Con
Santa María de todas las horas (México:
Cinosargo/Mantra, 2018), Alexis Figueroa (Concepción, 1956) aborda
por primera vez el género novelístico, tras un
paso ya seguro por la narrativa breve. En este caso la búsqueda de
Figueroa se da, como ha sido usual en su producción, a través del
uso de un género de aquellos que en otro tiempo tenían
obligatoriamente el “sub-” antes de enunciarse: el policial,
asumido con una buena cantidad de sus convenciones históricas.
Una
de estas convenciones se plasma en la elección del personaje que
moviliza la trama: el detective Mancilla, cuya
relativa inadecuación al mundo (que permite abrirnos su interioridad
dentro de la forma policial tradicional) se expresa en este caso en
la esquizofrenia, la que desde el principio de su vida le enajena con
respecto a su entorno:
Su familia,
miembro de aterradas cohortes de la realidad, estaba en la vena del
sentir nacional: terror ante la fantasía, desconfianza de los sueños
y la visión, pasmo ante la labor de un cerebro que arma y desarma la
realidad, miedo insufrible ante la ligereza de espíritu, la risa y
la duda. (p. 16)
Resulta inevitable constatar que la elección de este carácter da la
posibilidad a Figueroa de ejercer la reformulación que busca en su
forma narrativa: el lugar del pensamiento crítico propio del
detective tradicional (que genera el esclarecimiento de un mundo en
caos, analíticamente) es tomado aquí por la fantasía y el sueño
despierto, que es capaz de ver (o más bien no puede evitarlo) en un
mundo que parece asignar claramente una topografía de la dominación
capitalista el horror -lo inefable- que subyace a este sistema, en
forma de síntesis. Dado esto, la novela entera, más allá de la
figura de Mancilla, toma esta (e)videncia como fin en sí misma,
imponiendo una suerte de “método paranoico crítico” sobre el
argumento. Esto hace difícil considerar la novela como policial en
sentido propio, en lo que se puede ver como una subversión del
género, en un desplazamiento de la intriga a ser una excusa.
Los objetos a narrar en el libro funcionan como obsesiones que
movilizan la escritura. El inicio del libro ya es índice de esto: al
argumento se le despoja de una carga importante de intriga al
presentar en las páginas 7 y 8 la Cronología de los sucesos del
libro, tras la cual la narración como tal tiene su comienzo con un
zoom de Google Earth que -ficticiamente- a partir del espacio
exterior llega hasta la comuna que es el escenario íntegro de la
acción. Así, el modo narrativo se establecerá siempre a partir de
una visión externa, mucho más efectivo dada la disminución de la
carga de intriga.
Con esta voz-visión externa como punto de partida, la narración irá
privilegiando al menos dos otras voces-visiones: la del detective
Mancilla (en quien la visión es patológica) y la de Ana Beatriz, la
víctima del crimen (en quien la visión es alucinatoria). La
síntesis de imágenes en aparente caos, evolucionando en dirección
tanto a lo ominoso como al éxtasis trascendente (y fundiendo estas
dos expresiones en lo que se constituye como imagen monstruosa,
índice de perversión), es característica de estas tres
voces-visiones, con lo que no se puede dejar de convertir este
registro en “la realidad” de la novela. Los hechos son tan solo
acompañamiento, móvil de estas visiones.
Las visiones se movilizan en torno a los objetos en acción a modo de
un bombardeo de partículas, produciendo un inevitable efecto
barroco; así por ejemplo, lo que yo denominaría el “tema de la
marcha del mundo”, que toma la forma de la procesión de la
Carmelita de Macul, la marabunta de hormigas y el paso de personas
por la calle o por una discoteque. Los procedimientos propiamente
poéticos producen una densificación del lenguaje, que establece
relaciones fugaces entre la vida individual y su entorno social y
económico, entre la inercia de la acción colectiva bajo el
capitalismo y la vida animal, entre el cosplay y el fetichismo
religioso, etc. Lo complejo es que se hace inevitable la repetición
en las asociaciones, produciendo un efecto de abismo: el barroco se
vuelca en rococó, dada la circularidad del movimiento de las
imágenes.
La estructura de la novela obliga a leerla no como novela, sino como
un conjunto de textos poéticos. Figueroa parece consciente de esto
al jugar con la repetición en la narración de los hechos, y al
buscar una sobreestetización de cada detalle de la acción.
Santa
María de todas las horas, en
este sentido, asume una poética del exceso, que mata la intriga de
la trama para presentar más bien una écfrasis alucinada de los
hechos que presenta, desconstruyendo
a cada paso cualquier posibilidad de pacto narrativo.
Esta écfrasis se tensiona a tal punto que se le hace inevitable
introducir la voz del
narrador en forma
extradiegética, planteando incluso posibilidades alternas de
argumento. La tensión inevitable a la que somete al género novela
produce, por otro lado, que los personajes pierdan subjetividad y
sean instintivamente percibidos solo
como objetos movilizadores de
las voces-visiones
narrativas.
Un
texto más acotado podría haber tenido rendimientos mejores en todos
los sentidos, si bien la lectura de Santa María de todas
las horas cautiva en sentido
propiamente poético en casi toda la extensión del volumen. El
experimento, con todo, no parece llegar al fin que Figueroa mismo se
propuso.
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