Jorge Teillier, al caracterizar una línea lárica en la
poesía chilena, plantea la raíz última de la vuelta al lar
en el yo pulverizado y perdido de la ciudad, citando a
Gottfried Benn: una conciencia desalojada que sueña con volver a ser
el antepasado de sus antepasados, una masa de musgo en un tibio
pantano. Basta esto para darnos cuenta que el trayecto de estos
poetas sería harto más arduo y significativo que una emigración
física desde la provincia a la ciudad, se sugiere que el desarraigo
es más hondo y fatal, y que bien probablemente no tenga que ver
siquiera con la naturaleza, sino con la memoria, y hasta con algo aun
más sustancial de la experiencia del mundo. La memoria de un quiebre
catastrófico que escinde profundamente la posibilidad humana parece
acompañar la obra de Teillier como un índice hacia hitos de una
historia arcana -que puede envolver el desarrollo de la civilización
entera junto a sus formas de registro aurático- o bien algo más
cercano, no contado o silenciado por la cultura desaurante y
blanqueada de la fundación nacional: la violencia extrema de un
poblador invasor sobre el territorio, sus habitantes y su vida
natural.
Varias catástrofes después de Teillier, Guillermo Riedemann (1956)
en Perdigones (Valparaíso: Inubicalistas, 2016) parece
continuar esta línea de forma sustancial, haciéndola proliferar de
sentidos hasta proyectarla hacia una problemática efectivamente
universal. A una mirada netamente naturalizada de la noción de
larismo, que hemos visto renacer con fuerza al compás de la
insistencia ecologista, el autor opone decididamente una visión
humanizada, en que el conflicto del hombre con la naturaleza pasa a
internalizarse de manera compleja, más acá de cualquier ingenuidad
o esquematismo.
La internalización a la que me refiero se fundamenta en una
contradicción que aparece insalvable en la misma experiencia
reflexiva y perceptiva del sujeto. A la noción contemplativa y de
pura añoranza del lárico puro, sucede aquí un conflicto psíquico
permanente en la comprensión de lo vivido y conocido, que llega a
trabar cualquier posibilidad de filtro o defensa ante un mundo
exterior que se perfila como un otro amenazante, cuyo hito
fundamental es la catástrofe. Ese mundo otro es de hecho
parte de una experiencia internalizada, mas una no digerida, ajena.
Por ello, emerge como imposible la experiencia plena de lo natural, y
la inquietud y el pasmo no solo evitan cualquier integración
orgánica, sino que además inhabilitan la nostalgia:
Si el podador no
toca las ramas bajas, un bosque de pinos puede ser un laberinto.
Cuando se rompe una granada seca, suena como madera que se parte. La
busco con la mirada, puede ser cualquiera. Siempre silbo y escucho
las respuestas del viento. Esta vez no voy a silbar. Miro las púas
que cubren la tierra. En este momento sería un alivio oír nada, un
alivio inútil pues el estampido resuena en todo el cuerpo. En la
cabeza repite amenazas, y desde allí no se ve salida posible. (29)
En la extrema economía de imágenes de este texto, vemos varias de
las escenas recurrentes del volumen: la presencia del bosque como una
entidad peligrosa y aplastante, la errancia sin rumbo ni salida, las
marcas de la agresión humana sobre el territorio -las púas. Sin
embargo, poco comprenderíamos si no supiésemos que el sujeto de
Perdigones no es el reflejo unívoco y decidido del hablante:
es un ser que padece metamorfosis continua, como si hubiese enajenado
de sí su misma conciencia, y el de esta página bien podría ser una
perdiz, o más precisamente, un perdigón.
La catástrofe de Perdigones, junto con ser natural, ocurre en
el seno del sujeto mismo, como ya apuntaba. Riedemann proporciona un
índice que echa a andar una compleja máquina de sentido desde el
mismo título: el perdigón puede denominar la cría de la
perdiz o el proyectil que se usa para cazarla y matarla. Una imagen
recurrente es la que amalgama ambos sentidos.
Pocos
años después recogerás perdigones desplumados a la orilla del
camino o en los jardines del pueblo. La perdiz y la escopeta hacen
bien su trabajo. Perdigones en reversa entre cabezas de paseantes en
domingo, a los pies sudorosos de turistas orientales. Alguna vez
inocentes, reaparecen plomos de trumao, sorprendidos en el vacío de
la celda de castigo. Flotan sobre floridos jardines, ocupados hoy por
miles de campesinos que huyen del vuelo de escopetas y plumas de
cubrecama, confundidas para siempre en el destierro. (24)
Al aparecer la confusión del animal y el proyectil, se nos declara
siempre un índice del momento catastrófico -sea este lluvia,
incendio, guerra, etc.-, precisamente en cuanto se establece como
revelación de la presencia inmanente de la muerte, del riesgo
más alto que constituye la pérdida de sí. Por lo mismo, este
momento no solo deja ver la escisión interna del sujeto (con
respecto a su propia naturaleza posible), además de la resultante de
este con respecto a la naturaleza que le rodea, sino que moviliza
otro índice de imágenes que bien ya se aprecia en el texto antes
citado: la experiencia del desarraigo. El texto inicial del libro
sabe darnos un acabado registro de esta serie:
Más
allá empieza el mar o termina la tierra. Ida y vuelta cruzan la
frontera las ideas que tenías del principio y del final. El primero
cada día más lejos no obstante el retorno al lugar que permanece en
el mapa, estático en el límite amarillo de los últimos brotes de
pasto que se hunde con dedos y raíces o es tragado por la boca del
agua. El segundo cada día más cerca, aunque esta idea dependerá
del lado de la frontera, que no es lo mismo que el punto de vista o
el cristal. Porque no miras ni quieres, en vuelo de vuelta y de ida,
seguro de encontrar el borde exacto y suspenderte. (9)
El desarraigo, desde el concepto ya implícito en la nostalgia
del lar, prolifera en todo el volumen, en la violencia de la
expropiación campesina o en las manifestaciones migratorias
altamente mediatizadas desde el Medio Oriente los últimos años; sin
embargo, el lugar privilegiado del texto antes citado nos entrega una
clave procedimental imprescindible: la indefinición de un
territorio, con lo que implica en cuanto de-situación o desvío de
perspectiva, va a producir una experiencia de escritura desde esta
misma imposibilidad de definición de la lectura de sí mismo y del
mundo. El segundo texto del libro plantea el reflejo técnico natural
de esa primera afirmación de la de-situación del poeta, bajo una
analogía, que toma especial importancia al considerar el mito de
Perdix -creador de la sierra- en las Metamorfosis de Ovidio:
Voy a terminar la mesa -dijo. Miró los trozos de pino ensamblados
con tarugos y cola. Pequeñas astillas en la piel de las manos, polvo
dorado en cejas y pestañas. Dispersas entre el aserrín y la tierra
las herramientas van a esperar que las sombras bajen de los árboles.
Los hijos menores buscaban algo en los cuartos vacíos cuando la
extraña levantó la voz. Terminará la mesa un día de estos, no es
sencillo hacer una mesa aunque tenga a su disposición todas las
herramientas. ¿Quién dijo que escribir un poema es como hacer una?
La gente dice cosas y no sabe nada. Buscar la madera, disponer de las
herramientas, no garantizan el resultado. Menos derribar un árbol,
aserrar, trozar, dimensionar, pulir, ensamblar, resolver los
múltiples imprevistos, por pequeños que sean o parezcan. Menos si
se levanta la vista y se mira en dirección al camino. Un dolor
punzante al lado izquierdo del pecho, polvillo de la madera en los
ojos, números de teléfonos extraviados. La
mesa queda tras la casa a medio terminar. Puede llover, han anunciado
lluvia, pero la ebriedad somete cualquier determinación. Alcanzó a
poner algunas cosas en su sitio, guardó herramientas, en una esquina
los trozos de madera sueltos, aplicó impregnante y cera antes de
entrar y desplomarse sobre la cama. Al
amanecer desbrozó la alambrada divisoria, podó arbustos nativos que
se interponen a la vista entre la casa y el lago.
Despertaron con
estampidos de fuegos artificiales. Bombas de ruido -dijeron, aviso de
los bárbaros. Entonces pensó pulir lo escrito en bruto, reescribir
el ensamblaje con la ilusión de pulirlo, de ver a alguien que se
sienta en la mesa y lee. Vuelta la calma, un murciélago voló dentro
de la casa, los hijos gritaron, hubo que abrir la puerta para que
saliera. A esa hora la lluvia era continua. (10-11)
Como vemos, la conciencia técnica no puede sino enfrentarse, a su
pesar, a la embriaguez de la indefinición y el pánico ante la
catástrofe. Más allá del conocimiento de los materiales y de los
procedimientos, se impone el registro inacabado y siempre imperfecto
de lo onírico, con su particular eficacia de imagen, de lógica
contraria a la eficacia lógica de la palabra. Lo onírico reúne en
sí toda la posibilidad de expresar la extrema inquietud de este
hablante, su deriva esencial: su escisión, la indefinición de su
lugar e incluso, la duda sobre su propia sustancia. La aparición del
murciélago aquí es un índice de profunda significación: el
volumen tiene a este como uno de sus seres de privilegio, lo que se
enlaza naturalmente con el carácter nocturno y la capacidad de
latencia inherente a lo onírico. Sin embargo, Riedemann ha querido
desplegar el símbolo en una serie, haciéndole rendir al máximo de
su potencia: así, junto a la ya clásica sugerencia metamórfica -en
que resuena Ovidio, quien muestra a las hijas del rey de Beocia
convertirse en murciélagos por quedarse contando historias
mitológicas en vez de entregarse a la festividad dionisiaca-, bien
podemos reconocer los atributos del ser alado, de la ceguera, del
acecho silencioso (su hibernación) e incluso de su enigmática
conciencia de lugar (su ecolocalización). Desde este rendimiento
extremadamente fecundo, el autor le asigna una función material
elemental en la escritura, revelándose el murciélago como las
sombras que se espera que bajen de los árboles para poder tomar
control de las herramientas en el texto antes citado. Más claro se
nos ofrece más adelante:
Vocales
como dedos. No les temo. A primera vista parecen hojas podridas por
la lluvia, cerradas en sí mismas. Tienen pequeñas patas o garras y
se aferran con los dedos a la rama más delgada encima de mi cabeza.
Cuelgan de una pata, los dedos son cinco, diminutos. Los miro. Entre
las alas plegadas sobre el pecho ocultan la cabeza. Sigiloso me
aproximo. Están dormidos, tampoco son pájaros, los pájaros no
cuelgan de las ramas. Murciélagos. El mamífero de cinco vocales
como dedos. Colmillos. Me trago un corazón de paloma.
(21)
El gesto de aproximarse guarda en
este texto, creo, una secreta clave programática: se trata de
asimilar una (in)conciencia del lenguaje desde esta latencia de
sentido; bajo la analogía
del animal que duerme, su
hablante debe aprender a pender
de una rama (20).
Riedemann sabe
movilizar la construcción de imagen hacia un umbral en que solo
puede ofrecer desarrollo constructivo la fluencia, quedando cualquier
posibilidad de lógica secuencial entregada a una ansiedad que hace
imposible la coagulación de un sentido único y final:
Entonces
confundirás una cosa con otra. Un recuerdo y la imagen que pertenece
a un sueño. Unas palabras escuchadas y otras encontradas en un
libro, una boca que habla y unos labios que besan. Labios deseables,
probablemente. Tal vez una joven desnuda a orillas del Danubio y una
igual de hermosa que nada en el Trankura; quizás esa desterrada que
engaña en las calles de París, una perdiz que huye o una escopeta
que se dispara y borra la memoria de bosques devastados.
(17).
En
la oscuridad, antes de dormir, pienso que Dios evitará todo lo malo
y hará que ocurra todo lo que le pida. Quiero nadar, que la
corriente del río, no me arrastre, que no llueva mañana. Que las
horas vuelen en segundos y después que los relojes se detengan. Pasa
exactamente lo contrario: aquello que no debe terminar se esfuma en
un santiamén; lo que no debería suceder se repite y se alarga como
la ausencia. Si no pongo cuidado pido en voz alta, como si Dios
estuviese en la habitación sentado a los pies de mi cama. Cuando
oigo mi voz me ruborizo. Entonces recuerdo que todos están dormidos.
Con los ojos cerrados repaso todos los nombres que conozco de
Lucifer. Y me duermo. (34)
Vale
decir, la conciencia del lenguaje misma debe ser marcada por un
desarraigo radical: las palabras mismas toman la consistencia
inquietante de objetos externos y ya marcados por una catástrofe de
sentido irrevocable. El poeta como técnico es forzado a pasar al
poeta como vidente por la íntima
violencia de la escisión de
sí:
En
tu cabeza suenan bien algunas palabras secas por completo de sentido.
Deberás ponerles freno. Todas las palabras y ninguna. Debes escuchar
a quienes dicen -todo está nombrado. No pretendas escuchar tus
propias palabras en el vuelo de plumas y perdigones.
(18)
Tal
videncia lleva a un máximo rendimiento de los símbolos, con series
de imágenes de coagulación precisa que no admiten lecturas
unívocas. El murciélago, la perdiz, la escopeta, el incendio, el
bosque, los inmigrantes, se asumen como elementos de una
representación entretejida de una experiencia límite de escritura.
El riesgo es tan enorme que no puede dejar de llamar a figuras que
puedan fijar y enmarcar la función de evocación y testimonio: se
trata de presencias femeninas, de carácter generalmente familiar,
que a través del libro se presentan como guías y aseguradoras de la
eficacia de la coagulación de la imagen. Esto produce un particular
efecto dramático, en que el
contraste entre la deriva y la imagen fijada asume elementos de
gestualidad y personificación:
En
la orilla del río. Una mujer intenta tocar mi espalda. ¿Para
detenerme? ¿Para despedirse? Salgo y salto escaleras abajo. Apenas
puse el dedo en el gatillo. Lo juro. El estruendo me dejó sordo, el
estampido me llevó a miles de kilómetros. En la orilla del río
grande hay policías con armas de guerra. Los padres abandonan a sus
hijos, los niños mueren ahogados. No todas las madres lloran, todos
los policías disparan. Un desconocido me toma del cuello y amarra un
trapo húmedo sobre mi boca. (27)
La
hermana dirá que salieron en búsqueda de cuervos y de un niño
perdido. Ebrios o furiosos salieron, o las dos cosas. Dirá que al
comienzo los cuervos señalaban el camino: que lo encontraron, que
regresaron con él. Sin embargo, su versión será desmentida
entonces como ahora. Esa tarde con sus sombras no vieron regresar a
nadie. Elegirán no ver, creerán mejor no escuchar. Cercado de
adoquines y aromas de café, los tímpanos se hincharán de terror.
(30)
El
peso de esta experiencia de la escritura como búsqueda de sentido a
través de la libre fluencia de la imagen parece dictar una sombra de
argumento, que revela una estructura dramática del libro -no
secuencial, eso sí, sino que circular e intuitiva.
Desde este punto de vista, Perdigones
parece querer expresar un modo de conjuración del inefable trauma de
la historia desde un hablante que sabe administrar los límites de su
conciencia creativa, a través de la sutil modulación de la
construcción de imagen. Esta (de)construcción de imagen, así, se
revela como imagen legible y comprensible de la historia desde una
dialéctica propiamente poética, que entenderá a la intuición como
experiencia superior de conocimiento. El último texto del libro deviene un cierre que cumple con la circularidad necesaria
de este movimiento intuitivo:
Soy
el primero en salir de la cama cuando escucho los golpes en la
puerta. Tendidos en el piso, con la cabeza al borde de la escalera
para mirarlas, sus voces detienen los relojes. Creo que los golpes en
la puerta me despertaron, creo que soñaba con ellas; entran en la
casa y la voz de los ebrios enmudece. Sabemos que ellas hablan en voz
alta y ríen para nosotros, aunque no nos vean están seguras que
miramos y escuchamos. El mundo se ha detenido, no estamos solos,
podemos volver a dormirnos para encontrarlas. (85)
La resolución de imágenes
complejas y la textura maleable del lenguaje hacen de Perdigones
uno de los volúmenes de
poesía indispensables para quien desee realmente comprender
la potencia del actual desarrollo de la literatura nacional.
Más allá de la caprichosa
e intencionada simplificación y de la banalización del rol del
creador, más acá de la
ampulosa demanda fundacional de vates,
Riedemann sabe
dar una muestra de dominio
poético
realmente profundo,
exponente de que la mejor
tradición escritural de nuestro país -una permanente revancha
siempre al límite del
quiebre- seguirá desafiando a todos sus malos agoreros.
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