En el lento desplazamiento de lo
humano hacia el margen de lo que la sociedad moderna tiene como preocupaciones,
la poesía ha tenido, sin duda, una misión permanente de alerta. Cuando David
Miralles (Valdivia, 1957) llama a su libro La vida después de Neruda (Valparaíso:
Caronte, 2013) se hace imposible no pensar en ese desplazamiento, en la medida
en que la figura del poeta de Canto General encarna, en muchos sentidos,
una preocupación humanista que, al paso de las generaciones literarias
postdictadura, va haciéndose cada día más mediatizada, cuando no queda
enteramente abrumada bajo operaciones sobre la superficie del lenguaje.
Resulta interesante, por ello,
que Miralles pertenezca en su origen, de un modo u otro, a una de las
emergencias poéticas más resistentes a las grandes máquinas productoras de ondas
literarias: el fértil suelo de los 80 del sur de Chile, en que las pulsiones
más profundas de la poesía no fueron desechadas como reliquia. Es así que La
vida después de Neruda nos da un registro en dirección precisamente opuesta
al post-lirismo cosmopolita de las promociones recientes, teniendo como claves
de lectura temas como la intimidad y la pertenencia.
El registro de la distancia y del
tiempo transcurrido como cortes en la constitución del hablante se
presenta como experiencia central, desde la que surgen emociones extremas como
despojo, dolor y miedo. Así, el espacio del origen se proyecta hacia un más
allá, radicalmente distinto: la vuelta a una ciudad sólo puede establecerse
Cien años después, y los lugares pasados quedan sumergidos en una
atemporalidad que salta a la experiencia lectora. Un poema como Meditación
en fuga sabe bien cómo dar cuenta de ello: el recuerdo, casi exclusivo
patrimonio del cuerpo (las bestiales escenas de ese amor / que practicamos
con las reglas de otra edad) se contrapone en tono e intensidad con la fotografía
en que aparecemos tan seguros, / sobre un trasfondo de cielos abiertos, /
exhalando un anacrónico aspecto de felicidad.
Miralles sabe que la situación de
su hablante es inefable, y puede relacionar el tiempo en su abstracción más
aplastante y ajena con la nostalgia íntima del amor (léanse Recuerdos de
Quevedo o Desaprender los códigos). Este lugar imposible desde donde
habla tiene una consecuencia natural en su poética: producir una escritura que
sabe ser placenteramente elusiva, cuya capacidad de evocación emocional e
íntima jamás decae: el tratamiento de lo erótico en los textos sabe trascender,
en este sentido, muchos de los malos hábitos de lo que se da en llamar
actualmente “literatura erótica”, dispuestos aún a épater a destiempo o
restringir el ámbito de la experiencia hasta la simplificación descriptiva.
Las imágenes de amor y muerte en La
vida después de Neruda, en general, revelan que Miralles sabe entender la
poesía como operación de conocimiento: la escritura, como muestra de relación
entre lo íntimo y lo trascendente, acaba estableciendo puentes de sentido que
engendran su propia (y personal) visión totalizadora del mundo, en que la
situación de límite puede llegar a ser comprendida como experiencia. No otra
cosa parece señalar la perspectiva cruel del poema que lleva el título del
libro, y en esto demuestra estar a la altura de su época: la visión alucinada
de una ciudad moderna desde la altura de una torre no puede sino despertar una
reacción inmediata, más acá o más allá de la estética contemplativa, una actitud
que es fruto de la marca a fuego de la modernidad al interior, en el seno de la conciencia creadora.
La vida después de Neruda es
uno de esos escasos libros que en nuestros tiempos revueltos son capaces de
elevar la poesía a expresión válida, a la altura de una exigencia ética, sin
necesidad de autocríticas aplastantes o procedimientos irónicos. Miralles en
esto da prueba de fe, y nadie podría decirlo más claro que su propia poesía, en
los siguientes versos de De este mundo al fin:
Pero estamos listos.
Despreciando el llamado
a no engañarse por las
apariencias:
la idea de que el mundo sea
una ilusión de los
sentidos.
Cruel y hermoso
con miles de avenidas
que conducen a la muerte
y sólo un estrecho sendero
que lleva hasta ti.
Tal vez no sea mucho,
pero tu palabra es la
escuálida verdad.
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