viernes, marzo 21, 2014

Una poética nihilista: ANTOLOGÍA DE BAJA PUREZA, de Víctor Hugo Díaz

La ecuación vida-poesía tiene varias maneras de (no)resolverse. Una de ellas, en las que coincidimos alguna vez con Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965) es que el objeto de la poesía es la vida en su intensidad. Y esto no es poca cosa, si se piensa desde dónde Díaz empieza su camino escritural: el Chile de fines de los 80.
En nuestro país, esos años no sólo fueron el escenario de una crisis mayor en la cultura y la forma de entenderla. El chileno, atomizado y pasmado, aparecía en las poéticas emergentes del período como un sujeto herido, cercenado de una comunidad inexistente e imposible, que busca consumar su existencia -lo que implica de algún modo su fin en ese consumo- en los fugaces espectros de la cultura de masas (personajes de cine, mundos fantásticos, los paraísos artificiales convertidos en efectiva seña identitaria): la existencia se revelaba como inexistencia, cumpliendo a nivel personal lo que la sociedad espectacular lleva en el seno de sí como su justificación más profunda.
Si la poética de Víctor Hugo Díaz -como la podemos leer desplegada en Antología de Baja Pureza (1987-2013) (Ciudad de México: VersodestierrO, 2013)- ha logrado mantenerse en actualidad hasta ahora es, probablemente, por su obcecación en asumir lo irreductible de la experiencia límite de ese ser abandonado, situación despojada que no desea entrar al digno hospicio de la normalización literaria. El espacio de juego de esta poética es, obstinadamente, la calle y los no-lugares que acompañan al que no desea volver a una casa que -casi- se define por el mismo despojo. La literatura no es un amoroso intercambio de signos, se define más bien por ese mercado de “Venta de mediodía”, del libro No Tocar (Santiago: Cuarto Propio, 2003):

Los vendedores ambulantes fundan su ciudad y su negocio
a la vera del camino que hay entre los cuerpos que evitan chocar
(…)
Susurrando el mismo tono de voz
la misma turgencia
con que la mercancía nocturna narra su belleza.

Es decir, la poesía aspira a estar más acá de la Literatura con mayúsculas, postulándose como una actividad vital y despojada, relacionada más al caminar que al trabajo de escritorio. Cuando es irremediablemente trabajo de escritorio, su materialidad se impone oscuramente (cfr. “Las paredes no tienen oídos”) como una construcción inerte.
Es lo inasible de las cosas sucediendo lo que salta a los ojos, más bien, en la poética de Díaz. Es por esto que, como necesario contrapunto, un tema recurrente que podemos leer en Antología de Baja Pureza es el de la enfermedad (humana) y la ruina (urbana), que sabe no permitir que la vitalidad de la experiencia entregue una visión deslumbrada -cumplida, emancipada- del sujeto. El tratamiento de este “contrapunto negativo”, desde su contexto dictatorial y postdictatorial hasta una conformación actual no vinculada a éste, conforma una escena nihilista desde la cual Díaz logra dar una visión de mundo coherente y profundamente reactiva ante un sistema cultural que gusta de la inercia blanqueante del neoliberalismo. Difícilmente se podría encontrar, en este sentido, un final más adecuado para esta antología que el poema “Antes de la autopsia”, del libro inédito Hechiza, en que se presenta a los descubridores del cadáver de Marilyn Monroe:

Ninguno antes tuvo tanta impunidad
para conocer ese cuerpo y clasificarlo.

Se quedan fríos, temiendo a todas las veces
en que la imaginaban desnuda, pero tibia.

Ahora se sigue el procedimiento
                                                           ahora
ahora que no brilla.

El cuerpo muerto parece cumplir el destino de la poesía en su virtud de instante, y se presenta, de algún modo, una situación de condena para la belleza: muerta en las manos del carroñero. El lugar que aquí encuentra la pulsión del deseo -perversamente sugerido-, puede bien abrir este poema como una clave de lectura para toda la obra de Díaz.   
Cabe felicitar a la editorial VersodestierrO por el gesto de publicar esta selección. Hacía falta poder leer con calma una visión panorámica de la obra de Víctor Hugo Díaz, un poeta con una obra consistente que, como acontece con la generalidad de los escritores chilenos, debe abocarse a defender poemas, libros de poemas o poetas (en suma, defender-se), y no poéticas. 

     

miércoles, marzo 19, 2014

Un libro necesario: PARTÍCULAS EN EXPANSIÓN, José Kozer

La publicación de Partículas en expansión (Santiago: Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, 2014), antología de José Kozer (La Habana, 1940), en ocasión del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2013, resulta una buena noticia especialmente en un país como Chile, obseso con su propia brutalidad eficiente. Este rasgo omnipresente en nuestra historia se traduce literariamente en la obcecación sobre cierta virtud -aparentemente ética- de la escritura directa, ojalá puramente conversacional y lo más bárbara posible, en el sentido de la anulación violenta de aquello que esté más allá de sus fronteras estilísticas. Mucho más democrática se muestra la escritura vericuetera de Kozer, y especialmente leída en esta muy buena selección de Arturo Fontaine: en esta poética compleja e inspiradamente pasmada, no pueden sino compartir espacio la apelación directa y la reflexión personal junto con una labor tanto de superficie como de entraña en el lenguaje mismo. Kozer muestra como pocos algo que constituye una de las necesidades más urgentes en nuestro entorno literario chileno: cómo hacer que la poesía se pregunte por el lugar de la existencia humana en el mundo -de alguna forma, la pregunta primera y última- a través de una labor dolorosa que puede dejarla sin sentido, suelo ni techumbre, y no cabe confundir este esfuerzo con una ornamentación de superficie. En este sentido particular, no cabría la adscripción facilista de Kozer a un neobarroco, sin señalar tanto los alcances de este carácter literario -muchas veces tomado sólo como gesto de moda y/o adecuación a ciertas “cadenas de producción” cultural para ciertos mercados académicos- como lo complejo y original de la escritura de Kozer, que sabe desafiar con éxito clasificaciones cada vez más puramente funcionales y externas a la poética misma.
Eso sí, dada la complejidad y la relativa novedad para el gran público a la que podría aspirar una edición como ésta (de distribución gratuita), habría hecho falta encarar de otra forma la presentación de la obra. Si bien Fontaine realiza una buena selección, y tanto el prólogo como las 50 Partículas que presenta demuestran un conocimiento acabado de la obra de Kozer, se debería haber considerado un afán más didáctico y menos caprichoso en esta zona del texto. Asimismo, no hubiese sobrado en un texto de estas características al menos un ensayo de profundidad de un estudioso chileno sobre la poética kozeriana, que pudiese complementar más fríamente la íntima reflexión De dónde son los poemas y haber puesto en relación a Kozer con el contexto poético latinoamericano actual.

Por último, cabe celebrar especialmente el carácter gratuito del libro, que debería permitir, a través de una distribución que –espero- sea efectiva, que poéticas como ésta puedan ser conocidas y ojalá estudiadas en instancias educativas regulares -incluso del ciclo básico. Si bien para que no sólo Kozer, sino que la poesía contemporánea latinoamericana y mundial pueda romper la muralla falaz que la encierra en la lectura especializada, haría falta un esfuerzo -que no se hace- por parte de todos los estamentos del proceso educativo (y soy consciente de que estoy hablando utopías); iniciativas como ésta llegan a hacer pensar en que gestos de real voluntad por parte de la alta institucionalidad cultural nacional pueden hacer el camino más llevadero para estos sueños sueños que ya muchos creemos necesarios.

martes, marzo 18, 2014

La humanidad desplazada: INSTALACIONES DE LA MEMORIA, de Patricio Luco Torres y Verónica Zondek

Si bien una inquietud ética primordial recorre (como royéndolo) toda la historia del arte, son nuestros días -desde hace más de una centena de años- los que han puesto en el corazón de la posible justificación de la obra la pregunta sobre el sentido de la representación: precisamente desde que nuevas formas de reproducción sobrepasaban técnicamente a las anteriores. Uno de los efectos -entre los muchos que aún vivimos- muerde fuertemente, precisamente, el ya delgado y ultrasensible cuerpo del arte: ¿qué puede marcar la necesidad de una obra? La respuesta que nos resuena desde los bisontes en la piedra y los poemas épicos, casi anterior a las adjetivaciones propias de la especialización técnica de las artes, es el dejar memoria: pero ¿de qué se deja memoria: de sí mismo, de la experiencia vivida? ¿y cuán amplia es (¿¡o debe ser!?) esa experiencia?
Estas preguntas llegan hasta a doler al recorrer Instalaciones de la memoria (Valdivia: Alquimia, 2013), texto-lugar de cruce entre el impresionante registro fotográfico de Patricio Luco Torres (Santiago, 1960) de las salitreras abandonadas y la intervención literaria de Verónica Zondek (Santiago, 1953). La perspectiva sabe hacerse a través, haciéndonos sentir a los que contemplamos, situando marcos -orificios hechos en muros de piedra, ventanas, rejas-, como en un peep-show, como señala desde ya el texto que parece servir de presentación. Como resultado, nosotros mismos nos situamos en esa perspectiva, entregados al placer estético del derrumbe de todo un modo de existencia.
La ambigüedad ética del ejercicio no deja de inquietar, desde el momento en que ese abandono no está directamente marcado por la muerte violenta, sino por la violencia abierta y visible, paradójicamente enmascarada, de un sistema económico basado en la explotación irracional. La muerte violenta podríamos bien verla de lejos, compadecernos y horrorizarnos (siempre acaba siendo algo personal, que no compartiremos); sin embargo la violencia de todo un modo de producción debería tocarnos de un modo más misterioso: esencialmente todo nuestro modo de existencia puede bien pasar a ser ese abandono en el desierto (y eventualmente lo será, de seguro). Para no darnos cuenta de esta ruta hacia el desierto, el sistema social desarrolla ideologías, máscaras para que “no veamos”; y el riesgo de toda obra artística que se aboque a la crítica de ese sistema será, en consecuencia, llegar fácilmente a convertirse en otro enmascaramiento estético -que es el caso de gran parte del arte “comprometido” bajo la influencia del llamado “realismo social”.   
En Instalaciones de la memoria, la fotografía de Luco sabe encontrar el punto de crisis, habitar la herida, de la inquietud que he mencionado. Son varias las formas en que sabe escaparse de la pura estetización -que a estas alturas puede surgir fácilmente, “sola”, dada la sobresignificación del desierto en nuestra cultura estética, especialmente tras la poesía de Zurita-, siendo la más aparente de ellas el índice permanente de ese riesgo en los textos de Verónica Zondek. Más importante y sutil es cómo sabe llevar el foco a una imagen silente, que desplaza cualquier posible comentario de sí misma hacia aquel que la ve. Este silencio, que es un signo de interrogación esencial y que responde a la realidad concreta que desea representar, termina haciéndonos visible en su ausencia la huella humana, haciendo de la interrogación del vacío estético la puerta de entrada a una duda profunda sobre la realidad del hombre en relación con su historia social. Por ello, un signo como el de la muerte no nos lleva necesariamente a connotaciones de olvido, nostalgia y desaparición, sino que, antes, al corazón del sistema social: lo arbitrario y azaroso de la existencia del hombre ante el hecho de la producción moderna en su sentido más abstracto y ante su cara última, la cara del desecho inconsumible por los procesos de explotación, lo humano en su más radical desplazamiento. Ante estas muertes -de un modo de existencia, de un mundo, al fin de cuentas-, la fotografía resulta ser, al contrario de la ideología, una máscara para ver, para hacer visible, y la persistente ausencia se hace un agudísimo punctum, surgido desde el objeto solo despojado de toda utilidad que, por otro lado, logra resistirse a volverse materia sin más, sin la determinación de la elaboración humana.

Hay que destacar la excelente factura del libro, que sabe establecer la amalgama entre imagen y escritura de una forma sencilla y lucida -si bien hay un encuadre gris en la página que podría haberse hecho más pequeño. Como cumbre de un ejercicio, más que intelectual, de una profunda emoción e intuición, Instalaciones de la memoria parece llamarnos a definiciones profundas en nuestra posición ética con respecto a nuestros propios modos de existencia; presentar una obra de tal fuerza, sugerencia y situación es uno más en la cadena de logros de Editorial Alquimia.  

martes, marzo 11, 2014

Una muestra de fe: LA VIDA DESPUÉS DE NERUDA, de David Miralles

En el lento desplazamiento de lo humano hacia el margen de lo que la sociedad moderna tiene como preocupaciones, la poesía ha tenido, sin duda, una misión permanente de alerta. Cuando David Miralles (Valdivia, 1957) llama a su libro La vida después de Neruda (Valparaíso: Caronte, 2013) se hace imposible no pensar en ese desplazamiento, en la medida en que la figura del poeta de Canto General encarna, en muchos sentidos, una preocupación humanista que, al paso de las generaciones literarias postdictadura, va haciéndose cada día más mediatizada, cuando no queda enteramente abrumada bajo operaciones sobre la superficie del lenguaje.
Resulta interesante, por ello, que Miralles pertenezca en su origen, de un modo u otro, a una de las emergencias poéticas más resistentes a las grandes máquinas productoras de ondas literarias: el fértil suelo de los 80 del sur de Chile, en que las pulsiones más profundas de la poesía no fueron desechadas como reliquia. Es así que La vida después de Neruda nos da un registro en dirección precisamente opuesta al post-lirismo cosmopolita de las promociones recientes, teniendo como claves de lectura temas como la intimidad y la pertenencia.
El registro de la distancia y del tiempo transcurrido como cortes en la constitución del hablante se presenta como experiencia central, desde la que surgen emociones extremas como despojo, dolor y miedo. Así, el espacio del origen se proyecta hacia un más allá, radicalmente distinto: la vuelta a una ciudad sólo puede establecerse Cien años después, y los lugares pasados quedan sumergidos en una atemporalidad que salta a la experiencia lectora. Un poema como Meditación en fuga sabe bien cómo dar cuenta de ello: el recuerdo, casi exclusivo patrimonio del cuerpo (las bestiales escenas de ese amor / que practicamos con las reglas de otra edad) se contrapone en tono e intensidad con la fotografía en que aparecemos tan seguros, / sobre un trasfondo de cielos abiertos, / exhalando un anacrónico aspecto de felicidad.
Miralles sabe que la situación de su hablante es inefable, y puede relacionar el tiempo en su abstracción más aplastante y ajena con la nostalgia íntima del amor (léanse Recuerdos de Quevedo o Desaprender los códigos). Este lugar imposible desde donde habla tiene una consecuencia natural en su poética: producir una escritura que sabe ser placenteramente elusiva, cuya capacidad de evocación emocional e íntima jamás decae: el tratamiento de lo erótico en los textos sabe trascender, en este sentido, muchos de los malos hábitos de lo que se da en llamar actualmente “literatura erótica”, dispuestos aún a épater a destiempo o restringir el ámbito de la experiencia hasta la simplificación descriptiva.
Las imágenes de amor y muerte en La vida después de Neruda, en general, revelan que Miralles sabe entender la poesía como operación de conocimiento: la escritura, como muestra de relación entre lo íntimo y lo trascendente, acaba estableciendo puentes de sentido que engendran su propia (y personal) visión totalizadora del mundo, en que la situación de límite puede llegar a ser comprendida como experiencia. No otra cosa parece señalar la perspectiva cruel del poema que lleva el título del libro, y en esto demuestra estar a la altura de su época: la visión alucinada de una ciudad moderna desde la altura de una torre no puede sino despertar una reacción inmediata, más acá o más allá de la estética contemplativa, una actitud que es fruto de la marca a fuego de la modernidad al interior, en el seno de la conciencia creadora.
La vida después de Neruda es uno de esos escasos libros que en nuestros tiempos revueltos son capaces de elevar la poesía a expresión válida, a la altura de una exigencia ética, sin necesidad de autocríticas aplastantes o procedimientos irónicos. Miralles en esto da prueba de fe, y nadie podría decirlo más claro que su propia poesía, en los siguientes versos de De este mundo al fin:

Pero estamos listos.
Despreciando el llamado
a no engañarse por las apariencias:
la idea de que el mundo sea una ilusión de los
sentidos.
Cruel y hermoso
con miles de avenidas
que conducen a la muerte
y sólo un estrecho sendero que lleva hasta ti.
Tal vez no sea mucho,
pero tu palabra es la escuálida verdad.