Habría sido frase adecuada decir que Anahí Maya Garvizu (Chuquisaca, 1992) entra al mundo de los editados con paso seguro; aunque pensado mejor, paso seguro no es buena imagen. No es justo entrar en paso seguro a la lírica, y muy particularmente a esta lírica, que actúa como un tanteo, un trastabilleo en el campo claroscuro de la memoria y del autorreconocimiento a partir de esa memoria. Entrar a paso seguro allí sería garantía de cometer el tropezón de la expectativa lograda de sí mismo, en la que de una vez se nos revela que no hay nada que buscar. El pliegue de la memoria de esta lírica nos asegura la extensión ilimitada de la formación de las emociones y por ende de la mirada, que infaliblemente se desarrolla a tropezones, a paso de ciego con la vara del logos reconociendo el suelo irregular de la experiencia ajena y la propia.
Digo la ajena y la propia para que se entienda la frase, porque lo ajeno y lo propio están correctamente confundidos en la poética de Anahí. La memoria de los ancestros, por ejemplo, está en pleno proceso de hacerse sustancia propia: es una poética de recuperación de lo perdido en la superficie del tejido constructivo del poema. Distingo acá dos momentos: aquel en que la escritura trae la realidad transfigurada de lo que ha pasado precisamente en la infancia -el momento en que se aprende a mirar, como quien aprende los signos de la lectura-, y otro, posterior, en que el sujeto desde lo actual toma las lecciones atesoradas en torno a esas imágenes-signos para modificar, re-formar, lo que se tiene al frente.
El primer momento que menciono, a los chilenos nos trae inevitablemente a la poética de los lares de la que habló Teillier. La apuesta imposible de la lírica como herramienta de recuperación adquiere en Las estaciones (Valparaíso: Libros del Cardo, 2018) la forma de una nostalgia patente, que llega a plasmarse en carencia física:
Nosotros vinimos lejos
hacia el vértice del camino
donde la visión del pasado es invertebrada
tentados, incrédulos, absortos
ahora que curtirse
parece ser un sentimiento
y no una textura en la piel
¿Tendría que hacer un dibujo en la mía?
(Temporada de sequía)
Esta mirada de lo visto por primera vez, de lo que se nos aparece previo a toda estructura, invertebrado, antes de cualquier tipo o posibilidad de écfrasis (No sabes escribir pero lees las horas / en los ojos de los gatos, / la intensidad de la tormenta / en el comportamiento de los insectos, / la fertilidad en el espacio de corteza a corteza), no puede sino vaciarse en una visión poética en el sentido original del adjetivo, poiética: cuyo primer momento no puede dejar de ser la producción de un símbolo primordial, un mito personal. La afirmación de la imagen mítica se nos aparece lúcidamente como la fijación de una luz poderosa (el relámpago), que sustrae las dimensiones variables del tiempo y el espacio en Allegro, uno de los textos sustanciales de la poética del libro:
Durante la tormenta nocturna
los relámpagos dibujaron
el contorno de los árboles sobre el cerro.
Una gama de lilas estalló en el cielo,
el gallo confundió el día y cantó.
Un trueno surgió entre las nubes y regresó a ellas.
...
Era un fragmento único de tiempo y espacio
similar al rayo que agrieta y vuelve a la opacidad
dejando seres partidos o con una nueva apariencia.
El agua corría turbia por las calles de tierra.
Hasta los opas, los jorobados, los añorados ausentes
y las nanas con bocio en el cuello y trenzas blancas
desfilaban al borde del camino
rozando las flores que crecen en forma silvestre
como si tuvieran un lugar a donde ir.
(las negritas son mías)
Así, la figura del paso del tiempo puede bien tomar la forma del barrer de la abuela en Solsticio, que no por humanizar el transcurso deja de hacerlo doloroso, en la plena conciencia de lo irrecuperable. El haber habitado este momento de revelación, da en el último verso su significación propiamente mítica:
¿Recuerdas? Todo parecía música entonces.
Lejos de ser un matiz de embellecimiento del recuerdo, esta música acaba representando una modulación de la realidad pasada que la lleva a ponerse en un plano inmanente y persistente, modificando la mirada para ver en esta la lección definitiva de la posibilidad de un mundo realmente inteligible. Poemas como Hombre sentado bajo un sauce, Regresión o Chaco nos presentan, en sus breves anécdotas, ejemplos de esta mirada que es capaz de subvertir el lugar de quien observa: terminamos no sabiendo bien el lugar del sujeto de esta escritura, obligados a comprender a este mismo sujeto como otro lugar en que esa transfiguración ocurre, en otras palabras, un sujeto paratópico:
Mirarse a través
a pesar que el cuerpo
siga estando en el mismo sitio.
(Regresión)
Este momento se nos sabe presentar como el de la adquisición de los atributos líricos. Desde acá solo pueden emerger el estado de atención, de receptividad llevada al límite y la capacidad de renombrar lo real. El momento siguiente que mencionaba tiene que ver con la aplicación de esta mirada.
Poemas como Equilibrista, Contenedores o En la ciudad se sostienen en esa visión transfigurada, sabiendo fundir la propia emoción como la ley de un afuera, experimentado con una distancia espacial que se hace análoga a la distancia temporal de la mirada hacia lo perdido. El sujeto no puede sino autorreconocerse (y por tanto, auto-formarse) por empatía y contraste con eso otro.
Esta “ley” asignada por el poeta al mundo exterior funciona en sentido estricto como el reconocimiento de un alfabeto visual, una legislación de elementos muertos, y no es casualidad que se trate acá de tópicos netamente urbanos, en que no está ajena la presencia de la muerte, la inercia y el desespero, desespero que en este caso es por el sentido. La cesión de destino por parte de la conciencia solo puede darse en forma de transfiguración poética: como en Éxodo antes del alba, Jam Session, Escenografía y, muy especialmente en Postal.
En este caso la écfrasis sí se hace absolutamente posible, habiendo ya el poeta construido los puentes significantes hacia el mundo. Poemas como Migrantes, Frontera o En la acera son notables en este sentido, y por ejemplo, en Invierno:
Las ruedas de los autos se hunden por un instante
en los agujeros del asfalto.
Entre las luces parpadeantes de la ciudad
una mujer vestida de azul
toma el taxi de vuelta a casa,
sube al ascensor,
saca las llaves
persiste en abandonar sus recuerdos.
Cansada de arraigarse al dolor
salta.
Solo las palomas
asoman sus cabezas desde el techo.
Reafirmo lo dicho: lo que se ha ganado no es precisión, sino que una modulación del paso que sabe darle sentido al tropiezo. La vía lírica no puede dejar de reconocer a cada paso el error y la deriva, y por ello la plena conciencia del lugar de Paisaje al final del libro, donde el mundo sabe escaparse de cualquier fijeza acabando por nombrar el paso del sujeto como desprolijo, como afectado por la deriva de la conciencia: un mundo que exige su orden inerte ante el empuje de transformación de la poesía.
Queda destacar la visión de Libros de Cardo -en el marco de una conciencia casi generalizada dentro de la pequeña y mediana edición independiente- al entender que nuestra literatura no puede ser sino la latinoamericana, superando las fronteras nacionales.
En los años del fin, corresponde cantar las canciones finales. El vértigo del fin del mundo no nos acompañará por siempre. Festejemos!
miércoles, diciembre 26, 2018
miércoles, diciembre 05, 2018
LA NOVELA COMO EXCUSA: Santa María de todas las horas, de Alexis Figueroa
Con
Santa María de todas las horas (México:
Cinosargo/Mantra, 2018), Alexis Figueroa (Concepción, 1956) aborda
por primera vez el género novelístico, tras un
paso ya seguro por la narrativa breve. En este caso la búsqueda de
Figueroa se da, como ha sido usual en su producción, a través del
uso de un género de aquellos que en otro tiempo tenían
obligatoriamente el “sub-” antes de enunciarse: el policial,
asumido con una buena cantidad de sus convenciones históricas.
Una
de estas convenciones se plasma en la elección del personaje que
moviliza la trama: el detective Mancilla, cuya
relativa inadecuación al mundo (que permite abrirnos su interioridad
dentro de la forma policial tradicional) se expresa en este caso en
la esquizofrenia, la que desde el principio de su vida le enajena con
respecto a su entorno:
Su familia,
miembro de aterradas cohortes de la realidad, estaba en la vena del
sentir nacional: terror ante la fantasía, desconfianza de los sueños
y la visión, pasmo ante la labor de un cerebro que arma y desarma la
realidad, miedo insufrible ante la ligereza de espíritu, la risa y
la duda. (p. 16)
Resulta inevitable constatar que la elección de este carácter da la
posibilidad a Figueroa de ejercer la reformulación que busca en su
forma narrativa: el lugar del pensamiento crítico propio del
detective tradicional (que genera el esclarecimiento de un mundo en
caos, analíticamente) es tomado aquí por la fantasía y el sueño
despierto, que es capaz de ver (o más bien no puede evitarlo) en un
mundo que parece asignar claramente una topografía de la dominación
capitalista el horror -lo inefable- que subyace a este sistema, en
forma de síntesis. Dado esto, la novela entera, más allá de la
figura de Mancilla, toma esta (e)videncia como fin en sí misma,
imponiendo una suerte de “método paranoico crítico” sobre el
argumento. Esto hace difícil considerar la novela como policial en
sentido propio, en lo que se puede ver como una subversión del
género, en un desplazamiento de la intriga a ser una excusa.
Los objetos a narrar en el libro funcionan como obsesiones que
movilizan la escritura. El inicio del libro ya es índice de esto: al
argumento se le despoja de una carga importante de intriga al
presentar en las páginas 7 y 8 la Cronología de los sucesos del
libro, tras la cual la narración como tal tiene su comienzo con un
zoom de Google Earth que -ficticiamente- a partir del espacio
exterior llega hasta la comuna que es el escenario íntegro de la
acción. Así, el modo narrativo se establecerá siempre a partir de
una visión externa, mucho más efectivo dada la disminución de la
carga de intriga.
Con esta voz-visión externa como punto de partida, la narración irá
privilegiando al menos dos otras voces-visiones: la del detective
Mancilla (en quien la visión es patológica) y la de Ana Beatriz, la
víctima del crimen (en quien la visión es alucinatoria). La
síntesis de imágenes en aparente caos, evolucionando en dirección
tanto a lo ominoso como al éxtasis trascendente (y fundiendo estas
dos expresiones en lo que se constituye como imagen monstruosa,
índice de perversión), es característica de estas tres
voces-visiones, con lo que no se puede dejar de convertir este
registro en “la realidad” de la novela. Los hechos son tan solo
acompañamiento, móvil de estas visiones.
Las visiones se movilizan en torno a los objetos en acción a modo de
un bombardeo de partículas, produciendo un inevitable efecto
barroco; así por ejemplo, lo que yo denominaría el “tema de la
marcha del mundo”, que toma la forma de la procesión de la
Carmelita de Macul, la marabunta de hormigas y el paso de personas
por la calle o por una discoteque. Los procedimientos propiamente
poéticos producen una densificación del lenguaje, que establece
relaciones fugaces entre la vida individual y su entorno social y
económico, entre la inercia de la acción colectiva bajo el
capitalismo y la vida animal, entre el cosplay y el fetichismo
religioso, etc. Lo complejo es que se hace inevitable la repetición
en las asociaciones, produciendo un efecto de abismo: el barroco se
vuelca en rococó, dada la circularidad del movimiento de las
imágenes.
La estructura de la novela obliga a leerla no como novela, sino como
un conjunto de textos poéticos. Figueroa parece consciente de esto
al jugar con la repetición en la narración de los hechos, y al
buscar una sobreestetización de cada detalle de la acción.
Santa
María de todas las horas, en
este sentido, asume una poética del exceso, que mata la intriga de
la trama para presentar más bien una écfrasis alucinada de los
hechos que presenta, desconstruyendo
a cada paso cualquier posibilidad de pacto narrativo.
Esta écfrasis se tensiona a tal punto que se le hace inevitable
introducir la voz del
narrador en forma
extradiegética, planteando incluso posibilidades alternas de
argumento. La tensión inevitable a la que somete al género novela
produce, por otro lado, que los personajes pierdan subjetividad y
sean instintivamente percibidos solo
como objetos movilizadores de
las voces-visiones
narrativas.
Un
texto más acotado podría haber tenido rendimientos mejores en todos
los sentidos, si bien la lectura de Santa María de todas
las horas cautiva en sentido
propiamente poético en casi toda la extensión del volumen. El
experimento, con todo, no parece llegar al fin que Figueroa mismo se
propuso.
viernes, agosto 10, 2018
SEDIMENTO, de Gaspar Peñaloza: una topografía de la angustia escritural
Si
bien la vanguardia, marcada desde ya por su analogía bélica, ha
puesto en general sus ojos en el camino que le llevaría por una
cadena violenta de rupturas para llegar a nuevas reconciliaciones
-con un pueblo, una realidad en su integridad personal o social, una
clase, en fin, un mundo- hasta un momento futuro y atesorado,
mesiánico, se puede captar
un progreso otro en el transcurso del arte moderno, que es más bien
una toma de conciencia trágica, un movimiento en que se asume
progresivamente la imposibilidad de cualquier
reconciliación, haciendo aparecer como palpable evidencia lo
irrecuperable de una
conciliación pasada, aun
latente en la conciencia y la representación, un estado de
gracia.
En
nuestro país, poéticas tan dispares como las de Teillier y Lihn
representan bien este “repliegue” de la voluntad vanguardista, y
probablemente ha sido Juan Luis Martínez quien lo ha llevado a su
más absoluta consecuencia. Sedimento
(Aparte, 2018), primer libro de Gaspar Peñaloza (Viña del Mar,
1994), se enmarca de forma plena en este repliegue, desde un
consciente “estilo de negación”, que se enfrenta al lenguaje
como a una frontera material, interpuesta casi sólidamente en el
camino de la voluntad creativa, como una capa opaca que marca un
límite infranqueable con el posible “mundo”, definido este desde
ya como un afuera absolutamente ajeno; una poética que señala
decididamente la dolorosa alienación de
la escritura con respecto a lo que aparece demandando urgentemente
al autor, paradójica y
hasta falazmente, un
registro escritural.
Ante
esta violenta conciencia fronteriza, no cabe sino investigar la
posible legalidad que asumiría un cruce válido. En esto se centra
la expresiva deriva inquisitoria sobre la naturaleza del mundo en
cuanto forma legible, conformada por un lenguaje que va definiendo
sus leyes desde la misma
conciencia creadora. Esta
legalidad, rizomática en sentido propio, que se evade de cualquier
perspectiva visual, explica bien el título del volumen. El
fundamento de la posibilidad de mirada, experimentada como luz y
superficie presente, solo puede definirse desde una intimidad cerrada
y pasada, concebible -en analogía- como un subsuelo; en
contraste con una experiencia palpable que se vuelca
en la memoria de manera cada
vez más fugitiva, fluida e inmaterial, un
“territorio” visible, un
paisaje, conformado por una
sólida y persistente masa orgánica de palabras.
La
labor consiste entonces en hallar la fijeza de la mirada que permita
estructurar el sentido: se trata de una topografía, forma límite
entre la contemplación y la comprensión activa. No es raro,
entonces, que lo doméstico sea el
espacio privilegiado. Uno de los múltiples escenarios de deriva se
sitúa en acciones del hablante en una casa con un jardín, que
demanda acciones de orden o simplemente movimientos físicos
arbitrarios. Estas acciones acaban siendo inevitablemente operaciones
de composición de sentido:
jardín
desborde o adorno
poda
para controlar
un
damasco gigante en medio del patio
¿si
fuera tuyo qué árbol sería?
sacamos
de cuajo
la
cortina para tapar el puente
se
lo queda el musgo
al
ver crecer su mancha
aprendemos
de los viejos
descansamos
al estar
en
dos partes a la vez
La
inquietud de la demanda de lo otro exige en la deriva el tema de la
experiencia primordial, la infancia y la salida al mundo del momento
adolescente. Así, las imágenes del trabajo con la tierra, el
desplazamiento por la ciudad, la compra banal, esconden una voluntad
de “trato con el mundo” en el marco pleno de su contemplación
consciente, una topografía que sepa integrar al observador como
actuante:
una lupa los ojos
metal afilado y reluciente
enseñar al detalle
de soslayo su reflejo
tajearlo
entrar en él
El
imposible desarrollo de una topografía tal mueve a la deriva en un
sentido negativo, hacia la evocación de una mirada adánica ya
perdida. La angustia existencial ante lo otro se hace con ello
elemento técnico conformante de aquella deriva.
Al
nombrarte como otro
la manera primitiva
aún sigue cercada
por su falta de rostro
atiendes a cada partícula
en eso se mueven
entre ellas se friccionan
se montan iniciando
una corriente de aire
un relieve
hasta una palabra
por ejemplo
-burocracia- saltas
de inmediato hacia la
imagen
el oficinista
cuando me quedo sin
imágenes floto a la deriva en un río que vela
piedras preciosas parecen
de lejos
pero al sumergirme y
acercarme son pequeños mapas
La autoconciencia de la escritura sabe encontrar, entonces, los polos
de la concentración topográfica, por una parte, y la angustia
existencial, por la otra, como juego de fuerzas actuantes que logran,
en general, equilibrar el flujo verbal; si bien hay momentos en que
la opacidad de la escritura se hace excesiva al indicar de manera
obvia códigos personales o experiencias mínimas que se resisten a
la visualización del lector, interrumpiendo un curso precisamente en
los momentos más cautivantes del fluir. Con todo, Peñaloza sabe
recuperar el ritmo de imágenes sin demasiada dificultad, logrando en
la última sección llegar a lo que se presenta como posible programa
-situado paradójicamente como cierre, síntesis final, del volumen:
sobre esto y la memoria:
los eventos también
son organismos que
envejecen
el tiempo los cartografía
la nostalgia no es más que
el íntimo comienzo
encontrar en el descampado
un árbol vigoroso
para rastrear sus raíces
predecir el tránsito por
el aire de sus semillas
es necesario perderse en el
coro
donde no solo es humano lo
que canta
es necesaria la deriva
pestañeos
volcarse hacia el acierto
imposible de acumular
Gaspar Peñaloza ha cometido la feliz imprudencia de presentar con su
primer libro una poética de tesis, en el entendido pleno que la
tesis planteada llevaría a un inevitable fracaso. Así, constituye
el volumen como una propuesta de experiencia que llevará al lector a
un circuito cerrado en que desde el juego inquisitivo sobre lo
otro, solo podrá desembocar al fin, para hallar la salida, en
una puesta en cuestión de la percepción misma como posibilidad. En
su tematización de la transición hacia la madurez expresiva en el
preciso momento en que esta se va estableciendo, Peñaloza ofrece su
propia conciencia creadora -llena de tanteos e intuiciones más que
conquistas formales en cuanto tales- como despliegue de escritura; y
en este sentido se deja ver el logrado mérito de Sedimento como
lírica especulativa, manteniéndose en el límite mismo de la
posibilidad de nombrar.
sábado, julio 28, 2018
MOSCAS, de Alejandro Banda. Una crítica nihilista.
El paso al relato de Alejandro Banda (Valparaíso, 1976) se dio con
mano segura con Moscas. Historias de crímenes internos
(Valparaíso: Emergencia
Narrativa, 2017). Las siete unidades narrativas transitan sin
complicaciones desde el recargado modo de autoconfesión de “El
Mosco” hasta la ficción criminal de “El pescador imposible”,
pasando por la fantasía grotesca de “La grieta” o “Liama”,
con un estilo directo que sabe provocar y sugerir sin dejar de lado
su naturalidad.
No obstante, definir el volumen
desde sus relatos pensados como unidades discretas no nos dejará
pista con respecto a la concepción de mundo a la que responden.
Valga decir: más que considerar personajes, situaciones y diversas
señales comunes en varios de ellos como simples puntos de
coincidencia, tendríamos que asimilarlos como rastros de una textura
general, una estructura espectral que posibilita los puntos de fuga
fantásticos y condiciona la verosimilitud de los argumentos
realistas. Gracias a esto, el pacto con el lector se hace
extremadamente abierto, ofreciéndole la seducción de un cierre
coherente que Banda bien sabe escamotearle hasta el final. La
seducción logra su propósito, produciendo una viva sensación
ominosa.
Utilizo este término desde su
filiación traducida freudiana, fundada en la oposición entre lo
familiar, cotidiano, y lo que se le enfrenta desde el seno de su
seguridad, y si bien tradicionalmente unheimlich
ha dado siniestro, la
palabra ominoso sabe
remitir mejor a la noción de presagio,
que en el libro toma un sentido particular si se atiende a la
estructura: los signos comunes entre los relatos actúan como
procedimientos complejos de expectativa. La sugerencia es la de un
mundo en que la ley de correspondencia tiende a cumplirse en una
geometría que marca claramente el punto de fuga que funciona como el
telos de este cosmos:
la violencia que acaba en la muerte. El presagio, en este sentido, no
es necesariamente de un futuro, sino del fundamento de la causalidad
(que termina encerrando en sí también lo pasado y lo que ocurre en
el presente): he aquí la razón de que la trama policíaca final
resulte ser parte de un horror fantástico que se abre a un evento
inimaginable por venir (la revelación del telos),
tanto como de un realismo que desea mostrar el indiscutible origen
temporal -histórico y social- de los signos de vacío y muerte.
Desde este carácter, el mundo de
los relatos de Moscas se
define desde un nihilismo total. El mosco que
da el nombre al primero de ellos, ya sabe apuntar con seguridad a la
concepción tradicional de estos insectos en las tradiciones
judeocristiana y griega como señales de muerte y deterioro, en un
entorno en que incluso la conciencia interna del mismo narrador se
ofrece como índice de la nula expectativa de sentido que promete acá
cualquier narrativa posible. La figura y el nombre del narrador se
ponen en cuestión más de una vez en las doce páginas de “El
mosco”, haciéndolo funcionar como una suerte de paradójico
programa, que parece fundarse en una respuesta desafiante a la
posibilidad de narración como parábola.
En resumen, en vez de rendir esta
narrativa un sentido, un más allá de sí misma, elige plegarse como
rizoma y asumirse como laberinto cerrado y sordo: el telos
perdido se hace al fin la
resolución abismal -imposible- desenvuelta en el código policial
del último relato del volumen. Es la comprensión del mundo la que
está en juego aquí, y no resulta extraño que sea un personaje
marcado bajo el sello de un nihilismo activo y una íntima
perversidad -el Pescador- el que deje ver cómo se modula esta
pulsión en deriva del sentido, indicando bien la presencia de lo
policial como código:
No
basta con la tecnología ni con dárselas de valientes, lo que
definitivamente manda es otra cosa, es poder entender, rehacer la
madeja y saber hilvanar o descoser con ella. En cambio estos cabros
nuevos siguen creyendo que se trata de tener buena puntería, mucha
vitalidad y buenos laboratorios, pero se equivocan, esos no son los
factores determinantes para salir del laberinto con vida. (104).
Es este personaje quien debe darnos la pista, precisamente desde su
participación activa en el proceso abismal como victimario. Lo
narrativo no se postula entonces como una instancia de acceso a un
mundo que desea dar sus pistas de sentido, sino como una práctica
vital inscrita dentro de esta misma red vacía, y precisamente “El
nuevo jugador” sabe darnos bien la imagen ejemplar de un afán que
acaba vaciando sus objetivos, bajo una pauperización general de la
existencia.
Saber presentar esta miseria desde
los mismos procedimientos narrativos es el gran logro de Moscas,
señalando bajo cuerda una
crítica compleja al capitalismo en su etapa espectacular, desde su
microcosmos de seres particularizados cuyas visiones contrapuestas,
unifocales y violentadas fracturan alguna posible noción de una
realidad común. En su constante sugerencia de la violencia como
origen fundante y justificativo de la sociedad, el autor nos ofrece
una lúcida (contra)parábola del Chile que habitamos, con un
inteligente nihilismo crítico que no desmerece tener a Swift o Sade
como ancestros.
viernes, junio 29, 2018
Resistencia de lo humano: Selección y comentario de dos libros de Virgilio Rodríguez
Virgilio Rodríguez Severín (Valparaíso, 1946) publica en el
segundo semestre de 2017 dos libros de poesía: Prisión del aire
(Valparaíso: Ed. Bogavantes) y Sentimiento oceánico
(Valparaíso: Ed. Universitarias de Valparaíso), ambas producciones
que siguen a Los puentes cortados (Santiago:
Ed. Alquimia, 2014; Madrid: Ed. Vitrubio, 2015). Este ritmo ágil de
publicación no ha disminuido en nada la consistente escritura que
Rodríguez ha decidido ofrecernos este año, asumida la notoria
diferencia entre ambos libros.
Esta diferencia toca a una elevación
de intenciones: mientras Prisión del aire ostenta
una amplia variedad de gestos escriturales e intencionales que
acentúa su carácter de registro de meditaciones y experiencias,
Sentimiento oceánico
es una obra en cuanto tal, que puede ser leída como conjunto
orgánico temática y formalmente, alejado de cualquier anécdota.
Con todo, ambos pueden considerarse formas distintas de respuesta
ante una misma problemática: la insalvable heteronomía entre el
creador y su creación, desde el momento en que esta última toma el
paradójico estatuto de obra artística, efectivamente puesta al
frente, hipostasiada y alzada por encima de la determinación
temporal e histórica de su autor a través del deus ex
machina de la tradición
cultural de un oficio, un arte y una entera concepción de vida y de
aura. La cuestión
toma matices más urgentes al considerar que esta concepción de vida
y de arte, tanto como la vitalidad de la noción de autor, es presa
de una crisis que los mismos poemas evidencian con particular fuerza.
Por más que parezca extraño, no obstante, la respuesta de Rodríguez
ante la inevitable encrucijada de asumir el hecho de creación como
producción de lo otro,
siempre acaba en un gesto afirmativo que trasciende el yo:
El
desasosiego
El pasado los ha devorado
el futuro nos devorará.
Yo quiero tener mi tumba
en el corazón de los hombres.
La muerte no prevalecerá
como no permanece el presente.
Así me decía mi alma
mientras mi cuerpo callaba.
Los amigos asentían
la vida no vale nada.
Frente a la música infinita
soy una nota intocada.
(Prisión
del Aire,
p. 30.)
Este
gesto afirmativo se basa en la confianza en una inevitable
comunicabilidad entre lo humano y aquello que desea revelarse como
no-humano, lo expresable y lo que desea revelarse como inefable, lo
propio y lo que desea revelarse como ajeno. La confianza se alza en
fe al asumir que aquel puente que nos ofrecería la realidad en
cuanto cognoscible y expresable en grado supremo, se nos abrirá ante
una forma especial de espera, una modulación honda del afecto, una
contemplación activa.
El ángel de la música
El ángel de la música es
una paloma seducida por la oscuridad
un sonido de palabras vestido
con pintura de primavera
un espantoso quiebre del tiempo que recuerda
que salimos de una mancha
a gatas con el dolor la mujer y la muerte hacemos lugar
uno que se hace en la cama
a través de la llorosa hora que siente una madre
aun antes que nada arriba una luz de fuego
creada para que se extinga lentamente
luego moriremos por la eternidad
será la derrota del tiempo por un acto
su duración humana sigue sonando en el oído angélico
se espanta del sonido y hace revolotear
el cuerpo intangible y las plumas
angelicalmente sueltas en el aire
llevadas por la suave canción
hasta depositarse en dispersas ciudades
y lugares recientes.
(Prisión
del aire,
p. 36.)
Esta
confianza, al afirmar la posibilidad de lo real, no puede evitar en
consecuencia afirmar la posibilidad de expresarlo, generar el poema
como imagen de una parte del mundo que aspira a la totalidad desde su
misma incompletud. En esto, el escrito de viaje como registro menor
da la excusa para entrar a este juego de distancias imposibles, en
que es la persona en su experiencia real, y no el lenguaje, sobre
quien recae el máximo riesgo; la ironía toma el lugar central en la
escenificación, como expresión de la separación. El lugar del
poeta es, entonces, confirmado como el del testimonio, en el ámbito
de una memoria que bien conoce sus límites y sospecha de su fatal
obsolescencia.
Estambul
Las tumbas junto
a la del descabezado que camina
en la pequeña Hagia Sophia tienen
inscripciones en turco con letras árabes.
Son lápidas largas, seguramente elocuentes,
pero hoy los turcos no entienden
la escritura con esos caracteres.
Doble soledad de estos muertos
cuyos largos epitafios
ya nadie lee.
(Prisión
del aire,
p. 44.)
Prisión del aire
se cierra con la breve serie “Patria nuestra”, en que desde
diversas perspectivas se presenta la difícil conciencia del hablante
dentro de su comunidad. La marca del espacio sagrado y ancestral se
enfrenta aquí a la hipocresía y la decadencia generalizada de la
vida civil, sugiriendo desde ya una inscripción de la conciencia
estética a contrapelo en una modernidad latinoamericana que
reproduce en su trayectoria cultural y social la misma inevitable
obsolescencia de la memoria que acosa la conciencia del artista. En
este plano la vida civil no puede sino caer en la ausencia, la muerte
de la civilidad. El escepticismo de fondo de esta poética tendrá
que ser oscuro y alienante, y no parecería tener otra salida que la
soledad de sobreviviente de una conciencia que solo puede encararse
con el propio límite de su individualidad hacia donde quiera mirar,
y con la ironía ocupando el lugar de la emoción creadora.
Es
en este sentido que tras las amargas pinceladas, críticas y
decepcionadas, de las últimas líneas de Prisión
del aire (de
todos ellos líbranos, Dios de mis mayores, / te lo pido a ti, que sé
que existías, / porque el dios que corresponde a mi época / no lo
encuentro),
Sentimiento
oceánico llega
a resolver la aporía al postular un hablante que decide poner en
crisis su posibilidad de ser sujeto de conocimiento. La renuncia no
queda solamente en una suspensión de los límites entre el yo y el
mundo -como pareciese sugerir el título de manera directa-, sino
además en la revelación de la metamorfosis de sí como única llave
válida para comprender la metamorfosis continua de los objetos
postulables en lo que se encara fenoménicamente como “afuera”.
La compenetración, y no la contemplación, se convierte acá en
herramienta casi exclusiva de una gnosis que está llamada incluso a
la acuñación de nuevos nombres en una continua aproximación al
absurdo paradójico que supondría extraer una verdad desde el enigma
de una representación que no tiene el dar cuenta de sí como uno de
sus fines, que despliega un sentido tan múltiple que se hace
ilegible. Inevitablemente habrá que pensar en el surrealismo como
uno de los antecedentes de esta aspiración, lo que tiene
consecuencias también en el aspecto formal, externo, de esta
poética.
II. El viejo mar
El viejo mar está siempre en silencio por el estrépito
físicamente cercano al coral y al roquerío
cuando la sombra de una nube se estampa en el agua
y terrible avanza hacia la orilla devorando la luz
y estremeciendo el cuerpo y el espíritu de los mortales
el sonido de la memoria se sobrepone al del mar
y se escucha el murmullo de las cañas entre el viento
en un lugar que lame amorosamente el lecho que va dejando.
El viejo mar no tiene memoria y está cambiando sus formas
en cada escollo borde o profundidad de su continente
míralo tironear con su corriente las barcas de los pescadores
que se adelantan a su ritmo cercar cada movimiento de las aguas
con la inmensidad que su cuerpo propone roturar con sus olas
el campo donde crecen cristales vívidos y árboles abstractos.
Con los oídos ciegos de tanto tocar la salmuera en la boca
el olor revuelto de pequeñísimos naufragios
el viejo dejó de amar a sirenas y nereidas
las que confundía por las mareas con focas y delfines
transforma otra vez en impersonal su manera
una vez que las aguas relumbran en las luces del futuro.
Cómo miraban los tontos y los dioses una luz congelada
en tanto la oscuridad nutría a la luz y la noche
un gran palacio roto dejaba entrever las luces que se filtran
ella no se sabía quién era le dijo que encenderían
las estrellas con un nuevo amor y su viejo corazón
se sobresaltó con un súbito golpe de juventud
la naturaleza está claro que se oculta en la muerte
así borró el nombre tanto tiempo oído en otra lengua
va hundiendo con sus pensamientos la forma de ese mundo que pasa
a la sabiduría solo le queda llorar ante nuestro cuerpo.
(Sentimiento
oceánico,
p. 12.)
La
operación del lenguaje, entonces, pasa a ver en el corazón mismo de
sus procedimientos lo inefable como fundamento. En algún instante de
la compenetración, el sujeto solo puede manifestarse considerando a
su misma (posible) esencia como parte de una acción comunicativa
superior en que no es parte, en la que los signos y códigos
proliferan hasta clausurar todo enigma. La naturaleza entera se hace
código suficiente, y su organicidad histórica se vuelve, así, la
historia.
El hablante, como profeta, debe ser un momento intencionadamente
abstraído de una confusión
a la cual naturalmente se debe, el hablante es una suerte de “olvido
voluntario” por parte de una naturaleza omnisciente y ofrecida a sí
misma como razón de ser y expresión.
El viejo del mar
El viejo del mar es verdadero profético y no aguanta mucho
su oráculo infalible es el fragor de las olas
habla dando vueltas a lo que dice
su justicia son las mareas como balanzas de equilibrio
no es viejo el del mar sino un presbítero
un poeta que hace hablar al olvido y a la memoria
cambia su identidad para mantenerse como es
decreta sin saber las leyes que impone
rige su propia y masiva cantidad sin cálculo
dicen en el Helesponto oracular e infalible repiten
lethé y mnémosyné pero no es así él escapa
omiso es a los idiomas y sólo las lenguas de tierra
tienen existencia para el viejo
no es adivino no es bienaventurado no es maligno
nada es sino a sí mismo a sí igual de sí admirado
es un viejo que sólo a veces se une al mar.
(Sentimiento
oceánico,
p. 33.)
Lo
profético impone, entonces, como umbral, una promesa de
cumplimiento, un “fin del tiempo”. Dada la noción primordial de
esta bien presente confusión,
revelada caos resonante al fondo de cualquier cosmos postulable, la
absoluta evidencia del transcurso continuo del tiempo debe saber
desarticular la duplicidad olvido/memoria. La expectativa se dirigirá
a la clausura de la conciencia como mecanismo, suma de
procedimientos, para postularla como percepción abierta de la
relación primordial de correspondencia entre parte y todo. La muerte
del sujeto es, en este sentido, culminación de toda vida, ofrenda de
la propia conciencia.
La muerte en su aumento
La muerte en su aumento ha desencajado el mundo
viento viento de ultramar la roca viva en el agua primordial resiste
igual la cadena de las generaciones que ata la vida
una naturaleza crecida en su humanidad al percibirla
nadie la diría nadie diría mar tierra firmamento de otra forma
nadie diría la distancia entre existir y los golpes del mar
pero hoy el estiaje ribereño hace ver las ovejas como obstáculos
y el mar el mar el mar hoguera de agua en efervescencia
en la que se quema la confusión de ser fuego y se moja la llama
y el mar se mueve como un incendio de luces yendo y viniendo
desde la sublime tierra a la que el presente la despista y muda
y en la que en la cercanía del agua la sombra nada como un pez en la
arena.
La vida disminuye y nadie se da cuenta a veces en la noche
especialmente
se olvida crecerá sin embargo la pasión y un hilo más delgado y
más fino
irá tejiendo una existencia más adorable en aumento por su reguero
de luz
sol y mar y tierra dioses nuevamente cuando esas palabras se
enmudecen
y abajo muy abajo todas las certezas se confunden en cristales
combinados
que traslucen la mezcla de lo que no se sabe del horror de la
alegría y todo
lo que se ha llegado a olvidar para conocer.
(Sentimiento
oceánico,
p. 57.)
El
fin de la contradicción en una síntesis desplegada marca entonces
el destino de la ruta que confirma la labor poética como forma
superior de conocimiento, y la cuestión del lugar del sujeto en el
mundo se justifica desde su confusión inevitable con un todo
autoconsciente.
El
tejido de la esperanza y el desconsuelo está, qué duda cabe, en la
motivación más profunda del intelectual en la época contemporánea,
tras la disolución gradual de la posibilidad humana en una sociedad
global dominada por la técnica. Virgilio Rodríguez muestra con
Prisión del aire
y
Sentimiento
oceánico
la actualización escritural de esta urdimbre compleja, y evidencia
así a la poesía como forma privilegiada de resistencia humanista.
(publicado en revista Deslinde, editada por la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL (Universidad Autónoma de Nueva León)
jueves, junio 14, 2018
PALABRA DE ACCIÓN: Hocicona, de Elizabeth Neira
Dígase lo que se diga, la
historia de nuestro país no se aviene con la radicalidad: y con esto no me
refiero al “fundamentalismo”, palabra ya marcada por el uso como la tendencia a
una lectura literal de textos ideológicos o religiosos. La radicalidad, más
bien, tiene que ver con la voluntad firme de no quedarse con las definiciones
surgidas de esos compromisos que, en países de mente colonial como el nuestro,
fueron hechos para suavizar el filo de las palabras y los conceptos, para
evitar dañar el consenso de la aldeíta y asegurar el orden. No es, por esto, al
azar que para decir “radical” yo tenga que ir a recoger el uso que se le da en
inglés a la palabra, y dejarlo acá asentado para evitar malentendidos.
Difícil leer en nuestro paía algo
más radical, en el sentido que expongo, que Hocicona (Santiago:
Editorial Desbordes, 2017), de Elizabeth Neira (Santiago, 1975), volumen que
recoge catorce ensayos, artículos y manifiestos publicados en diversos medios. Es
notable acá la voluntad en desmarcarse del uso más rumiado de los conceptos
para intentar acceder no a respuestas, sino a preguntas esenciales en torno a
la educación, la diversidad, lo patrio, el vandalismo, la basura, el
pensamiento latinoamericano, la oralitura, la institucionalidad cultural, la
escritura femenina, lo popular, el arte, la performance. Problematizar cada uno
de estos conceptos, que han parecido y parecen evocar reacciones y nociones
perfectamente naturalizadas durante los últimos treinta años, es a primera
vista un eje esencial de la escritura de Neira.
Decir que no se accede a
respuestas puede ser mal entendido. Quien entre al volumen no va a encontrar la
síntesis brillante que un Saber -enajenado del cuerpo material- dicte
benevolente sobre la sociedad desde la seguridad desde la quietud de la
contemplación del mundo; Hocicona está escrito desde otra parte. La voz
tras los textos es una voz bien real que se enuncia más desde el sólido tanteo
de la existencia en sociedad que desde la esfera del “saber” por más crítico
que este quiera aparecer. Un tanteo que se reconoce en un lugar determinado,
marcado por la incerteza del status de su voz dentro del concierto de voces que
conforma el “campo cultural”. No es coincidencia que el primer artículo trate
sobre la autoeducación de los pobres (versus la mala educación de los ricos), y
que Neira invoque más adelante a:
Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre, semianalfabeta,
tocaba la guitarra en funerales y bautizos en el campo chileno y sabía las
palabras redobladas, fórmula mágica religiosa que servía para pillar al diablo
y ganarle el precio de tu alma en un ajuste de cuentas que se basaba en un
rápido e ingenioso pin pon de palabras donde ganaba el más astuto con la rima y
la idea. Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre semianalfabeta, nunca quiso
enseñarme las palabras redobladas, según ella, para que no me metiera en
güevadas.
Este hablar ancestral perdido,
que se constituye como una operación liberadora sobre el mundo y sí mismo, resulta
una buena guía para comprender la enunciación de esta voz. Usando el lenguaje
como mera herramienta útil para la sobrevivencia, despojado de su poder
primordial de ritualidad al ponerse al frente de un Saber que fagocita a la
particularidad y hasta a la identidad, esta voz no puede sino presentarse
disminuida, no obstante asumir a través del pliegue irónico su derecho a lugar
en la afirmación de aquello innegable: su corporalidad elemental, sometida a la
sobrevivencia y, diríase, forzada a una permanente defensa vital.
Este pensar atrincherado, alerta
y despojado de nimbos de respeto incondicional tendrá que reconocerse como
expresión física, puesta a tierra: despliegue de (auto)producción neuronal,
como irónicamente se define al principio del volumen. Quien habla solo puede
contar con su yo, aferrado como fortaleza inexpugnable. Sin embargo, en
cada uno de los casos, el viaje hacia el nosotros acaba presentándose,
no como afirmación ostentosa, sino como llamado de alerta: en el reconocimiento
a lo ancho de la trinchera se vacía la única posibilidad final de
sobrevivencia.
Por ello, este pensar ya no
quiere solazarse en la sola escucha, en el orgullo de una razón personal. La
concepción de comunicación del conocimiento presente en Hocicona desea
despojarse de privilegios, en un gesto de radicalidad eficiente:
Estos conocimientos [los que permiten la
sobrevivencia de la comunidad] pasarán de generación en generación a través
de los instrumentos de comunicación de que disponga esa comunidad: relato oral,
mitos, leyendas, escuela, literatura, arte (el arte como vehículo de
comunicación que es el punto de vista al cual adhiero), radio, televisión,
medios de comunicación masiva o alternativa, internet, etc.
Puestas en tal lugar, tanto la
educación formal como la cultura artística, pierden todo privilegio, no solo
ante las prácticas que las preceden -habiendo sustentado su origen-, sino ante
los medios tecnológicos que han aparecido posteriormente -que “amenazan” y
“debilitan” a aquellas. Desde una efectiva perspectiva histórica, el privilegio
aurático del conocimiento y el arte es tan solo un momento, y uno en
transición:
Donde antes solo había agricultores ahora hay pescadores,
industriales, burócratas, artistas, inmigrantes, putas, travestis,
narcotraficantes, estudiantes, hackers, contaminación y un largo etcétera.
Si bien la aplastante conciencia
de lo histórico le da al lector contemplativo un sentimiento de desazón, esto
no implica de por sí una desaparición completa del horizonte utópico. La salida
es dada por el carácter activo y actualizante del pensar, que para hacerse
efectivo debe tener lugar en el sujeto mismo. No por nada la palabra “sujeto”
está en diversos trazos del volumen intervenida con la (a), que indica
desde ya un carácter distintivo, sino que se afirma la construcción social,
electiva y autónoma de la identidad:
Pienso que si para las feministas el género es una
construcción social y también una elección, pues yo digo que en nuestro caso,
en nuestra sociedad mezclada a fuerza de patada y fusil, también lo debería ser
la etnia y yo me siento india, antes que sueca, o neoyorkina, yo me siento
mujer mapuche.
Me basta saberme de este lado de las cosas para
hermanarme con quienes luchan en condiciones de dramática asimetría…
En este sentido el pensar no
postula a relacionarse al Ser, sino al hacerse. Su producción será, por ello,
una mutación del rendimiento que se pretendería asociado a una
macroeconomía del conocimiento, asociada a la “academia-empresa” y al “mercado
del arte”. La liberación, en cuanto horizonte de acción del libro, se referirá
a la validación de una generación de conocimiento desde un espacio propio, en
el que se asienta la utopía como clave de construcción de escritura y obra. Por
ello, la “mano suelta”, irónica y sin pretensión de una precisión conceptual
disciplinada, es parte esencial del proyecto de Neira, al señalar tácitamente a
sus interlocutores como aquellos que están avecindados por un mismo léxico, que
comprenden la seña y la ironía, una lengua “de calle”, de intervención en un
espacio público en defensa de este como genuinamente público.
Lo dicho con respecto a la
escritura, corresponde de manera integral a la noción del arte como acción y
transformación. Neira insiste a cada paso en ambos planos en el sentido que define
cuando se refiere al arte de acción como más vinculado a la transformación que
a la provocación. La conmoción de la risa y el escándalo apuntan a restituir
con ello un sentido ceremonial, la conciencia de “la cadena vida-muerte-vida”,
movilización y animación de sentido.
¿Cuándo se “corrompe” o se “pudre” lo patrio o cualquier
otra idea significativa? Tanto en la esfera biológica como en la esfera social,
algo muere cuando carece de movimiento.
En este sentido, la labor de
Neira en esta escritura se hace análoga a la de su arte de acción, en el
sentido de asumir el descentramiento, el desajuste de la práctica particular y
autónoma dentro de la institucionalidad que, más que una condición subalterna,
le ofrece a aquella práctica la posibilidad de desmontar críticamente cualquier
sistema. Es un desmontaje análogo, y se podría decir además derivado, de la
noción colonial de centro y periferia:
El centro es por antonomasia un lugar de privilegio. La
centralidad no es un devenir histórico “natural” de los pueblos, sino que es un
diseño, una política, bastante bien pensada y militarmente asegurada, que
determina la distribución de los recursos y del poder. Es decir, no existe
periferia alguna sin un cuerpo que acapare, excluya y desplace. Una cosa engendra
a la otra.
Yo te nombro antes de que tú te nombres a ti mismo. Es
decir, me convierto en tu origen (¿En tu Dios?)
¿Quién tiene derecho a nombrarnos? ¿Por qué razón, yo, en
tanto “sujeto periférico” debería ceder el poder nombrar-me a un tercero, que perpetúa
mi condición.
Existe arte sin inscripción, y no instituciones sin arte.
La práctica del nombrar, en este
sentido, toma de vuelta el sentido de “hacer aparecer”, en la plenitud que
supone la palabra como “GENERADORA DE REALIDAD”. Es por esto que el acto de
nombrar, entendiendo la situación de resistencia que esto representa ante el
“tercero” excluyente de la cita anterior, toma en sí un carácter político al
tiempo que radicalmente poético. La palabra es intervención activa,
hecho nuevo y necesidad urgente:
¿Está preparada la sociedad chilena para incorporar sin
patologizar a los cuerpos VIH positivo que ya existen y a los que vendrán? ¿O
pasarán a formar parte de la cada vez más grande lista de los invisibles?
SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA yo lo digo, lo
nombro y me pongo una camiseta que dice “Soy VIH positivo” aunque no lo sea,
porque cuando un amigo muere de SIDA, todos tenemos SIDA.
Es a esto, y no a un afán
romántico, a lo que se refiere Neira al defender una raíz poética en el arte de
acción -lo que incide de manera central en inhabilitar el término performance-,
asumiendo así una nueva manera de comprender el desarrollo histórico de este en
Chile y, lo que es más trascendente, defendiendo la situación desajustada y
desajustante del artista ante los “circuitos del arte”, retirando su práctica
de cualquier flujo racionalizado y técnico de producción postulable.
Me sucede que en tanto sujeto(a) que practica el arte de
las “performances”, yo no hago esto que hago por rendimiento, sino por
liberación… Yo hago performances por un deseo de liberación personal y
colectiva.
Ahí está el artista de la performance poniendo el cuerpo
como un soldado de Dios en una guerra santa, por mandato supremo. En
definitiva, como el maníaco que dicen que es, dispuesto a todo con tal de
llevar su exhibicionismo hasta las últimas consecuencias.
La performance tiene de misterio lo mismo que de poesía
porque ambas trabajan en una zona invisible, van y vienen de la realidad,
jugando con ella para su transformación, su superación a nivel simbólico.
El artista de la acción tiene que ser medio místico
porque para hacer lo que hace es necesario tener una fe demencial en sí mismo y
en el sentido del contrasentido.
La ritualidad del dolor, el imaginario sacrificial, la
violencia naturalizada, la raíz poética y la búsqueda de lo sagrado-profano son
elementos que caracterizan a la performance latinoamericana.
En un entorno artístico que continúa -desde la formalidad
de la academia hasta la esfera algo cabaretera de la cultura de bares-
trivializando aquello que escapa de su comprensión, Hocicona presenta la
coherencia del pensamiento y la obra de Elizabeth Neira de manera directa y
desafiante. Asumiendo que movilizar el sentido en áreas tan grises como la
relación del arte y la sociedad, el arte y la historia, o el arte y la
política, implicaría fácilmente la tentación de solucionar los dilemas con un
gesto a la tribuna, los artículos saben defender posiciones complejas a través
de una enunciación directa de lo problemático, planteando sin falta la acción
transformadora como única salida hacia una condición superada no solo en la
crítica, sino en la realidad social, de los callejones sin salida que terminan
teniendo por costo la vida y la salud de nuestro pueblo.
viernes, junio 01, 2018
La bandera alzada de Diego Bustamante: dos plaquettes
La crítica vulgar hacia la poesía
esconde un entendimiento bien avanzado de lo que esta significa para ese pájaro
abandonado que es el poeta moderno, huérfano de patronazgos y tirado a la calle
de las mercancías: la poesía es algo que le pasa al poeta, y tiene que ver
primariamente con su vida y con anhelos trascendentes que, como armas sin filo,
poco pueden hacer ante una vida cada vez menos humana.
Las plaquettes de Diego
Bustamante –El soliloquio del posteador
zarrapastroso y No adorarás falsos
ídolos, aparecidas en mayo del 2018 en Editorial Mar Adentro- fundamentan lo
dicho, y en un plano en que muchos aun no caen: la condición del poeta de hoy
es impensable sin esa guinda en la torta de la enajenación de la sociedad
capitalista que se nos ha hecho la distanciada y solitaria contemplación de los
otros a través de la pantalla o el celular. Si Benjamin ya hablaba a inicios
del siglo pasado de la depreciación de la experiencia, casi noventa años
después la vida “real” es algo que sucede a la sombra de la luz electrónica de
las redes sociales, y esa ventaja que tuvo el poeta al rescatar la vida en una
intensidad distinta, deja de ser ventaja para ser un gesto cada vez más absolutamente
gratuito. El poeta deviene posteador, y el papel se pierde con más facilidad
que el archivo de texto, si es que se ha querido guardar ese texto de paso.
Afirmar la experiencia propia es
el gesto de fuerza acá, en la afirmación de la vitalidad extrema que se
encuentra con su extremo doloroso, una adolescencia
sin relación necesaria con la edad cronológica. Una experiencia que se sabe
límite: Uno lee para desaparecer. Uno se
tira en el piso para sentirse amado, dice Bustamante, y nos parece ver
claramente que el dejar de existir está a la vuelta de la página, o a la marca
de un clic en el mouse. Por esto, la visión sabe modularse desde lo
crepuscular, en el límite de la percepción, una estética de ojos entrecerrados,
como en el poderoso Náutica o la
fantasmal rutina de Habitaciones. En
este curso de desaparición, Bustamante solo puede plantear la escritura como
solución inevitablemente parcial e insatisfactoria: la irónica manifestación de
existencia será la del posteo:
Me voy a pintar una
remera que diga: Soliloquio del posteador zarrapastroso y me voy a sacar una
selfie y la publicaré en las redes sociales y me etiquetarán y seré conocido
por algunas horas y la mañana será dulce.
El levantar una ética, desde acá,
se hace difícil, y solo puede asumirse desde la pasión extrema: escribir el
poema –ese que solo se puede hacer cuando se tiene algo que decir- cuando el corazón te explote en la cara.
Ser fiel ya no a lo que se es, sino a lo que se va dejando de ser. El heroico
poeta rural está lejos y ya se ha hecho inalcanzable en la lealtad a una verdad
que se dejaba ver sin ocasos. Pero la escritura desde este lado se ha hecho un
puro ocaso, y no deja de ser importante que la
primera vez de este hacer poético se registre en el Minato –un bar
semiclandestino del barrio puerto de Valparaíso-, en lo nocturno de la
experiencia extrema.
En esta luz confusa, toda la
victoria del poeta se ha elevado como una bandera de derrota, como registra el
inicio de No adorarás falsos ídolos.
Me parece que aquí, libre de la demanda vacía del mundo, Bustamente es capaz de
plantear una poesía de extrema videncia, en que, si bien ya se esboza en El soliloquio del posteador zarrapastroso,
el amor toma el lugar de la salvación extrema ante el límite de la existencia,
el inminente final absoluto que respira como fundamento de esta poética.
Resulta inevitable recordar a De Rokha en esta respiración que parece urgida,
forzada fisiológicamente por rescatar lo humano ante una catástrofe
omnipresente. La esperanza de salvación, íntima y real, no será sino volver a la cueva, desandar el camino de
la historia para recuperar el derecho a la alegría, al canto, al estar junto
con los otros y quebrar la distancia de la poesía y la vida de siempre, esto es, la que siempre
debería haber sido antes de un paso trágicamente errado.
Estas plaquettes traen de vuelta
a Valparaíso –a este Valparaíso, el original, el primario de la Echaurren y la
vida tangible- a Bustamante con su voz madurada y el espíritu de defensa que
sus textos transpiran, no de “la poesía” –a la manera de los patéticos
mitificadores del arte como “mercancía trascendente”, signos de una pequeña
burguesía que ya nació decadente en nuestro país y lo seguirá siendo hasta después-, sino que una defensa de
lo que se trata, en el fondo real, la poesía: la promesa de una reconciliación
del hombre en su hacer y su deseo.
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