miércoles, diciembre 21, 2011

UN MOMENTO PROPICIO PARA EL EXILIO, de Marcelo Guajardo Thomas: en torno a una posible religiosidad


La conciencia de lo primordial, aquello que sólo al artista le puede ser revelado, lo pone de frente a esa sociabilidad que la humanidad ha construido sobre la ceguera. La inaudita violencia del aparecer en el mundo –de la cual el trauma del nacimiento es tan sólo una de las imágenes posibles, esa luz que traspasa los párpados-, la incomprensible necesidad de todo esto que tenemos al frente, inabordable por nuestras lógicas y débiles certezas, ha forzado a la humanidad a sucesivas e impotentes instancias de generar sentido -de religar, aunque sea con falacias, los puentes rotos entre el ser humano y el mundo. Mas el artista sabe que detrás de todo esto se esconde un fondo inefable e ineludible, y este desengaño profundo representa su marca más definitiva.
Ya se está en un exilio, entonces. Este deseo de situarse en un radical más allá, es lo que me parece que revela desde su título Un momento propicio para el exilio, un libro que los que admirábamos la poesía de Marcelo Guajardo Thomas estábamos hacía ya tiempo esperando. Con un poder de generación de imágenes poéticas absolutamente excepcional dentro de nuestra nueva literatura, que puede pasar desde la sencillez más clara hasta complejas construcciones de sentido, Marcelo no ha temido un paso que pocos practican en nuestro país –absolutamente obsesionado con lo contingente-: el plantearse las preguntas esenciales del sentido del ser y la vitalidad, desde un mundo opacado por una racionalidad técnica con pretensión de muerte.

*          *          *          *          *

Antes de la posibilidad humana podría estar su fundamento. Desde el libro se puede hablar de una animalidad que aspira a dar cuenta de ese fundamento, con la plena conciencia de la permanente presencia de este antes. Pero este antes no se puede enfrentar desde un modo cualquiera de arqueología (una ciencia que suponga un observador frío y compuesto), sino desde una forma superior de conocimiento: ese ciego abrazar sin conciencia que surge en la mística y la más alta actividad poética, que es casi una forma excelsa de compasión para con la materia, y que no deja de erosionar cualquier integridad de un sujeto.
Tal animalidad en el libro se aparta entonces decididamente de un sencillo bestiario visto de lejos y teñido de una racionalidad superior y fabuladora, sino de la conciencia de una ética radical y mitopoética. La conciencia desgarrada es la que debe ceder paso a un más allá de la conciencia, y por ello el dolor se hace indispensable; un dolor como el del nacimiento, que sabe no ser una mera sensación nerviosa, sino signo externo de una conmoción trascendente.

antes de dios
la palabra emerge
de la lengua del animal
una esfera de arcilla enquistada
en el abismo de la placenta
(de Antes del hombre, la ciudad y el animal)

Civilidad

arde en medio de la caverna
el incontenible sol de la barbarie
arde en la hoguera
el semen de la barbarie
nombrado en las aldeas
en la jauría

Es notoria una conmoción que se acerca al terror en estos textos, pertenecientes a El dolor de los enjambres, la primera sección del libro. La investigación parece detenerse, como crispada, ante la omnipresencia de la muerte, del impulso de muerte. La construcción del verso, incluso, parece a veces tartamudear, como expresando en el silencio las palabras imposibles.
Ante la revelación de la naturaleza, no resulta extraño que el mismo poeta adquiera un carácter monstruoso. Ya puede darse cuenta de la presencia de esa naturaleza ciega en sí mismo, al tiempo que es también consciente de estar un paso más acá del abismo de sentido que no deja de mostrarse ante él. Y lejos de la figura del albatros baudelariano, Marcelo escoge la de Joseph Merrick, el hombre elefante, como imagen del poeta moderno. El dolor de la evidencia de su involución es palpable:

Día 6

imito el aullido de cacería de los lobos
las deformidades me dan el aspecto de la fiera
que rompe a dentelladas el cántaro y su lengua.

Este aislamiento radical que le impone la visión –el terror alienado de quien ha presenciado este trasfondo bestial e inefable- produce naturalmente la aristocracia impostada del poeta moderno. Ante la degradación del mundo construido por la humanidad, resulta natural para esta criatura deformada –emparentada con Nietzsche y Baudelaire- que todo aquello por lo que subsiste tendrá indeleble la marca monstruosa, mientras encierra en sí la absoluta conciencia de su trascendencia. Se podría elegir dejar tal desgarro de lado, sin embargo, Marcelo es capaz de dar cuenta de tal quiebre, asumiendo su labor como una paródica mediación, una religiosidad de segundo orden.

Día 9

he construido y reconstruido
una réplica del templo
por asco y compasión.

Tal compasión es un ingrediente fundamental en el libro. Pero no es exactamente la voluntad emocional, en que no es poco común una evidente mala conciencia, de la compasión cristiana de misa de domingo, sino algo muchísimo más fundamental, que toca hasta la condición del ser. Se trata de una religiosidad en el sentido más profundo, pero traspasada por la crisis del sujeto creador.
En vez de la sencilla piedad hacia el débil, esta compasión se revela como una empatía con el todo, en que el dolor y la muerte son asumidos como necesarios. Así, puede aparecer sin problemas devenida en su opuesto, en el Prólogo con respecto a la religión, de la sección La jauría revelada.

Lo que adoramos y lo que no de un señor
colgado en la madera

Si encontramos en nuestra casa a un señor desnu­do que agoniza colgado en la madera, seguramente no seríamos tan benevolentes ni piadosos. Es muy probable que en medio de nuestra perplejidad, mez­clada con asco, adelantemos su muerte colgándonos de sus rodillas presionando sus pulmones hasta re­ventarlos, causando un certero y profundo instante de dolor
¿cómo librarnos de esta peste multitudinaria?
el gemido de un quirquincho que pasea por la casa a la hora de la comida, los gritos de dolor de un hom­bre que agoniza colgado en la madera.

*          *          *          *          *

En La jauría revelada, Marcelo presenta la figura de Hernán Olguín. Esta figura, síntesis de observador científico y pedagogo, se presenta como uno de los “héroes” que, desde uno de los prólogos de la sección, se suponen necesarios para la modernidad de un país como Chile –preparado para cenar mientras Calibán, latinoamericano raquítico, debe alimentarse de sí mismo. Es imposible no recordar el sello generacional que supone esta figura: la divulgación –vulgarización- del conocimiento, que implicaba una permanente loa a la modernidad científica, se daba dentro de un contexto de un sistema político degradado y una falta de respeto institucional por la vida humana –y no me refiero sólo a que fuese quitada la vida, sino a todo lo que implica la expresión, desde el sentido más profundo hasta el más cotidiano, desde la economía hasta la sociabilidad.
No es extraño, entonces, que se presente la proliferación de la imagen de televisores –que se conforman como alimento, como mediaciones absolutas de los sujetos, como posibilidades paródicas de religiosidad, etc..

Olguín flota en el limbo el limbo es un televisor a color el cielo y el infierno son televisores a color. Her­nán Olguín introduce un micrófono de metal en la boca de Dios.

El contexto de los poemas es el espacio sideral, y la indeterminación de situación que esto supone produce naturalmente la visión de una mística grotesca. Pero esta mística resulta un reflejo paródico y degradado: lo que la mueve es la proliferación incontrolada de la racionalidad técnica, cuantificadora.

Hernán Olguín se reproduce sin necesidad de otro Olguín sexuado. Hernán Olguín es hermafrodita, es la madre de todos los Olguines.

En la siguiente sección, 37 mujeres calvas, esta proliferación se plantea desde la misma construcción del texto. Aplicando un objetivismo a ultranza, bajo el procedimiento de reordenamiento de elementos, esta racionalidad es llevada a su límite. Las mujeres devienen objetos en juego, signos vacíos. En este mundo degradado, el dolor y el desgarro en la visión del creador se hacen evidentes, sacando al texto de una experimentación puramente lúdica hacia una conciencia abismal. Esto es notorio en el poema Las repulsivas visiones barrocas de su dolor pegado a las cuencas de los ojos.
Tal desgarro se hace más pleno de sentido desde la situación de marginalidad que supone estar más acá de la Gran Historia del mundo. El ser latinoamericano y, lo que es más, ser chileno, se pone en una crisis dramática.

iv

El descrédito de los papiones proviene
de su pequeño y absurdo lenguaje latinoamericano
de señas indescifrables y gritos
Apenas se comunican estas criaturas
rudimentarias y subnormales
Apenas gritan en medio de las bibliotecas
colgados del cielo raso y las lámparas de carey
en mitad de la noche de Chile.

En que no se refiere tan sólo a un juicio histórico sobre un mundo degradado, sino además a la violencia del desgarro entre la utopía iluminista (la biblioteca) y la humanidad degradada de la era de la técnica. El artista ve en esa sociabilidad degradada la muestra del fracaso de los proyectos iluministas (cfr. Cochrane).
En la sección Persa, esta humanidad degradada se expresa a través de la descripción del mundo de las mercancías, en que los mismos seres humanos –desde su misma figuración en la construcción del texto- terminan formando parte de procesos fríos de circulación que se ven reflejados en el mismo tono frío de tal descripción. En el poema Compra y venta de máquinas Singer, por ejemplo, las mismas singeristas se hacen parte carnal del proceso al unir su piel con sus máquinas.
La sección Víctor Sarmiento comprende el tedio vuelve los ojos hacia el sujeto con una agudeza fundamental. El tedio, acá, se levanta como un estado metafísico, bien comentado por el epígrafe del poeta norteamericano Forrest Gander:

To say: I have lost the consolation of faith
though not the ambition to worship,
to stand where the crossing happens

Esta religiosidad, lejos de dar vida, da al sujeto la real conciencia de su desgarro interior –la muerte, el dolor, el abandono, la podredumbre están ya presentes en él antes de la sensación o el hecho. El desgarro se muestra como la constitución misma de este sujeto. Como contrapartida, la aparición de la “vida real” es tan lejana y está tan mediada como los cambios en la política gubernamental descritos en el diario del día o la edición en inglés de Latin American Trade. Ya que como rezan los versos finales,

Luego del habla
el grito vencido de la carroña.

En Cinco comarcas y Máfil, el ejercicio de autoconciencia se hace aun más profundo –la escisión se hace total y se traduce en una intensa vivencia estética, en el pleno sentido griego del término. Por ello, el objetivismo puede maridarse con el más intenso vitalismo a un nivel que roza la mística: en este caso, una mística de la percepción, en que la tartamudez de lo inefable no queda afuera. En este sentido, la cercanía a los modos clásicos de la poesía japonesa responde a una íntima certeza en la unidad del mundo, un religar.

Todo cuanto ha hecho la fuga. El acopio. El brote de la mandíbula. El abismo que marcha. El follaje hambriento. El río.
Todo cuanto ha hecho la fuga. Abandonarnos en la caverna de Tiresias. Sin habla. Palpando.

En Pucara, se realiza la entrada de la memoria personal, en forma de retazos que intensifican la poderosa tensión expresiva. El signo de la tragedia no deja de presentarse, entregando a la sección el carácter primordial, de formación de mitos, que el camino ya recorrido impone al autor. Hay sombras de una ritualidad primitiva, apelativa al Origen, que sabe enhebrarse con una religiosidad campesina, temerosa y oscura –la amenaza de muerte del Tue Tue no deja en ningún momento la densa escritura de esta sección.
Desde ese Origen, como una posible reconciliación, es el arte poético el llamado a reconciliar el mundo. Si bien se reconoce la alteridad, se puede revivir un vínculo posible con ese otro radical en el seno de la obra poética, parcialmente al menos. Muestras de absoluta madurez en este sentido son las últimas secciones del libro, Los delicados valles de la modernidad (con una amplia variedad de formas, procedimientos y poéticas, incluyendo la ironía lúdica), la prosa poética concentrada y dotada de un equilibrio preciso de Cocaví y el despliegue concentrado de Nuevas impresiones del litoral.
Un momento preciso para el exilio resulta sin duda uno de los libros de poesía más contundentes y significativos de nuestro momento actual. No me resulta exagerado hablar de una maestría en el oficio de Marcelo, absolutamente sobresaliente en la configuración de un mundo poético complejo, que desde la elaboración de la imagen poética sabe no excluir una permanente reflexión ética que llega hasta a problematizar la religiosidad o nuestra posibilidad de ser nación –como chilenos o como latinoamericanos. Resulta asimismo una plena resituación de una actitud generacional –ya que me disgusta hablar de una generación de los 90-: una voluntad literaria que supo plantearse la problemática de la propia situación del creador antes de entregarse ciegamente a la experimentación o a abordar la contingencia social y política.
Sin duda la editorial gana también un reconocimiento: éste era un libro esperado desde hacía tiempo, tal como Materias de libre competencia y regulación de Andrés Florit. Es de esperar que no sólo en el plano nacional, sino más allá de nuestras fronteras, estos libros sean una buena noticia. 

lunes, diciembre 19, 2011

EL OLIVAR, de Chiri Moyano: un vistazo hacia una realidad plena




Detrás de nuestra cultura que separa el cuerpo de algo que llaman espíritu –con lo cual de inmediato entre el hombre y el mundo se abre una herida abierta-, estuvo alguna vez esa otra insistente certeza: la vida no es una línea, sino un flujo continuo, el hombre no puede ser separado de su animalidad y de sus actividades “inferiores”, su corporalidad cambiante y, a ratos, violenta. Bajtin le llamaría “lo grotesco”, la representación del cuerpo que, antes de la Modernidad, tendía a ir más allá de sus límites y determinantes, que se ensambla al mundo, que no logra justificarse a sí mismo.
Nuestras sociedades construidas a medias tienen aún lugares desde los cuales podemos pensar en esta conciencia del cuerpo. Podría pensar en Quebrada Alvarado como tal lugar, y a Chiri Moyano como su testigo, el profeta de un mundo primordial. Como Rabelais, no puede mirar el mundo desde su Olivar como si fuera un objeto muerto y separado: Moyano se asume como un testigo presencial de una realidad viviente, que muta y lo asume a él dentro de ella:

Ha quedado el esqueleto de un río
            en medio del olivar
y con el tiempo
            las piedras empezaron a enterrarse
entonces brotaron flores
con colores e himnos anarquistas
            y pintó la aceituna en el árbol
            y las comió el tordo
            y las comió mi madre

y de ahí nosotros amamantamos
y somos lo que somos

No es otra cosa lo que me dicen esas patas pelá’s de toda una familia que trabaja y mantiene a su tierra  sin venderla desde el abuelo hasta ahora: vemos, no el anhelo o el delirio –lo que obviamente abriría esa escisión radical que hemos dado en llamar romanticismo desde Hölderlin-, sino la comunión cotidiana y efectiva, que no admite la traición a la propia naturaleza que constituiría el asumirse como un hombre que se crea y se define sólo desde sí mismo. Si es que podemos pensar en un privilegio de aquél que puede ver esto y expresarlo -el artista-, no es sino su condición de despegarse de la tierra. Pero ¿despegarse es separarse? Leo:

El silencio negro de estos olivos
son sueños donde suele aparecer
un niño llorando         violado
… (que más tarde se ahorca
en una mata de olivo).

Y pájaros
que cagan, comen y cantan.

La muerte del niño fantasmal es un despegarse del suelo en la horca del olivo, pero como una definida contraparte la visión de los pájaros no tarda en aparecer. No son incorpóreos: están vinculados en su ser, físicamente, con el olivar, y tan sólo su tercer atributo es el canto. Por lo demás, en este texto no vemos a los pájaros volar, ya que al conocer el libro íntegro, uno se da cuenta de que las alas y el volar –la dirección ascendente- son tan centrales que ni siquiera hace falta recalcar su presencia de manera obvia.
Este despegarse del suelo es condición esencial, fundado en la vida y no en la desaparición o la muerte, para la existencia de la obra artística. La muerte no existe en esta poética –la desaparición no es ni siquiera una metamorfosis, sino un desplazamiento hacia arriba, como vemos en el poema dedicado a la poeta Axa Lillo:

Cuando la piedra se enferma
y se envenena
y se encrespa como un caracol pisoteado
saca gritos urgentes de auxilio                       vomitando
                        pedazos de vidrios agridulces
                                               y fotos de infancia
para echarse a volar cantando
como una enredadera arañando por las paredes.

El vuelo será inseparable del canto, incluso si la imagen elegida no sea la de un ser alado, sino la de la enredadera sobre las paredes, mucho más contundente –que desde ya, si implica un atributo claro es el preciso opuesto del desasirse que representa el ave, emblema del poeta clásico: implica el asirse, casi como expresión de persistencia en la memoria.
Ya que el vuelo no solamente define al artista: define además un modo de habitar en que es posible el sentido de trascendencia como cotidianeidad. Nada más claro que el primer poema de la sección El Olivar, que presenta las noches en el olivar marcadas por la decidida persistencia de la imagen de las alas: todo con alas. Este lugar se presenta definitivamente marcado por esa dirección ascendente, en cuya ruta el artista –ser que vuela- no puede dejar de cruzarse para darle y darse sentido.
En lo formal, el libro de Moyano sabe dar cuenta de esta visión integral. La relación que establecía con Rabelais se ve claramente cuando nos encontramos con el cuerpo, los desechos y las partes privadas del autor, vistos de frente y con las palabras fuertes y precisas para saber aspirar en los textos a una totalidad, más que en un detalle gracioso, por más que se examine lúdicamente en los poemas Sin título de la sección Rezos. En este sentido, está lejos de ser una poética amable: como dice en Epitafio,

La poesía
no es sólo un abanico
            de color de rosas
también es una daga
            que corta orejas largas
                                   y feas.

Ya que el mundo que retrata, si bien está pleno de humanidad, no deja de ser ese mundo sin Dios del pensamiento moderno, tal como con cierto grado de ironía deja ver en Rezos, y con bastante menos sentido del humor en otros poemas de la primera parte del libro, como en el sentido e intenso Cara de barro o Hay un desencanto en el aire. Veo la naturaleza, interior y exterior, profundamente humanizada, cruel, sabia, ciega o tierna según ande el paso del tiempo, que ha desterrado a Dios a la inexistencia por falta de necesidad, esa naturaleza cotidiana y alcanzable pero incomprensible al mismo tiempo, en la anciana que hace fuego para pasar Agosto del poema V de El Olivar; y no me deja de parecer que todos los caracteres que presenta el libro forman parte de la misma familia. Ya que esto me da el sentido de la familia de Moyano como una imagen de la totalidad análoga al mundo natural, trayéndonos a esa imagen de familia y a su trabajado olivar como apariciones primordiales, símbolos de una reconciliación posible y presente del hombre con el mundo, una religiosidad activa y cotidiana. Ante esto, los poetas no pueden ser sino una metáfora que no se puede mantener en pie ante tal plenitud de realidad: una bolsa de caca tirada en la vereda, momento preciso para que aparezca, aquí sí, una imagen urbana indicadora de decadencia y despojo.
Desde la cotidianeidad desgarradora de la sección Dos animales que se aman en tiempos difíciles hasta la cosmogonía alucinada de la última sección, El Olivar, Moyano muestra con este libro su paso hacia la universalidad que esperamos desde este lado de la vida, en que la ciudad nos enseña paso a paso el desarraigo y la escisión como modos de vivir y habitar un mundo por siempre ajeno, que nosotros no dudamos en vender al primer postor. Un libro, en este sentido, necesario, que es capaz de transmitirnos esa conmoción de toda poesía legítima, no podía llegar en mejor momento.  
  



miércoles, septiembre 28, 2011

La Literatura en trámite de expulsión: NATURALEZA MUERTA, de Guido Arroyo

Una de las discusiones fundamentales para nuestro arte en el momento político y cultural como este que vivimos, de densa crisis de sentido, tiene que ver con algo tan fundamental como qué es el poema -o mejor, qué es lo que podría llegar a ser. Desde el objeto bello que alguna vez se supuso a sí mismo, la modernidad debió sacar una serie de otras dimensiones para mantenerlo sobreviviendo –entre ellas, una particularmente fructífera: convertirlo en una máquina de crítica cultural y social, trascendiendo la posible utilidad en la coyuntura política, dimensión siempre presente dado el origen del poema como oralidad. Sin embargo esta máquina crítica guarda siempre en sí el veneno de su crisis: el poema puede hablar sólo desde sí mismo, desde su particular mística (su estado de verdad) que casi se supone parte de sus procedimientos fundamentales de creación, y han sido contadísimas en nuestro barrio las poéticas que se han planteado decididamente el desaurar, en este sentido, sus creaciones. Así, una crítica posible al más allá del campo de la creación por parte de la poesía resultaría, visto en grueso, una pretensión absurda y mixtificadora, que tan sólo tendría como resultado el engaño y la confusión, cuando no la domesticación de lo real por parte de una creatura emancipada desde su pura fabulación, desde una literatura.

Esto, visto en grueso, ya que en realidad las prácticas discursivas no funcionan tan limpiamente como las planillas burocráticas o los contratos de asesorías municipales. El plantear políticamente un discurso, a estas alturas de la crisis ideológica, debería implicar que éste sepa acoger en sí mismo y mostrar las huellas de la crisis, ya que el productor de su sentido es parte de esa enorme máquina de jerarquías cruzadas y enrevesadas que es el sistema ideológico de la era del espectáculo, que alimenta y se retroalimenta desde el sistema de producción e intercambio de bienes. Y no hay una forma más permeable a mostrar estas huellas que la poética, con su capacidad de interrogarse a sí misma desde su mismo instrumento fundamental: la palabra, paradójica, multidimensional, identitaria.

Difícilmente uno podría mostrar mejor lo antedicho con otro libro que con Naturaleza muerta (2005-2010) (Santiago: Ed. del Temple, 2011), de Guido Arroyo (Valdivia, 1986). En este libro, el autor no ha dudado en multiplicar y hacer evidentes las huellas del extravío que el creador de poesía debe asumir al intentar la salida desde el escaparate estancado del ámbito académico o desde el arenal con un poco de oro y mierda como es definido el arte desde la perspectiva de su intercambio (su mercado) en el poema Chorrea en los bordes de Duchamp (p. 8). La figura del productor de sentido es expulsada –pero como ex-plicitada- de su propia creación de forma sistemática a través del poemario. Su labor es indigna de que se le asigne un espacio en la cuidadosa maquinaria de la que parece resultar –como una casualidad- responsable:

No haber sido el oficinista

que conoce a su esposa en el happy hour, ni engrosar

las glorias de la patria

luciendo

fusil y botas

No ser aun

parte de la mayoría

ni filiar

con una minoría reconocible

Ser entonces, el que camina por el trigal

un equilibrista atrapado en la ventana

incapaz de prender un mísero fósforo

provocar el incendio de la comarca (p. 18)

La impotencia de este hablante llega a dar cuenta de cómo la práctica escritural tan sólo roza ese ámbito otro que este poemario desea como el suyo, extravío que a su vez refleja el del autor con su creación. Este extravío rompe de raíz cualquier voluntad de legibilidad “correcta” del libro: el desde quiebra el cómo. Cualquier voluntad reconocible detrás del texto se fluidifica en una deriva inevitable: esta escritura no puede apelar a reglas de un discurso que se le ha hecho ajeno, como exiliada de un territorio donde aspirase a entrar a la fuerza. En la escritura de Naturaleza muerta, este signo es clave: el más allá de la letra se cuela sin cumplir turnos o jerarquías, por fuerza propia:

Una ciudad en verano es el resumen de la infancia

cemento filudo de huesos-veredas

y se prohíbe hacer excavaciones

bajo luces azules un letrero se desnuda

arriba del pubis un tatuaje, la copia feliz de esa muralla

pero faltan ladrillos-manos para construir la casa nuestra

Entonces quién comete sedición esta noche ¿acaso el púber maldito

que sienta la belleza de su patria y la encuentra amarga?

o quien imita el trazo de Monet

para abocetar el retrato de su dictador predilecto (…) (p. 26)

El punto de apoyo, entonces, no puede ser otro que la subjetividad más extrema, en plena oposición a cualquier noción de literatura como un más allá del mundo. La apelación a lo vivido y lo visto llega a presentar los momentos de desamparo y enajenación característicos de la formación infantil como expresión del extravío del hablante, poniéndolos en relación directa con la carencia del rol social del artista o la nostalgia amorosa: la operación realiza una tabula rasa de las dimensiones que componen el mundo del poemario, dejando como ámbito de su representación un espacio intermedio en que el valor se revela en la pura aparición al horizonte de la escritura. Me parece que este espacio –que se podría decir un no-lugar- es ese innombrado Chile aludido desde el extenso poema situado en el centro del libro y señalado por un diseño que cita a la bandera nacional: como no puedes nombrar este poema / escribes entreparéntesis la excusa, / como si una mordaza blanca tapara / sus bocas, o un telón negro cayera / sobre el recuerdo, impidiendo ver el / fondo sangrante de versos son estrella. El poema como tal empieza:

En medio de un conventillo todos te miran

sin mirarte, entreabren las persianas ocupados de que se mantenga

la temperatura del té La Rendidora o de esparcir la mantequilla

sobre una marraqueta que sólo acá es tan crujiente

parecida al gemido escondido en el entretecho

de casonas donde sirven tragos importados

sostienen fundaciones de poetas salones de arte

o los demuele una constructora judía no importa

que arroje doscientas balas sobre los muros (…) (p. 53)

Los espacios privilegiados del arte moderno, la cotidianeidad y la marginalidad parecen abalanzarse en su deriva sobre un muro imposible de romper: el muro que opone la separación entre la acción de escritura y la acción de subjetivación social. La cadena de la impotencia que se puede vislumbrar (desde la impotencia del hablante para ser sujeto de su propia historia hasta la impotencia del artista de hacerse sujeto de La Historia, reproducidas en múltiples formas y diversos niveles) encuentra, entonces, un reflejo adecuado y decidor en la opacidad formal: el oficio mismo logra mostrar su impotencia con respecto a hacerse literatura. Y con ello, postula a esa misma literatura a la cual no puede/no quiere llegar como enajenación, espectáculo, como una especie intercambiable dentro de un mercado tecnificado que usa la sublimación estética como mecanismo de represión (cfr. Adorno y Horkheimer, Dialéctica del iluminismo).

Es en este sentido que la naturaleza muerta, género de pintura en que la emoción estética se revela como pura imposición de lo que el artista postula como objeto bello, resulta como ejemplo paradojal el perfecto vehículo para la peligrosa situación del poemario en el límite de una posible justificación de su misma escritura. En la forma, se revela en la elección decidida de cierto seco objetivismo, a veces violentamente yuxtapuesto a una poética mimética casi narrativa y a veces manejado con una técnica notable en su pulcritud (cfr. Entiende los gestos ocultos bajo la ropa…, p. 9). Mas este objetivismo no puede dejar de revelar la falacia de esa limpia nada que desea como su más allá, gesto notorio en uno de los textos claves del libro, el poema Todas las declaraciones de principios / deberían quemarse como esta hoja:

¿Quién podría

necesitar el Arte

si es posible

arrugar

una hoja en blanco

y luego

como si nada

extenderla

sobre el aire

y redactar

con tinta negra:

naturaleza

muerta? (p. 83)

Tras lo formal, entonces, se revela una mera voluntad vacía, cuya misma vaciedad funciona como testigo paradojal, que no dejará de señalar –y no ocultar- tras esa limpia sublimación estética la huella del sufrimiento de las víctimas de la historia, a las que la escritura de Arroyo evoca, por otro lado, sin cesar a través del libro en los textos que no se reconocen dentro de esa línea. Esto confirma la tensión permanente de Naturaleza muerta, lo que constituye su valor como investigación sobre el límite de las posibilidades escriturales con respecto a la acción política: la nebulosa, pero tangible, reunión de más de una voluntad formal dentro del libro, con el consecuente montaje caprichoso que es en sí una rebelión frente a la ambición de un (supuesto) documento cultural impoluto de historia. El carácter inevitablemente mistificador del autor dentro de la escritura se hace con ello patente (cfr. Por revelar, p. 41), y con ello se es capaz de ver de frente la exterioridad de una posible literatura en el contexto de la sociedad de mercado –en otras palabras, al evocar al sujeto creador de sentido a la escena, es inevitable que aparezca su carácter impostado, que su verdad se mine en el más profundo sentido. Con ello, la relación del creador con su obra pierde, claramente y a la vista, cualquier carácter natural: se hace técnica, en el más moderno y devastador sentido, y así expone a una posible Literatura a la soledad de un paisaje natural dispuesto para la pura contemplación. Paradojalmente, como finalidad desde el mismo oficio, la muerte del sentido (como contrapartida de su inutilidad en el plano de la acción social) se impone como el último destino de la investigación del poemario.

Naturaleza muerta resulta uno de los libros más interesantes dentro de las expresiones que desde un tiempo a esta parte han puesto en tela de juicio el mecanismo sencillo e insuficiente de una literatura que desde la simple mímesis desee hacerse parte de la historia social y política efectiva (pienso en obras tan alejadas y comunes en este propósito como las de Alfonso Grez y Christian Aedo). La tensión inherente en el libro, en este caso, es un aporte, al haber llegado prontamente a un manifiesto límite expresivo –lo que entrega una durísima tarea a Arroyo para las obras que vengan. La fuerte investigación sobre los límites del arte moderno que subyace al libro puede ser tanto garantía de expresiones nuevas como de mudez: el costo de poner la debilidad de la figura del autor como una fortaleza puede llegar a ser una apuesta más cara de lo que el papel resista.

Ediciones del Temple sigue con este libro dando la señal de lo necesaria que se ha hecho en estos años, apostando por el real riesgo de poéticas nuevas y atrevidas. Se desearía que condiciones mejores de nuestro pequeñísimo mercado cultural no pusieran en peligro iniciativas que se han probado tan a fuego, pero probablemente la falta de instancias de publicación de tanta excelencia no es lo peor que le espera al desarrollo de la escritura poética de nuestro país en los años que vienen.

sábado, agosto 13, 2011

Sin tregua contra lo real: PRECAVIDAMENTE HABLANDO, de Patricio Serey

El asumir que la autocrítica debería constituir uno de los gestos esenciales del creador de poesía es ya un lugar común, y se ha vuelto un valor fundamental para considerar cualquier poética que se precie de estar a la altura de los tiempos. Sin embargo, no dejan de aparecer las lecturas de aquellos que de plano no entienden que la poesía se trata de un oficio, y no la práctica de generación de eventos escandalosos o el escaparate de perversiones personales; en este registro tan sólo una poética de superficie y que asuma respuestas obvias podría ser reconocible y asimilable. Es una suerte incluso que el oficio de la poesía pueda ser practicado aún sin la venia de los censores que vienen desde otras prácticas (críticos culturales, periodistas, cronistas, asesores de gestión cultural municipales o nacionales, etc.), después de que desde hace algo así como veinte años intentan aplicar esta censura estandarizada bajo una institucionalidad que les dio y les sigue dando viento de cola para esta tarea.

Saber mantener una autocrítica a la altura de la compleja labor de creación poética es bastante más complejo que gestos automáticos o imitativos: sin buscar los fundamentos en el gesto base de la antipoesía parriana y de la ya cansadora (y por lo mismo ya descafeinada) autorreferencia de la moda bertoniana, Patricio Serey hace en Precavidamente hablando una provocadora apelación a la poesía como una ácida práctica crítica ante lo real, aquello que se supone fijo e inmutable al frente, desde una noción de humor que bien se empalma con la definición bretoniana en su Antología del humor negro: “negación de la realidad, la magnífica afirmación del principio del placer”. Ante el miedo que todo lo afea -tácita reminiscencia de una imagen quevediana de la muerte- a que se refiere en el poema homónimo al libro, Serey no duda en instalar el hecho creador como instancia ejemplar de resistencia personal: el primer poema del libro marca claramente esto al titularse Nosotros que le trabajamos al martirio. Los primeros versos de ese primer poema rezan:

Los que le trabajamos al martirio

aunque gratuita, formalmente

nos mantenemos a una discreta distancia

de la palabra muerte y de la palabra amor.

Esta perspectiva ofrece el fundamento de las operaciones corrosivas características del humor negro de Serey: la muerte o el amor quedan decididamente fuera de alcance del proceso con el que el autor debe enfrentarse a la creación, dada la absoluta conciencia de una distancia insalvable entre las palabras y las cosas. Este despojo reconoce tácitamente una raíz en el gesto escéptico de la poesía contemporánea chilena posterior a los 60, como se hace evidente en la velada referencia irónica a Lihn del poema De profesión ahogado:

Quien habla mucho del dolor

no hace más que abusar de esta palabra

valerse del adjetivo doler para eludir

al hada del encanto final

y seguir pateando la perra.

El dolor es uno de los temas fundamentales del libro. Presente en toda la primera parte, sabría ahogar cualquier otra voluntad de esta poética, si no fuera porque el autor conoce perfectamente a la ironía como recurso de resistencia y transformación de la realidad. El objetivo primario de esta ironía es, sin falta, el hablante mismo, que a modo de un flâneur, puede ser el intruso cuya mirada le muestra la medida de la inutilidad de sus esfuerzos ante el radical Otro de la vida urbana, el enajenado paciente de doctores de la muerte internado en un lazareto fantasmal, o varias otras figuras cuyo delineamiento sabe conscientemente no volverse nítido y evidente hacia el lector. Ya que esa claridad sería una falacia.

Me explico: la raíz del dolor de este hablante está en su absoluta imposibilidad de dar cuenta claramente de su creación. Este ser es más que simplemente miope: la puesta en duda de lo que se planta al frente, consecuencia natural de su ataque mordaz, quiebra cualquier posibilidad de evidencia:

Habría que estar sólo mirando el agua

para no reparar en el viento que seca la boca.

El ojo como pálido referente de las cosas

el incesante forcejear que se realiza para asistir a

ninguna muerte.

Serey sabe, en este sentido, desprenderse de gestos fáciles, haciendo que lo que se expresa acá sea una voluntad que elude rostro y figura, que se hace un puro deseo cuya desembocadura natural es la hostilidad hacia aquello al frente, el ganar espacio para sí en el sentido más arcaico. Por ello, el gesto del malditismo se hace relevante, y específicamente aquel de ancestro rokhiano, en que no se deja de aludir a la creación como expresión de una naturaleza ciega y sorda a la razón. El mismo yo del poeta termina bajo las ruedas de esta avalancha autocrítica:

No pienso en mí cuando escribo

de corto o largo aliento

más bien ahogado.

Tampoco pienso en el gusano

ni en mi vecina tetona que se asoma

cada vez que llego pasado una hora decente,

empieza el poema Tal vez, ahí, de repente, a lo bestia, en que desde el mismo título se deja ver el inquietante tanteo para definir algo que logre acercarse a un arte poética, requisito esencial para la definición de un hablante clásico. Sin embargo, la definición final es precisa y orgullosamente ese repentismo y bestialidad, y habría que decir que en esto veo un pliegue bastante más sutil, un quiebre entre esto que desea el hablante y aquello que rige la voluntad de autor detrás de la obra. En esta lucha por la expresión de sí mismo a través de la creación se delinea claramente una victoria de la práctica misma del oficio, mientras la energía desplegada no deja de aplastar al hablante, deslegitimándole frente a la que postula como su misma producción. La conmoción profunda de la escritura poética termina siendo vista desde una muy distinta perspectiva, como expresa bien el poema Cita gore:

Una destemplada ráfaga de ideas

convulsiona el sentido de las palabras

un confuso remezón donde se revela la ambigua

idea de un cielo para los inmolados

pero aunque se escriba con el muñón ensangrentado

esto no sería más que una mala cita gore.

Este bien asumido pliegue dentro de la escritura de Serey –que podemos definir, de otra forma, como la conciencia técnica del oficio versus el sacrificio personal en la tradición del malditismo-, hace que pueda sin problemas transitar diversos tonos y tópicos sin miedo a la confusión de planos, generando una superposición violenta de imágenes poéticas que logran encontrar su expresión final a través del humor negro, como expresión de resistencia, al que aludía antes. La confusión de la figura de la mujer con la imagen de la muerte, en este sentido, resulta al fin fundamental para entender por qué buena parte de los poemas de la segunda parte del libro (El cadáver exquisito de los muertos de amor) están cargados expresamente de una poderosa energía tanática, que no deja de arrastrar a la escritura misma hacia la tabula rasa que queda al centro de este mundo poético:

Los jotes revolotean el cadáver de los muertos de

amor

porque esas cabezas ya han rodado el mundo

con sus non sanctas soledades.

¿Qué decir de la poesía?

si ya han jugado con la pobre niña que nadie saca

a bailar

la han violado reiteradas veces en los refranes

del prostibulario idioma.

Es así como la poética de Serey no puede sino asociarse a la violencia y la muerte para conservar su validez, no puede sino reconocerse bajo una profunda derrota ante sí misma como posibilidad de verdad o de virtud, como si el ataque contra el mundo terminase dejando dentro del hablante como un reflejo esa misma potencia destructiva que estaba dirigida contra él. La ironía sistemática hace su trabajo hasta el final, dejando triunfar a la poesía como oficio por sobre la poesía como expresión personal, y en este sentido vale hacer notar que el humor corrosivo de Serey no deja de presentar en primer plano una densidad de lenguaje que se transforma, en la última parte, en una poderosa afirmación de la autonomía que puede alcanzar una escritura cuando todos los presupuestos que se pueden plantear como fundamentos de una poética (el compromiso ético o político, la expresión de sí mismo, la búsqueda experimental, etc.) agachan la cabeza ante la evidencia de la creación misma. Para entender esta paradojal afirmación, Serey mismo nos ofrece su Cantinela del ocio:

Para decir lo que se quiere decir

habría que romper con todos los poemas

comenzar a descifrar las palabras

que caen hilvanadas en la fragilidad de la memoria.

Un pájaro canta en la aridez de un desierto

¿quién cree en esa ave solitaria,

en el estruendo de su canto?

Pero el pájaro sigue ahí, en su jardín, yerto

conmovido sólo por los gránulos de arena

que sordos enseñan su dorada espalda

ese es sin duda su mayor trofeo

y eleva su cantinela nuevamente

que le devuelve con porfía la tardía distancia.

En tiempos en que la demanda de la realidad se hace cada día más urgente y pareciese que todo lo ganado en el transcurso de nuestra historia cultural debe ser defendido contra una barbarie con una voluntad de poder inconcebible, resulta cada vez más importante esta declaración afirmativa de la necesidad del oficio poético, lo único que le puede otorgar un peso real como voz de resistencia y de coherencia ética. El que Serey logre empalmar nuestra historia de poesía urbana con la poesía tradicional refuerza la legitimidad del oficio ante el resto de las prácticas culturales, su carácter primario y necesario.

Patricio Serey confirma, con Precavidamente hablando, la interesantísima densidad escritural de la provincia de Aconcagua, que desde hace casi diez años ha estado ofreciendo una serie de creadores jóvenes de gran proyección, sin intentar asimilarse al entorno centralizado nacional –y ni siquiera al entorno regional que tiene a Valparaíso por cabeza administrativa. Con este libro, Ediciones Inubicalistas se anota otro punto en su proyecto, y puede ostentar uno de los catálogos más sobresalientes en lo que se refiere al movimiento de microeditoriales de nuestro país.