Para
expresar la inquietante sensación de tierra arrasada de nuestra era
moderna, ya desde el siglo XIX, tan solo la ficción podía pretender
alguna capacidad de movilizar los límites que moldean lo real de
forma cada vez más radical. Así, la incursión de autores como
Lovecraft en territorios cuyas leyes eran la subversión de las que
asumimos como naturales, tras casi un siglo de elaboración y
fijación de una serie de tópicos fantásticos en la literatura
“gótica”, da una noción de la ansiedad radicalizada de una
humanidad en la cima de la conciencia de sus posibilidades, al mismo
tiempo que de lo imprevisible del nuevo contexto histórico. Un
manojo de subgéneros de lo fantástico -la literatura especulativa,
de horror, de ciencia ficción, weird, etc.- iría ocupando su
lugar, unos pasos más abajo de la Literatura con mayúsculas, pero
bastante más cerca de una masa de lectores activa e interesada.
Esa
diferenciación de mayúscula inicial debe ser entendida en su
contexto, si es que se desea entrar a profundidad en Paprika el
japo y otros relatos (Santiago:
Ajiaco, 2015), de Alexis Figueroa (Concepción, 1956), volumen que
podría bien decepcionar a un lector que busque encontrar una
variedad de producción fantástica que ya -en buena hora- tiene un
lugar cada vez más considerable en el mercado lector. Figueroa,
poeta de trayectoria reconocidísima, no ha podido evitar trabajar
sus textos con una conciencia del lenguaje que
sabe trascender desde su misma forma la voluntad de ingenio y
sorpresa que distingue buena parte de la literatura fantástica -en
particular la ligada a la ficción científica-, para acercarse a lo
que Lovecraft ya distinguía como el relato weird,
marcado en su definición por rasgos de incerteza,
otredad radical y
derrota
de las leyes naturales conocidas.
En
Paprika… no es posible
hallar escenas de horror en cuanto tales, y hay escaso uso de
procedimientos sorpresivos vinculados al desarrollo narrativo. Lo que
distingue a la noción de fantástico presente en el libro es más
bien la sugerencia de una causa real e invisible detrás de las
acciones o sucesos, que
permea tanto la descripción de los hechos como el lenguaje mismo,
generalmente a través de efectos de desvío en la percepción del
narrador o de los personajes, así como en
la guía caprichosa del lector a través de un universo alternativo
de saberes y experiencias.
Los
efectos de desvío en la percepción son notorios, por ejemplo, en
relatos como “Tomé la señal” o en “Mar”, en que la
descripción del entorno a través de las acciones y el mundo
interior de los personajes se nos hace extraña e inquietante.
Entregando al lector a un pacto que naturaliza experiencias límite,
Figueroa logra efectivamente dar el paso a lo siniestro,
entendido esto en un concepto amplio que permite la especial textura
lingüística de relatos como “El sueño de Gulliver”, “Agua”
o “El río”, en que sin tener que fundamentar con acciones
específicas las percepciones del narrador o los personajes, genera
un fuerte privilegio de lo sensorial por sobre un
argumento que llega incluso a ser
una pura posibilidad.
Resulta doblemente interesante que varios de estos textos estén
asociados con la noción de catástrofe, constituyéndose en el
registro de un
imaginario turbado por el
pánico, dando
cuenta así
de
la inquietud permanente que generó el terremoto de
2010
en el sur de Chile. La
naturaleza misma toma, en este registro, una potencia siniestra,
abordada de forma sutilísima
en “Norte”, y de modo más abiertamente irónico en “Bunker”
o “Calor”.
Esta
variedad de registros habla de la extrema versatilidad narrativa del
autor. El ingresar al lector a una posibilidad alterna de lo real
toma formas ya canónicas en lo fantástico -así la frialdad
expositiva de “El Cáliz”, de raíz kafkiana, o la narración
de evocación de “La piel verde”, que recuerda vivamente a
Bradbury o Sturgeon-, pero
también se arriesga a juegos literarios más
complejos. El universo alternativo de “La Santa” o la acabada
descripción de la alucinación religiosa en “Cristo del Elqui”
nos refieren de una de las obsesiones del libro: el acento en que la
posible trascendencia de lo humano está rodeada de una potencia
destructiva más que redentora. Este pasmado pesimismo ante lo
desconocido no deja de llamar de vuelta al tema de la catástrofe, el
cual tensiona al límite las posibilidades argumentales. Relatos sin
sustancia fantástica en un sentido propio -”Tarot”, ”El
chulo”, “A media tarde”, “Box y destinos” o el que da
título al volumen- saben expresar la inquietante sensación de la
muerte como un ente expectante imposible de naturalizar, y esto más
desde la escritura que desde los argumentos, que bien podrían haber
sido trabajados desde un realismo más seco. Este manejo de efectos,
más que de tramas narrativas, confirma la potencia escritural
de Figueroa, si bien deja pendiente la concreción de juegos
argumentales más sustantivos, característico de unidades más
largas -lo que es visible en la debilidad del registro irónico de
“Bunker” o “Calor” con respecto al resto del volumen.
Con
Paprika el japo Alexis
Figueroa continúa lo que en
él ya es sello desde Vírgenes del Sol Inn Cabaret
(1986),
la extrema actualidad de sus preocupaciones literarias. La incursión
de Figueroa en lo fantástico, ya desde El laberinto
circular y otros poemas (1995),
pasando por Finis térrea: apuntes de carretera (2014),
y las colaboraciones con el
ilustrador Claudio Romo Fragmentos de una biblioteca
transparente (2008) e Informe
Tunguska (2009),
no es meramente la adscripción a un género o una operación lúdica
sin consecuencias: se aprecia
bien la posibilidad de
movilizar las preguntas más acuciosas del destino humano a
la medida del lector de hoy, esto
es, la pesada metafísica
viva y coleando en
la liviana pasta del pulp.
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