Si bien una inquietud ética
primordial recorre (como royéndolo) toda la historia del arte, son nuestros
días -desde hace más de una centena de años- los que han puesto en el corazón
de la posible justificación de la obra la pregunta sobre el sentido de la
representación: precisamente desde que nuevas formas de reproducción
sobrepasaban técnicamente a las anteriores. Uno de los efectos -entre los
muchos que aún vivimos- muerde fuertemente, precisamente, el ya delgado y
ultrasensible cuerpo del arte: ¿qué puede marcar la necesidad de una
obra? La respuesta que nos resuena desde los bisontes en la piedra y los poemas
épicos, casi anterior a las adjetivaciones propias de la especialización
técnica de las artes, es el dejar memoria: pero ¿de qué se deja memoria:
de sí mismo, de la experiencia vivida? ¿y cuán amplia es (¿¡o debe ser!?)
esa experiencia?
Estas preguntas llegan hasta a
doler al recorrer Instalaciones de la memoria (Valdivia: Alquimia,
2013), texto-lugar de cruce entre el impresionante registro fotográfico de
Patricio Luco Torres (Santiago, 1960) de las salitreras abandonadas y la
intervención literaria de Verónica Zondek (Santiago, 1953). La perspectiva sabe
hacerse a través, haciéndonos sentir a los que contemplamos, situando
marcos -orificios hechos en muros de piedra, ventanas, rejas-, como en un peep-show,
como señala desde ya el texto que parece servir de presentación. Como
resultado, nosotros mismos nos situamos en esa perspectiva, entregados al placer
estético del derrumbe de todo un modo de existencia.
La ambigüedad ética del ejercicio
no deja de inquietar, desde el momento en que ese abandono no está directamente
marcado por la muerte violenta, sino por la violencia abierta y visible,
paradójicamente enmascarada, de un sistema económico basado en la explotación
irracional. La muerte violenta podríamos bien verla de lejos, compadecernos y
horrorizarnos (siempre acaba siendo algo personal, que no compartiremos);
sin embargo la violencia de todo un modo de producción debería tocarnos de un
modo más misterioso: esencialmente todo nuestro modo de existencia puede bien
pasar a ser ese abandono en el desierto (y eventualmente lo será, de
seguro). Para no darnos cuenta de esta ruta hacia el desierto, el sistema
social desarrolla ideologías, máscaras para que “no veamos”; y el riesgo de
toda obra artística que se aboque a la crítica de ese sistema será, en
consecuencia, llegar fácilmente a convertirse en otro enmascaramiento estético
-que es el caso de gran parte del arte “comprometido” bajo la influencia del
llamado “realismo social”.
En Instalaciones de la memoria,
la fotografía de Luco sabe encontrar el punto de crisis, habitar la herida, de
la inquietud que he mencionado. Son varias las formas en que sabe escaparse de
la pura estetización -que a estas alturas puede surgir fácilmente, “sola”, dada
la sobresignificación del desierto en nuestra cultura estética, especialmente
tras la poesía de Zurita-, siendo la más aparente de ellas el índice permanente
de ese riesgo en los textos de Verónica Zondek. Más importante y sutil es cómo
sabe llevar el foco a una imagen silente, que desplaza cualquier posible
comentario de sí misma hacia aquel que la ve. Este silencio, que es un signo de
interrogación esencial y que responde a la realidad concreta que desea
representar, termina haciéndonos visible en su ausencia la huella humana,
haciendo de la interrogación del vacío estético la puerta de entrada a una duda
profunda sobre la realidad del hombre en relación con su historia social. Por
ello, un signo como el de la muerte no nos lleva necesariamente a connotaciones
de olvido, nostalgia y desaparición, sino que, antes, al corazón del sistema
social: lo arbitrario y azaroso de la existencia del hombre ante el hecho de la
producción moderna en su sentido más abstracto y ante su cara última, la cara
del desecho inconsumible por los procesos de explotación, lo humano en su más
radical desplazamiento. Ante estas muertes -de un modo de existencia, de un
mundo, al fin de cuentas-, la fotografía resulta ser, al contrario de la
ideología, una máscara para ver, para hacer visible, y la persistente
ausencia se hace un agudísimo punctum, surgido desde el objeto solo
despojado de toda utilidad que, por otro lado, logra resistirse a volverse
materia sin más, sin la determinación de la elaboración humana.
Hay que destacar la excelente
factura del libro, que sabe establecer la amalgama entre imagen y escritura de
una forma sencilla y lucida -si bien hay un encuadre gris en la página que
podría haberse hecho más pequeño. Como cumbre de un ejercicio, más que
intelectual, de una profunda emoción e intuición, Instalaciones de la
memoria parece llamarnos a definiciones profundas en nuestra posición ética
con respecto a nuestros propios modos de existencia; presentar una obra de tal
fuerza, sugerencia y situación es uno más en la cadena de logros de
Editorial Alquimia.
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