En
una de esas a alguien se le ha ocurrido entrar a la poesía chilena
como a un archivo, asumiendo que podría bien analogarse a una
biblioteca con sus registros exhaustivamente puestos al día año
tras año por una legión incontable de expertos, y dudo mucho que
pudiese salir del edificio con alguna conclusión limpia y precisa
sobre algo -incluso quizás ni siquiera pudo salir de ahí, con la
razón extraviada y fija en la contemplación de un inexplicable
“canon” que se equilibra en un evidente y mañoso truco de circo
sobre el precario y asimétrico volumen de armarios construidos a la
rápida.
No,
porque cuando hablamos de poesía no estamos hablando de un archivo.
Si se nos ocurriera ir a revelar algo sobre la poesía chilena, sobre
su voluntad íntima permanentemente azotada tanto por los turbulentos
vientos de la historia social y nacional como por las modosas y
cíclicas oleadas de inquietudes intelectuales que para bien o para
mal han recorrido el Atlántico desde el simbolismo francés hasta la
experiencia estética del margen, si es que quisiéramos dejar ver un
fondo que revelara su ser misterio, habría que pensar mucho
para hallar mejor manera que la de Claudio Guerrero Valenzuela
(Santiago, 1975) en Qué será de los niños que fuimos.
Imaginarios de infancia en la poesía chilena
(Valparaíso: Inubicalistas, 2017). La apelación a la infancia es
aquí una clave de lectura iluminadora en el sentido de lograr
entregarnos una geografía, un
plano en que se puede postular trayectos de la mirada, y
así hallar, ya
realizado el ejercicio, si no
respuestas, la articulación correcta de preguntas.
Esta
tipología de la niñez chilena, según la define el
autor, se fundamenta en un corpus de poesía nacional que sabe no
ser estrictamente completo para
estar a la altura de una necesidad mayor: evitar el
reduccionismo que no solo la comodidad, sino que una extemporánea
exigencia de coherencia, acosa a toda actividad estética en épocas
críticas. Acá hacía falta salir de la comodidad y entregarse a la
extrema flexibilidad que el mismo objeto de estudio, en cuanto modo
de escritura, dicta a la
elección del corpus y su tratamiento. Así,
el trayecto primario entre los posibles -el que parece más obvio,
desde José Martí a Angélica Panes-, se nos diversifica como
un árbol
en que sus ramas no parecen terminar en los autores seleccionados,
proponiendo
lecturas
abiertas,
no tan solo a obra poética o literaria, sino a la historia social,
política y hasta médica o jurídica. La mirada del autor sabe ver
en
la poesía el reflejo
de las condiciones de vida
más allá del arte, con una perspicacia que llega a hacérnosla
comprensible, propia en
cuanto parte de una historia social en permanente estado de pregunta,
de expectativa crítica.
Y
esta perspicacia, esta
nitidez, es tanto más
importante en cuanto
la poesía no es nítida, en
cuanto su mayor capacidad de reflejo se da misteriosamente en la
mayor autoconciencia de su capacidad propia y exclusiva de hacerse
una historia en sí misma, un mundo en sí mismo que se resiste a ser
leído si no es desde dentro de su propia casa. Así, el poder pensar
al niño en diversas poéticas implica el que no solo se
le considera cuando es
referido como un ser empírico, sino también -como Guerrero plantea
de manera atrevida y
eficiente en los casos de Delia Domínguez o Vicente Huidobro- en
cuanto ser símbolo, y hasta en cuanto enigmática ensoñación en el
Poema de Chile, tan
poco considerado aun a los ojos de nuestra historia literaria y que
en Qué será de los niños… aparece
casi como una vindicación en
profundidad de la escritura mistraliana en
conjunto. Esto supone ir más
allá del doble dilema de entender la poesía bien como un dictado
inspirado desde una ceguera vidente, bien como una astuta herramienta
de registro político-ideológico; en esta investigación vemos que
la elusiva e inabarcable productividad propia de la poesía debe ser
escuchada antes que leída, que sus ecos sobre la experiencia propia
deben saber ser el punto de partida para pensar en una noción más
amplia de experiencia de la
que se pueda con justicia y propiedad
hablar, que la definición
del objeto de estudio debe darse en un susurro mentiroso y guardarse
bajo las siete llaves de una
fértil intuición.
En
este sentido, el carácter eminentemente situado
de esta
investigación resulta ser la garantía para su capacidad conclusiva.
El texto inicial, Poesía, memoria, infancia,
no olvida referirnos a la experiencia del autor como in-fante,
asumiendo que este
producto
se fundamenta en ese tiempo de escucha, miedo y juego que toda
una generación debió pasar
bajo una dictadura que utilizó
mañosamente
y objetualizó en
el imaginario
público a la figura infantil cuya postulación supo ser
preponderante previamente en
la construcción ideológica de las alternativas populares al
régimen oligárquico, una
dictadura que, en fin, supo cavar un abismo violento entre una vida
de adentro -privada, segura, familiar- y una vida de afuera que se
hizo peligrosa, huérfana y solitaria, imagen de un abandono que
desde ya estaba resonando en los orígenes de la
postulación del imaginario
infantil. En el intento por
comprender cómo el niño de Pezoa Véliz o Teófilo Cid aparece un
siglo después en Diego Ramírez o Angélica Panes, se encuentra un
juicio sobre la historia social de Chile que resulta esencial como
pregunta implícita y virtualmente imposible de responder desde la
palabra o la antropología, si bien acaso pueda alguna vez serlo
desde la política, esa política grande que hace tanto llevamos
esperando y que,
precisamente, tendría que ser pregunta y respuesta en nosotros
mismos como personas más que como poetas o investigadores. El
libro de Guerrero funciona así como una interrogante que, al tiempo
de conectar la producción de escritura con la vida social en el
sentido más íntimo en que esta
se manifiesta, está aludiendo a un momento perdido de comunicación
entre la vida intelectual y la experiencia de
un país que tiende
a hallar
cada cierto tiempo en
la figura del niño precisamente un extravío, un abandono y una
deriva dolorosa.
Digo,
hallar en la figura del
niño, precisamente en cuanto esta, a fuerza de presentársenos
reiterada y multiforme en
las 250 páginas de Qué será de los niños…,
se nos hace mera construcción
mental. Guerrero sabe apuntar a la potencia crítica de su tema, en
cuanto este es un paradigma imposible: no es solo que hablemos de la
voz de un in-fante o
la escritura de
quien aun no deja de jugar como actividad esencial y justificada en
sí misma, es que en esta figura la predecible pubertad -y con ello
el deseo, la voluntad dirigida- se nos señala como horizonte de
muerte, como daño. No es casualidad entonces que el título salga de
un poema en que este particular ser-para-la-muerte,
para quien todo riesgo es el
riesgo supremo, se
presenta como un enigma que parece indicarnos que aquí, precisamente
en esta imagen de niño, está comprimida toda una pregunta
gnoseológica, una inquietud radical sobre cómo nos
alzamos al conocimiento y a la responsabilidad sobre nosotros mismos
que esta imagen acarrea. Esta imagen, digo,
porque a fuerza de hacerse
objeto crítico
en plenitud,
no puede cuajar en figura, no se hace visible: al fin, un espectral
índice de algo que vive -o yace- en los cimientos de la estructura
social que nos conforma como personas y ciudadanos, y
sin el cual tampoco podríamos comprender la misma existencia social
en el desarrollo de nuestra historia.
Guerrero
no se olvida tampoco de hacernos ver la transparencia de este símbolo
en términos que resaltan esa presencia ausente, espectral de la que
hablaba antes, examinando momentos en que la naturaleza se despliega
como infancia de la civilización o la provincia como infancia de la
metrópolis, lectura implícita en la mirada lárica. El niño, desde
esta perspectiva, se puede leer en cuanto figura mítica; mas cabe
resaltar que acá dicho aspecto se
reúne topológicamente en
un capítulo con la niña
desaliñada del testimonio
infantil de Violeta Parra y la problematización del espacio natural
que se aprecia en el contraste de
la obra de Neruda con la de Nicanor Parra. Vale decir, la
investigación sabe bien eludir la tentación de una lectura que
llegue a pretender una hipótesis de perspectiva única. Sería
asombrosa la cantidad de opuestos que podríamos mencionar como de
imposible complementariedad, partiendo del que este y el párrafo
anterior parece llamar a superficie -Lihn-Teillier-, y esto le da al
lector de Qué será de los niños… la
inquietud por armar una cartografía mental propia y personal de este
árbol, virtud que escasea en casi la totalidad de los estudios sobre
poesía que diversifican las
poéticas en la elección de
sus objetos de estudio.
No
cabe sino invitar a los lectores a marearse con gusto en este extenso
e intenso estudio, entrando al juego de escondidas que implica el
rescatar la traviesa silueta de
este niño, que salta del bosque a la biblioteca, de la calle a la
pieza oscura, del país que
ya fue al país que se sueña.
Un trabajo que en sí
constituye un desafío y que sabe retar al lector a leer y mirarse, a
sí mismo, leer.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario