(posfacio de Trabajo de Campo, de Jaime Pinos, La Liga de la Justicia Ediciones: Arica, 2016)
La cultura artística ha sido a través de los tiempos una operación
de velamiento. Toda cultura es un velo tendido sobre lo que hay
enfrente: como humanos no podemos ver sin haber sido inoculados desde
el primer chispazo de conciencia con lo que en nuestra tribu se
quería que viéramos, sin ese velo que designaba y delimitaba
nuestra experiencia en un sentido común, social. El arte fue siempre
la forma más alta y distinguida de ese velamiento, como elaboración
técnica de los mecanismos que desde nuestra misma conciencia -en la
que esta la de los otros, la de los nuestros, la social- dictaban una
dirección, una intención de la mirada.
¿Cómo entender el rol de un arte que descubra este velo?
Este arte del más acá, el
desmontaje de un velo social que con el tiempo se ha hecho patrimonio
ideológico de las clases dominantes, ha sido una misión primordial
desde que ese mismo arte,
como parte de una alta cultura que
ha perdido su rol sacralizado, descubre con pasmo que ya no tiene
nada que decir. El artista es más bien un observador que investiga,
un ojo hábil que registra aquello que no se ve aunque se tenga al
frente. El artista tiene su nombre por un bautizo social
convencional, porque ya se ha hecho menos que eso. Se medirá con el
sociólogo o el periodista en sus métodos. Pero ¿qué pasa con sus
fines?
Jaime Pinos ha asumido seriamente
sus responsabilidades como escritor; y esto implica que mientras más
delimita su labor, esta se hace más enorme. Su trabajo de
campo -como bien se titula esta
selección- no duda en rescatar aquello que más cuesta ver, por la
amenazante presencia que ni todo el esfuerzo de un sistema general de
adormecimiento social han podido quitar de la retina. Que su trabajo
en la escritura poética
se haya iniciado con un recuento de la vida y obra del Tila,
es suficiente prueba: el Criminal
representa al fin de cuentas un eficaz ángulo de visión para
registrar la debilidad radical de todo el sistema de relaciones
sociales de Chile bajo el capitalismo avanzado. El personaje central,
que asume en sí conscientemente una perversidad antisocial, aparece
aquí desde la necesidad
de su existencia:
Lo
suyo es una gangrena que ha ganado todo el cuerpo,
un
cáncer que ya no puede extirparse,
una
piedra imposible de extraer.
A través del Criminal
-la cosecha de una
siembra de otros- se hace posible ver la segregación, una
marginalidad determinada cuya funcionalidad puede bien realizarse en
un sentido opuesto al pretendido. La imposibilidad de normalizar
a esta “avería” social, sabe subrayarse mediante el
desdoblamiento del observador en varias máscaras discursivas: la del
periodismo, la del psiquiatra forense, la del jurista. Pero cuando el
síntoma habla desde
sí mismo, no puede sino mostrar su firme base en las condiciones
naturalizadas de marginación bajo el capitalismo:
El
criminal no nace, se hace.
Y
el camino de la abyección es un largo aprendizaje
que,
para muchos como yo, coincide con el de la supervivencia.
Es entonces cuando la voz del
Criminal toma a su
cargo la voz de la sociedad bajo el espejo deforme de la que parece
su paradójica realización mayor. Su vida criminal y su -virtual-
acto de escritura constituyen una Obra,
que constituye una forma mayor de síntesis de comprensión social.
Es inevitable que en esta forma mayor, aparezcan las sombras de
Ginsberg, Artaud, Lihn, Millán y otros poetas, entretejidos en una
mímesis de autoexplicación que tan solo le dan a la sociedad lo que
esta no querrá ver jamás: el reflejo real de una violencia
subyacente e inevitable. En Criminal, Pinos
plantea la pulsión antisocial como el cumplimiento de una condena
ética sobre un país y un mundo en que los lazos sociales son
desplazados por relaciones puramente económicas. Se trata de una voz
profética, que es, en cuanto tal, revelación: desvelamiento de lo
que debía, necesariamente,
ser.
*
Poner al hablante más acá de esa
necesidad, en una estricta tercera persona, implica el mostrar en
Almanaque la quiebra
de una posible visión omniabarcante. La reflexión sobre qué y cómo
dar registro de un flujo de sucesos y realidades que ha sabido
hacerse pesadillesco en el sentido de ya señalar el fin de la
posibilidad humana, recorre
el libro, señalando como un recordatorio segmentos programáticos
que extreman la autoconciencia del hablante. Sea la crónica roja,
sea la lira popular, sea la investigación ya desembozadamente
sociológica, en el libro parece rondar la sombra de un fracaso
radical de la posibilidad de registro, precisamente en la medida en
que ese registro parece regularse y determinarse de forma más
precisa.
Esto porque desde el principio, este observador -aludido siempre en
una enajenada tercera persona- es en sí mismo víctima del proceso
de deshumanización, no solo por las condiciones presentes del
capitalismo, sino por el punto de partida histórico que le ha dado
su sello de indeleble violencia: la dictadura.
Sin embargo, a espaldas de la
denuncia directa, Pinos centra su crítica en la violencia simbólica,
y la devuelve con procedimientos más radicales que en su primer
libro: la referencia textual a comunicados oficiales y de prensa, la
reproducción literal de reportajes y material forense. Con esto,
Almanaque toma la
consistencia de un collage,
que dirige la mirada del lector de la misma forma que si fuera una
instalación fotográfica bidimensional, ejerciendo con ello una
violencia que aspira a ser capaz de mimar la dinámica desesperada
del flujo de la antihistoria capitalista.
El estado de cosas
en que deviene el poema no deja de representar el ojo extraviado
sobre el mismo observador, y la mayor fijeza y concreción de su
trabajo de campo coincide
por ello con la medida de su impotencia como agente de cambio de la
sociedad. El poema Musa
es quizás el indicador más poderoso de esto en el libro,
constituyendo una legítima arte poética.
La mujer desquiciada, sin lugar físico y ya sin siquiera tiempo
-el que ya nadie le podría
devolver-, puede desaparecer del territorio no
solo por su falta de necesidad histórica -su deriva inútil en un
mundo que fluye inerte y mercantil, falto de sentido-, sino también
porque su rol como inspiradora de un posible arte acaba
revelándose en su misma desaparición. El suicidio de la figura a la
que se dirigen varios de los poemas del libro, deja en claro la
destinación real de estos textos en el poderoso poema de cierre:
Escritura
de los suicidas,
letra
al pie de la muerte,
texto
sin glosa, metáfora límite.
Salto
al silencio.
*
80 días es un paso adelante
en la intención de registro. La deriva del observador se hace
pronunciada, firme y sin dudas, desde el momento en que se ha hecho
procedimiento eficaz. El texto es un mapa para perderse,
respondiendo al flujo inerte de una vida social despojada de sentido;
pero a través de este mapa no podrá dejar de dar a la operación de
desvelamiento una potencia limpia. El hogar -que bien puede ser “el
de Cristo”, marcado por la carencia-, el resto sombrío de un
centro comercial deshabitado; en fin, la ciudad misma como un espacio
ya casi abstracto a fuerza de segregada, expropiada y enajenada, es
tan solo un escenario que el Transeúnte
recorrerá sin buscar nada específico.
Lo que halla no es solamente una
muestra efectiva de la degradación urbana. También es una ventana
hacia la construcción posible de un texto que sepa dar cuenta de sí
mismo como función de restauración de una realidad pública -común-
escamoteada por un régimen de comunicación virtual, que ha
encontrado en el goce privado, doméstico, protegido de un flujo de
imágenes abstraído y espectacular una transitoria solución a la
revelación en el plano social de la crisis del sistema capitalista.
La decidida y responsable parquedad del registro constituye aquí, en
un sentido profundo, una función política en sentido propio.
*
Uno se podría equivocar al hablar
de la obra de Jaime
Pinos. Dado que la voluntad en estos textos no es en absoluto análoga
a la modulación de configuración artística que esa palabra
designa. Acaso se podría hablar mejor del catálogo
de Jaime Pinos como uno de los registros escriturales más
interesantes en el plano nacional precisamente por esa ancha espalda
que se le da acá a cualquier velamiento de lo real. Con frecuencia
se habla de la literatura como una fuerza para estimular el deseo de
cambio social; pero bien hemos visto que este deseo encuentra a la
literatura de denuncia como un buen reconfortante ante la felicidad
de ser consciente, de que haya otro ser consciente y haya muchos
compradores y escuchadores de poemas conscientes. Así la sociedad de
seres conscientes en el seno de un sistema ciego y sordo podrá
existir indefinidamente, apoyada en el reflejo ideal de su denuncia,
fija en el debate televisivo en el cual se afirma
el futuro posible.
Una escritura como la de Jaime Pinos
no reconforta, sin embargo. En el límite desesperado en que sitúa
su observación, y en estas imágenes que, siempre, todos
vemos, y aun así se atreven a
darnos un seco golpe en estas páginas, se guarda el umbral de una
rebelión bastante más radicada en la conciencia, que podría
determinar mucho más la acción social y política necesaria en la
crisis que encaramos aquí y ahora.
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