El paso al relato de Alejandro Banda (Valparaíso, 1976) se dio con
mano segura con Moscas. Historias de crímenes internos
(Valparaíso: Emergencia
Narrativa, 2017). Las siete unidades narrativas transitan sin
complicaciones desde el recargado modo de autoconfesión de “El
Mosco” hasta la ficción criminal de “El pescador imposible”,
pasando por la fantasía grotesca de “La grieta” o “Liama”,
con un estilo directo que sabe provocar y sugerir sin dejar de lado
su naturalidad.
No obstante, definir el volumen
desde sus relatos pensados como unidades discretas no nos dejará
pista con respecto a la concepción de mundo a la que responden.
Valga decir: más que considerar personajes, situaciones y diversas
señales comunes en varios de ellos como simples puntos de
coincidencia, tendríamos que asimilarlos como rastros de una textura
general, una estructura espectral que posibilita los puntos de fuga
fantásticos y condiciona la verosimilitud de los argumentos
realistas. Gracias a esto, el pacto con el lector se hace
extremadamente abierto, ofreciéndole la seducción de un cierre
coherente que Banda bien sabe escamotearle hasta el final. La
seducción logra su propósito, produciendo una viva sensación
ominosa.
Utilizo este término desde su
filiación traducida freudiana, fundada en la oposición entre lo
familiar, cotidiano, y lo que se le enfrenta desde el seno de su
seguridad, y si bien tradicionalmente unheimlich
ha dado siniestro, la
palabra ominoso sabe
remitir mejor a la noción de presagio,
que en el libro toma un sentido particular si se atiende a la
estructura: los signos comunes entre los relatos actúan como
procedimientos complejos de expectativa. La sugerencia es la de un
mundo en que la ley de correspondencia tiende a cumplirse en una
geometría que marca claramente el punto de fuga que funciona como el
telos de este cosmos:
la violencia que acaba en la muerte. El presagio, en este sentido, no
es necesariamente de un futuro, sino del fundamento de la causalidad
(que termina encerrando en sí también lo pasado y lo que ocurre en
el presente): he aquí la razón de que la trama policíaca final
resulte ser parte de un horror fantástico que se abre a un evento
inimaginable por venir (la revelación del telos),
tanto como de un realismo que desea mostrar el indiscutible origen
temporal -histórico y social- de los signos de vacío y muerte.
Desde este carácter, el mundo de
los relatos de Moscas se
define desde un nihilismo total. El mosco que
da el nombre al primero de ellos, ya sabe apuntar con seguridad a la
concepción tradicional de estos insectos en las tradiciones
judeocristiana y griega como señales de muerte y deterioro, en un
entorno en que incluso la conciencia interna del mismo narrador se
ofrece como índice de la nula expectativa de sentido que promete acá
cualquier narrativa posible. La figura y el nombre del narrador se
ponen en cuestión más de una vez en las doce páginas de “El
mosco”, haciéndolo funcionar como una suerte de paradójico
programa, que parece fundarse en una respuesta desafiante a la
posibilidad de narración como parábola.
En resumen, en vez de rendir esta
narrativa un sentido, un más allá de sí misma, elige plegarse como
rizoma y asumirse como laberinto cerrado y sordo: el telos
perdido se hace al fin la
resolución abismal -imposible- desenvuelta en el código policial
del último relato del volumen. Es la comprensión del mundo la que
está en juego aquí, y no resulta extraño que sea un personaje
marcado bajo el sello de un nihilismo activo y una íntima
perversidad -el Pescador- el que deje ver cómo se modula esta
pulsión en deriva del sentido, indicando bien la presencia de lo
policial como código:
No
basta con la tecnología ni con dárselas de valientes, lo que
definitivamente manda es otra cosa, es poder entender, rehacer la
madeja y saber hilvanar o descoser con ella. En cambio estos cabros
nuevos siguen creyendo que se trata de tener buena puntería, mucha
vitalidad y buenos laboratorios, pero se equivocan, esos no son los
factores determinantes para salir del laberinto con vida. (104).
Es este personaje quien debe darnos la pista, precisamente desde su
participación activa en el proceso abismal como victimario. Lo
narrativo no se postula entonces como una instancia de acceso a un
mundo que desea dar sus pistas de sentido, sino como una práctica
vital inscrita dentro de esta misma red vacía, y precisamente “El
nuevo jugador” sabe darnos bien la imagen ejemplar de un afán que
acaba vaciando sus objetivos, bajo una pauperización general de la
existencia.
Saber presentar esta miseria desde
los mismos procedimientos narrativos es el gran logro de Moscas,
señalando bajo cuerda una
crítica compleja al capitalismo en su etapa espectacular, desde su
microcosmos de seres particularizados cuyas visiones contrapuestas,
unifocales y violentadas fracturan alguna posible noción de una
realidad común. En su constante sugerencia de la violencia como
origen fundante y justificativo de la sociedad, el autor nos ofrece
una lúcida (contra)parábola del Chile que habitamos, con un
inteligente nihilismo crítico que no desmerece tener a Swift o Sade
como ancestros.
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