la filosofía, el arte, la Ley...- pretendieron fundar el reconocimiento del ser humano. La única forma de reconocimiento, en una poética como la de Harry, consiste en una compasión de carácter absolutamente no-cristiano, más una fuerza de apasionada y desolada intensidad que esa reunión con el otro, oportunidad ya negada por la historia. La esquizofrenia, nombrada una y otra vez por Harry es, de una u otra forma, el reconocimiento de la incapacidad de entender y entenderse, el olvido tácito de los viejos lazos del hogar y el calor de los afectos. A falta del pan de la comunión, es la violenta advocación de la hoja contaminada de ajo, para que las heridas no cicatricen, mostrando en sí cómo esa piel de las redes sociales no se pueden ver cerradas, a menos que sea maquillaje. Póngase atención: el hablante ha abandonado su casa, el hablante no forma parte de la sociedad o la economía, sino que entra por fuera; el hablante sólo es redimible mediante la religiosidad delirante, desesperada y solitaria de las sectas adventistas, o la propia ensoñación, reconocida una y otra vez como eso: ensoñación, de espaldas a la realidad. Que sin embargo, termina mostrando, como por los bordes, en su falta de plenitud, una realidad que aún en ese sueño no puede dejar de reconocerse como fiel a sí misma.

Esta fidelidad de la realidad hacia sí misma, le permite a Harry establecer su poética como un recuento histórico, al presentar en esa pequeña historia el efecto del profundo, abismal y permanente derrumbe del proyecto humanista desde 1973, y la lejanía total entre lo que existe y cualquier tipo de “palabra que dé vida”. En este sentido, no es un poeta “ochentero” –con todo lo que aún da eco de magníficos despliegues, poses para la fotografía y, en general, un doblez expresivo que en los casos más críticos se ha transformado en abierto cinismo cinismo-, sino un poeta que vivió los 80s dictatoriales desde una de sus trincheras de honor dentro del país, que fue ese Sur inquieto y fértil en discurso, actitud y cojones, que –era que no- siempre fue escamoteado y mirado por encima del hombro por la vida cultural metropolitana y la administración política –y, por qué no decirlo, de las bibliotecas. Que exista todavía ese Sur, es lo que –a mí, por lo menos- me viene a decir la poesía de Vollmer. En el seno de otra barbarie –la misma barbarie, algo más madura, más seria-, años después, este agrio testimonio de humanidad persiste.


Carlos Henrickson


martes, diciembre 04, 2007

Asumiendo que se disculparán los desbarajustes provocados por funcionarios inconscientes...

Se les invita al lanzamiento de Con Ajo (Ed. Pájaro Verde, Puerto Montt, 2006) a realizarse el viernes 7 a las 19:30 horas en la sala de Novedades de la Biblioteca de Santiago (Matucana 151, Metro Quinta Normal).





Harry Vollmer (Osorno 1966), ha publicado Barrio Adentro (poesía, Ed. Pájaro Verde, Puerto Montt, 1997) y en 1999, Chaucha (Ed. Universidad de Los Lagos, Osorno, 1999). Editó la antología de poesía Línea Gruesa (Reunión de Súrdicos Poetas Jóvenes Chilenos). Ha sido incluido en las antologías de poesía Desde los lagos, Zonas de Emergencia y Ecos del Silencio. Editor de las revistas literarias La Papa Blue, Pájaro Verde y Anawín (realizada con jóvenes infractores de la ley) .

CONCEPCIÓN

Imagínate huir. Imagina encendidos

los seres, sin secar las máscaras

de lodo sobre el rostro. Y todo aquello nuevo:

la soberbia insolente de una ciudad nueva, cual

reconstruida. ¿Adónde el baile, adónde

las fértiles ceremonias? En ninguna parte; busca,

tan sólo el vacío. Un regimiento: he ahí ese bautismo;

los sargentos aún sobre ese gris. ¿Gris

de cemento u otra máscara? Allí, en esa sombra,

estuve años de años como un alucinado, viendo

lodo sin secar ante los ojos, y al temblar era el agua,

el agua negra de la melancolía la que

bailaba. A veces era buena esa melancolía

negra: entraba a la digestión y daban ganas

de quedarse sentado y quieto, con las mesas

llenas y ese vómito sobre las paredes. Pero

los sargentos y sus oscuros rituales no eran

mi familia. Soy, al fin, de la más odiada de las ciudades,

tengo una salvaje madre que devora a sus hijos

como gata hambrienta, bella más allá

de toda belleza de este mundo. ¿Qué puede

hacer la exaltada y heroica belleza del aurinegro,

las viejas memorias, la Cultura, cuando

todo ya está lleno de sargentos, respirando

en tu cuello, repitiéndote una y otra vez

que hagas la rutina: que seas digno

del patrio lar? Nada. Escuché:

busca a los tuyos, perro; raspa

de aquí, extranjero. E imagínate, ahora, huir. Hasta

la patria final, o bien hasta la patria

natal, o bien hasta la más bella

de las patrias, el mar un escenario triste y encendido, o bien

encontrar en este pleno abismo

el único lugar al que te condenó la infancia.

Difícil saber esto: me esperaban en esta casa vacía,

espléndida. Fue un desliz miserable criarme en esa gris

y húmeda extranjería. Ya ni siquiera el rencor.

Sólo la rabia, Concepción,

sólo la rabia.