Dígase lo que se diga, la
historia de nuestro país no se aviene con la radicalidad: y con esto no me
refiero al “fundamentalismo”, palabra ya marcada por el uso como la tendencia a
una lectura literal de textos ideológicos o religiosos. La radicalidad, más
bien, tiene que ver con la voluntad firme de no quedarse con las definiciones
surgidas de esos compromisos que, en países de mente colonial como el nuestro,
fueron hechos para suavizar el filo de las palabras y los conceptos, para
evitar dañar el consenso de la aldeíta y asegurar el orden. No es, por esto, al
azar que para decir “radical” yo tenga que ir a recoger el uso que se le da en
inglés a la palabra, y dejarlo acá asentado para evitar malentendidos.
Difícil leer en nuestro paía algo
más radical, en el sentido que expongo, que Hocicona (Santiago:
Editorial Desbordes, 2017), de Elizabeth Neira (Santiago, 1975), volumen que
recoge catorce ensayos, artículos y manifiestos publicados en diversos medios. Es
notable acá la voluntad en desmarcarse del uso más rumiado de los conceptos
para intentar acceder no a respuestas, sino a preguntas esenciales en torno a
la educación, la diversidad, lo patrio, el vandalismo, la basura, el
pensamiento latinoamericano, la oralitura, la institucionalidad cultural, la
escritura femenina, lo popular, el arte, la performance. Problematizar cada uno
de estos conceptos, que han parecido y parecen evocar reacciones y nociones
perfectamente naturalizadas durante los últimos treinta años, es a primera
vista un eje esencial de la escritura de Neira.
Decir que no se accede a
respuestas puede ser mal entendido. Quien entre al volumen no va a encontrar la
síntesis brillante que un Saber -enajenado del cuerpo material- dicte
benevolente sobre la sociedad desde la seguridad desde la quietud de la
contemplación del mundo; Hocicona está escrito desde otra parte. La voz
tras los textos es una voz bien real que se enuncia más desde el sólido tanteo
de la existencia en sociedad que desde la esfera del “saber” por más crítico
que este quiera aparecer. Un tanteo que se reconoce en un lugar determinado,
marcado por la incerteza del status de su voz dentro del concierto de voces que
conforma el “campo cultural”. No es coincidencia que el primer artículo trate
sobre la autoeducación de los pobres (versus la mala educación de los ricos), y
que Neira invoque más adelante a:
Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre, semianalfabeta,
tocaba la guitarra en funerales y bautizos en el campo chileno y sabía las
palabras redobladas, fórmula mágica religiosa que servía para pillar al diablo
y ganarle el precio de tu alma en un ajuste de cuentas que se basaba en un
rápido e ingenioso pin pon de palabras donde ganaba el más astuto con la rima y
la idea. Mi abuela, analfabeta, madre de mi madre semianalfabeta, nunca quiso
enseñarme las palabras redobladas, según ella, para que no me metiera en
güevadas.
Este hablar ancestral perdido,
que se constituye como una operación liberadora sobre el mundo y sí mismo, resulta
una buena guía para comprender la enunciación de esta voz. Usando el lenguaje
como mera herramienta útil para la sobrevivencia, despojado de su poder
primordial de ritualidad al ponerse al frente de un Saber que fagocita a la
particularidad y hasta a la identidad, esta voz no puede sino presentarse
disminuida, no obstante asumir a través del pliegue irónico su derecho a lugar
en la afirmación de aquello innegable: su corporalidad elemental, sometida a la
sobrevivencia y, diríase, forzada a una permanente defensa vital.
Este pensar atrincherado, alerta
y despojado de nimbos de respeto incondicional tendrá que reconocerse como
expresión física, puesta a tierra: despliegue de (auto)producción neuronal,
como irónicamente se define al principio del volumen. Quien habla solo puede
contar con su yo, aferrado como fortaleza inexpugnable. Sin embargo, en
cada uno de los casos, el viaje hacia el nosotros acaba presentándose,
no como afirmación ostentosa, sino como llamado de alerta: en el reconocimiento
a lo ancho de la trinchera se vacía la única posibilidad final de
sobrevivencia.
Por ello, este pensar ya no
quiere solazarse en la sola escucha, en el orgullo de una razón personal. La
concepción de comunicación del conocimiento presente en Hocicona desea
despojarse de privilegios, en un gesto de radicalidad eficiente:
Estos conocimientos [los que permiten la
sobrevivencia de la comunidad] pasarán de generación en generación a través
de los instrumentos de comunicación de que disponga esa comunidad: relato oral,
mitos, leyendas, escuela, literatura, arte (el arte como vehículo de
comunicación que es el punto de vista al cual adhiero), radio, televisión,
medios de comunicación masiva o alternativa, internet, etc.
Puestas en tal lugar, tanto la
educación formal como la cultura artística, pierden todo privilegio, no solo
ante las prácticas que las preceden -habiendo sustentado su origen-, sino ante
los medios tecnológicos que han aparecido posteriormente -que “amenazan” y
“debilitan” a aquellas. Desde una efectiva perspectiva histórica, el privilegio
aurático del conocimiento y el arte es tan solo un momento, y uno en
transición:
Donde antes solo había agricultores ahora hay pescadores,
industriales, burócratas, artistas, inmigrantes, putas, travestis,
narcotraficantes, estudiantes, hackers, contaminación y un largo etcétera.
Si bien la aplastante conciencia
de lo histórico le da al lector contemplativo un sentimiento de desazón, esto
no implica de por sí una desaparición completa del horizonte utópico. La salida
es dada por el carácter activo y actualizante del pensar, que para hacerse
efectivo debe tener lugar en el sujeto mismo. No por nada la palabra “sujeto”
está en diversos trazos del volumen intervenida con la (a), que indica
desde ya un carácter distintivo, sino que se afirma la construcción social,
electiva y autónoma de la identidad:
Pienso que si para las feministas el género es una
construcción social y también una elección, pues yo digo que en nuestro caso,
en nuestra sociedad mezclada a fuerza de patada y fusil, también lo debería ser
la etnia y yo me siento india, antes que sueca, o neoyorkina, yo me siento
mujer mapuche.
Me basta saberme de este lado de las cosas para
hermanarme con quienes luchan en condiciones de dramática asimetría…
En este sentido el pensar no
postula a relacionarse al Ser, sino al hacerse. Su producción será, por ello,
una mutación del rendimiento que se pretendería asociado a una
macroeconomía del conocimiento, asociada a la “academia-empresa” y al “mercado
del arte”. La liberación, en cuanto horizonte de acción del libro, se referirá
a la validación de una generación de conocimiento desde un espacio propio, en
el que se asienta la utopía como clave de construcción de escritura y obra. Por
ello, la “mano suelta”, irónica y sin pretensión de una precisión conceptual
disciplinada, es parte esencial del proyecto de Neira, al señalar tácitamente a
sus interlocutores como aquellos que están avecindados por un mismo léxico, que
comprenden la seña y la ironía, una lengua “de calle”, de intervención en un
espacio público en defensa de este como genuinamente público.
Lo dicho con respecto a la
escritura, corresponde de manera integral a la noción del arte como acción y
transformación. Neira insiste a cada paso en ambos planos en el sentido que define
cuando se refiere al arte de acción como más vinculado a la transformación que
a la provocación. La conmoción de la risa y el escándalo apuntan a restituir
con ello un sentido ceremonial, la conciencia de “la cadena vida-muerte-vida”,
movilización y animación de sentido.
¿Cuándo se “corrompe” o se “pudre” lo patrio o cualquier
otra idea significativa? Tanto en la esfera biológica como en la esfera social,
algo muere cuando carece de movimiento.
En este sentido, la labor de
Neira en esta escritura se hace análoga a la de su arte de acción, en el
sentido de asumir el descentramiento, el desajuste de la práctica particular y
autónoma dentro de la institucionalidad que, más que una condición subalterna,
le ofrece a aquella práctica la posibilidad de desmontar críticamente cualquier
sistema. Es un desmontaje análogo, y se podría decir además derivado, de la
noción colonial de centro y periferia:
El centro es por antonomasia un lugar de privilegio. La
centralidad no es un devenir histórico “natural” de los pueblos, sino que es un
diseño, una política, bastante bien pensada y militarmente asegurada, que
determina la distribución de los recursos y del poder. Es decir, no existe
periferia alguna sin un cuerpo que acapare, excluya y desplace. Una cosa engendra
a la otra.
Yo te nombro antes de que tú te nombres a ti mismo. Es
decir, me convierto en tu origen (¿En tu Dios?)
¿Quién tiene derecho a nombrarnos? ¿Por qué razón, yo, en
tanto “sujeto periférico” debería ceder el poder nombrar-me a un tercero, que perpetúa
mi condición.
Existe arte sin inscripción, y no instituciones sin arte.
La práctica del nombrar, en este
sentido, toma de vuelta el sentido de “hacer aparecer”, en la plenitud que
supone la palabra como “GENERADORA DE REALIDAD”. Es por esto que el acto de
nombrar, entendiendo la situación de resistencia que esto representa ante el
“tercero” excluyente de la cita anterior, toma en sí un carácter político al
tiempo que radicalmente poético. La palabra es intervención activa,
hecho nuevo y necesidad urgente:
¿Está preparada la sociedad chilena para incorporar sin
patologizar a los cuerpos VIH positivo que ya existen y a los que vendrán? ¿O
pasarán a formar parte de la cada vez más grande lista de los invisibles?
SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA, SIDA yo lo digo, lo
nombro y me pongo una camiseta que dice “Soy VIH positivo” aunque no lo sea,
porque cuando un amigo muere de SIDA, todos tenemos SIDA.
Es a esto, y no a un afán
romántico, a lo que se refiere Neira al defender una raíz poética en el arte de
acción -lo que incide de manera central en inhabilitar el término performance-,
asumiendo así una nueva manera de comprender el desarrollo histórico de este en
Chile y, lo que es más trascendente, defendiendo la situación desajustada y
desajustante del artista ante los “circuitos del arte”, retirando su práctica
de cualquier flujo racionalizado y técnico de producción postulable.
Me sucede que en tanto sujeto(a) que practica el arte de
las “performances”, yo no hago esto que hago por rendimiento, sino por
liberación… Yo hago performances por un deseo de liberación personal y
colectiva.
Ahí está el artista de la performance poniendo el cuerpo
como un soldado de Dios en una guerra santa, por mandato supremo. En
definitiva, como el maníaco que dicen que es, dispuesto a todo con tal de
llevar su exhibicionismo hasta las últimas consecuencias.
La performance tiene de misterio lo mismo que de poesía
porque ambas trabajan en una zona invisible, van y vienen de la realidad,
jugando con ella para su transformación, su superación a nivel simbólico.
El artista de la acción tiene que ser medio místico
porque para hacer lo que hace es necesario tener una fe demencial en sí mismo y
en el sentido del contrasentido.
La ritualidad del dolor, el imaginario sacrificial, la
violencia naturalizada, la raíz poética y la búsqueda de lo sagrado-profano son
elementos que caracterizan a la performance latinoamericana.
En un entorno artístico que continúa -desde la formalidad
de la academia hasta la esfera algo cabaretera de la cultura de bares-
trivializando aquello que escapa de su comprensión, Hocicona presenta la
coherencia del pensamiento y la obra de Elizabeth Neira de manera directa y
desafiante. Asumiendo que movilizar el sentido en áreas tan grises como la
relación del arte y la sociedad, el arte y la historia, o el arte y la
política, implicaría fácilmente la tentación de solucionar los dilemas con un
gesto a la tribuna, los artículos saben defender posiciones complejas a través
de una enunciación directa de lo problemático, planteando sin falta la acción
transformadora como única salida hacia una condición superada no solo en la
crítica, sino en la realidad social, de los callejones sin salida que terminan
teniendo por costo la vida y la salud de nuestro pueblo.
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