sábado, agosto 05, 2017

Un extravío eficiente: QUÉ SERÁ DE LOS NIÑOS QUE FUIMOS. IMAGINARIOS DE INFANCIA EN LA POESÍA CHILENA, de Claudio Guerrero Valenzuela

En una de esas a alguien se le ha ocurrido entrar a la poesía chilena como a un archivo, asumiendo que podría bien analogarse a una biblioteca con sus registros exhaustivamente puestos al día año tras año por una legión incontable de expertos, y dudo mucho que pudiese salir del edificio con alguna conclusión limpia y precisa sobre algo -incluso quizás ni siquiera pudo salir de ahí, con la razón extraviada y fija en la contemplación de un inexplicable “canon” que se equilibra en un evidente y mañoso truco de circo sobre el precario y asimétrico volumen de armarios construidos a la rápida.
No, porque cuando hablamos de poesía no estamos hablando de un archivo. Si se nos ocurriera ir a revelar algo sobre la poesía chilena, sobre su voluntad íntima permanentemente azotada tanto por los turbulentos vientos de la historia social y nacional como por las modosas y cíclicas oleadas de inquietudes intelectuales que para bien o para mal han recorrido el Atlántico desde el simbolismo francés hasta la experiencia estética del margen, si es que quisiéramos dejar ver un fondo que revelara su ser misterio, habría que pensar mucho para hallar mejor manera que la de Claudio Guerrero Valenzuela (Santiago, 1975) en Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Valparaíso: Inubicalistas, 2017). La apelación a la infancia es aquí una clave de lectura iluminadora en el sentido de lograr entregarnos una geografía, un plano en que se puede postular trayectos de la mirada, y así hallar, ya realizado el ejercicio, si no respuestas, la articulación correcta de preguntas.
Esta tipología de la niñez chilena, según la define el autor, se fundamenta en un corpus de poesía nacional que sabe no ser estrictamente completo para estar a la altura de una necesidad mayor: evitar el reduccionismo que no solo la comodidad, sino que una extemporánea exigencia de coherencia, acosa a toda actividad estética en épocas críticas. Acá hacía falta salir de la comodidad y entregarse a la extrema flexibilidad que el mismo objeto de estudio, en cuanto modo de escritura, dicta a la elección del corpus y su tratamiento. Así, el trayecto primario entre los posibles -el que parece más obvio, desde José Martí a Angélica Panes-, se nos diversifica como un árbol en que sus ramas no parecen terminar en los autores seleccionados, proponiendo lecturas abiertas, no tan solo a obra poética o literaria, sino a la historia social, política y hasta médica o jurídica. La mirada del autor sabe ver en la poesía el reflejo de las condiciones de vida más allá del arte, con una perspicacia que llega a hacérnosla comprensible, propia en cuanto parte de una historia social en permanente estado de pregunta, de expectativa crítica.
Y esta perspicacia, esta nitidez, es tanto más importante en cuanto la poesía no es nítida, en cuanto su mayor capacidad de reflejo se da misteriosamente en la mayor autoconciencia de su capacidad propia y exclusiva de hacerse una historia en sí misma, un mundo en sí mismo que se resiste a ser leído si no es desde dentro de su propia casa. Así, el poder pensar al niño en diversas poéticas implica el que no solo se le considera cuando es referido como un ser empírico, sino también -como Guerrero plantea de manera atrevida y eficiente en los casos de Delia Domínguez o Vicente Huidobro- en cuanto ser símbolo, y hasta en cuanto enigmática ensoñación en el Poema de Chile, tan poco considerado aun a los ojos de nuestra historia literaria y que en Qué será de los niños… aparece casi como una vindicación en profundidad de la escritura mistraliana en conjunto. Esto supone ir más allá del doble dilema de entender la poesía bien como un dictado inspirado desde una ceguera vidente, bien como una astuta herramienta de registro político-ideológico; en esta investigación vemos que la elusiva e inabarcable productividad propia de la poesía debe ser escuchada antes que leída, que sus ecos sobre la experiencia propia deben saber ser el punto de partida para pensar en una noción más amplia de experiencia de la que se pueda con justicia y propiedad hablar, que la definición del objeto de estudio debe darse en un susurro mentiroso y guardarse bajo las siete llaves de una fértil intuición.
En este sentido, el carácter eminentemente situado de esta investigación resulta ser la garantía para su capacidad conclusiva. El texto inicial, Poesía, memoria, infancia, no olvida referirnos a la experiencia del autor como in-fante, asumiendo que este producto se fundamenta en ese tiempo de escucha, miedo y juego que toda una generación debió pasar bajo una dictadura que utilimañosamente y objetualizó en el imaginario público a la figura infantil cuya postulación supo ser preponderante previamente en la construcción ideológica de las alternativas populares al régimen oligárquico, una dictadura que, en fin, supo cavar un abismo violento entre una vida de adentro -privada, segura, familiar- y una vida de afuera que se hizo peligrosa, huérfana y solitaria, imagen de un abandono que desde ya estaba resonando en los orígenes de la postulación del imaginario infantil. En el intento por comprender cómo el niño de Pezoa Véliz o Teófilo Cid aparece un siglo después en Diego Ramírez o Angélica Panes, se encuentra un juicio sobre la historia social de Chile que resulta esencial como pregunta implícita y virtualmente imposible de responder desde la palabra o la antropología, si bien acaso pueda alguna vez serlo desde la política, esa política grande que hace tanto llevamos esperando y que, precisamente, tendría que ser pregunta y respuesta en nosotros mismos como personas más que como poetas o investigadores. El libro de Guerrero funciona así como una interrogante que, al tiempo de conectar la producción de escritura con la vida social en el sentido más íntimo en que esta se manifiesta, está aludiendo a un momento perdido de comunicación entre la vida intelectual y la experiencia de un país que tiende a hallar cada cierto tiempo en la figura del niño precisamente un extravío, un abandono y una deriva dolorosa.
Digo, hallar en la figura del niño, precisamente en cuanto esta, a fuerza de presentársenos reiterada y multiforme en las 250 páginas de Qué será de los niños…, se nos hace mera construcción mental. Guerrero sabe apuntar a la potencia crítica de su tema, en cuanto este es un paradigma imposible: no es solo que hablemos de la voz de un in-fante o la escritura de quien aun no deja de jugar como actividad esencial y justificada en sí misma, es que en esta figura la predecible pubertad -y con ello el deseo, la voluntad dirigida- se nos señala como horizonte de muerte, como daño. No es casualidad entonces que el título salga de un poema en que este particular ser-para-la-muerte, para quien todo riesgo es el riesgo supremo, se presenta como un enigma que parece indicarnos que aquí, precisamente en esta imagen de niño, está comprimida toda una pregunta gnoseológica, una inquietud radical sobre cómo nos alzamos al conocimiento y a la responsabilidad sobre nosotros mismos que esta imagen acarrea. Esta imagen, digo, porque a fuerza de hacerse objeto crítico en plenitud, no puede cuajar en figura, no se hace visible: al fin, un espectral índice de algo que vive -o yace- en los cimientos de la estructura social que nos conforma como personas y ciudadanos, y sin el cual tampoco podríamos comprender la misma existencia social en el desarrollo de nuestra historia.
Guerrero no se olvida tampoco de hacernos ver la transparencia de este símbolo en términos que resaltan esa presencia ausente, espectral de la que hablaba antes, examinando momentos en que la naturaleza se despliega como infancia de la civilización o la provincia como infancia de la metrópolis, lectura implícita en la mirada lárica. El niño, desde esta perspectiva, se puede leer en cuanto figura mítica; mas cabe resaltar que acá dicho aspecto se reúne topológicamente en un capítulo con la niña desaliñada del testimonio infantil de Violeta Parra y la problematización del espacio natural que se aprecia en el contraste de la obra de Neruda con la de Nicanor Parra. Vale decir, la investigación sabe bien eludir la tentación de una lectura que llegue a pretender una hipótesis de perspectiva única. Sería asombrosa la cantidad de opuestos que podríamos mencionar como de imposible complementariedad, partiendo del que este y el párrafo anterior parece llamar a superficie -Lihn-Teillier-, y esto le da al lector de Qué será de los niños… la inquietud por armar una cartografía mental propia y personal de este árbol, virtud que escasea en casi la totalidad de los estudios sobre poesía que diversifican las poéticas en la elección de sus objetos de estudio.

No cabe sino invitar a los lectores a marearse con gusto en este extenso e intenso estudio, entrando al juego de escondidas que implica el rescatar la traviesa silueta de este niño, que salta del bosque a la biblioteca, de la calle a la pieza oscura, del país que ya fue al país que se sueña. Un trabajo que en sí constituye un desafío y que sabe retar al lector a leer y mirarse, a sí mismo, leer. 

miércoles, agosto 02, 2017

Una subversiva contra-fábula: SE VENDE HUMO, de Joaquín Escobar.

Asumir que la escritura -y particularmente la narrativa- tenga desde el fondo de su voluntad creativa un imperativo moral, parece un absurdo en los tiempos que corren, en que se prefiere el formato de fábula: ocupar, acariciándolo, el angustiado tiempo del lector en una historia que, como efecto colateral, produzca algún efecto de conciencia social. Mas la evolución de los estilos no pasa en vano ni independientemente de los descalabros históricos, y una obra que respire desde el principio su intención moral, desde su concepción más íntima, no puede dejar ya de ser monstruosa -como de algún modo ya lo vislumbró Sade en el umbral de nuestra experiencia como humanidad moderna.
Esto viene bien a propósito de Se vende humo (Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2017), de Joaquín Escobar (Santiago, 1986), una serie de historias que se interconectan en forma de mosaico, logrando conformar con ello una postulación completa de cosmos narrativo que, partiendo desde la oferta de una crítica moral de la vida cotidiana en sentido propio, es capaz de destruir toda posibilidad del cómodo pacto narrativo naturalista retomado por buena parte de nuestra novelística joven contemporánea, para adentrarse en una genuina tentativa grotesca.
La originalidad de esta construcción grotesca es precisamente lo que produce en la colección una crítica extra-moral, al apelar a problemáticas mucho más fundamentales y globales con respecto a la sociedad contemporánea. El procedimiento para ello es que, más allá de lo grotesco cumplido -lo cual implica acá la metamorfosis en lo real que supone la alucinación y la subversión continua del pacto narrativo, así como la indeterminación de los mismos sujetos en cuanto agentes perceptivos-, se agregan como elementos tematizados la cultura intelectual moderna y, más aun, la teoría crítica, mas tematizados en la medida en que son reducidos a sus remanentes estéticos, vaciados de un contenido que parece haberse percolado hacia la base misma de la escritura.
La metamorfosis de lo real acá, su efectiva monstruosidad, no aparece en su forma tradicional, como el desafío de una naturaleza indomable, sino como una sobrenaturaleza incontrarrestable y corrosiva. Así, el flujo de información en la superficie del texto, que reproduce incansablemente la sobreestimulación mediática masiva del Chile actual -el fútbol, música popular, redes sociales-, tan solo encubre a medias la distorsión basal que produce una crisis social devenida permanente, en el estado más avanzado de descomposición social, en los mismos procedimientos narrativos.
Los escenarios de Se vende humo muestran a personajes que, a fuerza de exponerse a la fragilidad, vulnerabilidad y transitoriedad de sus nexos sociales, acaban escindiéndose de cualquier percepción universal y coherente de lo real: el correlato de esta concepción narrativa es, claramente, el ensayo de Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida, desde el cual bien puede colegirse una de las claves centrales del texto, presente en el título y en la recursiva apelación al vender humo. Este humo parece revelarse como el subproducto del proceso de disolución de los sólidos, enunciado por Marx como símbolo de la operación que la burguesía históricamente ejecuta sobre las formas sociales que obstaculizan el libre desarrollo del capital. Por ello es que las supervivencias ideológicas en el libro de Escobar son formas muertas, meras imágenes de realidades caducas. Dada esta plétora de imágenes volátiles, irreales y transitorias, inhábiles para construir realidad histórica, resulta evidente que la alucinación es un procedimiento necesario para retratar este cosmos narrativo. La cultura literaria -si bien sería adecuado acá llamarle libresca, por cuanto lo propiamente literario depende de formas de difusión y sociabilidad que en este cosmos de Se vende humo ya se han hecho impensables- es, por tanto, también tematizada como el reflejo en la conciencia de los personajes de la extrema levedad de una vida reducida al vacío como su posibilidad única, en la plena etapa postcultural a la que se refiere George Steiner en un ensayo ya clásico.
Los personajes de los relatos habitan en una permanente inquietud intelectual, que bien se puede entender como un padecimiento. En un poderoso salto diferenciador con respecto a buena parte de la narrativa joven actual, la angustia existencial sabe reconocerse acá como angustia histórica, un malestar cultural integral que les lleva a asumir lo político como una pesadilla estética sobre un vacío social en que se ha agotado hasta la sombra de la posibilidad ética. Así, las recurrentes fantasías de guerrilla urbana se ofrecen como eficientes vanitas de una era de disolución general, y la extrema estetización de la violencia se ofrece como camino de liberación alternativo al político, como sublimación propiamente patológica en una conciencia que anhela una paradójica habitabilidad sobre el vacío. Una permanente ansiedad tanática tendrá que ser la consecuencia, llevada al límite en la alucinatoria fantasía distópica de La ciudad subterránea donde el esplín fue fusilado, el último relato propiamente tal, cuya simbiosis con formas poéticas solo puede desembocar en Diversos objetos que se desparraman en el fondo del mar, en que el mismo sujeto solo puede reconocerse deshecho en objetos remanentes que representan a la memoria en su enumeración.

Retrato sombrío del fin de la cultura humanista como posible centinela del desarrollo histórico y, en alguna medida, del extremo nihilismo des-fundamentando la construcción social, Se vende humo es en sí una perfecta contra-fábula, al apelar más que a una objetividad moral y constructiva, a la subjetividad escindida de individuos solitarios, librados al flujo destructivo de un mundo en que todo evento es alucinación, espejismo íntimo, los cuales solo pueden ser destruidos como castigo por el humo de su extravío perceptivo, ya tomada la culposa conciencia del humo de su contenido moral, su formación dentro de una cultura que tan solo es vestigio. Joaquín Escobar, más allá de cierto exceso en la proliferación de imágenes y figuras sobresignificadas -que, por otro lado, debe ser juzgado en el marco de lo grotesco como forma-, deja ya en su primer libro la muestra consistente de una escritura reflexiva y sin miedo a lo monstruoso que, al menos en nuestro país, tiene muy pocos representantes efectivamente lúcidos, sumándose a una otra narrativa que de a poco, con nombres como Cristian Geisse, Claudio Maldonado o Cristóbal Gaete, va tomando su lugar desde afuera, en un medio literario volcado demasiado frecuentemente sobre su propio ombligo.