Las constantes manifestaciones de
la crisis que afecta a la literatura -y al lugar de las artes en el sistema
social en general, en plena calamidad- han dado ya hace tiempo pie a respuestas
de nervios destrozados. No es disminuir el calibre de la crisis el reconocer
que la mayor parte de la producción en torno a la llamada transvanguardia
se fundamenta cada vez más en el gesto de pasmo -tensionado hasta llegar a un
histrionismo un tanto patético, lo cual no cuesta trabajo alguno- que en
respuestas propiamente literarias. Y es que se olvida quizás que ésta no es la
única instancia en la historia en que vuelcos históricos violentos han forzado
cambios radicales en la forma de entender la creación artística.
Por suerte, a nuestro país no le
han faltado poetas que efectivamente supiesen elaborar su resistencia ante las
amenazas que se ciernen sobre los últimos restos del humanismo –casi ruinas que
soportan aún el relativo prestigio de la creación artística-, haciendo resonar
dentro de la misma escritura el crujido de la crisis. Inevitable es mencionar
históricamente a Juan Luis Martínez y Gonzalo Millán como baluartes de una obra
netamente crítica. La dictadura y el vértigo reordenador impulsado por
los grupos que aspiraban a hacerse del poder político hizo que los referentes
posibles de esta voluntad jamás pudieran ser entendidos orgánicamente, pudiendo
recién venirse a leer con calma después que el campo literario tuvo sus
posiciones de privilegio ya ocupadas en forma segura. Recién hoy se puede
apreciar en perspectiva desde los 80 hasta ahora nombres que -sin el aparataje
publicitario que tuvieron autores ligados a la Escena de Avanzada y a
camarillas universitarias, y a menudo desde la provincia- supieron y han sabido
mantener en alto una obra de genuina resistencia.
Al referirme a Alexis Figueroa
(Concepción, 1956), resulta inevitable reconocerlo como uno de los poetas más
conscientemente críticos de los últimos treinta años en Chile. Desde Vírgenes
del Sol Inn Cabaret (1986, Premio Casa de las Américas) hasta su último
libro Finis térrea: apuntes de carretera (notas de un sobreviviente a la
poesía personal) (Santiago: LOM, 2014), Figueroa ha construido una obra
personalísima, que no evita las violentas tensiones que desde la (post-)cultura
dominante se ejercen sobre la creación literaria -en su libro de 1986 ya
asimilaba con extremo dramatismo la figura de la representación degradada del
espectáculo para presentar un retrato fantasmal del nihilismo posmoderno desde
el margen geográfico, simbólico y cultural que constituye Latinoamérica. En Finis
térrea -en lo que podríamos llamar un gradual repliegue a través de
los libros que median entre ambos- se ha desplazado hacia lo propiamente
literario como sistema cerrado.
La conciencia de la gravitación
del nihilismo sobre la creación continúa, eso sí, intacta, pasando al centro
mismo de la atención. Para ello, Figueroa utiliza la referencia permanente al
tópico del fin de la civilización, tal como lo ha realizado la literatura de
anticipación científica -en una actualización radical del tópico clásico de la
ruina. Así, la crisis se entiende no en su desarrollo, sino desde su día
después; la figura del creador será inevitablemente marcada por la soledad,
el despojo y el destiempo (que puede transcribirse como vejez o
demencia). Mas paradojalmente tendrá el privilegio de una conciencia acabada
con respecto al transcurso de la crisis, conciencia que lo convertirá, más acá
de las víctimas, en investigador y contemplador de la virtual catástrofe, y, en
último término, en el pensador que reflexiona sobre ella. La paradoja mayor -lo
innecesario y vacío de tal conocimiento en un escenario sin el mínimo tejido
social en que se lleve a cabo una comunidad, en que se pueda comunicar- termina
pasando la interrogante al plano de la necesidad de la misma creación o, dicho
de otra forma, la noción de poesía, arte o autor en cuanto tales.
Esto último se aviene bien con la
escritura en que Figueroa se mueve más naturalmente, que pudiésemos llamar neobarroca
más allá de la adscripción a canon alguno relacionado con tal concepto.
Figueroa parte de una lírica elegíaca de construcción en general cuidadosa, que
resalta la superficie sonora del lenguaje a través de una densidad medida de la
imagen poética. Esto genera estructuras de imagen poética de apariencia directa
que alcanzan a medias a cubrir una latencia crítica de creación de sentido:
Fueron labios pálidos.
Fue la forma del sonido.
Fue en la estación de invierno.
Fue con la primera luna.
Fue cuando la pupila se abrió en el teatro de la luz.
empieza el extenso poema Los
nombres del mar, el que está construido casi íntegramente con la anáfora
marcada por el pasado perfecto. La extrema confusión, lo inabarcable de lo
contemplado –su pura continuidad-, no puede sino dar, paradojalmente, al
hablante un estatus omnisciente y lúcido para intentar el salto al vacío hacia
la imposible definición, remarcando su voluntad lírica. El tú aparece,
por cierto, pero su indefinición llega hasta a sugerir un mero eco reflejo -Fue
la voz, tu voz- entre imágenes que parecen asumir una efectiva deriva de
referentes que lleva su movimiento directamente a una tabula rasa. En
otros textos del libro -como en el poema en cursivas que se inicia (Así como
la perla..., que parece ocupar el centro del volumen, la voluntad barroca
de esta lírica llega a un significativo exceso, constituyéndose la figura de la
perla en un símbolo complejo que no da un desarrollo bien cerrado, sólo dejando
entrever posibilidades de desplazamiento al margen para una escritura que
pareciera no ser ya capaz de definir una voluntad efectiva de representación.
En este sentido, el fracaso de esta voluntad logra constituirse como triunfo en
el esquema general del libro, desde el panorama del nihilismo radical de su
escena ideal -postcivilizatoria, postsocial-, por más que en ocasiones se
revele como un sofisticado y elaborado procedimiento gratuito.
Más allá del horizonte de un
estilo particular, Finis térrea logra su efecto de volumen gracias a
trascender toda estilística acotada. Resulta clave en ese sentido la
proliferación de referencias y citas, desde las tácitas y extensas hasta las
entremezcladas en el tejido textual: Figueroa sabe cómo presentar un sujeto
poético en crisis;
¿Quién?
Quien antes crecía ahora está muerto.
¿Quién?
Quien antes reía y se gozaba ahora mide la ceniza.
¿Quién?
Quien antes fecundó ahora está seco.
empieza el primer texto titulado Más
preguntas, interrogaciones cuya aparente indefinición apunta falazmente
hacia un escenario tácitamente postcatastrófico en el segundo poema homónimo;
falazmente, ya que la catástrofe que ha desplazado al sujeto-autor sólo ve el
cataclismo social como reflejo. El cataclismo no puede ser sino un cataclismo
personal: la soledad no es simplemente quedarse solo, sino algo más
radical, acaso definido en Hielo -entre otros textos- como la muerte
-suspensión, parálisis, o como sea, imposible enajenación- del objeto lírico.
No es la destrucción, sino la enajenación de la sociedad postmoderna lo que
late tras Finis térrea: tanto el Creador como el creador pierden toda
necesidad, y el libro termina apareciendo como una elaboración fría de
lenguaje.
El extremo oficio de Alexis
Figueroa está precisamente en la paradoja como procedimiento de construcción de
toda su obra: tras ese aparecer frío desde una máquina productora de sentidos
-ya desde los coros electrónicos de Vírgenes del Sol Inn Cabaret-, somos
testigos de una muestra -extrema en cuanto absurda- de fe en el poder redentor
de lo humano tras la palabra poética. La obra de Figueroa sigue siendo, como
toda empresa literaria realmente adelantada, un salto al vacío.
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