domingo, agosto 22, 2010

UNA BELLEZA CONVULSIVA: Variaciones sobre la vida de Norman Bates, por Claudio Faúndez


La crisis de la narración –la narración como tal, la que supone la comunicación de una experiencia- no es en absoluto nueva. Cuando Walter Benjamin, en su sugestivo ensayo de 1936 sobre el narrador ruso Nikolay Lesskov, planteaba la caída en la cotización de la experiencia como una de las causas fundamentales de esta crisis, debe asumir que “el arte de narrar se aproxima a su fin, porque el aspecto épico de la verdad, es decir, la sabiduría, se está extinguiendo”. El valor de una literatura posible, entonces, se encontrará en la belleza de “aquello que se desvanece”, emancipada de la señal de autenticidad que impondría una voz justa, reconocible y propia. La escritura se asociaría de forma casi exclusiva a la creación de tesis y representaciones ideales en la novela –y yo agregaría, al vértigo inefable en la poesía.
Quien crea que esto son abstracciones, es que no entiende bien lo que implica la posibilidad de una narrativa en épocas de shock. En nuestra era traumática, casi ochenta años posterior a la de Benjamin, narradores y aspirantes que exhiben su obra antes que su nombre o alguna posibilidad de talento se han estado haciendo un verdadero festín con la supuesta desaparición de la literatura como una actividad obsoleta, y fundándose en autores legítimamente conscientes de la crisis como Roberto Bolaño, dan el paso posterior haciendo mala prosa y luciéndola como muestra de época, insultando y amenazando al que se les pare adelante y alimentándose de un poder político que ya aprendió aquello del río revuelto. Entre la administración concertacionista y el momento actual, hay mucho que no cambiará en absoluto, y una de las desgracias de la época es tener a estos mártires de la desaparición de la literatura gritando y engordando a costa de la ignorancia de los burócratas, desde Punto Final o El Mercurio hasta algún blog que encarguen a sus talleristas para poder meter más bulla y por boca ajena. Y ahí van a seguir, gritando, engordando y dictando cánones payasescos, encontrando en la creación literaria sólo objetos muertos y taxonomizables.
Mientras tanto, las verdaderas lecciones de la crisis de validez de la literatura para los tiempos que corren no dejan de ser aprendidas y aplicadas, y no necesariamente en los grandes centros de distribución editorial: esperan mejores momentos para ser leídas como se debe. Esto pienso ante Variaciones sobre la vida de Norman Bates (Valparaíso: Narrativa Punto Aparte, 2010), el segundo libro de narrativa de C. Faúndez (Valparaíso, 1973) después de El silencio: Manuscritos para suicidas del mañana (Valparaíso: Ed. La Bruja, 2000) –el año 2008 publicó además el poemario 34 (Valparaíso: Ed. Cataclismo). En cuatro nouvelles breves de estilo y perspectiva muy distintas, Faúndez despliega en su último libro un mosaico narrativo de una poderosa originalidad, centrado en un mundo que ha decidido darse una clausura ante toda trascendencia, mas con la huella traumática de tal operación, que le da la necesidad de escapar de una realidad estagnada, desolada en su sentido más profundo.
Es imposible no recordar a Dostoyevskii –y precisamente en oposición a esa narrativa fundada que podría reconocerse en Lesskov-, cuando se señala esta breve descripción del mundo que desean mostrar estas Variaciones. Se presenta acá efectivamente ese mundo sin Dios, en el cual cada detalle da la impresión de una dolorosa segunda infancia, doblemente huérfana, en que, ya perdida toda inocencia, tampoco se ha aprecia un estar en casa viviendo en la libertad. El espacio de las elecciones dentro de las Variaciones es el espacio del acto gratuito, en que la expresión de sí mismo es una pura irrupción fuera de lugar dentro de una realidad que no puede ser modificada ni en el menor detalle de su oscuridad. Por eso es que, sin tener descripciones particularmente acuciosas, la visualidad de la narrativa de Faúndez resulta asombrosa, en cuanto creación de climas en pocos rasgos, a través de lo que hay fuera de los espacios en que los personajes se mueven. La escena primordial de casi todas las historias es la mirada a través de ventanales, hacia un cielo con caracteres inhóspitos –repetidamente invernales- y hacia los omnipresentes pájaros, que tienen un particular y complejo significado dentro del mundo narrativo de Faúndez.
La aparición de los pájaros en las Variaciones es reiterativa hasta el hartazgo. Desde el pájaro muerto de “La mujer imposible” hasta los embalsamados de las últimas composiciones del libro, saben ocupar el privilegio de un símbolo complejo, que refiere a su capacidad voladora –su capacidad de dejar el suelo. Y aunque el libro empieza con los pájaros que parecen burlarse de Fagestrom en la primera nouvelle, es en su muerte cuando revelan su real sentido.

Aquel día, Fagestrom se levantó decidido a regar la tumba del pájaro. Tal vez, pensó, de tanto regar, el pájaro se llenará de nubes y podrá volar otra vez, y de esta manera llegará a la ventana de la mujer imposible para avisarle que él está vivo, que puede hacer con él lo que se le venga en gana (...)
Pero el pájaro no despierta. Está enterrado tan hondo como una imagen en el espejo. Fagestrom la llama. Le cuenta estas cosas sobre el pájaro y la mujer le dice que es tierno, pero que la ternura puede dejarnos vulnerables en este mundo. Él responde que tiene razón y que en verdad el maldito pájaro está más muerto que la mierda. La mujer imposible cuelga el teléfono.


El pájaro, resumen del deseo de Fagestrom por la “mujer imposible”, termina desenterrado, y su cuerpo medio devorado por los gusanos es provisto de alas de cartón y un artefacto eléctrico para que a la orden de un control remoto pudiese volar. Pero ante lo improbable de un pájaro que volase con los ojos cerrados, el protagonista

(...) mantuvo abiertos los párpados con un palo de fósforo entre sus concavidades, pero el pájaro ya no tenía ojos. Introdujo dos perlas de fantasía en esos agujeros. Las pintó azules. Un pájaro de ojos azules debía ser irresistible para cualquier mujer, aunque en verdad las mujeres prefieran a los ciegos.

La operación del protagonista remite inmediatamente a la misma imagen de los relatos finales: el hacer ver como vivos a estos pájaros muertos, imágenes de una ligereza desvanecida que se intenta recrear a la fuerza. Tanto el amor a esta “mujer imposible” como los anhelos de los niños que reciben las clases de embalsamamiento de Norman Bates, dejan ver en su trasfondo una sombría operación alegórica, en que el retrato de ese mundo clausurado es capaz de mostrar su punto de fuga, aquello que permite que como narración mantenga sentido, pero representándolo desde su misma negación. No hay mejor forma de expresar esto que citando el final de la primera sección, “Taller para embalsamar pájaros”, del relato “Variaciones sobre la vida de Norman Bates”

He terminado por aceptar a las niñas, sobre todo cuando la luz del sol cae sobre sus pequeñas manos. La niña de las preguntas me ha traído una flor y me ha preguntado si las flores crecen dentro de los pájaros.
- La llegada de la primavera nos reconforta, se ven más pájaros en el cielo –le explico.
Entonces ella responde:
- Ojalá murieran todos los pájaros, para poder embalsamarlos.

La operación de embalsamar pasa a desenvolverse en una gratuidad sin fundamento, y en el caso de los últimos textos del libro, los mismos niños del taller son los portavoces de ese abismo de sentido, antes incluso que podamos, como lectores, acceder a la angustia de Norman Bates.
Una de las puertas de entrada que parecen ser vitales para entender la emoción predominante en el libro es la de la actividad literaria. De una u otra forma, recorre de principio a fin el libro, representando siempre una actividad inútil, pero signada por el mismo espíritu de evasión –ese mismo imposible afuera que parecen encarnar los pájaros. Por ejemplo, en el instante en que Fagestrom informa sin un objetivo específico, al parecer, a la “mujer imposible” del alto precio de su cuenta del agua, termina asumiendo

(...) que vendería la colección de libros de poesía que le había regalado su abuela, ya que él nunca leía porque la poesía lo atemorizaba. La poesía es lúcida, decía, y él estaba loco.

En que el personaje parece querer establecer una transacción imposible que equipara esos libros con la reunión con la mujer, la cual parece dar absoluta cuenta de este intento presentando ante él el principio de realidad del que Fagestrom desea escapar:

- Tú no estás loco –replicó la mujer.
- Loco por tenerte –dijo Fagestrom.
- Entonces, si estás loco por mí, sigue regando la tumba del pájaro y cuelga el teléfono.

Como complemento de la idea de extremo escape que constituye la literatura en este trozo, es interesante apreciar –tal como en el ejemplo anterior- una parte de la sección “Taller para embalsamar pájaros” (conformada, en términos estrictos, por microrrelatos que pueden valer por sí mismos):

Al niño escritor no le gusta tanto embalsamar pájaros. Le gusta escribir. Todo lo que hizo en la mañana, lo que hizo en la tarde, y así llenar y llenar páginas con su vida. Le aconsejé que también escribiera sobre la vida de los otros y se negó, pues reconoce que su vida es más interesante que cualquier otra. Le digo que de afuera se ve mejor, pero no hay caso: el niño piensa que los que miran de afuera sólo especulan, pero nunca llegan a la verdad.

En que se aprecia más claro que la presencia de las figuras de la evasión (la mujer de la primera nouvelle, los pájaros, la literatura) es darle un sentido a la narración, pero desde su mismo aparente absurdo –el acto de la escritura convierte esta voluntad de evasión en voluntad de verdad. La desesperanza yace en el momento en que esta verdad sólo puede presentar la apariencia de vida.
Estas mismas certezas, pero asumidas desde un registro extremadamente irónico, son notorias en “Los arbolitos quemados” y “Esto sucede cuando tres poetas deciden armar una bomba”. En la primera nouvelle, en el instante en que se empiezan a urdir los hilos de la trama, “la divorciada” le pide “al hombre”, al principio el aparente protagonista de la historia, que mate a su madre.

- ¿Por cuánto?
- Por muchos poemas.
- ¿Serás capaz de escribir treinta poemas?
- Claro que puedo, con tal de que desaparezca de mi vida.
- Cuarenta sería mejor.

El delirante relato logra revelar esta trama como una dentro de una serie de hilos engañosos que envuelven todo el relato, produciendo, merced a la habilidad de esta urdimbre y el cuidado dibujo psicológico de los personajes, una asombrosa representación de este mundo sin trascendencia posible que sólo puede acabar autodestruyéndose. En la misma forma en que la poesía es puesta en un paréntesis burlesco, también acá la relación amorosa pierde todo el carácter de redención que sugería “La mujer imposible”, pasando a ser otra evasión inútil y casi ridícula:

El anciano dice a la anciana que está aburrido de regentar un motel. La anciana dice que regentar un motel es puro amor, que ellos brindan un espacio para que la gente se ame, no para que se emborrache, o cometa actos de violencia, ni tampoco pusieron un parque de juegos para que los padres justifiquen su presencia con sus hijos. No, ellos pusieron un motel para que la gente se ame, con poemas en sus paredes para que los lean y lloren.
- También se presta para la infidelidad –dice el anciano-, y eso no es bueno.
- En la infidelidad también hay un poco de amor –dice la anciana-, aunque sea un poco, y un poquito de amor en estos tiempos se agradece.

En que la última pequeña ventana que abre “la anciana” –el amor como un consuelo- terminará cerrándose con el desolado y violento final de la nouvelle, en que la última frase parece hacer eco de este carácter de instancia desesperada en el sentido más propio de este adjetivo:

Los testigos de la catástrofe se mantuvieron abrazados, fuertemente abrazados.

En el caso de “Esto sucede cuando tres poetas...”, Faúndez se decide por un tono más llano de relato netamente sarcástico. Sin embargo, el lugar que la actividad poética ocupa aquí puede dar cuenta de la misma forma de esta “puesta entre paréntesis” de la posibilidad de escapatoria.
El mundo que se describe en “Esto sucede...” está marcado por una apariencia apacible, recalcando al principio la cotidianeidad de tres poetas que comparten una casa en “un pueblo” –que no se detalla ni se describe, lo que desplaza absolutamente la atmósfera lúgubre de las demás nouvelles del libro. De hecho, el efecto irónico recalca una sensación de normalidad tal que logra acoger dentro de sí momentos que en otro contexto serían críticos –la posible identificación del “poeta tres” con Fagestrom, el que éste imagine muertos a los otros dos trágicamente, si es que por trágicamente se entiende quedar atrapados entre los fierros de un automóvil después de un choque o ser aplastados por una pala mecánica en una faena de construcción, etc.. Ante este mundo, la actividad de ellos en cuanto poetas no puede sino revelar una diferencia fundamental con respecto a la gratuidad y burla que en las demás nouvelles se establece con respecto a la literatura:

Las risotadas en el bar o las opiniones despreocupadas sobre la poesía –que era, en el fondo, lo que más preocupaba a los tres poetas- eran sólo apariencias. Todos se habrían cortado una oreja, un pie o un brazo antes de llenar la hoja en blanco con un poema sin pulir.

Desde este suelo seguro, la narración puede llevarse a un punto crítico que no tenga relación con trascendencia alguna fuera de la literatura en sí misma. Ante la exclusión de los poetas de la casa de la programación de “la feria del libro”,

El poeta tres dijo que, en ese caso, lo más efectivo era lanzar una bomba en la feria, el mismo día de la presentación de la poeta mediocre. En esta idea los tres estuvieron de acuerdo.

En que la brutal desproporción entre la causa y la acción presenta nuevamente la idea de la gratuidad de los actos. La narración cuida de presentar claramente la distinción entre el atentado y la lectura de una virtual acción artística (UNA BOMBA ES UNA BOMBA / No un poema, les pide repetir “el anarquista” a los poetas), y la realización misma de aquél logra precisamente desvanecer cualquier pretensión de una cadena de causas y consecuencias. La llegada de la “mujer imposible” da a la escena una carga delirante que es cuidadosamente vuelta a su centro en la última sección de la nouvelle, cuando los dos poetas restantes

asumieron como la nueva directiva de la sociedad de escritores, descabezada con la explosión de la bomba en la feria del libro.
Al llegar a casa, aquella noche, escribieron un poema a cuatro manos, dedicado a la inmolación del poeta tres.
El poema decía así:

El amor es el amor
No una bomba

Fin.

El centro de la narración constituye, entonces, esta trivialidad en que los actos son asumidos gratuitamente. Se deja ver, entonces, a los poetas como los que pueden vivir y administrar de manera fría una cierta “tecnología de la desesperanza”, logrando asumir como cotidianos los saltos más extremos hacia la trascendencia que pudieran encontrarse en todo el libro: el milagro (así definido) de la aparición del amor imposible al mismo tiempo que el paso a la muerte, por parte del “poeta tres”. Éste –enamorado de una “mujer imposible”- es el único personaje signado para salir del mundo llano de las Variaciones, pues como se señala en las páginas iniciales de la nouvelle:

El poeta uno y el poeta dos habían escrito poemas de amor, pero nunca se habían sentido enamorados y nunca habían sufrido lo que se entiende por sufrir de amor, que no es otra cosa que llorar bajo la almohada.
El poeta tres, en cambio, estaba profundamente enamorado de una mujer imposible. (...)

Con lo cual sella el destino ya esbozado para el personaje que había sido llamado Fagestrom: lo maravilloso sólo podría aparecer aquí en la forma de un abismo que se abre hacia la desaparición física. El gesto final del “poeta tres” implica una fe en la redención que hace colindar el amor y la muerte.
Una de las características importantes de estas Variaciones es precisamente esta última, y se hace obvio recordar las páginas finales del movimiento romántico (como ya se recordaba a Dostoyevskii) hasta su culminación paradójica en el surrealismo como propuesta estética. De hecho, la belleza convulsiva propugnada por André Breton en Nadja es un modo bastante preciso para definir la prosa del libro, siempre a punto de escapar desde la sola referencialidad a una percepción casi onírica. De hecho, hacia las últimas nouvelles, la secuencialidad que podría hacerlas parte de una prosa como tal desaparece, haciendo aparecer los textos centrados en Norman Bates como una narración poética que asume sólo puntos de fuga con respecto a posibilidades de solución de argumento. Esto hace que el uso reiterado de procedimientos que en la prosa como tal darán paso a la acusación de efectismo –la culminación de narrativas simples en imágenes poéticas o el uso de palabras de grueso calibre-, en esta narración se hacen parte fundamental de una poética centrada en la posibilidad de conmover provocativamente al lector: propiamente, un efecto de convulsión llevado a un asombroso clímax en la narración del “amor real” con la embalsamada, perfecto opuesto al “amor imposible”. En ambos casos, el concepto de amor es índice de algo completamente distinto, y que se refiere a la libertad imposible que está en la base del mundo narrativo de Faúndez.
La violencia sobre la narrativa convencional hace entrar a estas nouvelles dentro de un ámbito de activa conciencia con respecto a la condición presente de una experiencia devaluada y a punto de desvanecerse. El personaje de Norman Bates representa, como quien determina el libro desde el título, una fuerza corrosiva sobre la sociabilidad que termina denunciando al texto como mera ficción –en el mundo de las Variaciones la realidad ya ha dado el pie a su tumba, y la agresiva carta final de Bates a la embalsamada es, en cierta forma, una demanda imposible ante un mundo que ya ha desaparecido. Es por esto que el humor del libro corresponde en sentido absoluto al humor negro –otro enraizamiento con el surrealismo, consecuente con su belleza convulsiva- en una de las formas más puras que se puedan encontrar en la actual narrativa, al menos en el entorno de las ediciones independientes del país.
Le corresponde a Variaciones sobre la vida de Norman Bates una presencia en el entorno de la narrativa nacional, y es de esperar que el trabajo de Narrativa Punto Aparte logre alcanzar la resonancia que le corresponde –ya ha sido publicado bajo el sello, además, Niño Feo de Yuri Pérez. Las excepcionales edición y factura de los libros, asimismo, podrían abrir un camino de mayor exigencia a la publicación independiente, entregándole la posibilidad de acceder a mercados de lectura que no estén acotados a círculos de especialistas.

viernes, agosto 20, 2010

Aquelarre en la Bello's House

Se viene el aquelarre en Bello's House!
Martes 31 de agosto, 17:00 en la Sala de Conferencias (cuarto piso) de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile: Morales Monterríos, el implacable Víctor López, el veterano Camilo Brodsky y Carlos Henrickson (cada día más joven).


Para el programa completo, dense una vuelta al sitio de tal aquelarre.

sábado, agosto 07, 2010

Esto va a estar muy rebueno


En torno a MEMORIAS DEL BARDO CIEGO, de Bernardo González Koppmann


No ha faltado quien ha visto en el gesto teillieriano un momento determinado en el desarrollo mecanicista de la poética chilena. La afirmación del evanescente mundo de la evocación natural como la patria propia desde la cual se construye el sentido poético, con la desolación de este locus que da paso a su vez a la imagen puramente nihilista de una existencia absolutamente absorta en la ciudad –este proceso literario parecía responder demasiado bien a un “esquema de lectura” de la creación poética en el Chile del siglo XX, un puente natural entre la imagen simple e ingenua del sujeto literario de los años 30 (cuya redención por la imaginación poética o la revolución política era, por tanto, un dato positivo en el futuro), el vacío existencialista de los años 50 (con un nihilismo imbuido en un molde social republicano que le permitía sublimarse intelectual y estéticamente) y lo inefable del horror de la dictadura, que sumía ambos momentos anteriores en un nihilismo al que la tecnificación de la vida le cerraba todas las puertas de salida. Si bien a la obsesión clasificatoria de la mala conciencia cultural chilena un desarrollo lineal que pudiera subsumir absolutamente las lecturas de poetas tan absolutamente originales como Teillier le cae de maravilla –haciendo, por ejemplo, que obras de peso literario bastante inferior posteriores a los 70 puedan asumirse como grandes momentos poéticos en la historia de Chile, ya que bastaría sólo con dar cuenta del vacío, el dolor, el silencio o el caos para ponerse a la altura-, sucede que, por otro lado, la creación poética jamás ha estado restringida a la metrópolis a medias desarrollada que constituye Santiago, lo que desde ya obliga a reconsiderar cualquier lectura lineal. Aparte de que entre poetas jamás nos hemos puesto todos de acuerdo para aprender a leer de nuevo el mundo y la historia cada vez que a algún investigador a sueldo universitario le es más cómodo que se escriba de determinada forma.
Es por esto que los gestos que se acostumbran considerar de “retaguardia estética” –término que yo mismo he usado alguna vez por comodidad- presuponen esa especie de “falacia lineal”, que al verse con más calma y profundidad ni siquiera se puede aplicar a las ciencias exactas. Lo que aparece como más esencial de la era posterior a las vanguardias de principios de siglo XX es, de hecho, la capacidad de las manifestaciones literarias de dar giros y reconsideraciones hacia cualquiera de las instancias “superadas” de la creación pasada, produciendo una renovación incesante de la mirada sobre su mismo tronco generativo –una de las características esenciales de un momento artístico vital y orgánico, en contraste con el instante clásico.
Lo ya dicho se hace palpable al apreciar Memorias del Bardo Ciego (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), en que el entorno de un mundo natural no se abre del modo traumático planteado por Teillier –en el cual la presencia de la naturaleza es para el hablante casi la comprobación, cuando no de su desaparición, de su pertenencia a un segundo mundo marcado por la experiencia evocativa-, sino desde la posición de una efectiva contemplación, que abre un umbral de comprensión real del mundo. Lejos de cualquier intelectualismo o la emoción luctuosa que se asimila a la nostalgia del lar, el epígrafe de Antonio Gamoneda, que conecta una comprensión vital del mundo con la evidencia de la verdad, deja ver desde ya un programa posible del poemario, al eliminar de plano cualquier sombra de distancia con respecto a un entorno definido por la posibilidad de conformar una simbiosis orgánica con la conciencia creadora:

Creo que las palabras ya no alcanzan
a decir esta manera de ser lirio
,

expresa en el poema llamado precisamente “Lirio”, dedicado a Thomas Merton, uno de los referentes fundamentales para la recreación del tema de la contemplación natural en el contexto de la poesía post-vanguardista. Así, traspasado por el silencio de las cosas, como expresa en dicho poema, González Koppmann parte desde el reconocimiento de que no es suficiente la palabra en el trabajo sobre sí misma para llegar a conformar una voluntad efectiva tras la creación literaria. Esta voluntad podría bien asumirse como una de verdad, como una especie de ventana a la trascendencia de la obra literaria que pudiese superar el desfondamiento en que una concepción intelectualista, estagnada e inorgánica de la escritura poética la habría dejado. La imagen de “Biblioteca Nacional” –el punto de referencia más obvio de una cultura literaria chilena centralizada- es clara:

Mientras leemos a los muertos
se me olvida el nombre de los pájaros


En que se hace evidente, además, la oposición entre una poesía codificada y conservada –más notoria en su calidad de objeto en cuanto escrita por muertos- y la noción de un lenguaje “natural”, aquel que es capaz de designar criaturas naturales, asociado en el texto a seres vivos marcados por la agilidad y la falta de fijeza. Este último lenguaje es postulado continuamente en el poemario como una forma primordial de comunicación, desde la misma situación en que se le encuentra: una relación estrictamente individual del poeta (entendido como quien sabe y puede comprender su entorno más que como quien puede interpretarlo o representarlo) con un mundo que aún no se ha liberado de los ritmos y formas más esenciales de la vida.
La exigencia de privilegio de esta concepción del lenguaje poético en Chile tiene larga data, y se puede rastrear incluso su cercanía a reflexiones bastante más complejas e intelectuales que sencillamente ingenuas, como las del romanticismo alemán o las concepciones reaccionarias ante el occidente tecnológico de Tolstoy –y basta confrontar a Teillier y a Luis Oyarzún en este sentido. Un aporte interesante de González Koppmann para alejarse de los extensos córpora lárico e ingenuo en la escritura chilena moderna, es la asociación con el referente épico europeo que constituye el Kalevala, obra formada por Elias Lönnrot durante la primera mitad del siglo XIX, que recopila y da un orden a los relatos folclóricos de la región actualmente ocupada por la república de Finlandia y la región tradicional de Karelia. La elección de este texto como referencia explícita dentro del poemario cobra importancia cuando se examina un par de características del Kalevala.
El Kalevala, tal como muy probablemente ocurrió en el caso de los poemas homéricos, responde fundamentalmente a tradiciones que jamás estuvieron fijas y conservadas en el papel: su expresión propia es la de versos concebidos para ser recitados en público, tanto por un aedo solo como en el contexto de desafíos. No nos debiera sorprender en Latinoamérica tal forma de expresión y comunicación –en Chile tenemos el Canto a lo Divino, en que un poeta popular acompañado de guitarra compone en una forma fija las leyendas cristianas, muy razonablemente una herencia de los catecismos jesuitas en verso de la época colonial. Sin embargo, el Kalevala tiene ciertas características que llevan a leer el poemario de González Koppmann en ciertas perspectivas: la antigua épica finlandesa no se trata de luchas armadas entre héroes, cuyo mundo está separado ya del mundo de los dioses. En el Kalevala, los conflictos no tienen que ver con el hierro y la guerra material, sino con el canto y la guerra mágica –en un mundo aún no emancipado de sus dioses, el poder del verbo no está tan separado como para ser propiedad de entes trascendentes, por lo cual el poema tiene una relación directa con el mundo. Esto es digno de tomar en cuenta al leer poemas de González Koppmann como “Solo de pájaro”, dedicado a un fiofío (ave de la zona central de Chile):

Azul que rodeas
las cosas, llena
esta soledad de
mis huesos, el
dolor de viejas
cicatrices, y
hazme bosque
ala,
viento

La alocución evoca, en efecto, esa simbiosis entre creación y naturaleza que desemboca en la capacidad primordial de metamorfosis del ser dentro del contexto mítico –y precisamente en la dirección de un deseo de renovación que se engarza y evoca lo más propio de dicho contexto, renovación periódica que fundamenta el ritmo natural de una existencia que aún no es emancipada por los eventos históricos de la modernidad.
Resulta asimismo interesante el trabajo sobre el verso que González Koppmann ejecuta en ciertos textos del poemario, entre ellos el poema recién citado. Lejos de la respiración “natural” de la poesía chilena moderna (que por lo demás también aplica con gran presteza, paradojalmente en la sección más ceñida al imaginario del Kalevala), González Koppmann encuentra diversas salidas para hacer al material poético digno de esa actualidad primordial –actualidad mítica- a la que aspira. Particularmente interesante me resulta “Versos del jardinero”:

Desde temprano en la huerta
escarbo los pensamientos
con la poruña mojada
silbando airecitos viejos

Estuve de sol a sol
desmalezando las melgas
aguardando que brotaran
azulillos a mis penas

en que lejos de presentar ingenuidad, me parece que González Koppmann consigue usar con verdadera fluidez y sin artificios uno de los versos más difíciles dentro de la métrica tradicional de la poesía oral. Me interesa hacer notar esto, ya que este “trocaico tetrámetro” (para decirlo en términos técnicos) es precisamente el metro del Kalevala. Esto me hace pensar, necesariamente, que González está muy lejos del estereotipo fácil del poeta lárico, y que el uso de formas tradicionalmente asociadas a la ingenuidad campesina o a un mítico mundo primordial en él están necesariamente utilizadas con la arquitectura y la sofisticación de un genuino y consciente creador literario, que incluso ha trascendido la pasiva mirada del poeta lárico para poder efectivamente hacer una poesía en que la vivencia se hace presente sin matices de evocación (pienso en poemas como “Lanchón de mañío”).
Por más que Memorias del Bardo Ciego presente defectos de construcción en cuanto poemario (poemas de temática y tono absolutamente distintos se reúnen sin una real necesidad interna), en cuanto colección de poemas representa un sustancial salto adelante en la producción de González Koppmann, un autor que hace ya tiempo tenía una presencia importante en la producción maulina. Este poemario le da presencia nacional no sólo por la situación editorial, sino por la consciente universalización de los temas y el fino trabajo sobre la musicalidad de los textos, lo que le hace trascender con mucho gran parte de una sección de la poesía chilena que, si bien se desea ingenua, ha aprendido a ocupar una supuesta necesidad de tosquedad como sello de naturalidad, cubriendo así la falta de voluntad de oficio –uno de los grandes defectos de la mayor parte de la producción realizada desde la provincia chilena.
Es en este sentido que Memorias del Bardo Ciego sabe ocupar su sitio dentro de una literatura chilena en que la problematización de la experiencia urbana parecía el tema mayor, volviéndonos la mirada al oficio mismo de la poesía en su asociación más propia y primordial: responder a una expresividad íntima que, quizá, sólo es posible encontrar en la contemplación de aquello que la ciudad sabe negar demasiado bien –la afirmación de lo real que sólo se da extramuros.