Nos gusta -y digo nos,
porque sé que muchos son los que comprenden este placer desviado- alejarnos de
los centros de la gran distribución editorial, los escenarios de entronización
de nuestras republiquetas literarias. Republiquetas, sí, porque no son nuestras
repúblicas: los medios culturales de nuestros países se han acostumbrado, en su
pasión burocrática, a mimar los procedimientos y malas conductas de nuestras
administraciones políticas, en donde se supone que las obras tienen que
desplazarse hacia un centro convenido para adquirir reconocimiento, puro
valor simbólico que no siempre -ya que no tiene por qué- coincide con el valor
intrínseco del trabajo literario: su capacidad de conformación original, el
manejo desarrollado de técnicas complejas, la formulación de un mundo literario
capaz de pararse enfrente hasta desafiar al mundo de arena, piedra, carne y
cemento. Hacer labor literaria fuera de los grandes centros magnéticos del
campo cultural, es trabajo de honestidad y de una resistencia íntima, más que
social, política o artística.
El plantar imanes fuera de las
capitales es, entonces, necesario, para que esa resistencia íntima se haga
productiva y no un llanto de niño abandonado. Esto es, creo, una de las
fortalezas que informan Nor Sud. Narrativas contemporáneas del norte de
Chile y sur del Perú (Arica:
Cinosargo, 2016): el llevar hacia esta área de frontera la selección,
inevitablemente nos fuerza a una forma de lectura distinta, a buscar en estos
relatos la señal de una otra pertenencia. Ya que el límite es el que nos
dicta este pensamiento de orillas. Si bien la literatura de provincias
apartadas (y pienso ahora en el caso de Chile, esperando que lo que digo
aplique más allá de la frontera) fue históricamente marcada por una definición
de las características propias -gesto obviamente dirigido a ser reconocida desde
el centro del campo cultural por alguna particularidad irreductible-, el pensar
desde el mismo ser de frontera es la nueva señal de reacción que me parece ver
reiteradamente en lo que nos viene entregando este polo literario de nuestro
“Norte Grande”. Este gesto ya no se dirige hacia la capital, sino que destaca
la difícil construcción de sí misma de esta literatura; es capaz de tantas
particularidades distintas que deja de ser particular, pudiendo aspirar a
comunicar su fronteridad a cualquier otra frontera de todo el ancho mundo. Las
categorías fijas -armadas y hechas para ser administrables y domesticadas fuera
del terreno en que las cosas ocurren, en los espacios de la inmovilidad y el
silencio bibliotecario, en la concentración que requieren los objetos
científicos-, estas categorías de precisión y método químico, acaban dejando de
aplicarse, y la obra queda en esas huerfanías errantes que se acaban
encontrando con otras huerfanías errantes. Y estas cuando se juntan hacen
ruido, barullo y hasta escándalo, y hasta procrean de tanta emoción efectiva y
vital, natural a toda real actividad literaria.
¿Es que no pertenecen a esta
huerfanía los autores efectivamente malditos de los cuentos de Juan José
Podestá (Tocopilla, 1979) y Daniel Rojas Pachas (1983)? Juvenal Ruz, de San
Martín 1556, del primero de los mencionados, puede perfectamente bien estar
en Santiago -como nos señala apenas el índice del metro-, pero ese no-lugar al
que se le debe ir a ver, es indudablemente característico de una larga dinastía
de excéntricos que supieron hacer o dejar de hacer todo para no confundirse con
esa plebeya clase de los exitosos y bien situados. En la precisa y habilísima
torpeza de la voz narrativa, se sabe sugerir bien la noción de arte más cercana
a un modo de vida que a la burocratización forzada que está en el corazón del
autor que ha ubicado su nicho. Por su parte, Óscar Collazos, en Una forma de
escribir es irse epigrafiando, de Rojas Pachas, llega a su summum de
in-situación a través de cómo se nos presenta, entregando su ser a la
irrealidad en un relato que en su misma forma se plantea la casi-total
literaturización del autor. Tal como en el relato de Podestá, la presencia del
anhelo amoroso es un polo crítico en la asimilación de estas figuras en el
límite, que parecen resistirse a la literatura que los ha consumido parcial o
totalmente; las figuras del deseo resuenan como las espaldas enormes de la vida
puestas enfrente, la vida que sabe siempre el real peso de lo hecho y lo
escrito.
Pero no es menor la falta de
lugar de los protagonistas de Volver a Ayacucho y Máncora, lejos
del gran mundo del arte. El primero de los relatos, de Orlando Mazeyra
(Arequipa, 1980), encubre tras su ausencia de peripecia el desgaste radical de
la vida ante un modo de vivir de una intensidad debilitada, en que una
suerte de deriva sin norma arrastra las decisiones y los deseos; vemos aquí
cómo la bien europea náusea existencial se hace acá un flujo bien distinto de bilis
negra, en una expresiva no pertenencia, una lejanía que incluso se da ante la
tragedia histórica, y no en vano se deja entrever que el protagonista es un
profesional del periodismo, forzado en cierta forma a esa distancia. Por su
parte, Máncora, de Jorge Alejandro Vargas Prado (Cusco, 1987), sabe dar
en otro estilo y plano la misma falta de necesidad de los actos desde el escape
de baja intensidad que es la vida de balneario; en el autoexamen y la
diversidad de ajustes que hacen y esperan hacer sus personajes, apreciamos una
desazón que no llega a ser trágica, al asumir precisamente la ligereza
necesaria para encarar una vida que se ha hecho falta de sentido hasta llegar
al riesgo más supremo.
En él último relato ese riesgo
supremo -la muerte- se salta con la paradójica ligereza de la aceptación, casi
opuesto perfecto de la seca inquietud de la aceptación del narrador de Mazeyra.
En este índice me saltan a la vista Asmodeo Ramos y Camino de
Calasaya como una resistencia absoluta hacia esa aceptación. En el primero
de los relatos, Cristián Geisse (Vicuña, 1977) presenta en una prosa de vértigo
una marginalidad grotesca, marcada por la locura y la decadencia, en que la
violencia, la corrupción de los cuerpos y la mente, y la muerte al fin, se
expresan de cara al lector, dándole el rabioso registro de un mundo que, de
tanta humanidad, está a punto de perder hasta las señales de la realidad
efectiva bajo el peso del dolor, de lo impensable, lo que paradójicamente
intensiona un lirismo que me atrevo a llamar apocalíptico. El segundo, de Luis
Pacho (Puno), que parece tan distinto a primera vista, en su prosa de cuidada
intensidad emocional, me parece emparentado con el ya mencionado en la
resistencia íntima al curso de las cosas, en el desespero trabajado hasta en
los períodos de la escritura; el tratamiento del tempo escritural resulta aquí
fundamental, y produce en este relato una eficiencia expresiva asombrosa, logrando
situarnos integralmente en un ámbito natural y humano que define la distancia
insalvable espacialmente con lo que se desea y la nostalgia de un tiempo
irreversible.
Quien acceda al libro, como me
parece transparentar acá, tendrá una diversidad de estilos interesantísima, en
el mejor sentido en que esta se puede dar: la experimentación nace desde el
tema mismo, sin pasar a lo gratuito de un juego literario vacío. El
cumpleaños de Tía Julia, de Rodrigo Ramos Bañados (Antofagasta, 1973),
puede señalar una anécdota lineal y sin lirismos, mas va generando un relato
que si bien puede compartir aspectos formales con la crónica, deja ver un
registro de experiencia harto más profundo. Cuando Giovanni Barletty (Moquegua,
1988), en Recuerdos imperfectos, describe momentos de infancia, refleja
la paradójica precisión física de hechos que ya no pueden ser reflejados bien
en la memoria, marcando a trazos fuertes y bruscos toda una esfera de
percepción que no deja descansar al lector, al instalarlo en un mundo de
sensaciones directas y potentes. Juan Malebrán (Iquique, 1979), en Creolina,
ocupa por su parte una deriva alucinada que llega hasta ahogar los períodos
narrativos cuando debe retratar una evocación de una marginalidad que, más que
social, ha llegado a darse con respecto al corazón de la misma lógica de
funcionamiento de la sociedad organizada.
Nor Sud entrega una galería de
experiencias y estilos que la hace una de las selecciones de narrativa más
interesantes que al menos yo he visto en años. De algún modo sabemos el destino
de las selecciones de narrativa -se acaban leyendo rápido, difícilmente el
lector promedio destaca a un autor, etc.-, pero ante esto hay que decir que Nor
Sud es una ventana a algo más que un registro formal y técnico de
narrativas. Es una espléndida toma de terreno, en medio de la madrugada de dos
ciudades.
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