La escritura del desarraigo
-en épocas en que la migración ocupa un primer plano en la prensa-
puede bien ser vista como una subespecie de la escritura de la
violencia. Pasar de un territorio a otro no es algo que nos deje
indemnes: por más que soñemos que nuestra identidad no depende del
entorno, el hecho es que este está constituido más mañosamente. Se
trata de encontrarse con algo que es como el aire en su sentido más
propio: pasamos a otro aire al tiempo en que este pasa a nosotros,
dentro del cuerpo propio. Este aire ocupa nuestra respiración para
hacernos entrar mientras él entra en nosotros: es, al fin, una
operación casi mágica que este hace, más efectiva que nuestro
propio paso o la recepción voluntaria o involuntaria de quienes
ocupan ese nuevo lugar, nuestros -posibles- semejantes. Las
generaciones que han construido una manera de ver, un paisaje, una
lengua, una cultura, pesan como parte esencial de los espacios
nuevos, y se hacen sentir también dentro nuestro.
Es
inevitable entender
Manual para tartamudos
como una escritura de desarraigos: el libro trata sobre migrantes.
Los tres personajes que resultan ser narradores a distintos niveles
de relato, viven cada uno su desplazamiento, con distintos niveles y
formas de decisión, con una distinta extranjería íntima:
Eso es lo que la novela dice.
Lo que no nos dice es que estos saltos de un territorio al otro, se
constituyen como saltos de un mundo al otro, afectando de forma
profunda no solo la psiquis de cada uno de estos tres, sino su propio
status de realidad. Aquí yace una de las fortalezas de este universo
narrativo, que parece sugerir una fragmentación en el corazón de su
estructura, una multiplicidad de mundos posibles en el seno de su
historia, una Babel. Esa sugerencia termina inevitablemente
generándonos una escritura de la sospecha.
La
sospecha roe desde el principio: en la época de las comunicaciones
instantáneas, León nos plantea un género que bien probablemente ya
veíamos muerto y enterrado: la novela epistolar en su sentido
propio, cuya convención asume una instancia de reflexión y memoria
que es más propia de otra época y otra concepción del tiempo, de
otra literatura. El mismo epígrafe -La
emigración impone distancias. Y las distancias imponen, por
necesidad de contacto, la escritura de cartas- pone
sobre los ojos esta duda bajo su aparente certeza.
El chileno sin nombre se explaya con abundancia sobre sus vivencias y
memorias, en un tono que parece agarrar al vuelo hasta los detalles
nimios, ofreciendo de sí un complejo retrato psicológico que página
tras página nos va convenciendo de su quiebre íntimo, lo que
trasciende en mucho una simple voluntad de comunicar; vemos más bien
una operación de autorreconocimiento, en que una descarnada
intimidad da lugar a la permanente confesión de múltiples errores,
que acaban siendo algo más complejo y unitario, un error
único
y fundamental: una alienación profunda con la realidad. El personaje
se nos revela como escritor, más que por alusiones pasajeras a su
pretensión, por ese desplazamiento íntimo, gemelo del geográfico.
No
va a ser novedad que recuerde que León es un permanente investigador
de esta fractura, tanto en su escritura de ficción como en su
trabajo periodístico: la separación entre la realidad y su posible
comunicabilidad o representación. El chileno del Manual
intenta presentar al anónimo receptor de las cartas
una
visión completa de su
mundo,
y su
Argentina se tiñe desde el primer momento de un matiz de irrealidad
que va en aumento constante hasta una absoluta apoteosis, en que la
separación toma una forma concreta en la alucinación levitante
sobre la Casa Rosada.
La
obsesión de la fe es, desde este relato, parte integral de la
historia, y no precisamente, asumo desde lo ya dicho, por motivos
ingenuos. Es la expresión contraria de la sospecha que mantendría
una separación con el mundo, indicando con esto una secreta voluntad
de reconciliación íntima: los tres narradores comparten un afán
confesional que nos conduce todo el tiempo a esta dimensión interior
de la creencia en lo trascendente. Que esta fe nos acerque o nos
separe de lo real resulta un accidente, que si bien en el chileno
asume la consecuencia de la pérdida total del sentido de la
realidad, terminando en unos puntos suspensivos que indican su
extravío como personaje tras la desaparición de las cartas mismas
desde el computador; en el tatuador y el sacerdote parecen ir en
secuencia hacia una realidad cada vez más acusada y consciente. El
paraguayo ya logra percatarse de la desaparición de sus rasgos, y en
Lowell ya vemos una conciencia de escritura en que la expresión
alucinatoria forma parte al fin de un mundo coherente, que llega
hasta a ofrecernos las claves de la irrealidad de los otros. La
máquina que echa andar León es en este sentido harto perversa,
produciendo una duda profunda en las últimas catorce páginas sobre
toda la consistencia de las anteriores 114: precisamente desde que un
Contrato
de cesión de derechos
nos pone ante el último y más real de todos los entes fantasmales
involucrados en el libro: el EDITOR,
quien
es el que nos señala en una nota al pie que presume que en el
DESENLACE
está la
verdadera novela.
La
tensión entre la fe y la sospecha con respecto a la sustancia de lo
narrado nace de un punto ciego evidente: la atracción del relato
imposible desde las cartas del chileno, cuyo código postal es
mencionado como equivocado
y/o inexistente.
Tanto el tatuador como Lowell dicen no poder evitar leerlas hasta el
final, si bien ambos declaran haber deseado dejar de hacerlo. Esa
irrealidad -lo puramente
posible- parece
constituirse en un punto de fuga que imanta y curva la sustancia
narrativa desde la carta inicial, en que el chileno describe que nada
de lo que le ha pasado en
estos años
vale la pena contarse, y que el
resumen de estos años es mi viva imagen frente a un computador,
frente a una barra en un bar, frente a la parada del colectivo,
frente a gente desconocida, frente a mujeres que no me atreví a
abordar, frente a la nada.
Su propia sustancia se hará, como corresponde a su lugar en la
máquina perversa a la que me refiero, precisamente esta misma nada.
La
construcción de la novela nos sugiere la extrema postulación de
Lowell como el narrador primario, de quien dependería no solo en un
nivel, digamos, relativamente extradiegético, la publicación, sino
que también la misma creación de los relatos del chileno y el
paraguayo. León es capaz acá de tensionar al máximo el pacto
narrativo al producir una especie de doble del poeta estadounidense
Robert Lowell, cuyo estilo se suele definir como confesional, y en
quien la obsesión teológica entre fe y razón, vida y gracia -el
don de Dios que reconcilia con el mundo- es constante; las
alucinaciones del personaje de León provienen del imaginario del
poeta, y se lo llevan con cuerpo y todo a la misma perturbadora
región irreal de las creaturas. Ya nos va pareciendo apreciar una
revelación más perturbadora: Manual
para tartamudos
es una máquina de sentido antes que una novela en sentido propio. No
se podría comprender
el alma de
estos personajes desde que son creaturas puestas a la distancia
imposible en que les sitúa su ficcionalidad, su absoluta
imperfección espectral.
La
máquina de sentido termina ofreciendo, tras la virtud de su
funcionamiento, un rendimiento decisivo: la investigación sobre el
desplazamiento entre territorios, la migración en todo lo complejo
de un salto existencial. Desde este fuera
de lugar
en que cualquier relación afectiva se vuelve imposible -la
problematización del erotismo como frontera más que instancia de
reconciliación es un índice poderoso en el libro, diríamos, la
pasión sobre el amor-, toman el primer plano las pulsiones
solitarias de una experiencia de la cultura propiamente apocalíptica
y absolutamente no integrada; el chileno asume en el momento
culminante de su alucinación su esencia de invasor.
Ya conocíamos desde su obra narrativa anterior y su trabajo como
cronista la mirada irónica y a menudo dolorosamente distante de León
ante una realidad social que en su detalle personal muestra la
fractura profunda entre las intenciones y lo real; en esta obra esa
fractura va más lejos, creo. El chileno de las cartas es definido
por el tatuador paraguayo como un
escritor malo obviamente, porque siempre estaba sorprendiéndose de
esto o lo otro, abrumado por el mundo que lo rodeaba y con la
necesidad, o urgencia, de poner en el papel todo esto. Tras
la lectura, vemos que se vuelve imposible la figura opuesta del buen
escritor que asumiese el mundo orgánicamente y en calma: en el mundo
de este Manual
es solo un tartamudo el que puede dar cuenta del descalabro mayor, en
el que la urgencia impuesta por el choque de esta segunda realidad
solo lleva a la desarticulación, a un punto cero del sentido que es
pura pulsión expresiva, de cara al abismo de la literatura como
acción inerte e impotente. Cualquier proyecto de construcción del
mundo solo rozará su superficie y por lo mismo será naufragio, lo
que parece estar retratado en un amargo y vigoroso tono sardónico en
el proyecto
de tesina
del paraguayo, así como en el armario del chileno que, sospechamos,
nunca fue alhajado con libro alguno.
El
extraordinario mérito de este libro está en la implacable
contextura narrativa de la máquina. León ofrece una capacidad de
relato cautivante, poniendo en juego una oscura comicidad y un
talento para plasmar situaciones y personajes palpables, reconocibles
y empáticos. Es peculiar que el estilo puramente prosaico tienda a
curvarse hacia lo poético, en cuanto vemos la dificultad de plantear
experiencias inefables: nos encontramos con imágenes propiamente
bellas que nos presentan una opacidad que hace más denso y lleno de
aristas este Manual.
Esa escritura de aristas, en que lo bello convive con una realidad
degradada, es el sello de la mejor tradición prosística chilena,
desde Blest Gana hasta Lemebel.
Consideración
final: ¿es que esta novela dice algo sobre
Gonzalo León? Me atrevo a afirmar que sí, es difícil pensar en
otro colega que haya sabido entrar, a través del tiempo, a ese fuera
de lugar
de manera tan, tan incómoda. Precisamente la incomodidad que produce
el Manual
al
introducirnos en una sospecha radical, quizás la única posibilidad
de repensar un rol para lo literario en los tiempos que corren.
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