La
ecuación vida-poesía tiene varias maneras de (no)resolverse. Una de ellas, en
las que coincidimos alguna vez con Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965) es que el
objeto de la poesía es la vida en su intensidad. Y esto no es poca cosa,
si se piensa desde dónde Díaz empieza su camino escritural: el Chile de fines
de los 80.
En
nuestro país, esos años no sólo fueron el escenario de una crisis mayor en la
cultura y la forma de entenderla. El chileno, atomizado y pasmado, aparecía en
las poéticas emergentes del período como un sujeto herido, cercenado de
una comunidad inexistente e imposible, que busca consumar su existencia -lo que
implica de algún modo su fin en ese consumo- en los fugaces espectros de la
cultura de masas (personajes de cine, mundos fantásticos, los paraísos
artificiales convertidos en efectiva seña identitaria): la existencia se
revelaba como inexistencia, cumpliendo a nivel personal lo que la sociedad
espectacular lleva en el seno de sí como su justificación más profunda.
Si
la poética de Víctor Hugo Díaz -como la podemos leer desplegada en Antología
de Baja Pureza (1987-2013) (Ciudad de México: VersodestierrO, 2013)- ha
logrado mantenerse en actualidad hasta ahora es, probablemente, por su
obcecación en asumir lo irreductible de la experiencia límite de ese ser
abandonado, situación despojada que no desea entrar al digno hospicio de la
normalización literaria. El espacio de juego de esta poética es,
obstinadamente, la calle y los no-lugares que acompañan al que no desea volver
a una casa que -casi- se define por el mismo despojo. La literatura no es un
amoroso intercambio de signos, se define más bien por ese mercado de “Venta de
mediodía”, del libro No Tocar (Santiago: Cuarto Propio, 2003):
Los
vendedores ambulantes fundan su ciudad y su negocio
a
la vera del camino que hay entre los cuerpos que evitan chocar
(…)
Susurrando
el mismo tono de voz
la
misma turgencia
con
que la mercancía nocturna narra su belleza.
Es
decir, la poesía aspira a estar más acá de la Literatura con mayúsculas,
postulándose como una actividad vital y despojada, relacionada más al caminar
que al trabajo de escritorio. Cuando es irremediablemente trabajo de
escritorio, su materialidad se impone oscuramente (cfr. “Las paredes no tienen
oídos”) como una construcción inerte.
Es
lo inasible de las cosas sucediendo lo que salta a los ojos, más bien,
en la poética de Díaz. Es por esto que, como necesario contrapunto, un tema
recurrente que podemos leer en Antología de Baja Pureza es el de la
enfermedad (humana) y la ruina (urbana), que sabe no permitir que la vitalidad
de la experiencia entregue una visión deslumbrada -cumplida, emancipada- del
sujeto. El tratamiento de este “contrapunto negativo”, desde su contexto
dictatorial y postdictatorial hasta una conformación actual no vinculada a
éste, conforma una escena nihilista desde la cual Díaz logra dar una visión de
mundo coherente y profundamente reactiva ante un sistema cultural que gusta de
la inercia blanqueante del neoliberalismo. Difícilmente se podría encontrar, en
este sentido, un final más adecuado para esta antología que el poema “Antes de
la autopsia”, del libro inédito Hechiza, en que se presenta a los
descubridores del cadáver de Marilyn Monroe:
Ninguno
antes tuvo tanta impunidad
para
conocer ese cuerpo y clasificarlo.
Se
quedan fríos, temiendo a todas las veces
en
que la imaginaban desnuda, pero tibia.
Ahora
se sigue el procedimiento
ahora
ahora
que no brilla.
El
cuerpo muerto parece cumplir el destino de la poesía en su virtud de instante,
y se presenta, de algún modo, una situación de condena para la belleza: muerta
en las manos del carroñero. El lugar que aquí encuentra la pulsión del
deseo -perversamente sugerido-, puede bien abrir este poema como una clave de
lectura para toda la obra de Díaz.
Cabe
felicitar a la editorial VersodestierrO por el gesto de publicar esta
selección. Hacía falta poder leer con calma una visión panorámica de la obra de
Víctor Hugo Díaz, un poeta con una obra consistente que, como acontece con la
generalidad de los escritores chilenos, debe abocarse a defender poemas, libros
de poemas o poetas (en suma, defender-se),
y no poéticas.
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