miércoles, abril 30, 2014

Textos en Antología ELOGIO DEL BAR, editada por Gonzalo Contreras

Ya haré una nota más extensa sobre este libro. Por ahora, comido por el tiempo, comparto mis textos que ahí aparecen.

LAS NOCHES QUE HAN PASADO –Y LAS QUE VIENEN


El alcohol sirve para salir de sí mismo: una de esas imágenes líricas que siempre se han repetido -aunque también podría ser de otro modo, el sentirse más adentro, el cuerpo entero un estorbo para hacer cualquier cosa. ¿Hacer qué, y es de interés hacer algo en esas condiciones, a esa hora, con ese aire, en ese lugar? En esas condiciones, con una seña todo está a la mano: es dejarse ir, dejar hacer.
Como sea, salir de sí o entrar en sí mismo alguna vez no fueron esos espantosos delitos contra la sociabilidad moderna, castigados con la infamia, el ridículo o el calabozo: hubo tiempos en que fue requisito fundamental tener a los capaces de tales desplazamientos en honras particulares y calma, para que pudieran escuchar a esos dioses que nuestra ciencia ha desterrado a la inexistencia –y si existe ahora algo así como un dios es el que le habla al claro, responsable y lúcido varón y deja escritos ordenados, bien guardados y de papel fino. Pero sea Delfos o nuestro Sur arrasado y arrasándose, el escenario se repite: sin este tan vituperado delirio químico no fue posible construir comunidades, encontrar las palabras precisas con que se habla lo importante, lo vital, intentar conocer el futuro o el pasado remoto que siempre resulta ser como ese futuro en el desorden del ebrio santo.
Sobra decir por sabido lo que hizo el avance de la cultura occidental hacia su razón: dejarle al artista todas esas viejas reliquias del desvarío, para tener cómo escucharlas en las pausas de su incesante vida hacia el Bien y la Virtud, cuando no al desquiciado para no tener que escucharlas. Y por cierto, para usar esas reliquias del desvarío.
La razón –entendida como el acotado recinto medido por el que han caminado los señores filósofos, frío como invierno sin viento- no ha elevado revoluciones ni sabe cantar. Para cada avance de su heroico periplo, metió la discusión bares adentro, empujó las palabras y los conceptos para no decir lo que se suponía que debían decir, fundió y estiró las ideas en una juerga lógica que acabó en barricadas e himnos fáciles de memorizar, aprendidos a la sombra de los que la historia moderna insistió equívocamente en llamar cafés. Desde la aurora de esa razón hasta su fatal desfondamiento hacia la mitad del siglo XX, la botella y la jarra fueron vivas maestras en enseñar el camino para subir un escaño de libertad tras otro.
El alcohol fue, entonces, una amenaza más del orden establecido –y sus lugares blanco de una propaganda que no dejaba, y no deja, de tener sus seguidores bienintencionados. Claro, el exceso de alcohol intoxica, da una pausa a la mirada lúcida sobre la realidad, con el tiempo afecta los nervios y cada uno de los sistemas del cuerpo haciendo de la despreocupación pasajera la apatía permanente, y del castigo hasta justificado sobre la vitalidad desbordante de la vida activa un envenenamiento persistente y cruel: sin embargo, el celo inquisidor insiste en apuntar a esa sospechosa complicidad de los que en una mesa matan el tiempo, al ocio impune en que se sueña hablando, a la efusión libre de lo que el día se encarga de encerrar para que se haga productivo el animal humano. Fatalmente, con mínimas excepciones, productivo para otros –comerciantes de tiempo ajeno, amantes del día-: por lo general, los mismos que andaban con el evangelio de la productividad en la prédica.
Por eso es que no va a dejar de sonar mal la acusación de ebrios a los poetas –lejos peor que la platónica de mentirosos-, no porque deje de apuntar a una realidad bastante evidente (y es grosería hablar de algo tan obvio y pretender pasar con eso como inteligente, en especial si se habla desde el país mareado en que estamos), sino porque con eso se salta intencionadamente el papel de ese razonado desequilibrio que da el alcohol a la hora de juzgar algo tan imposible como el enigma nacional. Salir de sí mismo, por ello, termina siendo más que una trampa química, resulta una resistencia cuando un territorio encerrado en su propia ansia de productividad inerte no puede hacer otra cosa que seguir afirmando su nombrecito de cinco letras para llegar a ser algo más que una asociación más o menos cautiva de un par de agentes e infinidad de pacientes económicos. Es algo primordial y necesario lo que habla desde el desapego teillieriano y la proliferante ansia lihneana (ambos supuestos opuestos hermanados en su espaldarazo abierto a la supuesta lúcida razón infiltrada en la literatura por medio siglo de funcionarios más o menos responsables políticamente, en su sentido más pueril), algo más real y vital, como esa nada del organillo de Pezoa estratégicamente ubicada en la fonda a la que llegan los desplazados del campo y los pillos, algo de alcance más profundo y universal, como las tabernas rokhianas que alcanzan proporciones de locus cósmico en que se define el destino.
Las anchas espaldas de las Academias y sus aspirantes no dejan de hacer una gran muralla frente a cualquier sitio en que la magia de ese algo vivo e indefinible se haga fuerte y visible –y deje los cadáveres de estudio como eso que son: cadáveres de estudio. Pero el bar es el enemigo peor de todos: el precioso tiempo en que se forma la conciencia sociable –esa que se va haciendo conciencia social- es lo que está en disputa. Cada edad y época ha tenido su propia polémica entre ambas aulas, que son ambas formas de tomar en las manos el no sé qué que termina revelándose como la verdad de su respectivo tiempo. Y acá se hace la diferencia: cantar no es dictar clases.
Cantar no es dictar clases –y en que entre el armar palabras armónicamente y andar encontrando secretos haya esta analogía durante milenios yace, sin duda, una de las diferencias inquebrantables entre la taberna y la academia. Aquello que la filosofía del siglo XIX llamó desinterés o gratuidad para intentar establecer desde el escritorio la característica de las artes, se explica mejor cuando se palpa la dúctil sustancia del tiempo puertas adentro de los malos lugares, el abierto permiso a derivar y equivocarse –hasta a vivir equivocado, sabiendo que esa equivocación no lo es a la hora en que el mundo debe calcular cuánto ha dado quién en su permanente, tardío enjuiciamiento.
Hoy, en épocas de toque de cierre alcohólico y de cada vez más abstractos y vacíos deberes; hoy sí que nos falta Delfos, hoy sí que nos falta dejar la buena cabeza puertas afuera o adentro de vez en cuando. En una de ésas ya es tarde para andarse ordenando uno: quizá haya cosas más importantes, más luminosas o más oscuras que ponerse a ordenar. Y para eso no se puede estar así, tan sobrio y correcto, tan formal. Miren sólo en que andan ésos... 


 IN TABERNA


se vaivienen todos, se vaivienen, ¿qué celebran
si es que celebran –algún color hay
sobre el nombre del día aparte del rojo,
esta nada dejándose cegar en los ojos ajenos?
fácil, barata juerga –y ahora calma el alma.

el mañana es mañana al traer de nuevo
este vidrio, el espectro de la destrozada sociabilidad:
su canto. el logos serpentea serpiente,
con celo visible salva la atrevida tesis,
la idea en declive, el concepto en abismo,
vaciados –y se comulga rápido, pues no hay
para más, hasta la otra, y seguro que no faltará,
seguro que de nuevo, que otra vez.

y ante una nueva salud los ojos en los ojos
para el buen amor y el abierto paso
de las razones continuas, al son del pie,
el compás sobre el suelo. y el mismo fondo
de disco, los mismos carteles, el servicio
de siempre, cada vez más lejos el descanso
y para qué, para darse recuerdos, reírse.

se vienenciman, se deshacen, se entrampan
-y el vale no es jamás el que va a la mesa
con su número: una línea a la izquierda, arriba.

y el vértigo, el vapor de alientos -hoy
iba a ser un día tranquilo. ¿después,
ahora mismo, pagado y servido? sin fe
en nadie ya, dejan caer cada recuerdo
del adobe, las vigas, en dos doblada
cada percha y repisa, mientras abajo,
abajo, hay quien aún exige y exige:

la hora legal, la del estribo. desmemoriados
siguen bebiendo, encima cosechas enteras,
desplomadas, secas, sin etiqueta ni cera
falsa, sin párrafos para entendidos. ardía
la tarde hasta acabarse, de espaldas
cerraban los ojos –caían y caían,
sólo el aire. una sombra, un silencio,

aparecía el mundo.

sábado, abril 19, 2014

Una resistencia humanista: PAÍS SIN TERRITORIO, Bruno Serrano Ilabaca

No ha sido capricho el retrazado incesante de nuestra historia literaria reciente: procesos absolutamente conscientes en que participaron instituciones gubernamentales y no gubernamentales (de carácter político y de estudios sociales, más que netamente literario), editoriales y, por último, ciertos autores que escogieron un rol particularmente insidioso (pero bien pagado), fueron los responsables de decretar la anulación simbólica de una serie de poéticas, sabiendo que pasado el efecto de la operación de shock, éstas quedarían en una zona de exclusión, junto con sus nociones generales y las experiencias que fueron su origen. Es así como la representación cultural del Chile de la Dictadura tiende a presentársenos bajo la perspectiva del testigo externo -sea desde el extranjero o desde sectores sociales para quienes la política sigue siendo sólo, y estrictamente, un problema ideológico-, quedando en un crítico segundo lugar la producción que se vinculó a la experiencia misma, vital, de la represión política y la violencia social desatada.
Este carácter consciente e interesado de una operación político-cultural organizada y financiada institucionalmente, con fines específicos de reformulación simbólica, es lo único que me podría explicar el silencio sobre autores como Bruno Serrano Ilabaca (Chillán, 1943), que fue durante largos años una referencia imprescindible al pensar en la creación poética del sur de Chile. Por cierto, Serrano reúne aún todas las condiciones para no ser invitado al banquete permanente de autocelebración de la cultura de la transición: no sólo por haber pertenecido a la seguridad del Presidente Allende, haber sufrido persecución real y haber sido parte de la ONG Ser Indígena, sino por dejar en su poética un testimonio de su experiencia de vida comprometida en lo social y lo político.
Este testimonio, por supuesto, no es, no puede ser, reflejo fiel, si es que queremos hablar de una poética en sentido propio. La verdad de la poética de Serrano no surge de una pretensión de objetividad, sino de una puesta en sujeto profunda del devenir histórico. Vemos esto funcionando en “El antiguo ha sucumbido”, poema que da nombre a su primer libro, editado en 1979, en que una degradada situación social, marcada por la cesantía y la incertidumbre, determina un cambio en la conciencia del hablante hacia una responsabilidad ética radical, marcada por el autorreconocimiento:

Estoy contento Mujer de ser poeta
De amarte a ti entre todas las mujeres
Y tener hijos que berrean su derecho
a ser alimentados
           
            Estoy satisfecho de ser Hombre
            Y de sufrir cambiando el mundo

Ahora estoy aquí
Y sé que mi corazón se ha dado vueltas
caminando por las púas de esta vida
Entre un golpear de remos y de palas
            Entre un coger de peces y enterrar semillas
En un avanzar y retroceder contradictorio
            En un ser hombre al fin
            En un ser hombre al fin
    EN UN SER HOMBRE AL FIN

Las decisiones estilísticas, incluso, están marcadas por esta conciencia, que sitúa al hablante en un más acá del proyecto vanguardista de cambiar el mundo desde la creación, de algún modo, indisoluble a una historia particular que no es en absoluto la del hablante:

Ahora son mis poemas largos y concretos
No son Rimbaud
No son Baudelaire
Son poesía escrita en Chile
con más de mapuche aprisionado
que de Europa
Con manos callosas de trabajo
y no finas de descanso existencial

Es desde acá que la figura del poeta, sin dejar de considerarse como tal, se sabe parte de una comunidad: en la medida de reconocerse situado en un desplazamiento que ha dejado a lo propiamente humano reducido a la experiencia neta. Esto, en la radicalidad de su subjetividad, termina paradójicamente devolviéndole su vocación universal, por debajo de una adscripción a una supuesta “comunidad literaria”. Este desplazamiento de la situación de lo propiamente humano, la cultura y la comunidad posible, presente en varios autores que escribieron en la primera etapa de la Dictadura, con múltiples analogías a momentos históricos determinados -la literatura francesa durante la ocupación alemana, la española bajo el franquismo, etc.-, no ha sido quizás estudiado de una forma decidida en nuestro país; muy probablemente por haberse impuesto desde los 90 la visión de que era una poesía “mentirosa”, fruto de una impotencia vana ante la aniquilación completa y definitiva del pueblo como sujeto posible -la idea está enunciada de manera clara ya en 1979, en la Presentación de Raúl Zurita a La cultura autoritaria en Chile (Santiago: FLACSO, 1981) de José Joaquín Brunner. Sin embargo, ya es momento de asumir una lectura más profunda y situada desde la coyuntura actual, en que a nivel global podemos ver tensiones análogas bajo el signo de la penumbra posmoderna y lo que parece la crisis final de la posibilidad humanista.
En el caso de Serrano, el desplazamiento de lo humano bajo la Dictadura sabe tomar como paradigma al pueblo mapuche, que deja ver además un nuevo acento en la naturalidad de la experiencia contra una cultura de muerte. No se trata sólo de un sujeto histórico determinado, sino de una plena visión de mundo -en “Los mapuche antiguos no conocían el reloj” (de Olla común, 1984), la esclavitud del tiempo winka se hace equivalente a la noche, y a la enajenación de la tierra. Esta enajenación, en la plenitud del concepto, se marca poderosamente en los primeros libros de Serrano: no es sólo la enajenación del territorio ancestral mapuche, es el despojo del exiliado y la alienación del ser humano con respecto a su propia realidad social. De algún modo, el país entero se transfigura y se traslada hacia la utopía, es el Chile imaginario / en el territorio gris de la esperanza (en “País paralelo”, en Exilios, de 1983).
Entonces, el enfrentamiento en el que se compromete esta poética se trata, no del poder político ni de la mera supervivencia, sino de la lucha entre concepciones de mundo. Plena conciencia de esto se tiene ante “La otra guerra” (en Olla común, de 1984), esa enmascarada,

que nubla los ojos con slogan
y oferta modelos de cartón
con pies de barro.

Poema que se ofrece como síntesis de la determinación del compromiso de esta poética, en que lo visible -el consumismo, el materialismo, la entrega de los recursos del país- se hace una amalgama con procesos más profundos, que tocan la raíz de la identidad personal, cultural y nacional:

La destructora
que permuta el corazón
por otro importado desechable.
  
Es desde este lugar que hay que pensar lo erótico en la poética de Serrano, que se plantea como afirmación de una pulsión vital que señala una voluntad de resistencia. Si en los primeros libros la compañera toma la figura de un otro acompañante, que empuja a las definiciones de la acción -seña bastante común en la literatura comprometida-, desde Fin de muslo (1991) lo erótico va definiendo un espacio de libertad y autoconciencia que puede llegar a altos planos de lirismo, especialmente en El corazón tiene alas de ave de paso (2002), en que se despliega la experiencia de universalidad posible a través del cuerpo.

País sin territorio (Alquimia: Valdivia, 2013) resulta una referencia necesaria en el redescubrimiento -especialmente para la isla santiaguina- de Bruno Serrano Ilabaca, que ostenta una voluntad poética definida y justa, más allá de las mutaciones de coyuntura y forma que son, en él y otros autores testigos del impacto más violento de la Dictadura, especialmente marcadas. Resulta particularmente notable el prólogo de Michelle Riveros Celis, que recorre con atención y comprensión profunda los temas fundamentales de su poética, además de ser la responsable de una atinada selección de textos, que entregan una perspectiva integral en breves páginas.  

sábado, abril 12, 2014

Relatos de aprendizaje en una era vacía: DISCOCAMPIBG, de León Álamos

Es cada vez más escaso encontrar una calidad de estructura narrativa como la que ostenta León Álamos (San Felipe, 1979) en su primer libro de cuentos Discocamping (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2013). Esto, porque más allá de su preferencia por un naturalismo directo, se revela capaz de usar una sintaxis densa, propiamente elaborada, sin necesariamente oscurecer la lectura. El libro de Álamos es una muestra de que ocupar estructuras narrativas más complejas no es -como parece dictar, al parecer, el gusto dominante desde la “nueva narrativa” de los 80- un capricho elegante, criticable fácilmente como caduco o burgués; la construcción de los cuentos de Discocamping se haría imposible sin el fundamento de una concepción de mundo compleja, que requiere necesariamente un estilo a la altura. Esta complejidad es la de una percepción en construcción, un aprendizaje ético y estético.
Álamos sitúa preferentemente sus historias en el paso de la niñez a la adolescencia, en un momento axial en la percepción del mundo. Esta situación -característica de la Bildungsroman- tiene varias características de profunda resonancia en la construcción narrativa; baste nombrar dos. En primer lugar, el hecho narrado tiende a presentarse como hecho único y presente, actualizando la escritura el proceso mismo de comprensión -aprendizaje- que se ha ofrecido con aquél. Relatos como “Centro de madres” o “Patinaje (auge y caída)” saben dar cuenta de esto en un despliegue narrativo que sabe proporcionar imágenes deslumbrantes (propiamente poéticas) sin necesariamente convertir al lirismo el tono general del texto.
En segundo lugar, y en un sentido más profundo, esta receptividad esencial, característica de la experiencia de aprendizaje, se fundamenta en su situación fuera de lugar. El conjunto de relatos está atravesado por espacios que, sean o no efectivamente ajenos, se imponen violentamente a los personajes centrales, y su manifestación es variada y compleja. Se puede apreciar en la narradora de “Mirarte y derrumbarme”, con su obsesión por mantener su diferencia cultural con el entorno; en otro plano, en “Esperando a los huicholes”, donde los personajes, venidos de varios lugares del mundo a una comunidad rural mexicana, tan sólo viven experiencias que confirman un desarraigo radical; o en una dimensión aun más radical y culturalmente determinada, en “En el cantón de Neuchâtel”, en que en un plano de anticipación política, el desarraigo se “naturaliza” bajo una lógica administrativa supranacional. Un trabajo cuidadoso de la prosa sabe darle a esta inquietud una presencia real en la experiencia lectora, mucho más acá de la enunciación fría -”Mangaratiba” es, en este sentido, una muestra mayor.
Una de las características notables en Discocamping es que los relatos parecen ir mostrando una evolución hacia el abandono de un naturalismo ya efectivamente logrado. Los mundos narrativos presentes desde “Ensayo final” hacia el fin del volumen son menos directos, con atmósferas más sugerentes y llegando incluso a juegos de anacronía –notoriamente en el relato que da nombre al libro. La postulación de mundos posibles es efectuada en general con una notable solidez en el pacto narrativo. Sin embargo, en la misma medida, existe una debilidad que de inmediato salta a la lectura: el que la tendencia a la sugerencia llega a suprimir en exceso componentes argumentales o explicativos. Con todo, me parece que esto siembra una buena expectativa con respecto a la futura escritura de Álamos, cuyas características técnicas parecen naturalmente aplicables a unidades más largas, que parecen exigirse desde los procedimientos mismos.
En resumen, Álamos ya muestra en este primer libro un talento técnico sobresaliente, que logra despertar genuino interés a varias profundidades de lectura. Consciente del crudo vacío de nuestra postcultura, Discocamping sabe enfrentarlo con la ética bien asumida del rescate de la experiencia: el fundamento mismo del narrar.

martes, abril 08, 2014

Un exabrupto necesario: a propósito de PIEL DE GALLINA, de Claudio Maldonado

No es común -porque es alta la apuesta- que un libro decida desafiar las expectativas lectoras creadas por la extensa y compleja dinámica de conformación de gusto literario en circunstancias bien determinadas y locales. No es éste el lugar para darle vueltas al asunto -la sociología literaria es desde ya una disciplina espesa-; baste realizar una declaración somera: al momento de aparecer un desafío abierto ante los límites de la no escrita normativa canónica, el rechazo o la defensa de tal obra va a tener una muy especial distorsión ética, situada harto más allá de las características del objeto comentado. Lo que está en cuestión ya no es una forma de ver el libro de la disputa, sino la literatura y, por consiguiente, la situación de los sujetos con respecto a la cultura y la sociedad. Si esto resulta beneficioso o no para el autor y su escritura, depende harto de los tiempos y lugares, así como de cuánta conciencia hay efectivamente de que la discusión no era, en última instancia, en absoluto literaria.
Pensar en esto resulta vital cuando se tiene entre manos Piel de gallina (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2013), el discutido libro de Claudio Maldonado (Curicó, 1977); precisamente porque el ámbito en que nos estamos moviendo en la literatura nacional cada vez tiene menos que ver con textos y más con tomas de posición -hasta el punto de generar una verdadera nebulosa, en que resulta común tomar como discusiones ideológicas disputas bastante más reales y harto debajo de aquéllas.
El ruido que se ha generado por una mala crítica de Piel de gallina pasa por alto una consideración que me parece fundamental: no estamos hablando de una novela, al menos en el sentido canónico que el término ha adquirido en nuestra literatura. La forma en que Maldonado rompe sistemáticamente el pacto narrativo, es perceptible desde las primeras páginas del libro: Lizardo, el personaje central, no parece percatarse de que está en otro mundo; el lugar en que se ve confinado no es jamás definido -ni podría definirse- como un purgatorio o un infierno, constituyéndose en una especie de pesadilla que, por otro lado, nos vemos forzados a entender como un espacio no-imaginario, un mundo posible; se nos frustra cualquier búsqueda de la menor metanarrativa que nos permita desde afuera aventurar una lectura sobre la noción de realidad de la historia. Al dejar de buscar, debemos apelar a una ausencia de jerarquía de realidad entre el mundo en que Lizardo está en coma y aquél en el que él desarrolla sus peripecias, y en ese mismo instante, empezar a leer de otro modo.
Vale decir: estamos ante lo que Deleuze y Guattari describen en un libro ya clásico (Kafka. Pour une littérature mineure, 1975) como literatura menor, que se sitúa fuera y en tensión con el canon. No es que no hallemos un cruce con otras obras -autores como Rabelais, Kafka o Jarry no están para nada lejos de la voluntad narrativa de Maldonado-; es que un libro como éste necesariamente requiere un modo de lectura distinto, no como novela ni relato, sino como una máquina de sentido que desea formarse a sí misma. Dado esto, me atrevo a plantear que este libro sólo puede leerse poéticamente, asumiendo su forma como análoga a la de un poema.
El predominio absoluto de lo grotesco resulta particularmente comprensible desde este modo de lectura. La aparición de lo carnavalesco, en sus aspectos más primarios, accede sin regla ni medida alguna, manifestándose a cada momento en la pesadilla de Lizardo y fuera de ella: el mundo descrito está bajo una permanente deriva de transmutaciones, en las que lo humano se descompone bajo la parodia razonable del funcionamiento de instituciones que han asumido un rol marginal en nuestra sociedad -la administración y el medio económico de la provincia semi-rural, la educación municipalizada. Este funcionamiento, liberado a una inercia carnavalesca, termina subvirtiendo cada uno de sus fines supuestos, hasta hacerse análogo al movimiento ciego de la naturaleza. Lo pesadillesco se hace pleno al momento en que Lizardo no parece ver este mundo como otro: hasta lo más grotesco -como la instrucción de las gallinas a bien morir- parece, bajo su perspectiva, cumplir una continuidad con ese otro mundo de la vigilia, que parece (como indica “La cucaracha previsora”, escrito por un colega de Lizardo en el mundo real) contaminarse con la pesadilla inhumana que, con ello, adquiere una condición superior de realidad.
Quizás uno de los problemas que se dejan ver, después de asumir esta perspectiva, es la inconsistencia del mundo de vigilia. Los segmentos están escritos en su mayoría con estructuras de diálogo sumamente simples, que parecen trabajadas propiamente para no permitirnos una visión precisa del medio del cual surge el personaje, dándonos a conocer solamente la superficie -erosionada- de sus relaciones sociales. Muy probablemente, un trabajo distinto de estas secciones hubiera dado un resultado mucho más consistente -en un sentido neto de estructura- al libro. Otro tropiezo, probablemente más significativo, se da en el salto violento entre los modos de diálogo y las pausas descriptivas, que daña en exceso la verosimilitud del mundo narrativo del libro en general.
A pesar del menoscabo que los defectos que he mencionado producen en el desarrollo de la acción, Piel de gallina logra generar poéticamente un hecho literario nuevo, y esto no es poco decir. No es posible redundar en esto: las posibilidades de un efectivo dinamismo en nuestro campo literario nacional se fundamentan hoy -como siempre ha sido- en la aparición de textos que, desde la provincia, sean capaces de no sólo violentar temáticamente, sino formalmente, a la construcción de canon y la conformación de gusto que se da desde el centro normalizador académico y editorial que constituye la capital del país. Estos procesos se están dando con tal velocidad y tal capricho -como corresponde a un momento de crisis-, que exabruptos como el de Maldonado (que no es una excepción en este sentido dentro del catálogo de Inubicalistas) son un real aporte en medio de las ceremonias ya archiconocidas de nuestro medio literario.

viernes, abril 04, 2014

Una conciencia narrativa del vacío: EL TEMA ES COMPLICADO, Juan José Podestá

Se ha hecho costumbre, como un signo de los tiempos sobre el oficio narrativo, encontrarse con escrituras sobrecargadas de efectos extraídos sin coladera desde la post-cultura audiovisual, ansiosas de dejar en el olvido el carácter más propio de lo narrativo: el rescate de la experiencia en su sentido propio. Por ello, un libro como El tema es complicado (Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2013) de Juan José Podestá (Tocopilla, 1979) merece particular atención desde el instante en que salta a la vista una perspectiva que ninguna moda apocalíptica podría borrar del horizonte literario, y en sus variaciones más desafiantes: el registro de historias personales ubicadas en el margen del mercado de sensibilidades que al fin de cuentas constituye el campo narrativo de nuestro país, sea por lo mínimo de la anécdota o por la especial conformación de la experiencia cultural en la provincia chilena.
La escritura de Podestá aspira y acostumbra lograr una capacidad técnica que cada vez se ve menos: la determinación precisa de los hechos, que saben definirse ante el lector a través de una acotada economía de recursos. En esto, es imposible no observar la influencia bien digerida de la narrativa breve de Hemingway, que incide también en el realismo estricto que impera en la mayor parte del volumen, sin aplicar procedimientos de exceso: una historia que podría haber seguido un fácil desarrollo en tono gore, como “De hambre”, se hace, en cambio, un relato bastante más profundo y preñado de sugerencias a través de un narrador que sabe enfriar la descripción. Asimismo, la técnica de omisión como procedimiento recurrente llega a tener reales aciertos -pienso en “Esperando a Loreto”-, si bien parece ser algo paralizante en otros relatos, como en “Fade Out”. 
Tanto los procedimientos como los temas parecen remitir a la presencia permanente de la pérdida. Ésta se da por lo general, en relación a una situación cálida y reconocida que se ha dejado atrás, constituyendo a los relatos en registros axiales del paso hacia una angustia trascendente, sutilmente perfilada. Relatos como “A propósito de Helena” y “Tocopilla” adquieren una gran potencia en este sentido, ya que Podestá sabe cómo no “vestir” al hecho con el afán de impactar superficialmente al lector con su expresión externa.
Lo dicho anteriormente se refiere a la mayor parte del libro, en que dejo, de algún modo, fuera de la lectura los relatos que “enmarcan” el volumen como primero y último: “Declaración de rechazo” y “El tema es complicado”. Más allá de las virtudes de ambos -de un extremo humor negro y un tono paródico sumamente provocativo-, parecen corresponder a otro volumen, que les haría ganar una densidad que en este contexto pierden sin remedio. La calidad narrativa de Podestá parece tener dos áreas de juego bien desarrolladas, y un libro volcado enteramente a este tono provocador sería un aporte sumamente interesante en una dirección que nunca ha sido muy común en nuestro campo narrativo.   
Con todo, El tema es complicado resulta sumamente interesante en la plenitud del entendimiento de la noción del relato, en un momento de crisis de éste, en que resulta fácil confundirlo con la crónica periodística o la tesis de crítica cultural. Algo de esto se relaciona con la situación de desplazamiento geográfico perceptible tras esta escritura: cuando en Década el narrador recorre la distancia desde el Centro del país hasta el espacio inhóspito que guarda en la memoria, termina encontrando en esa realidad desplazada que marca su origen lo que está antes de lo que se escribe. La cercanía y distancia asumidas de esa verdad con un cuento de Borges, y la extrema intensidad del pacto narrativo que supone asumir el relato de Podestá como el inverso de un artificio, dan la medida de una excepcional y auténtica conciencia narrativa.