Por
fuerza de nuestra época en que el horizonte único parece
comprimirse en rabia, dentro del gran flujo de lo que se publica en
Chile una buena parte corresponde a la denuncia de las condiciones
existentes. Es más, al final de cada día, seguro que a todos nos
toca musitar nuestros propios poemas con que celebramos
el
estado del mundo después de la jornada de trabajo y los noticiarios,
y esos textos no deben ser tan distintos en tono con respecto a la
masa de letras impresas armadas contra la injusticia. Y con todo ese
dinosaurio sigue allí, y no importa mucho que ganemos cada vez más
conciencia de sus escamas. Nuestra crítica privada no le hace daño
a la bestia, y lo que se publica -considerando cuanto se lee
realmente de la poesía nacional- difiere harto poco,
cuantitativamente hablando, de lo privado…
El
tema es cómo hacemos que haya textos que se hagan realmente
necesarios. Hace tiempo que se requiere algo más que el amplio
aliento para esa literatura política posible que acompañe el paso a
tropiezos hacia una posible conciencia social emancipatoria, y el
buen temple nerudiano, buen hijo del frente popular, no podía sino
quedar en la historia como el gran monumento de una fértil
colaboración de clases en pos de nuestra modernización como país.
Y de esa modernización ya reconocemos los costos: la espantosa
separación entre lo que el mundo capitalista constituye y lo que
desea mostrar de sí mismo. El poeta de antes, consciente e
imaginativo, no podría sino quedarse mudo, en una petrificada
inquietud ante una racionalidad que ha terminado por constituirse
desde el absurdo más completo.
A
esto apuntaba Guy Debord, al referirse al arte
en su época de disolución,
al asumir que la vanguardia de este no podía ser sino su
desaparición. Los poemas hijos del arte vienen bien ante el
heroísmo, se fundamentan precisamente sobre esa persona que logra
alzarse frente al mundo y afirmar su propia y orgullosa existencia
-sugiriendo claro, que el héroe final es la conciencia justiciera
del autor… Pero ante este egocentrismo, ¿no es más deseable la
nota fría, separada, del cronista?
Poemas
crónicas… Estos
forman Electroshock.
Por
cierto, la crónica también resulta ser siempre subjetiva y puede
incluso tener toques poéticos, pero este género, harto más nuevo,
se piensa desde otro lugar. A falta del resabio ritual del aura
poética, la crónica debe hacer valer el prestigio de su modernidad,
debe afirmar la exactitud de su impresión precisamente desde su
extrema subjetividad. Esto es, yo me paro ante el paisaje, yo sé lo
que veo, yo lo registro y yo opino. Sencillo y sin versitos…
Pero
no hay cómo pararse como una máquina a registrar los sonidos y las
vistas. Detrás del riesgo extremo de esta geografía de la
catástrofe está acechando como un amenazante y burlón asesino lo
inconmensurable del horror fundacional del sistema, un psicópata la
sola sospecha de cuya presencia hace temblar los dedos sobre las
máquinas electrónicas y hasta sobre el lápiz. Sin el dato de ese
sombrío e irracional criminal la crónica queda falazmente limpia de
una violencia que se presiente en cada poro; con este horror presente
y enfrente no se puede escribir sino un poema, que, ya sabemos, no
podrá dejar de ofrecernos esa mudez impotente del autor, ese deseo
urgente por escapar del verbo hacia el plurisignificante silencio
–esa deriva emocional, la clave última del ritmo poético.
En
resumen, ni la poesía ni la crónica nos pueden entregar ese escrito
necesario del que hablaba al principio; tendríamos que pensar en
plantearnos más seriamente esa fractura entre lo que duele hasta no
poder nombrarse y lo que desea dejarse nombrar en calma y
juiciosamente como inocente “dato”. Cuando en Electroshock
se emprende esta poema
crónica,
me parece que se asume la necesidad de una crueldad sobre el lenguaje
y sobre nuestra voluntad artística si es que uno quisiera acercarse
a una función que sepa integrar la emoción íntima y la crítica de
las condiciones en el mismo gesto. Inevitable movimiento doble: hacia
el afuera indigno, primero, pero hacia la propia conciencia después.
El registro debe incluir la internalización de la crítica, con el
mismo sujeto-artista como objeto sometido, y ya no héroe.
La
salida del dilema, creo, no anda muy lejos del corazón más profundo
del oficio poético: ¿no constituía el mandato dionisíaco el
expresar en melodías la desmesura de la naturaleza, según la
expresión de Nietzsche, en
placer, dolor y conocimiento?
¿No presenta el entusiasmo poético desde antiguo esa separación
entre la realidad cotidiana y la vivencia imposible del trance? ¿No
se entregó el arte como mago para sublimar lo espantoso en la
tragedia y descargar cómicamente la náusea del absurdo?
Estas
intuiciones nietzscheanas, me parecen una de las puertas para
entender cierto tono que pega en los ojos de quien lee Electroshock:
el violento sentido irónico, que sabe llevarlo varios pasos más
allá -o acaso más acá, más cerca del lector- del panfleto, arte
de mala fama pero resilente como ninguno a los cambios en los modos
de la época. Y esto porque Rosa sabe distinguir, creo, aquello que
en la rebajada forma del panfleto constituye su eterna buena salud
-su capacidad destructiva-, pero también reconocer la necesidad de
otra función, que el texto de contingencia pura no puede cumplir: el
deber de saber quebrar el caleidoscopio de la imagen de orden que las
clases dirigentes de todos los tiempos se ingenian en armar y rearmar
según la fortuna de su saqueo. Y esto no es trabajo fácil: requiere
identificar el sector más débil, pero también el central, del
cristal para saber golpear y hacer consciente lo artificial, y hasta
lo burdo de lo hechizo, digamos, la crítica escenográfica de la
copia feliz del Edén.
Y
esto precisamente es lo que se nos muestra
merced
a este mestizo poema
crónica.
El verso aéreo, y hasta inspirado, coexiste en una pareja mal
avenida con los titulares de los diarios, que llegan a interrumpir la
posibilidad de una lectura en voz alta, melódica y pública -la
escena original de la experiencia poética- de los textos merced a la
falaz planicie moral que impone la regla periodística sobre la
conciencia dolida del hablante. Pero el proceso sabe mostrarse como
su opuesto: el medio que vocea su información -que ni disimula la
presuposición de una unidad y armonía social originaria,
presuposición que hace posible al periodismo cotidiano de clase
burguesa- debe ser sometido a una forzosa y violenta operación de
interrupción por parte de esta conciencia poética que desajustada
desea desajustar en una instintiva y dialéctica búsqueda de un
equilibrio.
Acaso
este equilibrio se deje ver en el centro físico del libro: en que la
rabia que no deja de aflorar el volumen –pura ironía direccionada-
reconoce su desde
moral en una precaria, mas sólida, intimidad. El sostenido y
reafirmante ser mujer, expresado en ese amor áspero,
rústico, rudo y
huraño
–metamorfoseado en la serie estrófica en adiós
apagado-,
dice más de algo en su aparente descalce estilístico: el momento
afirmativo es precisamente el marginado cultural y hasta
biológicamente, en una construcción que sabe hacer (re)saltar la
tensión trágica clásica en que lo femenino era precisamente el
elemento negativo o contradictorio. En esta nueva tensión trágica
la irrupción problemática hacia la superficie del texto será la de
María
niña crucificada en
titulares de prensa, y la negatividad –tal como en la poderosa
intuición de Sade- constituirá el impulso fundacional, la Ley, de
la construcción social nefanda que ha conducido a la niña en su
círculo eficiente de marginación y castigo, construcción que sin
fondo puede solo ser abismal y que se totaliza como recinto de
reclusión, en la imagen de ese CTD, paradigma espacial de ese
sistema
que
vale
callampa.
Así,
el sistema ostenta su contradicción de forma abierta, desfachatada y
violenta: los sacerdotes entregan las llaves del infierno y la
violencia de la represión social se ejerce ya no contra algo
efectivamente amenazante sino contra el más débil, legando la
gloria solamente a quien se revela como digna personificación de la
historia social y económica en cuanto violencia –me refiero a
Guillermo Luksic en el primer poema del libro. Por ello, el fascismo
ya no asume el rol de enemigo primordial en esta orden
de batalla
en el plano simbólico que constituye la poética social dialéctica,
internalizada, de Rosa, sino que las fuerzas políticas que
precisamente pervierten la conciencia social con el enmascaramiento
como su signo de bautismo: esto es, la social democracia, sin duda la
gran inspiración tras el diseño social del estado chileno durante
gran parte del siglo XX y lo que va del XXI, antes y después del
golpe del 73: esa
güisqui izquierda
que
amarra los signos,
haciendo que
un slogan convertido en hostia / a golpe de incienso en el congreso /
consagra dogmas.
La poética de Electroshock,
entonces,
sabe que no puede luchar a palabras con quienes detentan el monopolio
de la fuerza; su lugar se ha definido nítidamente dentro de la
compleja lucha ideológica por devolverle a la palabra su rol de
llamar a los objetos con su nombre correcto, arriesgando en ello que
se pueda llegar a ese momento en que la palabra no sea
suficiente.
El
devolverle a ese mundo su reflejo grotesco, esta es labor densa, en
que mantener el temple irónico requiere sacrificios. Más acá de la
seca fotografía, impone el claroscuro goyesco de lo monstruoso: lo
grotesco en Las
vi llorar en Temuco o
A
él lo llaman Jesús,
rinde una atmósfera expresionista que llama al exceso, en una herida
autoinflingida en la superficie del ojo -el ojo que vemos reiterado
en las presentaciones más de piel
del
libro. A la limpia invocación a los muertos de la clásica elegía
socialista, sucede acá la invocación de estos en su real estado, en
que aparecen visibles esos cuerpos
desnudos atrapados mordidos insulsos entrañados / arrastrándose por
el estrecho corredor de un rojo cuento de hadas,
que parece tan solo constar en la conciencia adolorida del hablante.
Estos doloridos antiguos y los que parecen ya muertos en el espejo
deforme cumplen amargamente con su objetivo: romper un
disciplinamiento, hacer conciencia al golpe de la vista, dar el
shock, descuadrar una sociedad que ha aprendido a definirse desde la
cuadrada y patriarcal ley de un padre ausente que dicta y castiga
precisamente desde la omnipotencia que ha adquirido en la opaca vida
a medias de este mundo. Digo vida a medias, vida contaminada por la
muerte: como el lugar sin nombres que solo podría tener asociado a
él la sombra de un dictador que no quiere desaparecer aun.
Habría
que definir los nombres, alumbrar las letras de esa tumba, reconocer
de una vez una realidad habitable. Por ello Artaud sabe orbitar esta
lírica interrumpida y entrecortada como testigo viviente de un
espacio no disciplinable, de una rebelión que no resiste el registro
del papel, de una conciencia que asume la inexistencia de límites de
lo posible y reconoce el poder de este posible
–mundo, relación social, justicia, Vida- al enfrentarlo a un mundo
en trance de desaparecer. La analogía entre el shock eléctrico y
aquel histórico se hace acá problemática en grado superlativo: ¿es
que necesitamos ese dolor, ese despertar que es borradura de la
memoria para vivir una historia que presenta, ella sí más que
nadie, rasgos psicopáticos, marcados por el deseo de ver lo que no
hay, y no ver lo que hay al frente?
Registro
de ese desespero de ver y de reconocer el dolor del quiebre íntimo
como parte de la experiencia histórica, esto es lo que cruelmente la
arriesgada performance literaria de Rosa nos echa a los ojos. Esta
rabia que salta al primer plano es síntoma, y nos lleva a reconocer
en el neoliberalismo, heredero de las más oscuras tradiciones de un
patriarcado racista, genocida e imperial un sistema desencajado de
sí, cuya violencia viene cargada de un abismo de sentido hijo del
dolor de siglos de golpes. La necesidad de esta poética está en
perfecta correspondencia con la necesidad amarga de la resistencia
íntima ante nuestra historia nacional y porteña. Es un grito con la
necesidad de tal alta-voz, que se escuche hasta la calle.
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