Asumir que la escritura -y particularmente la narrativa- tenga desde
el fondo de su voluntad creativa un imperativo moral, parece un
absurdo en los tiempos que corren, en que se prefiere el formato de
fábula: ocupar, acariciándolo, el angustiado tiempo del lector en
una historia que, como efecto colateral, produzca algún efecto de
conciencia social. Mas la evolución de los estilos no pasa en vano
ni independientemente de los descalabros históricos, y una obra que
respire desde el principio su
intención moral, desde su concepción más íntima, no puede dejar
ya de ser monstruosa -como de algún modo ya lo vislumbró Sade en el
umbral de nuestra experiencia como humanidad moderna.
Esto viene bien a propósito de Se
vende humo (Valparaíso:
Narrativa Punto Aparte, 2017), de Joaquín Escobar (Santiago, 1986),
una serie de historias que se interconectan en forma de mosaico,
logrando conformar con ello una postulación completa de cosmos
narrativo que, partiendo desde la oferta de una crítica moral de la
vida cotidiana en sentido propio, es capaz de destruir toda
posibilidad del cómodo pacto narrativo naturalista retomado por
buena parte de nuestra novelística joven contemporánea, para
adentrarse en una genuina tentativa grotesca.
La originalidad de esta construcción
grotesca es precisamente lo que produce en la colección una crítica
extra-moral, al apelar a problemáticas mucho más fundamentales y
globales con respecto a la sociedad contemporánea. El procedimiento
para ello es que, más allá de lo grotesco cumplido -lo cual implica
acá la metamorfosis en lo real que supone la alucinación y la
subversión continua del pacto narrativo, así como la
indeterminación de los mismos sujetos en cuanto agentes
perceptivos-, se agregan como elementos tematizados la cultura
intelectual moderna y, más aun, la teoría crítica, mas tematizados
en la medida en que son reducidos a sus remanentes estéticos,
vaciados de un contenido que parece haberse percolado hacia
la base misma de la escritura.
La metamorfosis de lo real acá, su
efectiva monstruosidad, no aparece en su forma tradicional, como el
desafío de una naturaleza indomable, sino como una sobrenaturaleza
incontrarrestable y corrosiva. Así, el flujo de información en la
superficie del texto, que reproduce incansablemente la
sobreestimulación mediática masiva del Chile actual -el fútbol,
música popular, redes sociales-, tan solo encubre a medias la
distorsión basal que produce una crisis social devenida permanente,
en el estado más avanzado de descomposición social, en los mismos
procedimientos narrativos.
Los escenarios de Se vende
humo muestran a personajes que,
a fuerza de exponerse a la fragilidad, vulnerabilidad y
transitoriedad de sus nexos sociales, acaban escindiéndose de
cualquier percepción universal y coherente de lo real: el correlato
de esta concepción narrativa es, claramente, el ensayo de Zygmunt
Bauman sobre la modernidad líquida,
desde el cual bien puede colegirse una de las claves centrales del
texto, presente en el título y en la recursiva apelación al vender
humo. Este humo parece revelarse
como el subproducto del proceso de disolución de los
sólidos, enunciado por Marx
como símbolo de la operación que la burguesía históricamente
ejecuta sobre las formas sociales que obstaculizan el libre
desarrollo del capital. Por ello es que las supervivencias
ideológicas en el libro de Escobar son formas muertas, meras
imágenes de realidades caducas. Dada esta plétora de imágenes
volátiles, irreales y transitorias, inhábiles para construir
realidad histórica, resulta evidente que la alucinación es un
procedimiento necesario para retratar este cosmos narrativo. La
cultura literaria -si bien sería adecuado acá llamarle libresca,
por cuanto lo propiamente literario depende de formas de difusión y
sociabilidad que en este cosmos de Se vende humo
ya se han hecho impensables- es, por tanto, también tematizada como
el reflejo en la conciencia de los personajes de la extrema levedad
de una vida reducida al vacío como su posibilidad única, en la
plena etapa postcultural
a la que se refiere George Steiner en un ensayo ya clásico.
Los personajes de los relatos
habitan en una permanente inquietud intelectual, que bien se puede
entender como un padecimiento. En un poderoso salto diferenciador con
respecto a buena parte de la narrativa joven actual, la angustia
existencial sabe reconocerse acá como angustia histórica, un
malestar cultural integral que les lleva a asumir lo político como
una pesadilla estética sobre un vacío social en que se ha agotado
hasta la sombra de la posibilidad ética. Así, las recurrentes
fantasías de guerrilla urbana se ofrecen como eficientes vanitas
de una era de disolución
general, y la extrema estetización de la violencia se ofrece como
camino de liberación alternativo al político, como sublimación
propiamente patológica en una conciencia que anhela una paradójica
habitabilidad sobre el vacío. Una permanente ansiedad tanática
tendrá que ser la consecuencia, llevada al límite en la
alucinatoria fantasía distópica de La ciudad subterránea
donde el esplín fue fusilado,
el último relato propiamente tal, cuya simbiosis con formas poéticas
solo puede desembocar en Diversos objetos que se
desparraman en el fondo del mar,
en que el mismo sujeto solo puede reconocerse deshecho en objetos
remanentes que representan a la memoria en su enumeración.
Retrato sombrío del fin de la
cultura humanista como posible centinela del desarrollo histórico y,
en alguna medida, del extremo nihilismo des-fundamentando
la construcción social, Se vende humo
es en sí una perfecta contra-fábula, al apelar más que a una
objetividad moral y constructiva, a la subjetividad escindida de
individuos solitarios, librados al flujo destructivo de un mundo en
que todo evento es alucinación, espejismo íntimo, los cuales solo
pueden ser destruidos como castigo por el humo de
su extravío perceptivo, ya
tomada la culposa conciencia del
humo de su contenido
moral, su formación dentro de una cultura que tan solo es vestigio.
Joaquín Escobar, más allá de cierto exceso en la proliferación de
imágenes y figuras sobresignificadas -que, por otro lado, debe ser
juzgado en el marco de lo grotesco como forma-, deja ya en su primer
libro la muestra consistente de una escritura reflexiva y sin miedo a
lo monstruoso que, al menos en nuestro país, tiene muy pocos
representantes efectivamente lúcidos, sumándose a una otra
narrativa que de a poco, con
nombres como Cristian Geisse, Claudio Maldonado o Cristóbal Gaete,
va tomando su lugar desde afuera,
en un medio literario volcado demasiado frecuentemente sobre su
propio ombligo.
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