lunes, noviembre 23, 2015

Un consciente descalce: RECADOS DE UN POETA MENOR, de Omar Cid

Un buen índice del descalce de la inquietud política en la escritura de los últimos tiempos en Chile puede verse a través del breve poemario de Omar Cid (Talca, 1967), Recados de un poeta menor (La Legua, Santiago: Arttegrama, 2015): textos que se deciden a ser críticos, sobre todo por saber alojar la crisis en la voluntad del hablante. En los poemas la decisión del compromiso político pasa por reconocer aquel descalce, y ser consciente de la falta de un cimiento que -históricamente- daba base a la posición segura del poeta militante en el escenario de una historia que se asumía desde el humanismo. Esto se presenta ya desde el epígrafe que encabeza el libro, en que el altamente esperanzado discurso poético de Gómez Rojas (y quiero que mis cantos sean las profecías / de un bello porvenir), paradigma de la idealista rebeldía lírica de las primeras décadas del siglo, parece representar irónicamente las promesas no cumplidas del desarrollo histórico y cultural de la sociabilidad chilena, al mismo tiempo que lo inadecuado de la aspiración artística profética. El poemario parece decirnos que si el lirismo militante asumió alguna vez esta actitud, una poética fiel a la época contemporánea debería saber ver con minúscula, a la altura del tiempo y las posibilidades de un escritor que asume los límites puestos por su misma historia: es un mundo en que las palabras (…) / pierden peso, y se hace natural que la obra se niegue a sí misma. Como se plantea desde el ARTE POÉTICA:

Tarde o temprano
la trama nos traiciona
y el oficio queda trunco
boquiabierto. (p. 9)

La obra no se cierra, el autor no termina su supuesta labor. El poema es el registro de un proceso incompleto, y es incapaz de belleza (un torbellino de fonemas / acecha, dice precisamente el texto titulado Belleza). El más allá de lo literario termina venciendo y consumiendo la capacidad de este para alcanzar una dignidad mínima, siquiera como testimonio. El trabajo literario, ya vaciado de significación, coexiste con realidades harto más patentes, no sólo sin trascendencia estética, sino libres de épica social alguna, como aclara el poema ESCRIBIR, que bien puede considerarse una segunda Arte poética tras el poema homónimo (Escribir a regañadientes / aunque la literatura caiga a pedazos / fagocitada por el cine / el playstation 3 / (…) / Escribir esquivando cervezas y cigarros / Escribir con Sofía / preguntando por su traje de baño).
Esto debería hacer cambiar el sentido de la escritura, cubriéndola de una voluntad negativa: eso sí, Cid decide salvar la personalidad del autor. Definirá su misión con operaciones de diferencia, en que se acaba afirmando una voluntad personal y rebelde, que asume en la ironía de sí mismo y ante el mundo la posibilidad de creación. Así sólo es capaz de un martirio incompleto (como expresa en Ocaso del salmista: muere sin morir un millar de veces / para goce y gloria de su santidad / el editor) y su figura debe travestirse. La operación de diferencia ante una poética concentrada solo en sí misma, sin el anclaje en una experiencia vital y física del autor, está marcada por un gesto radicalizado y violentamente polémico (como se aprecia en Nosotros o Calle Morgue), sin lograr resolver el conflicto íntimo entre la poesía como arte obsoleto y la poesía como arma de combate; esto se remarca irónica y casi dolorosamente en Desclasificados, en que se alude a sí mismo como autor en tercera persona, y contrasta la figura de Verlaine -asumiendo la desconfianza ante el poeta maldito- con las de dos poetas muertos en la lucha política armada -Otto René Castillo y Roque Dalton- que aparecen reforzando su posición en la trinchera de los desclasificados. Sin embargo este mismo lugar aparece envuelto en la ironía, tanto considerando la caracterización personal, como desde la perspectiva del volumen completo.
Esta voluntad negativa es lo que asume altura ante el entorno político. En los poemas en que esto se remarca -Fuga o Su orden- se aprecia la mano segura en una decidida literatura de hechos, que parece ser el pasaje de salida al conflicto sobre un sentido de la actividad escritural. No obstante no logra despejar este conflicto: Un canto a medias, texto que cierra el libro, deja la impresión final de un íntimo fracaso de la posibilidad de cambiar el mundo desde el arte, sustentando a toda luz el programa definido en Arte poética.  
Recados de un poeta menor resulta así un texto que sabe habitar una crisis que no sólo compete a su oficio como escritor o a una poética en particular, sino que a un signo de época bajo la cancelación de la vanguardia. La radical falta de fe de esta escritura da una nota interesante en el trabajo literario de Cid, quien ha saltado ya a la visibilidad precisamente debido a una crítica de trinchera en que el punto crítico es la situación de la literatura dentro de los conflictos sociales y políticos. La problematización de la posibilidad real de construcción de una trinchera desde la escritura resulta, en este sentido, un complemento a su trabajo crítico; la insegura movilidad del escritor en la arena de la lucha social -en que la trinchera se hace imposible siquiera de construir o reconocer- resulta un tema vital y aún pendiente en el contexto de los debates políticos de fondo que, no por subterráneos menos determinantes, recorren transversalmente como espectros la escena literaria nacional.        

martes, noviembre 17, 2015

Un poema en torno a la existencia agónica: LAS BOLSAS DE BASURA, de Enrique Winter

La narrativa moderna no proviene de un solo lugar ni respira el mismo aire. Su objetivo no es necesariamente entretener la tarde de un comprador de libros que en nuestro país está cada vez más limitado a una burguesía harto específica en gustos y carácter, si bien resulta inevitable que buena parte de lo mejor que se ha escrito en la historia de la narrativa termine al fin llenando el hueco de esa tarde. La relativa cultura con que se emprenda el desespero ocioso de la lectura no hace una diferencia ante la exigencia de satisfacción superficial que es parte fundamental de cierta rama “popular” de las artes y una de las fuerzas económicas más productivas en la escena literaria chilena actual después de una pesada y necesaria era del compromiso -haya sido entendido este como el de la moral privada o la ética política.
No es nuevo que una narración se aparte del mandato que su época le asigna en cuanto mercadería más o menos diseñada; lo que siempre resulta nuevo es la ya antigua buena costumbre de la pieza artística de no dejarse convertir en objeto absolutamente disponible -cuerpo muerto- por el entorno mercantil en que le corresponde inevitablemente jugar su papel. El incómodo aislamiento, la apuesta en riesgo, es condición de apertura en el desarrollo de cualquier práctica creativa: ¿y en el de esa práctica inentendible y con la más escurridiza finalidad que llamamos vida, es ese descalce también una condición? 
Esto último me parece una buena puerta de entrada para comprender la novela Las bolsas de basura (Santiago: Alquimia, 2015), de Enrique Winter (Santiago, 1982), en que la interrogación radical por el sentido de las decisiones de vida traspasa por lejos el ser una simple ansiedad para darse como signo de época. Esto porque la ansiedad por un posible destino parece estar lejos de las preocupaciones de los personajes, traspasándose a la construcción misma de la voluntad que desea narrar más acá de los lugares de la novela. Brenda, Miguel o Brian no parecen tener espacio en sus cavilaciones para preguntas mayores que las que versan sobre sus decisiones puntuales o para la dilucidación de su memoria personal; sus decisiones de vida ya han sido tomadas y asumen problemáticamente los actos para cumplir con ellas sin detenerse, ya que su detención es signo de un riesgo radical.
El mundo de Las bolsas de basura sabe acercarse fatalmente a nuestro mundo en el sopor generalizado que trasuntan sus principales ejes narrativos. Las distintas formas en que asumen su descalce social -un descalce más bien interno y anímico-, sea este el arte o el afecto amoroso, son definiciones decididas de sí mismos, en un combate por mantener su persona a la vera de un flujo social sin acontecimientos. Víctimas de una pavorosa ausencia de Historia, se concentran en sus acciones sin esperar trascendencia alguna.
Lo que existe como salida posible es la búsqueda permanente de una inmanencia absoluta. El paradigma de esto es el arte de Brenda, del que la narración se cuida de darnos justificación teórica alguna, excepto la frase clave que salta desde el mismo epígrafe: se trata de elaborar los cuerpos de perros muertos volviéndolos permeables a la belleza extrema. Esto porque bien se ve que en este mundo la vida no basta para darle valor al cuerpo animado del animal; y la banalidad de las relaciones sexuales en la novela son precisamente índices de este desplazamiento. Sin la acción real en su base física corporal, sin la posibilidad de una historia que enmarque los actos dándoles existencia, los mismos cuerpos se convierten sólo en señales -inquietantes eso sí, como continentes de una historia anterior e ineludible. La compulsión con que Miguel intenta recuperar su memoria, haciéndola calzar con el presente, es un gesto que si bien vemos desde el principio referirse a instancias banales, toma una importancia fundamental cuando en la composición final sea su chance de conjurar un riesgo tan grande como el de su libertad. 
Sin embargo, es este mismo riesgo -siendo el inherente a la creación tan fundamental para Brenda como el que envuelve la trampa burocrática sobre Miguel- el que les da la posibilidad de una motivación inmanente a su descalce. El origen de estos riesgos está en cuerpos muertos: tanto los de los animales como el de Eugenio funcionan como motores reales de la acción desde su misma inmovilidad, y esto por su propia realidad en cuanto entes paradójicamente más vivos desde el instante de su descomposición. Estos cuerpos muertos se modifican sin cesar y radicalmente, a diferencia de un mundo que ha enmascarado su biología, que parece estancado en su propio flujo inerte. Uno de los ejes en la acción de Brenda es precisamente la urgencia por lograr embalsamar, darles una segunda vida inmóvil -fuera del flujo del tiempo-, a los animales muertos, y sus acciones van a responder a esto de manera definitiva, llegando a modelar su vida afectiva en torno a esto. Esta vida en cursivas es algo menor, una especie de breve descanso merecido:

Superada la decena, con el primero que le parece idéntico a uno vivo, se toma los fines de semana libres, pasea con el novio y con amigas que no había visto en meses, como quiltro volviendo a la jauría. (p. 163)

La vida en el mundo de Las bolsas de basura sabe hacerse atributo menor, la constante presa de una fatalidad que se debe conjurar, tras descubrirse el carácter falaz de aquella: el cuerpo muerto cambia, contiene radicalmente la posibilidad de su mutación, y así la podredumbre es una vida tan presente que es el corazón del riesgo sobre la existencia social. La banalidad en las acciones de Miguel, así como la posibilidad de leer en el pasado violento que le constituye, no logrará superarse por el proyecto más o menos vaporoso de colaborar con Brenda -que parece encubrir de manera transparente más bien su deseo por ella-, sino sólo revelarse bajo la amenaza del cuerpo de Eugenio en trance de descomposición, cuya descripción se reproduce en la novela como un estribillo.
La acción no banal bajo la amenaza de la muerte es, entonces, una señal de consciente y necesaria seguridad interior. Detener el flujo de la podredumbre de los perros muertos en el proyecto de Brenda resulta análogo, desde esta lectura, a la difícil evasión y al trabajo personal de memoria que Miguel debe hacer para no ver arrastrada a su conciencia a pagar una deuda con la sociedad -una condena- que no consiste en un crimen concreto que ya ha pasado, del que él mismo se sabe inocente, sino en el carácter personal, inmanente, no consumible socialmente, de sus decisiones vitales: una deuda con el futuro más que con el pasado. Por ello, más acá de la inexplicable persecución de Josef K. por una justicia devenida realidad absoluta, y más allá de la banalmente explicable humillación de Meursault bajo un tribunal prejuicioso y ansioso por sacar partido espectacular de su delito, lo que vemos acá es una amenaza harto más incierta, de funcionarios menores y vulgarmente venales. La total incerteza de esta amenaza es la que le otorga radicalidad al temor de Miguel: el primero de sus perseguidores visibles es un bioquímico, parte del organismo que se encarga de la administración física de los cuerpos muertos ante la justicia:

Aprendió a caminar derecho, pero hasta que Rodrigo Alcalde, el bioquímico, pronuncia la palabra semen, se sentaba agachado. Agachado como el travesti, Eugenio Renato Ramírez Benavides, hacia la tierra a que lo inclinan los días. (p. 100)

El encuentro de Miguel con el travesti, que no puede ser explicado siquiera por sí mismo y aparentemente libre de real deseo físico, parece dar acá la clave de su explicación -lo que recuerda la necesidad del asesinato de Meursault en L'Étranger, la aparición de un destino posible. Cuando el segundo perseguidor, funcionario de la fiscalía -encargado, diríamos, de darle historia a los cuerpos muertos ante la justicia-, le evoca el nombre del bioquímico, la reacción de Miguel es precisamente la conciencia extrema de su naturaleza corporal bajo el pavor:

A Miguel se le marcan los parietales y la vena de la frente, placas tectónicas apretando un volcán. Puede oír su propia respiración y pulso, el crujido de sus articulaciones, cuando le contesta que se vaya cuanto antes de ahí, no puede perseguirlo en la puerta de su trabajo por algo de lo que no tiene idea. (p. 126)

Creo que la amenaza radical del pago imposible de una deuda provocada por la libre administración de su propia vida ante la sombría exigencia violenta paterna, aún presente en su memoria, es lo que se le da a Miguel como un signo ya previsto en el proyecto de Brenda. Las bolsas de basura se hace parte de cierta tradición antigua de la novela en cuanto Bildungsroman, dentro de la paradojal lectura que hicieran de ella los existencialistas: el paso trágico y necesario de la libertad absoluta a la conciencia de la necesidad, es la inminencia -casi urgencia- de la muerte. La explicación y lugar últimos de cada una de las acciones y trazos de cada uno de los personajes de la novela, tiene en esto su real determinación: con qué distancia y deliberación saben experimentar la presencia de la muerte, la conciencia de una existencia agónica.
La complejidad del tejido simbólico en Las bolsas de basura es asombrosa, y tiene bien que ver con la obligación de una síntesis absoluta de aquello que debe dejarse decir sin pasar al plano de la escritura -esto es, olvidarse de procedimientos formales propios y exclusivos del género narrativo. Es la poesía sólo la que puede hacer aparecer esta capacidad de indicar ejes de lectura cuyo ocultamiento es condición de una fuerza inquietante. En este sentido, la construcción de las secciones de la novela es análoga a la de elementos de un poema, con lo cual se sugiere la posibilidad de una(s) lectura(s) distinta(s) de la obra como forma secundaria, en clave, de una historia efectiva (subyacente, enterrada) libre de enigmas y consistente en hechos que se pretendan puros. Este desarrollo estético sabe hacer un eco -a nivel arquitectónico, podríamos decir- de la pavorosa carencia de Historia a la que me refería al principio, vaciando de verdad a la supuesta intriga central para trasladar aquella a ser un atributo de la obra completa: en breve, convirtiendo a la novela en obra poética. Este procedimiento, realizado por Joyce o Lezama Lima en unidades de largo aliento, resulta extremadamente inquietante en una pieza breve como esta novela, al mostrar de más cerca la inanidad efectiva de las acciones personales bajo el signo de la posmodernidad, la desaparición del acontecimiento.
La novela de Winter se revela así como un intento de carácter sumamente ambicioso, tras su apariencia de brevedad y la aparente descripción directa de los hechos que domina estilísticamente gran parte de sus 188 páginas. La entrada hacia la narración banal, que cae en varias ocasiones en un uso excesivo de humor basado sobre el uso de coloquialismos -recurso que parece pensado para generar una empatía superficial-, no ocasiona una falla estructural efectiva desde el momento en que acentúa el vacío de sentido del mundo que desea representar, si bien revela una confusión con respecto a las expectativas de lectura, en una puesta al día innecesaria con respecto a ciertas tonalidades espectaculares y vacías de la narrativa contemporánea del país. 
La estructura general de Las bolsas de basura, con todo, pasa la prueba, y no sólo da la mejor de las entradas para Enrique Winter en la nueva narrativa del país, sino que engrosa dentro de esta escena a la respuesta necesaria contra una noción simplona, de criterio mercantil y plagado de un vergonzoso facilismo en el lenguaje y la estructura, que acosa a nuestra narrativa desde el fin de la era del compromiso en los años 90.   

domingo, noviembre 08, 2015

La monstruosa nostalgia de YEGUAS DEL KILIMANJARO, de Rolando Martínez

En el siglo XV François Villon, en medio de un ciclo de textos de profunda ironía parece ponerse serio en una de las piezas centrales de su Grand Testament con una balada des dames du temps jadis, por las damas del tiempo que pasó. Tras la revista de distintas mujeres de muy variado carácter -Helena de Troya, Juana de Arco, una cortesana de Roma-, cierra su pieza con la interrogación que se hizo ejemplo permanente del tópico del Ubi Sunt: Mais où sont les neiges d'antan?
En Yeguas del Kilimanjaro (Santiago: La Liga de la Justicia, 2015), de Rolando Martínez (Arica, 1979) están indicadas estas nieves: el cono blanco del Kilimanjaro es un símbolo moderno de lo inalcanzable, aquello de lo que estamos absolutamente separados, que sólo podemos admirar y cuya consecución es delirio -un delirio que en el cuento de Hemingway The snows of Kilimanjaro es la señal de la muerte del protagonista, el fin de una búsqueda sin fin. Pero en el título de este libro en vez de las esperadas nieves hay yeguas: la hembra del caballo -animal asociado en nuestra cultura a una potencia inherente-, que no pudo dejar de pasar en el vocabulario tradicional de nuestro machismo castellano a designar a las mujeres de gran potencia o disposición a lo sexual en su aspecto más físico, o más despectivamente al homosexual de gran amaneramiento, conteniendo el atributo de un impulso irrefrenable sin capacidad de reflexión.  
Paradojas: una imagen literaria moderna de alcances líricos junto a una expresión tan vulgar que ni siquiera ya es de calle; esta entrada desde ya es un umbral incómodo para la lectura. El tópico del Ubi Sunt, tradicionalmente relacionado con la grandeza y la nobleza -lo que admiramos, miramos hacia arriba-, se asocia con la evocación de una ominosa escena adolescente que generacionalmente conocemos bien: el consumo del porno en video durante los años 80. 
Digo precisamente consumo porque lo ominoso de la escena evocada no se detiene en el acto masturbatorio más o menos supuesto desde la misma producción de la pieza pornográfica, onanismo que no sólo debe ser escondido a la vista, sino que encarna cierta oscura vergüenza dentro de nuestra cultura cristiana occidental, tanto en el abstracto ético como en la moral machista, productiva y seudomasculina. Ominoso -cargado de la inquietud que da un presagio poco claro, algo amenazante que no alcanza a definirse-, es en sí todo el proceso industrial que llevó al VHS de consumo adults only. Si la industria pornográfica era ya en su edad de oro, los 70, una rama absolutamente inferior de la producción cinematográfica, marcada por todos los signos de la degradación, como un subproducto -el Eastmancolor ya en desuso en el cine mainstream; el guion ingenuo y disparatado, fiel al único objetivo de la pieza; las actuaciones marcadamente no profesionales-; en los 80 la violenta baja en los precios de producción y distribución que supone la popularización del video acarrea una rebaja aun mayor del valor posible de la pieza pornográfica como objeto estético; ya ni siquiera aspira a tal pretensión, y ni siquiera desea postularse como cine. Sub-industria en el límite de la legalidad, por más que creciera cuantitativamente a escala enorme, seguiría manteniendo una separación insalvable con el arte paterno, que resonaba no sólo sobre la superficie de su medio de reproducción -la cinta magnética ante la impoluta y aureada película de cine; la mayor artificialidad química de los colores, etc.-, sino sobre el mismo entorno social que le estaba otorgado, carente del glamour eterno de Hollywood e intentando alcanzar un glamour paródico fundado en la corta expectativa del ciclo de producción-distribución. A través de los vaivenes del mercado, de los excesos del alcohol y la droga o la desprotección inherente a una actividad productiva sin estatutos, los seres reales involucrados en la pornografía estaban bajo el sello de lo consumible hasta su eliminación, como sabe señalarnos la última frase -no verso- del libro en su Obituario, que nos revela la donación del cuerpo de Kandi Barbour a la ciencia -el que se define en el poema dedicado a la actriz como el cadáver de algo que aún resulta hermoso bajo el cielo
La pornografía en los 80 es un paradigma de época: concentra todas las sombras del sistema capitalista sin ninguna de sus supuestas virtudes, y con ello revela el costo y el oscuro sentido de esas supuestas virtudes: la comodidad de la promesa de bienestar sólo es posible bajo un consumo compulsivo, el orden social se funda sobre una base real de anarquía y ausencia de toda regla, tal como en ese mundo porno la ritualidad de la vida pública se explica y justifica por el desenfreno de la vida privada. El ambiguo objeto crítico que era la pornografía en video estaba hecho a la medida del capitalismo estadounidense en su estado de soberbia. 
Sin embargo, en el libro de Martínez es otro el índice, ya que en Chile hablamos de otra faz del capitalismo si hablamos de los años 80: su etapa del terror. Más que una función de sopor -una fantasía que hace aceptable la realidad de la vida, inherente a toda forma de espectáculo moderno-, el porno de Las yeguas… es un consciente y decidido alejamiento de una vida real; como señalan los que parecen ser los últimos versos del libro:

… los rayos catódicos llovían sobre las carencias
retratando lo difícil que es la vida
allá afuera. (p. 104)

La luz en este poema (Rayos catódicos) se define como líquida (agua/ líquido/ humedad/ lubricación) en un entorno físico que el hablante plantea como seco y salino. La luz artificial será evasión, signo de una salida ensoñada hacia un espacio externo cuya realidad es cualitativamente mayor incluso que la del ámbito cotidiano -señal de época también, en que la recurrente imagen de la luz artificial, la irradiación de las pantallas, el neón, lo fluorescente, la iluminación de las metrópolis en la noche, pueblan la cultura pop desde la música de radio hasta la literatura. La irradiación de la pantalla de televisión se fortalece como la entrada a un flujo en que se puede tener una verdadera posibilidad de existencia, libertad y conocimiento de un mundo.
Hablo de un mundo, ya que no el mundo. Por más que las imágenes sean poderosas, la entrada es decididamente a un mundillo apenas sostenido en su giro por el eje del cabezal, como advierte el primer poema del libro, en que la alucinación casi ritual de una horda de yeguas cantando y bailando en una especie de delirante escena de night club esta absolutamente cruzada de señales de su realidad de mercancía degradada: se mueven por el malecón de una cinta magnética

son ellas
el fiel reflejo de dallas o dinastía
camuflado en la esquina de un cassette
con sombras 
rouge
degradé y rimel barato (p. 10)      

La materialidad de la cinta magnética se encarga de evocarnos la textura frágil que no resistió el paso hasta nuestra época: una mercancía cuyo fin era consumirse en el tiempo, quedarse a alojar exclusivamente en la memoria. En la cadena descendente desde el cine y su pretensión ética y estética, hasta el registro digital doméstico y banal, proceso de degradación facilitado por una tecnología que es en sí misma objeto de espectáculo y fetiche, la perennidad del VHS ocupa el mismo lugar axial que el cassette de audio.    
Esto le otorga un lugar especial y simbólico en la historia personal, conferido a la nostalgia, y en el caso de una -nuestra- generación, como época claramente diferenciada como de formación. Esta escena de encierro y evasión guarda en sí una instancia de educación sentimental, la que en la visión del libro se vacía en una educación estética, una conciencia sobre la separación imposible entre lo bello y lo concreto, lo glorioso evocado y lo real presente, que llama a una mediación. Esta mediación será la escritura. El poema dedicado a Tory Welles dice:

ahora que el silencio se repite como una cadena
escribo la vida y el porno son pequeños símbolos de sincronía
instantes de fuego y exilio
que sólo saben devenir
en un poema (p. 33)

La reunión en una red social del hablante con la actriz, en un tiempo en que el mundo se deshoja y se guarda una creciente brizna de fracaso en la memoria, da la medida de esta separación, haciendo volver a aquel la atención sobre la ruma de papeles sucios / abandonada en el lugar donde duermen las orugas. Esta visión del mundo, por más degradada que sea, puede hacerse plenamente literaria, fundamentada en la creación como último recurso desesperado. Esta desesperación, que define el riesgo de la labor creativa, sabe verse como una respuesta insatisfactoria y menor: la degradación del complejo estético del porno se traspasa como signo ominoso sobre la labor literaria, señal de una época en que la degradación es signo general, lo que ya expresara Alexis Figueroa en Vírgenes del Sol Inn Cabaret, de 1986. 
Lo dicho es bien retratado en el poema dedicado a Linda Lovelace, figura ejemplar por su biografía de la degradación de la golden age del porno. La voluntad del texto es precisamente la puesta frente a frente de la experiencia del actriz y la práctica escritural, desde el primer verso -¿es fácil ser poeta?- hasta su conclusión:

linda / después de la masacre
qué fácil / es / la poesía (p. 62)

Eliminado el riesgo, cualquier pretensión de necesidad en la creación artística cae ante la realidad superior, ya no de la vida real -signo clave de la poesía moderna desde Baudelaire-, sino de la vida en cuanto fragmento integrado al espectáculo. El esplendor de este, construido desde y a través del consumo de sus participantes, traspasa la degradación hacia lo real, en un juego en que la separación es administrada por el hemisferio más poderoso y menos concreto. El proceso es aun más agudo cuando miramos el contexto exterior de la escena del hablante: la degradación vestida de esplendor fue precisamente una clave de la política comunicacional de la Dictadura, y el traspaso de la degradación hacia la sociedad la forma de desmovilizarla y anularla como sujeto político. La relación del hablante con el porno, así, puede funcionar como analógica a nuestra relación con la ficción administrada de la realidad social que debutó con la Dictadura y se mantiene hasta hoy.
La creación, como recurso para eliminar esta separación, se hace impulso de resistencia ante la muerte, siempre latente en esto que se nos aparece ya como todo un complejo ominoso. La poética, incapaz de tomar a la vida real, que ha caído irrevocablemente en la degradación, sabe hacerse proliferante, confiando en la metamorfosis de la imagen como forma de trascender la muerte. El poema dedicado a Kascha Papillon apunta precisamente a esto asumiéndolo directamente, mas el breve texto Escriben las luces da un índice más preciso: 

qué es desolación
sino un volver a repetirse
mientras otras niñas ríen
porque el fin del mundo
está en la boca de una yegua
y no en el movimiento irreversible
de los astros (p. 103)

Entonces, lo que asegura la permanencia frente a la ominosa corriente de degradación es una voluntad estética de inmanencia radical, que asume lo perenne como imagen de lo eterno. Esta paradoja recurrente en la historia literaria se nos enfrenta aquí más poderosamente en cuanto el gesto poético de Martínez sabe reunir a una ironía constante -con referencia permanente a momentos claves de la poesía chilena-, con un tono profundamente elegiaco, ocupando procedimientos de creación de imagen que nos evocan el romanticismo decadente que fue en nuestra América el inicio de la modernidad literaria.
Trabajar la contradicción en los conceptos y procedimientos no puede sino dejarnos un libro monstruoso, lleno de bordes irregulares y difícil de asimilar a la primera lectura -y en este sentido el diseño de portada de Cristian Toro le presenta magníficamente. Es precisamente este descalce, la inquietud de una pieza disonante, la que le da su carga necesaria. En un momento en que nuestras literaturas son fácilmente arrastrables a esquemas -no por complejos menos prefabricados-, en que vemos un medio literario en que resulta positivo y premiado el dar cumplimiento cabal a expectativas precisas de lectura, la provocación de un libro tan amargamente honesto y crítico como Yeguas del Kilimanjaro se agradece.