A
nuestra historia -a todas las historias- les place representarse el
mito de una armonía preestablecida. Del lado que sea de la lucha
política revela un apreciable beneficio ver al opuesto como el
disruptivo, aquel que quebró el ordenado camino de progreso -de una
economía nacional, de una clase, y hasta de una idea- que iba hacia
el triunfo final del bando propio. Es parte esencial de los mitos en
la base de la contienda ideológica que nos salta a los ojos en el
libro de historia, el documental de televisión, el afiche y hasta el
rayado del muro. Tiene épica, y hasta belleza a veces esa historia:
llama a la Gran Literatura, a la poesía, al gran fresco social
desplegado en los muros de las Grandes Alamedas, a la Marcha de los
Siglos de un Victor Hugo.
Mas
lo social, sabemos, tiene su propia lucha, y esta se nos entrega en
una toma de conciencia permanente, que avanza y retrocede, invisible,
que no salta a los ojos sino a la calle. Se resiste a ser escrita,
incluso, y está llena de penurias más bien cotidianas y sucesos que
acostumbran mantenerse a la sombra. Sacar la condición cotidiana del
que padece esa pequeña historia sin fin y arrastrar a los hechos a
la luz es labor de otro literato, que se decide a narrar la Comedia
Humana, como Balzac, la pellejería picaresca plena de dolores que se
graban e intentan pasarse a fuerza de mínimos festejos, que hiciera
en la vida de Aniceto Hevia nuestro Manuel Rojas, o en una esfera tan
significativa como la publicada en libro grueso, en el desarrollo
real y cotidiano de la información de masas, el periodista
comprometido.
Claudio
Rodríguez Morales (Valparaíso, 1972) habla en
Carrascal boca abajo (Santiago:
Das Kapital, 2017), del caso
real de una víctima de esa pasión por sacar a la luz lo que se
desea oculto, el periodista Luis Mesa Bell, asesinado el 20 de
diciembre de 1932, en un ejercicio novelístico que responde al mismo
apasionado afán de publicidad,
de llevar el hecho fuera del archivo subterráneo de la historia de
Chile, en que toda nuestra construcción ideológica moderna ha
querido dejar una evidencia horriblemente
nociva para el orden establecido: la que
nos recordará que la vida
social chilena está fundada sobre hechos encadenados de violencia,
cuya sangre y penuria ha dado siempre un rendimiento provechoso para
mantener un desequilibrio permanente entre las clases, que en la
macroestructura política genere una distancia -un misterio, un aura-
de los poderosos, la sombra de una motivación mística tras su
codicia y de una aparente omnisciencia.
Esto
tiene una importancia fundamental al hablar del año 1932, en
que el sistema político chileno es un emperador desnudo tras toda
una década revolucionaria
-la del
20 – y en
que la
estructura burocrática reveló patentemente su
legitimidad exclusiva en el
privilegio de la fuerza armada. A
la luz de un plano internacional marcado por una profunda crisis del
capitalismo, se dejó
ver la emergencia de proyectos revolucionarios cada vez más
conscientes, aun no nucleados
en torno a un Partido Comunista que
revelaba vacilaciones
importantes con respecto al
problema del poder, generando la reacción plenamente ideologizada de
una fuerza
que desde la posición conservadora, ya encontraba en el fascismo -en
pleno desarrollo en Europa como una nueva visión de lo político
desde el Estado- su propia forma de encontrarse con el ánimo de
renovación que un sistema ya vacío de sentido histórico reclamaba
a gritos.
En
vistas de lo anterior, no es casualidad que Rodríguez ponga en el
primer plano del telón de sus escenas dos fuerzas disruptivas: la
Nueva Acción Pública -que sería una de las bases para la fundación
del Partido Socialista de
Chile unos meses después de las acciones que vemos en la novela- y
la Nación -Milicia- Republicana. Este sesgo del cristal óptico
logra hacer resaltar el detalle de lo público que
está envuelto en los nombres de
estos grupos: ante el vivo
despliegue de los personajes que se mueven en ellos,
la acción de la política como Estado solo se nos transparenta aquí
como acción policial en el claroscuro más bien nocturno del
secreto, del Servicio de Seguridad que Mesa Bell bien calificó como
mafia, ligada a lo
delictual en su afán de llevar lo abierto hacia la oscuridad del
encierro y la muerte. Por
otra parte, en sentidos opuestos, Mesa Bell y Von Diermissen bregan
por sacar a la luz la energía social de clases sociales distintas y
en dirección de choque, no obstante su destino esté secretamente
ligado por lo secreto y lo no dicho. En el punto de encuentro de las
líneas de perspectiva están, en primer lugar, geográficamente, las
oficinas de Wikén, que asumen en este sentido una presencia casi
simbólica, al estar los periodistas que conviven en ellas en
sectores marcadamente en pugna y haber un interés expreso en el
control de su línea editorial, y, en segundo lugar, personalmente,
el personaje de Rebeca Ruiz Tagle, en que el conflicto social y
político se refleja en su desarrollo biográfico.
¿Por
qué hago este ejercicio arquitectónico? Porque muestra cómo el
rendimiento de esta novela sí cumple ciertos objetivos de
comprensión profunda de la acción; no seríamos capaces de ver, por
ejemplo, lo imprescindible del punto de fuga que lleva hacia la
figura de Leandro Bravo. Los segmentos en que este personaje aparece
nos remiten siempre a una búsqueda de reconocimiento que implica la
elección de una máscara. Al fin, Leandro nos abre la puerta a un
retrato psicosocial de un servicio secreto no muy distinto de la
Policía Política de Frei, la DINA y la CNI, o la ANI; esto es, la
inscripción en el estado de lo ilícito como soporte de la
legalidad, la fundamentación del régimen de clases en la
colaboración del desclasado. Estas paradojas son en general bien
remontadas a la superficie del texto; Leandro vive en la inquietud de
dejar el hogar y ya no ser visible, en la misma escena en que su
padre le dice en algún momento: Es que es tan lindo lo suyo, sus
pistolas, los autos, su placa, usted es el orgullo de la familia y el
mío, mijo. De hecho, la
relación con su padre ya es índice de una identidad en crisis. La
inscripción del lumpen como sombrío guardián del Estado hace que
el llamado a lo público por parte de la revolución o la reacción
nacionalista termine
haciéndose estéril, en
vistas de una conciencia de la clase trabajadora aun en lenta
elaboración. El personaje de
Leandro no puede sino ser
sombrío y está obligado a actuar en la oscuridad, y
salir a la luz bajo la máscara de su rol institucional.
El
lograr retratar en forma profundamente humana cada fracción de esta
escena política es un logro que sabe accederse
con
procedimientos muy efectivos.
La entrada a la intimidad de Mesa Bell -así como a la de von
Diermissen- se haría un ejercicio casi imposible si es que no
existiesen los relatos de Wilfredo Ruiz Tagle y Julio Müller Schmidt
(que
tienen relación de empleado-patrón),
geométricamente dispuestos como los narradores con mayor perspectiva
de los hechos -el primero con respecto a los hechos ya pasados, el
segundo con respecto al panorama presente. Se nos muestra de este
modo una visión histórica que ya pasó de la ingenuidad de la buena
intención o la mera
sociología para comprender
la motivación compleja de la
acción política; toda afirmación de credo ideológico de cada uno
de los personajes se revela como compuesta
de íntimos componentes vitales, y no puede sino ser el mártir y
centro de la novela el más humano de todos ellos: la novela es de
hecho, además de una trama formalmente policial, el despliegue
progresivo del mundo íntimo del periodista.
Para
esta construcción, el atrevimiento de Rodríguez me parece notable y
sumamente útil. No solo hay
libros creados por el autor
como fuentes,
sino que hay personajes
de ficción que cumplen de hecho el rol de hacer más palpable una
experiencia histórica real; la muerte de Karl Naegel y el suicidio
de Von Diermissen resultan de hecho claves para entender un
encadenamiento de violencias en la novela, que sabe involucrar los
asesinatos efectivos de Manuel Anabalón y Mesa Bell en una serie que
da de sí un plano general que de otro modo se haría imposible.
Esta
fidelidad a la vida, una que se revela con una verdad diversa a la
del libro de texto o al recuerdo fragmentario, logra al fin el
cometido más profundo de la aproximación literaria a la verdad:
revelar sus presagios. Como Benjamin bien supo expresar, los hechos
históricos solo acaban entendiéndose desde un futuro que los
re-conoce, que sabe ver las
marcas de una misma recurrencia tanto en el pasado como en sí mismo.
Esa porfía de la historia es la que funciona en Carrascal
boca abajo, y precisamente al
cerrarse tenazmente sobre sus propios y acotados acontecimientos
llama a una permanente reflexión: ya no solo sobre la violencia
política o la autocensura, como parecería a la primera lectura,
sino además sobre la
humanidad de lo político, o
lo que es lo mismo, la
inevitable recurrencia de lo
inhumano en lo político.
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